Alejandro dumas



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-Querido amigo, nuestra idea es, por el contrario, la de dar una so­manta a esos señores.

Bussy se echó a reír.

-¡Eh, eh! -dijo-, ya veremos, ya veremos.

El duque le miró fijamente.

-Vamos al Louvre -dijo Bus­sy-, pero nosotros solos; Su Alteza se quedará en el jardín cortando cabezas de adormidera.

Francisco fingió que reía de ga­nas, y en efecto, le placía no tener que ir al Louvre con sus amigos.

Los angevinos se vistieron trajes magníficos, pues eran grandes se­ñores, que en seda, terciopelo y bor­dados, gastaban las rentas de sus pa­trimonios.

Reunidos formaban un conjunto de oro, pedrerías y brocado que en el camino arrancaba los aplausos del populacho, cuyo instinto infa­lible adivinaba bajo tan hermosos trajes la existencia de corazones abrasados de odio contra los favo­ritos del rey.

Enrique III no quiso recibir a los de Anjou, los cuales esperaron inú­tilmente en la galería; Quelus, Mau­giron, Schomberg y d'Epernon sa­lieron a anunciarles esta noticia sa­ludándoles con la mayor política y manifestándoles el mayor sentimien­to.

-Señores -exclamó Antraguet, porque Bussy quería mezclarse lo menos posible en la conversación-, señores la noticia es triste pero pa­sando por vuestra boca es como menos desagradable podía sernos.

-Señores -repuso Schomberg-, sois la quinta esencia de la cortesía y gentileza. ¿Os place que demos juntos un paseo, ya que el rey no ha dado audiencia?

-¡Oh señores! íbamos a propo­neros lo mismo -dijo vivamente Antraguet, a quien Bussy tocó lige­ramente el brazo para decirle:

-Calla y déjales hacer.

-¿Adónde vamos? -dijo Que­lus.

-Yo conozco un paseo magnífi­co al lado de la Bastilla -dijo Schomberg.

-Señores, id delante -dijo Ri­beirac, y os seguiremos. Efectivamente, los cuatro amigos del rey salieron del Louvre seguidos de los cuatro angevinos y se diri­gieron por el muelle hacia el anti­guo cercado de Tournelles, enton­ces mercado de caballos, especie de plaza desempedrada, y en la cual se habían plantado algunos malos árboles y edificado tapias acá y allá para detener los caballos o para atar­los.

En el camino los ocho gentiles­hombres se asieron del brazo, y con mil muestras de cortesía iban hablan­do de cosas alegres y ligeras, todo lo cual extrañaba al pueblo que le veía haciéndole sentir los aplausos que antes había dado a los angevinos, y decir que no habría empleado tan mal sus vidas si hubiese sabido que los angevinos habían de juntarse a pacer con los cerdos del rey Hero­des.

Llegaron.

Quelus tomó la palabra:

-Magnífico terreno -dijo-, ved qué solitario y cómo se afirma el pie en esta arena.

-Cierto que sí -dijo Antraguet, poniéndose en guardia y haciendo algunos movimientos como si ya tu­viese frente a su contrario.

-Pues bien -prosiguió Que­lus-, estos señores y yo, creemos que nos haréis el favor de acompa­ñarnos aquí un día de éstos, con monsieur de Bussy vuestro amigo, que nos ha hecho el honor de desa­fiarnos a los cuatro.

-Es cierto -dijo Bussy a sus amigos estupefactos.

-¡No nos había dicho nada! -ex­clamó Antraguet.

-¡Oh! M. de Bussy es hombre que sabe el precio de las cosas -di­jo Maugiron-, ¿aceptáis, señores?

-Seguramente qué sí -contesta­ron a una vez los tres angevinos-, y lo tendremos a honra.

-Perfectamente -repuso Schom­ber, frotándose las manos-: ¿que­réis ahora que cada uno de nosotros elija su contrario?

