Gorenflot es tan sencillo en sus hábitos, que nunca ha pensado en aprovecharse de su posición para hacerse abrir las puertas. Le han dicho: padre está prohibido salir, y no ha salido.
Nadie sospecha el deseo interior que transforma para él en desgracia la felicidad del convento.
Así, viendo que su tristeza se aumentaba de día en día, el prior del convento le dice una mañana:
-Querido hermano Gorenflot, nadie debe combatir su vocación; la vuestra es militar por Cristo; id, pues, a cumplir la misión que el Señor os ha encomendado; no os encargo otra cosa sino que cuidéis de vuestra preciosa vida y volváis para el gran día.
-¿Qué gran día? -pregunta Gorenflot absorto en su júbilo.
-El día del Corpus.
-Ita -exclama el fraile en tono inteligente-; pero a fin de prepararme cristianamente a recibir limosnas, dadme algún dinero.
El prior se apresura a dar a Gorenflot una repleta bolsa, en la cual el fraile hunde su ancha mano.
-Ya veréis lo que traigo al convento -dice guardando en el profundo bolsillo de su hábito el dinero que acaba de tomar de la bolsa del prior.
-¿Tenéis preparado otro texto? -pregunta José Foulon.
-Sí, ciertamente.
-Confiádmelo.
-De buena gana, pero a vos solo.
El prior se aproxima a Gorenflot y presta atención.
-Escuchad.
-Ya escucho.
-El látigo que azota el grano se azota a sí mismo -dice Gorenflot.
-¡Oh, magnífico!; ¡Oh, sublime! -exclama el prior.
Y los concurrentes, participando por confianza del entusiasmo de su superior, repiten con él:
-¡Magnífico! ¡Sublime!
-Y ahora, padre, ¿estoy libre? -pregunta Gorenflot con humildad.
-Sí, hijo mío -responde el reverendo prior-, id, y caminad por la senda del Señor.
Gorenflot hace ensillar a Panurgo, sube sobre él con el auxilio de dos vigorosos frailes, y sale del convento a las siete de la tarde.
Esto acontecía en el día mismo en que San Lucas llegó de Meridor: las noticias que se recibían de Anjou tenían a todo París en conmoción.
Gorenflot, luego de haber seguido la calle de San Esteban acababa de torcer a la derecha, cuando al llegar más allá de los Jacobinos sintió temblar a Panurgo: una mano vigorosa acababa de posarse sobre sus ancas.
-¿Quién va allá? -preguntó asustado.
-Amigo -contestó una voz que Gorenflot creyó conocer.
Buenas ganas tenía el fraile de volverse, pero del mismo modo que los marinos que siempre que se embarcan necesitan acostumbrar de nuevo los pies al movimiento del barco, así él, siempre que montaba sobre su asno necesitaba algún tiempo para encontrar el centro de gravedad.
-¿Qué queréis? -dijo.
-Tendréis la bondad, reverendo padre -repuso la voz-, de mostrarme el camino del Cuerno de la Abundancia.
-¡Pardiez! -exclamó Gorenflot gozoso en extremo-; es. M. Chicot en persona.
-Precisamente -respondió el gascón-; iba a buscaros al convento cuando os vi salir; os seguí por algún tiempo sin decir nada, por no comprometerme, pero ahora que estamos solos ya no hay cuidado, ¿que tal, cogulla? ¡voto al diablo, lo que habéis enflaquecido!
-Y vos, M. Chicot, habéis engordado.
-Creo que nos adulamos mutuamente.
-¿Qué lleváis ahí, M. Chicot? -preguntó el fraile-; muy cargado parecéis.
-Es una pierna de gamo que he robado a Su Majestad -dijo el gascón-; nos la comeremos asada.
-¡Querido M. Chicot! -dijo el fraile-, ¿y en el otro brazo?
-Es un frasco de vino de Chipre que ha enviado a Su Majestad otro rey.
-Veamos -dijo Gorenflot.
-Este es el vino que más me agrada -dijo Chicot abriendo un poco la capa-, ¿y a vos padre?
-¡Oh! -exclamó Gorenflot viendo el frasco y la pierna del gamo y gallardeándose con tanto vigor sobre su cabalgadura que la hizo doblar las piernas-. ¡Oh, oh!
