Alejandro dumas



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-Vuestra Alteza no tendrá hoy necesidad de sus amigos más que para una cosa: para sacar la es­pada contra su rey, y ésta es otra de las razones que yo tengo para solicitar el permiso de retirarme; no puedo sacar la espada contra nadie hasta haber arreglado el asunto que tengo con M. d'Epernon.

Monsoreau había dicho el día an­terior al príncipe que podía contar con Bussy; por consiguiente, aque­lla mudanza era repentina y no po­día proceder sino del billete que Remigio había entregado a su amo en la iglesia.

-¿Conque es decir -dijo el du­que apretando los dientes-, es -de­cir que abandonas a tu señor y amo?

-Monseñor -repuso Bussy-, el hombre que expone su vida maña­na en un combate encarnizado, san­griento, mortífero, como será el nuestro, no tiene más que un amo, y a este amo es a quien quiero con­sagrar mis últimas devociones.

-¡Sabes que hoy se decide nues­tra suerte, sabes que se trata nada menos que de conquistarme el tro­no, y me abandonas!

-Monseñor, ya he trabajado bas­tante por vos: bastante trabajaré mañana. No me pidáis más que la vida.

-Está bien -respondió el duque con voz sorda-, sois libre, M. de Bussy, adiós.

Bussy, sin hacer caso de aquella repentina frialdad, saludó al prín­cipe, bajó la escalera del Louvre y se encaminó a paso largo hacia su casa.

El duque llamó a Aurilly.

Aurilly acudió al momento, pre­guntando:

-¿Qué tenemos, monseñor?

-Él mismo ha pronunciado su sentencia.

-¿No os acompaña?

-No.

-¿Va a la cita que le daban in­dudablemente en el billete?



-Sí.

-¿Entonces es esta noche?

-Esta noche.

-¿Está avisado M. de Monso­reau?

-De que hay cita sí, pero aun no le he dicho quién es el hombre que acudirá a ella.

-¿Está Vuestra Alteza resuelto a sacrificar al conde de Bussy?

-Estoy resuelto a vengarme, sólo una cosa temo.

-¿Qué?


-Que Monsoreau se fíe de sus fuerzas y destreza y Bussy se le es­cape.

-No se preocupe Vuestra Alteza.

-¿Cómo?

-¿Está M. de Bussy definitiva­mente condenado?



-Sí, ¡pardiez! un hombre que me tiene en tutela, que se apodera de mi voluntad para hacer la suya, que me usurpa mi querida, una es­pecie de león del cual soy más bien guardador que amo, sí, sí, Aurilly, está condenado sin apelación, sin misericordia.

-Pues bien, pierda cuidado Vues­tra Alteza, porque si se escapa de las manos de Monsoreau, no se li­brará de las de otro.

-¿Y quién es ese otro?

-¿Vuestra Alteza me manda que le diga su nombre?

-Sí, te lo mando.

-Ese otro es M. d'Epernon.

-¿D'Epernon el que debe com­batir con él mañana?

-Sí, monseñor.

-¿Cómo es eso?

Aurilly iba a empezar su relación cuando llamaron al duque. El rey estaba sentado ya a la mesa y se admiraba de no ver al duque de Anjou, o -por mejor decir Chicot aca­baba de hacérselo notar, y el rey había hecho llamar a su hermano.

-En la procesión me lo conta­rás -dijo el duque, y siguió al ujier que le había llamado.

Toda vez que no tendremos tiem­po para seguir al duque y a Aurilly por las calles de París, porque te­nernos que hablar de otro personaje más importante, diremos ahora a nuestros lectores lo que aconteció entre d'Epernon y el tocador de laúd.

Aquella mañana, al rayar el día, se había presentado d'Epernon en el palacio de Anjou preguntando por Aurilly.

Eran conocidos antiguos: Aurilly había enseñado a d'Epernon a tocar el laúd, y con frecuencia se reunían maestro y discípulo para tocar el violín o puntear la guitarra, como se usaba antes, no solamente en España, sino también en Francia.

Unía, pues, a los dos músicos una tierna amistad templada por la etiqueta.

