Alejandro dumas



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El aplomo con que Chicot habla­ba, hizo meditar a Enrique, el cual guardó silencio.

-¡Ah! -dijo Chicot-, tú tam­bién te quedas pensativo, tú también hundes el lindo puño en la hechi­cera mejilla; eres más fuerte de lo que yo creía, hijo mío, porque adi­vinas la verdad.

-Entonces, ¿qué me aconsejas?

-Te aconsejo que esperes, mi rey; la mitad de la sabiduría del rey Salomón consiste en esto. Si llega un embajador, ponle buen semblan­te; si no llega, haz lo que quieras; pero al menos no insultes a tu her­mano, porque sería sacrificarte por ese canalla. Bien sé que tu hermano es un bribón de marca, pero es Va­lois, mátale si te conviene; pero, por el honor de tu nombre, no le envilezcas: cuanto más que él se da bastante buena maña en envilecerse sin necesidad de nadie.

-Tienes razón, Chicot.

-Esa es otra lección que me de­bes;: afortunadamente, he perdido la cuenta de las que te he dado. Aho­ra déjame dormir, Enrique, porque hace ocho días que me vi en la ne­cesidad de cebar y embriagar a un fraile, y cuando realizo estas valen­tías, tengo sueño para una sema­na.

-¡Un fraile! ¿es aquel buen pa­dre de Santa Genoveva de quien me has hablado otras veces?

-El mismo: le has ofrecido una abadía.

-¿Yo?

-Pardiez, es lo menos que debes hacer por él, después de lo que él ha hecho por ti.



-¿Sigue mostrando adhesión a mi persona?

-Te adora. A propósito, hijo mío.

-¿Qué?

-Dentro de tres semanas es Cor­pus.



-¿Y qué?

-Creo que tendrás dispuesta al­guna vistosa procesioncita.

-Soy el rey Cristianísimo y debo dar a mi pueblo ejemplos de reli­gión.

-Y visitarás como de ordinario los cuatro grandes conventos de Pa­rís.

-Sin duda.

-Uno de ellos es el de Santa Ge­noveva, ¿no es verdad?

-Cierto, y será el segundo que visite.

-Bueno.


-¿Por qué me preguntas eso?

-Por nada, por curiosidad. Aho­ra que sé lo que quiero saber, bue­nas noches, Enrique.

En aquel instante, mientras Chi­cot se acomodaba para echar un sueño, se oyó un gran rumor en el Louvre.

-¿Qué ruido es ese? -preguntó el rey.

-Vamos -exclamó Chicot-, está visto que no podré dormir, En­rique.

-¡Cómo!


-Hijo mío, tómame un cuarto en la ciudad o abandono tu servi­cio, pues el Louvre se va haciendo inhabitable.

En aquel instante entró el capi­tán de guardias todo azorado.

-¿Qué hay? -preguntó el rey.

-Señor -respondió el capitán-, el enviado del señor duque de Anjou se apea en este instante en el Louvre.

-¿Trae escolta?

-No señor, viene solo.

-Entonces -dijo Chicot-, con mayor razón debemos recibirle bien, porque es un valiente.

-Vamos -dijo el rey, tratando de tomar cierto aire de serenidad, pero poniéndose pálido-, vamos, que se reúna toda mi corte en el salón y que me vistan dé negro: preciso es cubrirse de luto cuando se tiene la desgracia de tratar con un hermano por medio de embaja­dor.

El trono de Enrique III se levan­taba en el salón.

En torno de aquel trono se agol­paba una multitud irritada y tu­multuosa.

El rey se sentó triste y ceñudo.

Todas las miradas dirigíanse ha­cia la galería por donde el capitán de guardias debía introducir al em­bajador.

-Señor -dijo Quelus, inclinán­dose al oído del monarca-, ¿sabéis el nombre del enviado de Anjou?

-No. ¿Mas qué me importa?