Y en un arrebato de alegría, levantó los brazos al cielo y con voz que hizo temblar a izquierda y a derecha las vidrieras de todas las casas, cantó acompañándole Panurgó con suaves rebuznos lo que sigue:
La música tiene encantos,
mas sólo al oído alegra,
las flores tienen perfumes
pero el olor no alimenta;
el cielo agrada a la vista,
¿mas quién a tocarlo llega?
sólo el vino, que sentirse,
beberse y tocarse pueda,
es preferible a las flores,
a música, cielo y tierra.
Era la primera vez que Gorenflot cantaba desde que de regreso de su expedición había entrado en el convento.
LXXIII. ESCULAPIO Y MERCURIO
Dejemos a los dos amigos entrar en la hostería del Cuerno de la Abundancia, adonde Chicot, como es sabido, no llevaba nunca al fraile sino con intenciones cuya gravedad se hallaba éste muy lejos de sospechar, y volvamos a M. de Monsoreau que sigue en su litera el camino de Meridor a París, y a Bussy que salió de Angers con el propósito de tomar el mismo camino.
-No solamente es fácil a quien lleva un buen caballo alcanzar a las personas que van a pie, sino que corre el riesgo de adelantarlas.
-Así sucedió a Bussy.
Corrían los últimos días de mayo y el calor era grande, sobre todo al mediodía. Así fue que M. de Monsoreau mandó hacer alto en un bosquecillo que encontraron a un lado del camino, y como deseaba que el duque de Anjou no supiese sino lo más tarde posible su salida de Meridor, puso gran cuidado que todas las personas de su séquito entrasen con él en la espesura del bosque para dejar pasar el mayor calor del sol. Llevaban un caballo cargado de provisiones y pudieron por tanto satisfacer el hambre sin pedir ayuda a nadie.
Entretanto pasó Bussy de largo.
Pero Bussy, como puede suponerse, iba preguntando a cuantos hallaba si habían visto una litera llevada por paisanos y escoltada por algunas personas a caballo.
Hasta la aldea de Durtal fue adquiriendo las noticias más positivas y satisfactorias, y seguro de que Diana le precedía puso su caballo al paso, alzándose sobre los estribos siempre que llegaba a alguna eminencia, a fin de divisar a lo lejos la reducida caravana en cuyo seguimiento iba. Mas, contra sus esperanzas, le faltaron de improviso las noticias; los viajeros a quienes encontraba no habían visto a nadie, y al llegar a las primeras casas de Flecha se convenció que Diana y su marido en lugar de ir delante se habían quedado atrás.
Entonces se acordó del bosquecillo que había encontrado en el camino y conoció la causa de los relinchos de su caballo, que indudablemente había olfateado a los demás al pasar por aquel sitio.
Tomó al momento el partido de detenerse en el peor mesón de la calle, y después de haber cuidado de que a su caballo nada le faltase, juzgando que podría tener necesidad de valerse de su vigor y que le importaba más bien mirar por él que por sí mismo, se colocó cerca de una ventana teniendo cuidado de ocultarse detrás de un pedazo de tela que servía de cortina.
Lo que decidió a Bussy a elegir el peor mesón fue el haber observado que caía enfrente del mejor del pueblo, y figurarse que Monsoreau se detendría en él.
Y no era desacertado este cálculo, porque a las cuatro de la tarde vio detenerse un correo a la puerta de la hostería.
Media hora después llegó la caravana.
Componíase ésta de cuatro personajes principales, el conde, la condesa, Remigio y Gertrudis, y de ocho personajes secundarios que conducían la litera y que se relevaban de legua en legua.
El correo llevaba el encargo de preparar los relevos, y como Monsoreau tenía demasiados celos para no ser generoso, aquel su modo de viajar, aunque extraño e inusitado, no hallaba dificultades ni sufría retraso alguno.
Los personajes principales entraron sucesivamente en la hostería; Diana se quedó la última y Bussy creyó observar que miraba inquieta a todas partes. Esta observación le inspiró la idea de descubrirse, pero tuvo valor para contenerse y no cometer .una imprudencia que podía perderles.