Por otra parte, d'Epernon, gascón astuto, practicaba el método de in­sinuación que consiste en captarse la voluntad de los amos por medio de los criados, y había pocos se­cretos en el palacio de Anjou de que él no fuese sabedor por medio de su amigo Aurilly.

Debemos añadir que con su habi­lidad diplomática, cuidaba de man­tenerse no sólo en la gracia del rey sino en la del duque de Anjou, con el doble objeto de conservar la amistad del rey reinante y rehuir la ene­mistad que pudiera tenerle el rey futuro.

El objeto de aquella visita era hablar con Aurilly de su próximo duelo con Bussy. Este duelo le te­nía con mucho cuidado, porque ja­más fue el valor la cualidad que más brillara en el carácter de d'Eper­non, y era necesario ser más que valiente, ser temerario para arros­trar con serenidad un combate con Bussy, que equivalía a arriesgarse a una muerte cierta. Algunos se ha­bían atrevido a ello y habían medi­do la tierra en la lucha para no vol­ver a levantarse.

A la primera palabra que d'Eper­non dijo al músico acerca de su asunto, Aurilly, que conocía el odio que su amo alimentaba en secreto contra Bussy, se lamentó tiernamen­te de la mala suerte que esperaba a su discípulo, anunciándole que ha­cía ocho días que M. de Bussy se ejercitaba dos horas cada mañana en tirar a la espada con un clarín de guardias, que era el jugador más terrible que podía hallarse en Pa­rís, especie de artista en materia de estocadas, y que habiendo viajado y observado mucho había aprendi­do de los italianos su juego pruden­te y cerrado; de los españoles sus amagos sutiles y ataques brillantes, de los alemanes la flexibilidad de la muñeca y la exactitud de los qui­tes y respuestas, y por último, de los salvajes polacos, que entonces se llamaban sármatas, las vueltas, saltos, tumbos y luchas cuerpo a cuerpo.

D'Epernon, durante aquella larga enumeración de probabilidades con­trarias, se comió de miedo todo el carmín de que tenía pintadas las uñas.

-Según eso puedo darme por muerto -dijo medio risueño, me­dio conmovido.

-¡Toma! -respondió Aurilly.

-Pero es absurdo -exclamó d'Epernon- ponerse a reñir con un hombre que seguramente le ha de matar a uno. Es como jugar a los dados con quien estuviese seguro de sacar todas las manos el punto doce.

-Eso deberíais haberlo pensado antes de comprometeros.

-Yo eludiré el compromiso -di­jo d'Epernon-, ¡diablo!, o soy gas­cón o no lo soy; ¿pues no es locura morir voluntariamente a los veinti­cinco años? Pero ahora que pienso en ello... sí... esto es lógico.

-Hablad.


-¿M. de Bussy está seguro de matarme?

-No tengo la menor duda.

-Entonces nuestro duelo deja de ser duelo y se convierte en un ase­sinato.

-Justamente.

-Y si es un asesinato... ¿Qué diablo?...

-¿Cómo?


-Digo que es permitido evitar un asesinato por medio de...

-¿De qué?

-Por medio de un homicidio. ¿Y quién me impide a mí matarle an­tes?

-Nadie, y aun yo también ha­bía pensado en eso.

-¿No es esto claro?

-Como la luz del día.

-¿Y natural?

-Naturalísimo.

-Sólo que en lugar de matarle cruelmente con mis propias ruanos, como él quiere hacer conmigo, daré la comisión a otro, porque yo abo­rrezco la sangre.

-¿Es decir que pagaréis asesinos?

-Sí, ¡pardiez! de igual modo que M. de Guisa y M. de Mayena los pagaron para matar a Saint-Me­grin.

-Eso os costará muy caro.

-Daré tres mil escudos.

-Por tres mil escudos, si vuestra gente se entera con quien tiene que habérselas, no podréis ajustar más que seis hombres.

-¿Y no son bastantes?

-¡Seis hombres! M. de Bussy matará cuatro, antes que le toquen siquiera en la ropilla. Acordáos de lo que sucedió en la calle de San Antonio cuando hirió a Schomberg en el muslo, y a vos en el brazo y aturdió de un golpe a Quelus.