-Mucho me gusta ese método -dijo Ribeirac con ojos chispean­tes-, y entonces...

-No -interrumpió Bussy-, eso no es justo: todos tenemos los mis­mos sentimientos; estamos inspira­dos por Dios, pues las ideas del hombre son obra de Dios, señores. Pues bien, dejemos a Dios el cui­dado de aparearnos. Por otra parte, ya sabéis que esto es indiferente, si convenimos en que el primero que quede libre acometa a los demás.

-¡Y así debe ser, así debe ser! -dijeron los favoritos.

-Entonces imitemos a los Hora­cios, echemos suertes.

-¿Echaron suertes los Horacios? -dijo Quelus algo pensativo.

-Tengo razones para creerlo -respondió Bussy.

-Entonces, imitémosles.

-Un instante -dijo Bussy-, an­tes es necesario arreglar las condi­ciones del combate, pues no estaría bien que se arreglasen después que cada uno supiese quién era su ad­versario.

-Eso es muy sencillo -dijo Schomberg-, pelearemos hasta mo­rir, como ha dicho M. de San Lu­cas.

-Sin duda. ¿Pero cómo reñire­mos? -dijo Ribeirac.

-Con espada y daga -repuso Bussy-; todos sabemos manejarlas.

-¿A pie? -dijo Quelus.

-¿Qué vais hacer a caballo? A caballo no son tan libres los mo­vimientos.

-Sea a pie.

-¿Qué día?

-Lo más pronto posible.

-No -repuso d'Epernon-, ten­go mil cosas que arreglar, tengo que hacer testamento, perdonad, prefie­ro esperar... tres o seis días nos aguzarán el apetito.

-Eso es hablar como valiente -repuso Bussy con irónica sonrisa.

-¿Estamos conformes?

-Sí: siempre nos entenderemos nosotros bien.

-Entonces, echemos suertes -di­jo Bussy.

-Otra cosa -dijo Antraguet-, propongo que dividamos el terre­no imparcialmente; como los nom­bres van a salir de dos en dos, se­ñalemos cuatro partes de terreno, una para cada una de las cuatro parejas.

-Bien dicho.

-Propongo para la pareja núme­ro uno, aquel cuadrilátero entre dos tilos... es un sitio magnífico.

-Aceptado.

-¿Pero y el sol?

-Tanto peor para la segunda pareja, pues estará vuelta al Orien­te.

-No, señores, eso sería injusto -dijo Bussy-, matémonos, mas no nos asesinemos. Describamos un se­micírculo y pongámonos todos de manera que el sol nos dé de lado.

Bussy mostró la posición en que todos debían situarse, y convinieron en ella; después se echaron suer­tes.

Schomberg salió el primero y Ri­beirac el segundo, quedando ambos designados como la primera pareja.

Quelus y Antraguet constituyeron la segunda, y Livarot y Maugiron la tercera: al salir el nombre de Que­lus, Bussy, que deseaba tenerlo por adversario, frunció el ceño.

D'Epernon viéndose necesariamen­te apareado con Bussy se puso pá­lido y tuvo que tirarse del bigote para llamar algún color a las me­jillas.

-Ahora, señores -dijo Bussy-, desde este instante hasta el día del combate, nos pertenecemos mutua­mente: ¿queréis aceptar una comida en mi casa?

Todos saludaron en señal de asen­timiento y se encaminaron con Bus­sy a su casa, donde estuvieron reu­nidos hasta por la mañana en un suntuoso banquete.

Todas estas disposiciones de los angevinos habían sido notadas pri­mero por el rey y luego por Chicot. Enrique se paseaba agitado en el Louvre esperando con impaciencia a que sus amigos volviesen de su paseo con los señores de Anjou.

Chicot los había seguido de lejos, examinando como inteligente lo que nadie podía comprender tan bien como él, y habiéndose convencido de las intenciones de Bussy y de Quelus, pasó a casa de M. de Mon­soreau.