Esperaba que por la noche saliera Remigio, o Diana se asomara a algún balcón; con esta esperanza cuando obscureció se embozó en la capa y se puso de centinela en la calle.
Así aguardó hasta las nueve; a las nueve salió el correo.
Cinco minutos después se acercaron ocho hombres a la puerta; cuatro de ellos entraron en la hostería.
-¡Hola! -exclamó Bussy-, ¿caminarán de noche? Sería una excelente idea.
En efecto, todas las circunstancias se reunían para dar probabilidades a esta suposición. La noche era hermosa, el cielo se ostentaba tachonado de estrellas, y una de esas brisas que parecen el aliento de la tierra rejuvenecida, cruzaba el espacio cariñosa y perfumada.
La litera salió la primera. Luego salieron a caballo Diana, Remigio y Gertrudis.
Diana miró otra vez con atención a todas partes, pero en aquel momento la llamó el conde y se vio obligada a aproximarse a la litera.
Cuatro de los paisanos encendieron teas y se colocaron a los dos lados del camino.
-Bueno -dijo Bussy-, yo mismo que hubiese arreglado los detalles de esta marcha no podría haberlo hecho mejor.
Y volviendo a su mesón ensilló el caballo y echó a andar detrás de la comitiva.
Ya no era posible equivocar el camino o perder de vista a los viajeros, pues las luces indicaban claramente por dónde iban.
Monsoreau no dejaba que Diana se apartase de él un instante.
Hablaba con ella o más bien la reñía. Aquella visita al invernadero servía de pretexto a inagotables comentarios y a una multitud de venenosas preguntas.
Remigio y Gertrudis se manifestaban resentidos uno de otro, o mejor dicho, Remigio iba pensativo y Gertrudis resentida.
La causa de aquel resentimiento era fácil de explicar. Remigio no veía ya la necesidad de enamorar a Gertrudis desde que Diana correspondía al amor de Bussy.
Marchaba, pues, la comitiva, los unos disputando, los otros ceñudos, cuando Bussy, que les seguía a lo lejos, para advertir a Remigio su llegada hizo sonar un silbato de plata con el cual acostumbraba llamar a los criados en su casa de la calle de Grenelle Saint Honoré.
El sonido de aquel silbato era tan agudo y vibrante, que se oía de un extremo a otro de la casa y ponía en movimiento a personas y animales.
Decimos a personas y animales, porque Bussy, como todos los hombres fuertes, se divertía en adiestrar perros de presa, caballos indomables y halcones bravíos. Al sonido de aquel silbato se estremecían los perros en su perrera, los caballos en su caballeriza y los halcones en sus pértigas.
Remigio lo reconoció al momento; Diana se estremeció y miró al joven, el cual hizo una seña afirmativa.
Después pasó por su izquierda y le dijo en voz baja:
-Él es.
-¿Qué es eso? -interrogó Monsoreau-. ¿Quién os habla, señora?
-¿A mí? nadie.
-Sí tal; ha pasado una sombra a vuestro lado y he oído una voz.
-Esa voz -repuso Diana- es la de M. Remigio; ¿tenéis celos también de M. Remigio?
-No; pero me gusta oír hablar alto porque así me distraigo.
-Hay, no obstante, cosas que no se pueden decir delante del señor conde -interrumpió Gertrudis, acudiendo al auxilio de su ama.
-¿Por qué?
-Por dos motivos.
-¿Y cuáles son?
-El primero porque se pueden decir cosas que no interesen al señor conde, y el segundo, porque se pueden decir cosas que le interesen con exceso.
-¿Y de qué especie eran las cosas que M. Remigio acaba de decir a la señora?
-De las que interesan demasiado al señor conde.
-¿Qué os decía M. Remigio, señora? deseo saberlo.
Al siniestro resplandor de las luces, pudo entonces verse el semblante de Monsoreau, que se puso tan pálido como el de un cadáver.
Diana, inquieta y pensativa, guardaba silencio.
-Atrás os aguarda -le dijo Remigio, con voz apenas inteligible-, acortad un poco el paso y os alcanzará.
Remigio habló en voz tan baja que Monsoreau sólo oyó un murmullo: hizo un esfuerzo, echó la cabeza atrás y vio a Diana que le seguía.