-Señor, es M. de Bussy; ¿no creéis que esto sea triplicar el in­sulto?

-No veo en qué puede haber in­sulto -dijo Enrique, esforzándose por conservar su serenidad.

-Quizá Vuestra Majestad no lo ve -dijo Schomberg-, pero noso­tros bien lo vemos.

Enrique no contestó; veía que en torno suyo fermentaba la ira y el rencor, y se felicitaba en su inte­rior de tener tan fuertes baluartes entre su persona y las de sus enemi­gos.

Quelus, mudando a cada momen­to de color, apoyó las dos manos sobre la guarnición de la espada.

Schomberg se quitó los guantes y sacó hasta la mitad el puñal fuera de la vaina.

Maugiron cogió la espada de las manos de un paje, y se la puso col­gada de la cintura.

D'Epernon se retorció el bigote hasta los ojos y se colocó detrás de sus compañeros.

Enrique, a semejanza del cazador que oye ladrar a sus perros contra el jabalí, se sonreía y dejaba a sus favoritos hacer libremente sus pre­parativos de ataque.

-Que entre el embajador -orde­nó.

Siguió a estas palabras un silencio de muerte; pero aun en medio de aquel silencio cualquiera hubiera creído oír el sordo rugido de la có­lera del rey.

Entonces se oyó en la galería el ruido seco de un pie cuya espuela resonaba con fuerza sobre el pavi­mento.

Bussy penetró con la frente er­guida, la mirada serena y el som­brero en la mano.

Ninguno de los que rodeaban al rey atrajo sus miradas. Adelantán­dose directamente hacia Enrique, hízole un saludo profundo y es­peró a que le interrogase, orgullo­samente plantado en frente del tro­no, pero con un orgullo enteramen­te personal, orgullo de caballero que nada tenía de insultante para la Majestad Real.

-¡Vos aquí, monsieur de Bussy! yo creía que estabais en Anjou.

-Señor -dijo Bussy-, estaba en efecto allí, pero ya no estoy como Vuestra Majestad ve.

-¿Y qué os trae a nuestra capi­tal?

-El deseo de presentar mis hu­mildes respetos a Vuestra Majestad.

El rey y los favoritos se miraron mutuamente; sin duda aguardaban otra cosa del impetuoso joven.

-¿Y nada más? -dijo el rey en tono altanero.

-Agregaré, señor, que he recibi­do orden de Su Alteza el duque de Anjou, mi amo, para presentaros también sus respetos con los míos.

-¿Y no os ha dicho el duque otra cosa?

-Me ha dicho que, estando a punto de volver con la reina madre, desearía que Vuestra Majestad su­piese la vuelta de uno de sus más fieles súbditos.

El rey, casi sofocado de sorpresa, no pudo seguir su interrogatorio.

Chicot se aprovechó de esta in­terrupción para acercarse al emba­jador.

-Bien venido, M. de Bussy -di­jo.

-¡Oh M. Chicot! -repuso-; celebro en el alma veros tan bueno: ¿cómo está M. de San Lucas?

-Bueno; ahora se está paseando con su mujer hacia las pajareras.

-¿Es eso todo lo que teníais que decirme, monsieur de Bussy? -in­terrogó el rey.

-Sí, señor; si falta alguna otra noticia importante, el duque de An­jou tendrá el honor de anunciársela a Vuestra Majestad.

-Muy bien -contestó el rey:

Y levantándose silencioso, bajó las dos gradas del trono.

Habíase concluido la audiencia, y por consiguiente se deshicieron los grupos.

Bussy observó que se encontraba rodeado por los cuatro favoritos y como encerrado en un círculo vivo de ira y amenazas.

Al extremo del salón estaba el rey conversando en voz baja con su canciller.

Bussy aparentó no ver nada y continuó hablando con Chicot. Entonces el rey, como si hubiese tomado parte en el complot para aislar a Bussy, llamó al gascón di­ciendo:

-Venid aquí, Chicot, tengo una cosa que deciros.