Monsoreau era astuto, mas no podía pretender engañar a Chicot; el gascón iba a saber de su salud de parte del rey: ¿cómo no recibir­le bien?

Chicot encontró a Monsoreau en la cama. La visita de la noche ante­rior había roto los resortes de aque­lla organización apenas reconstrui­da; y Remigio con la barba apoyada en la mano, observaba tristemente los primeros síntomas de la fiebre, que amenazaba volver a apoderarse de su víctima.

Sin embargo. Monsoreau pudo sostener la conversación y disimu­lar su cólera contra el duque de Anjou, de manera que otro que no hubiese sido Chicot no la habría adivinado. Pero cuanto más discre­to y reservado era el montero ma­yor, más pronto adivinaba su pen­samiento el gascón.

-En efecto -decía éste para sí-, algo debe de haber cuando este hombre se muestra tan apasio­nado del duque de Anjou.

Chicot, que entendía de enferme­dades, quiso saber también si la fie­bre del conde era una comedia se­mejante a la que había representado en otro tiempo maese Nicolás Da­vid.

Pero Remigio no engañaba nun­ca; y a la primera pulsación cono­ció Chicot que Monsoreau estaba realmente enfermo.

-Éste no finge -dijo-, nada puede emprender; falta M. de Bussy, veamos lo que hace.

Y corrió a casa de Bussy y le en­contró toda iluminada y embalsa­mada con vapores que habrían he­cho lanzar a Gorenflot exclamacio­nes de gozo.

-¿Se casa M. de Bussy? -pre­guntó a un lacayo.

-No, señor -repuso éste-, M. de Bussy se reconcilia con varios se­ñores de la corte, y se celebra esta reconciliación con una comida, fa­mosa comida, entrad.

-Como no les envenene, de lo cual le creo incapaz -murmuró Chicot-, Su Majestad está también seguro por este lado.

Y volvió al Louvre y vio a En­rique de muy mal humor paseándo­se en una sala de armas. Había en­viado tres correos a Quelus. Pero éstos, no sabiendo la causa de la in­quietud de Su Majestad, se habían detenido buenamente en casa de M. Birague, hijo, donde todo el que llevaba la librea del rey hallaba siempre un vaso lleno, un jamón encentado y frutas en conserva.

Este era el método que usaban los Biragues para conservar el fa­vor de la corte.

Al aparecer Chicot a la puerta del gabinete, Enrique lanzó una excla­mación.

-¡Oh querido amigo! -dijo-, ¿sabes que ha sido de ellos?

-¿De quiénes? ¿de tus favoritos?

-¡Ah! sí, de mis pobres amigos.

-Deben estar por tierra en este instante -contestó Chicot.

-¿Les han muerto? -exclamó Enrique levantando la cabeza en actitud amenazadora-; ¿les han muerto?

-Mucho me lo temo.

-¡Lo sabes y te ríes!

-Oye, hijo mío, están muertos, sí; mas es de borrachera.

-¡Ah, bufón, cuánto me has he­cho padecer! ¿pero por qué calum­nias a mis amigos?

-Al contrario; los elogio.

-Déjate de chanzas, habla seria­mente, yo te lo suplico, ya sabes que salieron con los angevinos.

-¡Pardiez, sí lo sé!

-Y bien, ¿qué ha resultado?

-Ha resultado lo que te he di­cho, que están muertos o poco me­nos de puro borrachos.

-¿Mas y Bussy?

-Bussy les sirve de Ganimedes, es hombre muy peligroso.

-Chicot, por favor.

-Pues bien sí, Bussy les obsequia con un banquete; ¿te parece mal?

-¿Bussy les da un banquete? ¡Oh! no es posible siendo enemigos encarnizados.

-Justamente por eso, pues si fue­ran amigos no tendrían necesidad de embriagarse juntos. ¿Tienes bue­nas piernas?