-Si hacéis otro movimiento como éste, señor conde -exclamó Remigio-, no respondo de que se detenga la hemorragia.
Diana había adquirido ya cierta audacia nacida del amor, el cual arrastra por lo general más allá de los límites regulares a toda mujer realmente apasionada: volvió, pues, la brida, y esperó.
En el mismo instante se apeó Remigio del caballo, cuya brida dio a Gertrudis, y se acercó a la litera para distraer la atención del enfermo.
-Veamos ese pulso -dijo-, apuesto a que tenéis fiebre.
Pocos segundos después se hallaba Bussy al lado de Diana.
Los dos jóvenes no tenían necedad de hablar para entenderse; por algunos instantes permanecieron suavemente abrazados.
Bussy fue el primero que rompió el silencio.
-Ya ves -dijo-, que adonde quiera que vas te sigo.
-¡Oh, cuán bellos serán mis días, Bussy, y cuán deliciosas mis noche sabiendo que tú estás cerca de mí!
-Más, durante el día nos verá.
-No, nos seguirás de lejos, y yo seré solamente la que te vea, querido Luis. A la vuelta de un camino, o en la cima de un montecillo, la pluma de tu sombrero, el embozo de tu capa o tu pañuelo flotante, todo me hablará en tu nombre, todo me dirá que me amas. Y cuando baje el día, y la azul neblina descienda a la llanura, me contemplaré dichosa, muy feliz, si veo tu dulce sombra inclinarse para enviarme el beso de la noche.
-Sigue hablando, Diana, amada mía, tú no sabes cuánta armonía hallo en tu dulce voz.
-Y cuando caminemos de noche, lo cual sucederá con frecuencia, porque Remigio le ha dicho que el fresco es bueno para sus heridas, entonces, de vez en cuando, me quedaré atrás, podré estrecharte en mis brazos y con apretar tu mano te diré cuánto he pensado en ti durante el día.
-¡Oh, cuánto te amo! -murmuró Bussy.
-Creo -repuso Diana-, que nuestras almas están tan estrechamente unidas, que aun separados, sin hablarnos y sin vernos, sólo 'el pensar uno en otro nos hará felices.
-¡Oh! sí, pero la felicidad de verte, la de estrecharte en mis brazos... ¡oh, Diana, Diana!
Y los dos caballos caminaban tan unidos que se tocaban, sacudiendo sus argentadas bridas, y los dos amantes se abrazaban y se olvidaban del mundo entero.
De pronto resonó una voz que hizo temblar a ambos, a Diana de miedo, a Bussy de ira.
-¡Diana! -decía aquella voz-, ¿dónde estáis? Diana, responded.
Y aquel grito hendió los aires como una fúnebre evocación.
-¡Oh, es él, es él! ya lo había olvidado -murmuró Diana-; ¡es él, yo estaba soñando! ¡oh dulce sueño! ¡oh terrible realidad!
-Escuchad -exclamó Bussy-; escucha Diana: ahora estamos reunidos, di una palabra y nadie podrá arrancarte de mi lado. Huyamos, Diana, ¿quién nos lo impide? mira, delante de nosotros se nos presenta la dicha, la libertad; di una palabra y huiremos; una palabra, y perdido para él, me perteneces eternamente.
Y el joven la detenía dulcemente.
-¿Y mi padre? -dijo Diana.
-Cuando el barón sepa que yo te amo. . . -murmuró Bussy.
-¡Oh! -dijo Diana-, ¡mi padre! ¿Cómo puedes imaginar?...
Estas solas palabras hicieron volver a Bussy en su acuerdo.
-Nada quiero por violencia, querida Diana -dijo-, manda y obedeceré.
-Escucha -dijo Diana alargando la mano-, nuestro destino está allí; seamos más fuertes que el demonio que nos persigue; no temas nada y verás si sé amar.
-¡Conque es preciso separarnos! -murmuró Bussy.
-¡Condesa, condesa! -gritó Monsoreau-, contestad o aunque me mate me echo abajo de esta infernal litera.
-Adiós -dijo Diana-, adiós: lo haría como lo dice, se mataría.
-¡Y tú le compadeces!
-¡Celoso! -exclamó Diana, con hechicero acento y encantadora sonrisa.
Bussy la dejó marchar.