Chicot saludó a Bussy con una cortesía caballeresca.

Bussy le devolvió el saludo con no menos elegancia y permaneció en el círculo.

Entonces cambió de continente y mudó la expresión de su semblan­te; de sereno que había estado mien­tras hablaba con el rey se convirtió en atento con Chicot, y de aten­to en amable.

Viendo a Quelus que se aproxi­maba a él, le dijo:

-Felices, M. de Quelus. ¿Puedo tener el honor de preguntaros có­mo va por vuestra casa?

-Muy mal, M. de Bussy -res­pondió Quelus.

-¡Cuanto lo siento! -exclamó Bussy-.¿Y qué ha sucedido?

-Hay una cosa que nos incomo­da infinitamente -añadió Quelus.

-¿Una cosa? -dijo Bussy mos­trando admiración-; ¿y no sois bas­tante poderosos vos y los vuestros, especialmente vos, para destruir esa cosa?

-Perdonad, M. de Bussy -dijo Maugiron, apartando a Schomberg que se adelantaba para mezclarse en aquella conversación que ofre­cía ser interesante-, perdonad, no es una cosa sino uno lo que incómo­da a M. de Quelus.

-Pues si hay uno que incomoda a M. de Quelus -dijo Bussy-, que le aparte a un lado como vos aca­báis de hacer.

-Ese es el consejo que yo le he dado, M. de Bussy -agregó Schom­berg-, y creo que Quelus está de­cidido a seguirlo.

-¡Ah, sois vos! -dijo Bussy-, no os había conocido.

-Acaso -dijo Schomberg-, tengo todavía azul el rostro.

-No tal, antes al contrario, es­táis muy pálido; ¿os sentís indis­puesto?

-Caballero -dijo Schomberg-, si estoy pálido es de ira...

-¡Hola! ¿os molesta alguna co­sa o alguna persona como a mon­sieur de Quelus?

-Sí, señor.

-Lo mismo que a mí -dijo Mau­giron-; también hay una persona que me molesta.

-¡Siempre tan gracioso! mi que­rido monsieur de Máugiron -dijo Bussy-; pero, en verdad, señores, cuanto más os miro, más me dan en qué pensar vuestros rostros tras­tornados.

-Os habéis olvidado de mí -di­jo d'Epernon, plantándose orgullo­samente delante de Bussy.

-Perdonad, monsieur d'Epernon, os hallabais detrás de los demás se­gún vuestra costumbre, y como no he tenido el gusto de conoceros, no podía ser el primero en hablaros.

La sonrisa y la desenvoltura de Bussy entre aquellos cuatro curio­sos, cuyos ojos hablaban con terri­ble elocuencia, presentaba un curio­so espectáculo. Para no conocer adonde querían ir a parar hubiera sido necesario ser ciego y estúpido.

Para fingir no conocerlo era ne­cesario ser Bussy.

Este guardó silencio y mantuvo la misma sonrisa.

-En fin -dijo Quelus alzando la voz y dando con la bota un gol­pe en el suelo.

-Caballero -dijo-, ¿habéis ob­servado cómo resuena el eco en esta sala? para esto no hay como las pa­redes de mármol, la voz es también mucho más sonora bajo las bóvedas del estuco; por el contrario, en cam­po raso los sonidos se dividen, y creo por mi honra que las nubes se llevan mucha parte de ellos. Esto mismo dice Aristófanes ¿habéis leí­do a Aristófanes, señores?

Maugiron creyó entender la in­dicación de Bussy, y se aproximó al joven para hablarle al oído.

Bussy le detuvo.

-Os suplico, caballeros, que no me hagáis ninguna confianza en es­te sitio; ya sabéis cuán celoso es Su Majestad, y podría creer que murmurábamos.

Maugiron se apartó furioso.