-¿A qué viene eso?

-¿Podrás llegar hasta el río?

-Iré hasta el fin del mundo para ver una cosa como ésta.

-Pues bien, no llegues más que hasta el palacio de Bussy, y verás este prodigio.

-¿Me acompañas?

-Gracias, ahora vengo de allí.

-Mas, en fin. Chicot...

-Te digo que no voy; yo no ne­cesito convencerme de lo que he visto: además a fuerza de andar se me han disminuido las piernas tres pulgadas: si vuelvo otra vez allá, temo que se me van a hundir casi por completo en el vientre. Anda hijo mío, anda tú.

El rey le dirigió una mirada de cólera.

-Haces muy mal -dijo Chicot-, en encolerizarte por esa gente: ellos se ríen, comen y hacen la oposición a tu gobierno: contesta a todas es­tas cosas como filósofo; se ríen, pues riámonos nosotros; comen, pues hagamos que nos sirvan la ce­na; hacen la oposición, pues eché­monos a dormir luego de cenar.

El rey no pudo menos de son­reírse.

-Puedes gloriarte de ser un ver­dadero sabio -dijo Chicot-, ha ha­bido en Francia reyes de larga cabe­llera, un rey atrevido, otro grande, otros perezosos, pero a ti estoy con­vencido de que te han de llamar Enrique el paciente... ¡Ah, hijo mío; la paciencia es una virtud tan buena... cuando no hay otra!

-¡Me han vendido! -dijo el rey- esos hombres ni siquiera tie­nen costumbres de caballeros.

-Vamos, no sabe uno cómo con­tentarte -exclamó Chicot llevándo­se al rey hacia la sala donde se ha­llaba servida la cena-, estás con cuidado por tus amigos, te lamentas de su muerte, y cuando te dicen que no se han muerto lloras todavía... Enrique, yo no sé qué hacer contigo.

-Monsieur Chicot, estáis abusan­do de mi paciencia.

-Vamos, ¿querríais mejor que cada uno de ellos tuviese siete u ocho estocadas en el estómago?. .. Seamos consecuentes:

-Preferiría contar con mis ami­gos -dijo Enrique con voz ronca.

-¡Pardiez! -repuso Chicot-, cuenta conmigo, hijo mío, aquí es­toy, pero no me dejes morir de hambre. Ponme faisán y criadillas de tierra -agregó alargando el pla­to.

Enrique y su único amigo se acos­taron temprano, el rey suspirando por el vacío que sentía en su cora­zón; Chicot, soñoliento por tener el estómago tan lleno.

Al día siguiente, al levantarse el rey, aparecieron Quelus, Schonberg, Maugiron y d'Epernon; el ujier, co­mo de costumbre, abrió la mampa­ra a los favoritos.

Chicot dormía todavía; el rey no había podido dormir. Al ver a sus amigos, saltó furioso del lecho, y arrancándose las perfumadas telas que le cubrían la cara y las manos, gritó:

-¡Fuera de aquí! ¡fuera de aquí!

El ujier, asombrado manifestó a los jóvenes que el rey les echaba; ellos se miraron con sorpresa igual.

-Pero, señor -dijo Quelus-, queríamos decir a Vuestra Majes­tad...

-Que ya no estáis borrachos -agregó Enrique-, ¿no es así?

Chicot abrió un ojo.

-Perdonad, señor -repuso Que­lus con gravedad-, Vuestra Majes­tad está en un error.

-Pues, no obstante, no he be­bido vino de Anjou.

-¡Ah!... muy bien, muy bien... -dijo Quelus sonriéndose-, ya comprendo... sí.

-¿Qué comprendes?

-Quédese solo Vuestra Majestad con nosotros y hablaremos.

-Detesto a los borrachos y a los traidores.

-¡Señor! -exclamaron a una voz los gentileshombres.