En dos brincos se puso Diana junto a la litera y halló al conde casi desmayado.
-¡Deteneos! -murmuraba Monsoreau-, ¡deteneos!
-¡Pardiez! -decía Remigio-, seguid adelante, está loco, si quiere matarse que se mate.
Y la litera seguía andando.
-¿Pero a quién llamáis? -decía Gertrudis-, mi señora está aquí, a mi lado, venid señora y respondedle; sin duda alguna el señor conde delira.
Diana, sin decir una palabra, entró en el círculo de luz que el resplandor de las teas formaba.
-¡Ah! -dijo Monsoreau, rendido de fatiga-. ¿Dónde estabais?
-¿Dónde queréis que estuviese, sino detrás de vos?
-A mi lado, señora, a mi lado; no os separéis de mí.
Diana no tenía ya ningún motivo para quedarse atrás; sabía que Bussy la seguía y si hubiera hecho luna habría podido verle.
Así llegaron a otro pueblo; Monsoreau descansó algunas horas y luego dio orden de proseguir la marcha. Tenía prisa, no por llegar a París sino por alejarse de Angers.
Remigio decía por lo bajo:
-Si revienta de rabia tanto mejor, así se salvará el honor del médico.
Pero Monsoreau no se murió, al contrario, al cabo de diez días llegó a París y se mejoró bastante.
Remigio era en efecto hábil facultatívo, más hábil de lo que él hubiera deseado.
En los diez días que duró el viaje, Diana, a fuerza de ternezas, había logrado vencer el orgullo de Bussy y arrancarle la promesa de presentarse en casa de Monsoreau, para aprovecharse de la amistad que le manifestaba.
El pretexto de la visita era muy sencillo: informarse de la salud del enfermó.
Remigio asistía al marido y entregaba a la mujer las cartas de Bussy.
-Dos cargos reúno -decía-, el de Esculapio y el de Mercurio.
LXXIV. EL EMBAJADOR DEL SEÑOR DUQUE DE ANJOU
La noticia de la disensión que había estallado entre los dos hermanos adquiría cada día más importancia, a causa de la ausencia de Catalina y del duque de Anjou.
El rey no recibía aviso ninguno de su madre y en vez de deducir de aquí según el proverbio, que había buenas noticias, decía por el contrario meneando la cabeza.
-Malas noticias hay cuando no recibo aviso alguno.
Los favoritos añadían:
-Vuestro mal aconsejado hermano habrá detenido en su poder a la reina madre.
Vuestro mal aconsejado hermano. Efectivamente en estas palabras se resumía toda la política de aquel reinado singular y de los tres reinados anteriores.
Mal aconsejado fue Carlos IX cuando dispuso, o al menos autorizó, los asesinatos del día de San Bartolomé: mal aconsejado fue Francisco II cuando ordenó las ejecuciones de Amboise: mal aconsejado fue Enrique II, padre de toda aquella raza perversa, cuando mandó quemar a tantos herejes y conspiradores antes de morir a manos de Montgommery, el cual, según se decía, fue también mal aconsejado cuando el palo de su lanza penetró en la visera del casco de su rey.
Nadie osa decir a un rey:
Vuestro hermano tiene mala sangre en las venas, y siguiendo la costumbre de los individuos de vuestra familia trata de destronaros, de encerraros en un convento, o de envenenaros; quiere hacer con vos lo que vos habéis hecho con vuestro hermano mayor, lo que vuestro hermano mayor con el suyo, lo que vuestra madre os enseñó a todos.
No un rey de aquellos tiempos, un rey del siglo XVI había tomado estas observaciones por ultrajes, porque un rey era en aquel tiempo un hombre y sólo la civilización moderna ha podido hacer de él un dios como Luis XIV o un mito irresponsable como un rey constitucional. Así, pues, los favoritos decían a Enrique III:
-Señor, vuestro hermano está mal aconsejado.
Y como no había más que una persona que tuviese a la vez la facultad y el talento para aconsejar a Francisco, contra esa sola persona, o lo que es lo mismo, contra Bussy se suscitaba la tempestad cada día más furiosa y próxima a estallar.