Schomberg ocupó su puesto, y dijo con afectada gravedad:

-Yo soy un alemán muy lerdo, muy obtuso, pero muy franco; hablo alto para que así se me entienda fácilmente; pero cuando mis pala­bras, que yo siempre procuro que sean claras, no se entienden, porque aquel a quien me dirijo está sordo o no lo quiere entender, entonces yo...

-¿Vos? -dijo Bussy fijando en el joven, que había levantado la ma­no, una mirada de aquellas que sólo los tigres despiden de sus enormes pupilas, mirada que parecía surgir de un abismo y derramar incesante­mente torrentes de fuego-: ¿Vos?

Schomberg se contuvo.

Bussy se encogió de hombros, dio media vuelta apoyándose en el ta­lón izquierdo, y le volvió la espalda.

Hallóse enfrente de d'Epernon.

D'Epernon no podía ya retroce­der.

-Mirad, señores -exclamó-, qué provinciano se ha vuelto M. de Bussy en la excursión que acaba de hacer por Anjou: se ha dejado la barba y no tiene nudo en la espada; trae botas negras y sombrero gris.

-Esta es una observación que iba yo a dirigirme a mí mismo, mi que­rido M. d'Epernon. Al veros tan bien puesto no he podido menos de reflexionar adónde podrán condu­cir a un hombre algunos días de au­sencia; yo, por ejemplo, Luis de Bussy, señor de Clermont, me veo obligado a tomar modelo de buen gusto de un hidalguillo gascón. Pero dejadme pasar, os ruego, porque es­táis tan cerca de mí, que me ha­béis pisado, y también M. de Que­lus, lo cual he sentido a pesar de mis botas -agregó con amable son­risa.

En aquel momento Bussy, pasando entre d'Epernon y Quelus, tendió la mano a San Lucas que acababa de entrar.

San Lucas encontró la mano de Bussy bañada en sudor.

Conoció que había pasado algu­na cosa extraordinaria, y llevó con­sigo a Bussy fuera del grupo pri­mero, y luego fuera de la sala.

Un murmullo extraño circulaba entre los favoritos, e invadía los demás grupos de cortesanos.

-Es increíble -decía Quelus-, le he insultado y no ha respondido.

-Yo -decía Maugiron-, le he desafiado y no ha respondido.

-Yo -decía Schomberg-, le he levantado la mano y no ha res­pondido.

-Yo -vociferaba d'Epernon-, le he pisado el pie y no ha respon­dido.

Y la estatura de d'Epernon pare­cía que crecía con toda la longitud del pie de Bussy.

-Es claro, que no ha querido en­tendernos -decía Quelus-; algo será ello.

-Lo que es -agregó Schom­berg-, yo bien, lo sé.

-¿Y qué es?

-Que sabe que entre los cuatro le hemos de matar y no quiere mo­rir.

En aquel instante se llegó el rey al grupo de jóvenes; Chicot iba ha­blándole al oído.

-¿Qué decía M. de Bussy? -pre­guntó Enrique-; me parece que he oído hablar alto hacia esta parte.

-¿Quiere Vuestra Majestad sa­ber lo que decía M. de Bussy? -pre­guntó d'Epernon.

-Sí, ya sabéis que soy curioso -contestó Enrique sonriéndose.

-¡Pardiez! nada bueno, señor -repuso Quelus-, yo no es pari­siense.

-¿Pues qué es?

-Campesino, ya se aparta para dejarnos paso.

-¡Hola! -exclamó el rey-, ¿qué quiere decir eso?

-Quiere decir que voy a ense­ñar a un perro a que le muerda las pantorrillas -dijo Quelus-, y quien sabe si lo echará de ver con las botas que trae.

-Y yo -añadió Schomberg-, tengo un poste en el picadero de mi casa, y le pondré por nombre Bus­sy.