-Tened paciencia, señores -in­terrumpió Quelus-. Su Majestad ha dormido mal y habrá tenido ma­los ensueños; una sola palabra disi­pará el malhumor de nuestro ve­nerable rey.

Esta disculpa impertinente de su súbdito hizo impresión en Enrique, el cual adivinó, que personas que se atrevían a decir tales cosas, no podían haber hecho nada que no fue­se honroso.

-Hablad -exclamó-, y sed breve.

-Eso es posible, señor, pero di­fícil.

-Sí, es difícil disculparse de cier­tas acusaciones.

-No, señor, todo lo contrario -añadió Quelus mirando a Chicot y al ujier como para repetir a En­rique su petición dirigida a que se les concediese una audiencia parti­cular.

El rey hizo un ademán, el ujier salió: Chicot abrió el otro ojo y di­jo:

-No hagáis caso de mí, estoy durmiendo como un lirón.

Y cerrando- ambos ojos, empezó a roncar con toda la fuerza de sus pulmones.

LXXXI. CHICOT SE DESPIERTA

Cuando los favoritos vieron a Chi­cot dormir con tanta conciencia, dejaron de hacer caso de él. Por lo demás, todos estaban acostum­brados en palacio a considerar a Chicot como un mueble del cuarto del rey.

-Vuestra Majestad -dijo Que­lus inclinándose- no sabe más que la mitad de las cosas, y me atrevo a decir que la mitad menos intere­sante. Evidentemente, y nadie de nosotros intenta negarlo, que hemos comido en casa de M. de Bussy, y hasta debo decir en honor de su cocinero que hemos comido bien.

-Nos dieron, sobre todo, cierto vinillo de Austria o de Hungría -di­jo Schomberg-, cuyas propiedades me parecieron prodigiosas.

-¡Oh, infame alemán! -inte­rrumpió el rey-, es aficionado al vino, siempre lo sospeché.

-Yo estaba seguro de ello -afir­mó Chicot-, porque veinte veces le he visto embriagado.

Schomberg se volvió hacia Chi­cot.

-No hagas caso, hijo mío -re­plicó el gascón-, yo suelo soñar a voces como puede decir el rey.

Schomberg se volvió hacia Enri­que.

-¡Pardiez! señor -exclamó-, yo no sé ocultar ni mi amistad ni mi aborrecimiento; el vino de que hablo es bueno.

-No se llama buena una cosa que nos hace olvidar nuestro señor natural -dijo el rey en tono seve­ro.

Schomberg iba a contestar, no queriendo, sin duda abandonar tan pronto la justa causa que defendía, cuando Quelus le hizo una seña.

-Es justo -dijo-, prosigue.

-Digo, pues, señor -repuso Que­lus-, que durante la comida y so­bre todo antes de sentarnos a la mesa, hemos tenido una conversa­ción de las más serias e importantes tocante a puntos que interesan par­ticularmente a Vuestra Majestad.

-No me gustan los exordios lar­gos -dijo Enrique-, son mala se­ñal.

-¡Pardiez! Qué hablador está Valois -interrumpió Chicot.

-Señor gascón -dijo Enrique con altivez-, si no dormís salid de aquí.

-¡Pardiez! -dijo Chicot- Si no duermo es porque tú no me de­jas dormir, pues tu lengua hace el mismo ruido que las carracas del Viernes Santo.

Quelus, viendo que en el aposen­to del rey no se podía tratar seria­mente de ninguna materia, pues la costumbre había hecho a todos frí­volos, se encogió de hombros y de­jó su asiento despechado.

-Señor -dijo d'Epernon conto­neándose-, se trata de asuntos gra­ves.

-¿De asuntos graves? -repitió Enrique.

-Indudablemente, si la vida de ocho valientes importa alguna cosa a Vuestra Majestad.

-¿Qué quiere decir eso? -excla­mó el rey.

-Quiere decir, que aguardo que el rey se digne escucharme.