Tratábase en los consejos públicos de buscar medios de intimación y en los consejos privados de buscar medios de exterminio, cuando llegó la noticia de que el duque de Anjou mandaba un embajador.
¿Cómo llegó esta noticia? ¿quién la llevó? ¿quién la hizo circular?...
Tan fácil habría sido el saberlo, como saber cómo se forman las mangas de viento en el aire, los remolinos de polvo en el campo y los torbellinos de ruido en las ciudades.
Hay un demonio que pone alas a ciertas noticias, y las suelta como águilas en el espacio.
La que acabamos de decir causó en el Louvre una conflagración general. El rey se puso pálido de ira y los cortesanos, exagerando como de costumbre la pasión de su amo, se pusieron lívidos.
Se hicieron juramentos, sería muy difícil decir cuántos y cuáles, mas se juró entre otras cosas:
Que si el embajador era anciano sería insultado, manteado y encerrado en la Bastilla.
Que si era joven sería atravesado de parte a parte, descuartizado y picado en pequeños trozos, los cuales serían enviados a todas las provincias de Francia, como muestra de la cólera del rey.
Los favoritos, según la costumbre, se ejercitaron en limpiar sus tizonas, en tomar lecciones de esgrima y en manejar la daga tomando por blanco las paredes.
Chicot dejó su espada y su daga en sus respectivas vainas, y se puso a reflexionar profundamente.
El rey viendo a Chicot reflexionar, se acordó de que un día y en situación difícil, que luego se había mejorado, había sido su bufón del mismo parecer que la reina madre y que había tenido razón.
Conoció, pues, que la ciencia política de su reino radicaba en Chicot y le interrogó.
-Señor -contestó éste después de un gran rato de meditación-, o el señor duque de Anjou os envía un embajador, o no os lo envía.
-Pardiez -repuso el rey-, esa observación no valía la pena de que por tanto tiempo hayas tenido el puño hundido en la mejilla.
-Paciencia, paciencia, como vuestra augusta madre, que Dios guarde, dice en la lengua de maese Maquiavelo.
-Ya ves que la tengo -añadió el rey-, pues que té escucho.
-Si os envía un embajador, es que cree poder hacerlo. Si cree poder hacerlo, él que es la prudencia personificada, será porque tenga fuerzas en su auxilio. Si tiene fuerzas en su auxilio es necesario mostrarnos atentos con él: respetemos las potencias, engañémoslas, pero no juguemos con ellas; recibamos a su embajador, y demostremos gran satisfacción en verle.
Esto no compromete a nada, ya os acordaréis de cómo abrazó vuestro hermano al bueno del almirante Coligny que venía como embajador de los hugonotes, los cuales también se juzgaban poderosos.
-Es decir que tú apruebas la política de mi hermano Carlos IX.
-No, entendámonos; cito solamente un hecho y añado, que si luego hallamos medio, no de perjudicar a un pobre diablo de heraldo, de enviado, de comisionado o de embajador, sino de coger al amo, al motor, al jefe, 'al muy grande y muy ilustre príncipe el señor duque de Anjou, sólo, único y verdadero culpable (con los tres Guisas, se entiende) y de encerrarle en un fuerte más seguro que el Louvre, deberemos hacerlo.
-Me agrada ese preludio -dijo Enrique III.
-¡Diablo! ¿te gusta, hijo mío? -dijo Chicot-, pues entonces continúo.
-Adelante.
-Más si no envía el embajador, ¿para qué dejas bramar a tus amigos?
-¡Bramar!
-Claro está: diría rugir si alguno pudiera creerlos leones; pero digo bramar... porque... Enrique, verdaderamente que es muy mal visto que esos canallas, más barbudos que los monos de tu casa de fieras, jueguen como niños al coco, y traten de infundir miedo gritando: ¡buuh! ¡buuh!... Prescindiendo de que si el duque de Anjou no envía a nadie, supondrán que es por ellos, y se juzgarán ya unos personajes.
-Chicot, olvidas que las personas de quienes hablas son amigos míos, mis únicos amigos.
-¿Quieres que te gane mil escudos? -preguntó Chicot.
-¿Cómo?
-Apuesta a que la fidelidad de esa gente resistirá a toda prueba, y yo apostaré a seducir de cuatro tres, de aquí a mañana por la noche.
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