-Yo -dijo d'Epernon-, haré más: hoy le he pisado el pie, ma­ñana le daré de bofetadas. Es un fanfarrón, un valiente de amor pro­pio; él dice: yo he combatido por el honor, y ahora quiero ser pru­dente por la vida.

-¡Y qué señores! -dijo Enri­que con fingida cólera-; ¿os habéis atrevido a maltratar en mi palacio, en el Louvre, a un gentilhombre de mi hermano?

-¡Ah! sí, señor -repuso Maugi­ron respondiendo con fingida hu­mildad a la fingida cólera del rey-, y aunque le hemos maltratado mu­cho juro a Vuestra Majestad que no ha contestado nada.

El rey miró a Chicot sonriéndose y le dijo al oído:

-¿Crees todavía que no hacen más que bramar, Chicot? hoy me parece que rugen, ¿eh?

-¡Psé! -murmuró Chicot-, puede ser que hayan mayado. Co­nozco personas a quiénes el mayido del gato ataca horriblemente a los nervios. Tal vez M. de Bussy será de esta clase de personas y por eso se habrá marchado sin responder.

-¿Tú crees?. . . -dijo el rey.

-Allá veremos -repuso Chicot.

-¡Bah! -añadió Enrique-, con­forme es el amo es el criado.

-¿Queréis decir que Bussy es criado de vuestro hermano? pues os equivocáis mucho.

-Señores -dijo Enrique-, voy a comer al cuarto de la reina. Has­ta luego; los gelosis 4 vienen esta tarde a representar una farsa, os in­vito a verla.

Los concurrentes se inclinaron respetuosamente y el rey salió por la puerta principal.

Al mismo tiempo entró por la otra puerta M. de San Lucas e hizo seña a los cuatro favoritos para que se detuvieran.

-Perdonad, M. de Quelus -dijo saludándole-; ¿vivís aún en la ca­lle de San Honorato?

-Sí, amigo; ¿por qué lo pregun­táis? -dijo Quelus.

-Tengo que hablar con vos dos palabras.

-¡Ah!

-¿Y vos, M. de Schomberg, me diréis las señas de vuestra casa?



-Vivo en la calle de Béthisy -di­jo Schomberg admirado.

-D'Epernon, ya sé las de la vues­tra.

-Calle de Grénelle.

-Somos vecinos, ¿y vos, Maugi­ron?

-Estoy de servicio en el Louvre.

-Comenzaré, pues, por vos, si lo permitís, o si no, no, comenzaré por vos, Quelus.

-Perfectamente, creo adivinar de qué se trata: ¿venís de parte de 1VI, de Bussy?

-No diré de parte de quién ven­go, mas tengo que hablaros. -¿A los cuatro?

-.Sí.

-Pues bien; si no queréis hablar­nos aquí como presumo, iremos a casa de uno de nosotros. Todos po­dremos oír lo que tengáis que de­cirnos a cada uno en particular.

-Muy bien.

-Entonces, vamos a casa de Schomberg, que está a dos pasos.

-Sí, vamos a mi casa -dijo el joven.

-Vamos, señores -dijo San Lu­cas saludando de nuevo-; enseñad­me el camino, M. de Schomberg.

-Con mucho gusto.

Los cinco gentilhombres salieron del Louvre cogidos del brazo y ocu­pando todo lo ancho de la calle.

Detrás de ellos iban sus respecti­vos lacayos armados de pies a cabe­za.

Así llegaron a la calle de Béthisy, y Schomberg hizo preparar el gran salón de la casa.

San Lucas se detuvo en la antesa­la.

LXXV. LA COMISIÓN DE M. DE SAN LUCAS

Dejemos por un momento a San Lucas en la antesala de Schomberg y veamos lo que pasó entre él y Bussy.

Este, como ya dijimos, salía de la sala de audiencia con su amigo, dirigiendo saludos a todos aquellos a quienes el espíritu cortesano no cegaba hasta el punto de despreciar a un hombre tan temible como Bus­sy. .