-Ya escucho, hijo mío, ya escu­cho -dijo Enrique poniendo la ma­no sobre el hombro de Quelus.

-Pues bien, decía, señor, que he­mos hablado seriamente, y el resulta­do de nuestra conversación es éste: el trono se halla amenazado, debi­litado su prestigio.

-Es decir que todo el mundo conspira contra él -exclamó Enri­que.

-Se parece -prosiguió Quelus­a esos dioses extraños que semejantes a los dioses de Tiberio y Calígu­la, envejecían sin poder morir, y seguían marchando a la inmortalidad por la senda de las enfermedades mortales. Su decrepitud siempre cre­ciente, no se detiene hasta que el sacrificio de algún sectario suyo les rejuvenece y resucita. Regenerados entonces por la transfusión de sangre joven, ardiente y generosa, tornan a vivir y a ser fuertes y prepotentes. Pues bien, señor, vuestro trono es semejante a estos dioses; no puede ya vivir sino por medio de sacrifi­cios.

-¡Vaya un pico de oro! -ex­clamó Chicot-. Quelus, hijo mío, vete a predicar por las calles de Pa­rís; y apuesto doble contra sencillo a que echas por tierra la reputación de Lincestre, Cahier, Cotton y aun de ese torrente de elocuencia que llaman Gorenflot.

Enrique no respondió; era evi­dente que sus ideas se habían modi­ficado, pues en vez de seguir diri­giendo a sus favoritos miradas alta­neras se había vuelto meditabundo, triste e inquieto.

-Proseguid -dijo-, ya veis que os escucho, Quelus.

-Señor -repuso éste-, sois un gran rey, pero la nobleza os opone barreras que os impiden ver todo lo demás, a excepción de las barreras aún más grandes que os opone el pueblo. Pues bien, vos, señor, que sois tan valiente, decid: ¿qué se ha­ce en la guerra cuando un batallón viene a colocarse con ademán ame­nazador frente a otro batallón? Los cobardes miran detrás de sí, y si tienen espacio huyen; los valientes, bajan la cabeza y acometen.

-Pues bien -exclamó el rey-, marchemos adelante; ¿no soy yo el primer caballero de mi reino? ¿Se han dado mejores batallas que las que yo he dirigido en mi juventud? El siglo que va a finalizar, ¿cuenta nombres más gloriosos que los de larnac y de Moncontour? Adelante, pues, señores, y yo marcharé el pri­mero, que ésta es mi costumbre en las batallas.

-¡Sí, adelante! -repitieron los jóvenes electrizados por aquella be­licosa demostración del rey.

Chicot se sentó en la cama.

-Silencio -dijo-, déjese con­tinuar al orador. Continúa, Quelus, has dicho cosas muy buenas; si to­davía tienes más qué decir, prosi­gue.

-Sí, Chicot, tienes razón ahora como siempre: continuaré y diré a Su Majestad que ha llegado el mo­mento de hacer en obsequio del tro­no uno de esos sacrificios de que he hablado. Contra todas esas barre­ras que estrechan a Vuestra Majes­tad, van a marchar cuatro hombres seguros de vuestro afecto, animados con vuestra simpatía y ciertos de la gloria que les tiene preparada la posteridad.

-¿Qué dices, Quelus? -pregun­tó el rey, en cuyos ojos chispeaba una alegría templada por el cariño-: ¿Quiénes son esos cuatro hombres?

-Estos señores y yo -dijo el jo­ven con el orgullo que engrandece al hombre que arriesga su vida por un principio o por una pasión-, estos señores y yo nos sacrificamos, señor.

-¿Por qué?

-Por vuestra salvación.

-¿Contra quién?

-Contra vuestros enemigos.

-Rencillas de jóvenes -exclamó Enrique.