Porque en aquella época de fuer­za bruta en que el poder personal era el todo, un hombre vigoroso y diestro podía formarse un reino fí­sico y moral dentro del hermoso rei­no de Francia.

De este modo reinaba Bussy en la corte del rey Enrique III. Pero aquel alía, como hemos vis­to, había sido mal recibido en su corte.

Luego que estuvieron fuera del salón, se detuvo San Lucas y mi­rando a Bussy con inquietud, le di­jo:

-¿Os sentís indispuesto, amigo mío? estáis tan pálido que parece que vais a desmayaros.

-No -repuso Bussy-, pero la cólera me ahoga.

-Pues qué, ¿hacéis caso de lo que os ha dicho ese canalla?

-¡Pardiez, si hago caso! vos mis­mo juzgaréis.

-Vamos, vamos, Bussy, calma.

-¡Calma! ¿y vos me lo aconse­jáis? Si os hubiesen dicho la mitad de lo que yo acabo de oír, ya ha­bríais matado a uno.

-Por último, ¿qué queréis?

-Sois mi amigo, San Lucas, y de esta amistad me habéis dado una prueba terrible.

-¡Bah! -dijo San Lucas que creía a Monsoreau muerto y ente­rrado-, la cosa no vale la pena; no me habléis de eso porque me mo­lesta; ciertamente el golpe fue mag­nífico y sobre todo dado con buen éxito, pero no me lo tenéis que agradecer a mí, pues es el rey quien me lo enseñó mientras estuve preso en el Louvre.

-Querido amigo...

-Dejemos, pues a Monsoreau donde se halla y hablemos de Dia­na. ¿Se ha contentado la pobre ni­ña? ¿me perdona? ¿cuándo es la boda?

-Querido amigo, esperad a que muera M. de Monsoreau.

-¿Cómo? -exclamó San Lucas dando un salto como si hubiese pi­sado un clavo.

-Sí, amigo las amapolas no son tan peligrosas como vos creísteis al principio; Monsoreau no murió por haber caído sobre ellas; por él con­trario, vive y está más furioso que nunca.

-¿De veras?

-¡Pardiez! si no respira más que venganza y ha jurado mataros en la ocasión.

-Verdaderamente, querido, vos me confundís.

-Es como os lo digo.

-¿Vive?


-¡Ah! sí.

-¿Y quién es el bárbaro médico que le asiste?

-El mío, querido amigo.

-¡Cómo! es inconcebible -dijo San Lucas aturdido por esta revela­ción-. Entonces estoy deshonrado, ¡pardiez! yo que había anunciado , su muerte a todo el mundo. ¡Oh! pero no me desmentirá, yo le volveré a atrapar, y en el próximo duelo, en vez de una estocada le daré cuatro si es preciso.

-Calmaos también vos, querido San Lucas -dijo Bussy-; Monso­reau me sirve más de lo que pen­sáis; figuraos que sus sospechas re­caen solamente en el duque; cree que le desafiasteis por instigación del duque, y solamente de él está ce­loso. Yo soy en su concepto un ángel, un amigo verdadero, un Ba­yardo. Es natural, ese animal de Re­migio le sacó del mal paso.

-¡Qué necedad!

-¿Qué queréis? fue una idea de hombre honrado; se cree que porque es médico tiene obligación de curar a todo el mundo.

-Pero ese hombre está loco.

-En una palabra, a mí es a quien cree deber la vida, y no confía a nadie su mujer más que a mí.

-¡Ah! ya comprendo que ese proceder os hará esperar más tran­quilamente su muerte, mas no es menos que me maravilla que esté con vida.

-¡Querido amigo!

-¡Pardiez! no he experimentado en mi vida mayor sorpresa.

-Ya veis que por ahora nada hay que temer de M. de Monso­reau.

-No, gocemos de la vida mien­tras él sigue enfermo de gravedad; pero para cuando empiece la con­valecencia me mandaré hacer una cota de malla, y haré que pongan dobles hierros en mi ventana. Vos informaos del duque de Anjou, si su madre le ha dado alguna receta de contraveveno. Mientras tanto, lo me­jor será divertirnos.

Bussy no pudo menos de sonreír­se; tomó el brazo de San Lucas y le dijo:

-Querido amigo, ya veis que ha quedado a medio hacer aquel servi­cio.

San Lucas le miró sorprendido.

-Es cierto -dijo-; ¿queréis que lo concluya? Sería fatal; pero por vos, querido Bussy, estoy pron­to a hacer muchas cosas, sobre todo si Monsoreau me mira con aquellos ojos amarillos, ¡uf!

-No, querido, no, dejemos a Monsoreau, y si me debéis alguna cosa, pagádmela de otra manera.

-Decid, pues.

-¿Estáis bien con esa familia de favoritos?

-¡Pardiez! como gatos y perros al sol; mientras el sol nos calienta a todos, no nos decimos nada; mas si uno de nosotros tomase la parte de luz y de calor de los demás, ¡oh! entonces no sé lo que sucedería: puede que anduviesen listos los dien­tes y las uñas.

-Mucho me agrada lo que aca­báis de decirme, querido amigo.

-Tanto mejor.

-Supongamos que os han inter­ceptado el sol.

-Supongamos.

-Mostradme vuestros hermosos y blancos dientes, afilad vuestras for­midables uñas y empecemos la obra.

-No os entiendo.

Bussy se sonrió y añadió.

-Iréis a ver a M. dé Quelus.

-¡Hola! -dijo San Lucas.

-¿Vais entendiéndome?

-Sí.

-Perfectamente: le preguntaréis qué día elige para cortarme el cue­llo o dejársele cortar por mí.



-Se lo preguntaré, querido ami­go.

-¿No os causará molestia?

-Nada de eso, iré cuando que­ráis, ahora mismo si os place.

-Esperad un momento: de paso que vais a ver a M. de Quelus, me haréis el favor de subir a casa de M. de Schomberg y le propondréis lo mismo.

-¡Hola!-exclamó San Lucas-, ¿también a M. de Schomberg? ¡dia­blo!

Bussy hizo un gesto que no ad­mitía réplica.

-Sea -dijo San Lucas-, se ha­rá como decís.

-Entonces, mi querido San Lu­cas, ya que os mostráis tan ama­ble, me haréis el favor de entrar en el Louvre, ver a M. de Maugiron, a quien he visto con gola, señal de que está de guardia, e invitarle para lo mismo.

-¡Oh! -dijo San Lucas-, ¿pen­sáis reñir con los tres, Bussy?

-Aun falta uno.

-¿Cómo?

-De allí iréis a casa de M. d' Epernon; no hago mucho caso de él porque es un pobre hombre, pero al fin hará bulto.



San Lucas dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y miró fijamen­te a Bussy.

-¿Cuatro? -murmuró.

-Ni más ni menos, querido ami­go -dijo Bussy haciendo con la ca­beza una seña de asentimiento-; a un hombre de vuestro talento, va­lor y cortesía, no hay que encargar­le la mayor dulzura y política, cua­lidades que vos poseéis en sumo gra­do.

-¡Oh, querido amigo!

-Confío, pues, en vos que desem­peñaréis mi encargo dignamente. La cosa se arreglará a lo caballero, ¿no es verdad?

-Quedaréis contento.

Bussy tendió sonriéndose la mano a su amigo.

-Vamos allá -dijo San Lucas­ ¡Ah, señores favoritos! ahora nos to­cará a nosotros el reírnos. Decidme las condiciones.

-¿Qué condiciones?

-Las vuestras.

-Yo no impongo condiciones: aceptaré las de esos señores.

-¿Qué armas elegís?


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