-¡Oh! eso es lo que dice el vulgo, señor, y el afecto que Vuestra Ma­jestad nos profesa es tan generoso, que consiente en ocultarse bajo el manto de la trivialidad; más noso­tros. le descubrimos: hablad como rey, señor, y no como vecino de la calle de San Dionisio. No aparen­téis creer que Maugiron detesta a Antraguet, que Schomberg odia a Livarot, que d'Epernon está resen­tido de Bussy y que Quelus aborre­ce a Ribeirac: no, todos somos jó­venes, gallardos y buenos, todos po­dríamos amarnos como hermanos, mas no es una rivalidad de hom­bre a hombre la que nos hace sacar la espada; es la lucha de Francia contra Anjou, la del derecho popu­lar contra el derecho divino: noso­tros nos presentamos como adalides del trono en la liza donde se pre­sentan igualmente los campeones de la Liga, y venimos a deciros: ben­decidnos, señor, acoged con una son­risa los últimos suspiros de los que van a morir por vos: vuestra ben­dición les hará quizá vencer, vues­tra sonrisa les ayudará a morir.

Enrique, sofocado por las lágri­mas, abrió los brazos a Quelus y a sus amigos, y les tuvo largo tiempo estrechados contra su corazón, es­pectáculo que no dejaba de ser inte­resante, cuadro que no dejaba de tener expresión, pues en aquella es­cena acompañaban a la bravura va­ronil las emociones de una ternura profunda, santificadas por el senti­miento de adhesión que era su ori­gen.

Chicot, serio y triste, puesta la mano en la frente, miraba aquella escena desde la alcoba, y su rostro, en que comúnmente estaba pintada la expresión de la indiferencia o del sarcasmo, no era entonces el menos noble y menos elocuente de los seis.

-¡Ah, valientes!- dijo por últi­mo el rey-. Digno es vuestro sacri­ficio, noble la tarea que emprendéis y yo me glorío ahora, no de reinar en Francia, sino de ser vuestro ami­go. Np obstante, yo conozco mis in­tereses mejor que nadie, y no acep­taré un sacrificio, cuyo resultado glorioso en esperanza, me entrega­ría, si fueseis vencidos, en manos de mis enemigos. Creedme, Francia es suficiente para hacer la guerra a Anjou. Conozco a mi hermano, a los Guisas y a la Liga, y muchas veces en mi vida he domado caballos más fogosos y más indóciles.

-Pero, señor -repuso Maugi­ron-, los soldados no raciocinan así: las probabilidades funestas no entran en el examen de una cues­tión de este género, cuestión de ho­nor, cuestión de conciencia, que el hombre resuelve según su convic­ción sin preocuparse de cómo la resolvería si siguiese los preceptos de la justicia.

-Perdonad, Maugiron -respon­dió el rey-, el soldado puede ca­minar a ciegas, pero el capitán re­flexiona.

-Reflexionad, pues, señor, y de­jadnos obrar a nosotros que somos soldados: además, yo no cuento con la desgracia, porque siempre he si­do afortunado.

-¡Oh, amigo mío! -interrumpió con tristeza el rey-, yo no puedo decir otro tanto; verdad es que tú no tienes más que veinte años.

-Señor -exclamó Quelus-, las palabras benévolas de Vuestra Ma­jestad no hacen más que redoblar nuestro ardor. ¿Qué día deseáis que crucemos nuestras espadas con las de Bussy, Livarot, Antraguet y Ri­beirac?

-Jamás, os lo prohibo en abso­luto; jamás. ¿Lo oís?

-Perdonad, señor -repuso Que­lus-, el desafío está concertado des­de ayer antes de comer, nuestra pa­labra está empeñada, y ya no po­demos retroceder.

-El rey -repuso Enrique- de­sata los juramentos y las palabras, diciendo: "quiero o no quiero", por­que el rey es omnipotente. Decid a esos señores que os he amenaza­do con toda mi cólera si venís a las manos, y a fin de que no lo du­déis tampoco vosotros, juro deste­rraros si...


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