-Pues gastaré seis mil escudos si es preciso -repuso d'Epernon-. ¡Pardiez! ya que se haga la cosa, quiero que salga bien hecha.

-¿Tenéis gente a propósito? -dijo Aurilly.

-¡Psé! -respondió d'Epernon-, tengo por ahí gente desocupaba, sol­dados licenciados y bravos que nada tienen que envidiar a los de Vene­cia y Florencia.

-Muy bien, muy bien; mas tened cuidado...

-¿Con qué?

-Conque si no aciertan, os de­nunciarán.

-Tengo al rey de mi parte. -Eso ya es algo, mas el rey no puede impedir que Bussy os mate.

-Tenéis razón, es cierto -dijo d'Epernon pensativo.

-Yo os indicaría una combina­ción -añadió Aurilly.

-Hablad, amigo mío, explicaos.

-Pero acaso no querríais hacer causa común...

-Nada me importará, con tal que pueda librarme de ese demonio.

-Pues bien; cierto enemigo de Bussy está celoso.

-¡Hola!


-De modo que a estas horas...

-Y bien, ¿qué?

-Debe de estar preparándole un lazo.

-Adelante.

-Pero le falta dinero; con seis mil escudos haría vuestro negocio al mismo tiempo que el suyo. Me parece que no tendréis empeño en que recaiga sobre vos el honor de esta jornada.

-¡Pardiez! no, no pido otra cosa sino que se ignore que yo tengo parte en ella.

-Pues mandad a vuestra gente sin daros a conocer, y él utilizará sus servicios.

-Pero yo quisiera conocer a ese hombre.

-Yo os le mostraré hoy por la mañana.

-¿Dónde?

-En el Louvre.

-¿Luego es noble?

-Sí.

-Pues en seguida pondré a vues­tra disposición los seis mil escudos.



-¿Queda resuelto eso?

-Irrevocablemente.

-Vamos, pues, al Louvre.

-Vamos.


Ya hemos visto en el capítulo an­terior cómo Aurilly dijo a d'Eper­non.

-Perded cuidado, M. de Bussy no se presentará mañana en el desa­fío.

LXXXIV. LA PROCESIÓN

Terminada la colación entró el rey en su cuarto con Chicot para ponerse el hábito de penitente, y salió un momento después descal­zo, con una cuerda atada por la cintura, y echada la capucha sobre la cabeza.

Mientras tanto, los cortesanos se habían disfrazado del mismo modo. El tiempo estaba magnífico, y el piso cubierto de flores; todos pon­deraban la esplendidez de los al­tares colocados en la carrera, y so­bre todo del que los frailes de San­ta Genoveva habían preparado en la cripta de la capilla.

Una inmensa multitud llenaba las calles que debía recorrer el rey, y principalmente aquellas en que se hallaban los conventos done de­bía detenerse, que eran los Jacobi­nos, el Carmen, Capuchinos y San­ta Genoveva.

Abría la marcha el clero de Saint-Germain-l'Auxerrois; seguía luego el arzobispo de París con el Santo Sa­cramento, precedido de niños que marchaban de espaldas e iban in­censando al Santísimo, y de niñas que le arrojaban hojas de rosa.

Detrás iba el rey seguido de sus cuatro amigos, todos descalzos se­gún hemos dicho, y vestidos de pe­nitentes y precediendo al duque de Anjou, que iba con su traje ordi­nario, acompañado de toda su Corte y seguido de los grandes dignatarios de la corona que ocupaban los pues­tos que la etiqueta previamente les tenía señalados.

Cerraban la marcha los vecinos y el pueblo de París.

Era ya más de la una cuando la comitiva salió del Louvre. Crillon y los guardias franceses quisieron se­guir al rey: mas éste les hizo seña de que era inútil y se quedaron para guardar el palacio.

A las seis de la tarde, después de haberse detenido la comitiva de­lante de los diversos altares coloca­dos en la carrera, se encaminó al convento de Santa Genoveva, cuyos frailes apenas divisaron desde el pórtico la cabeza de la procesión, salieron hasta la escalera con su prior, al frente, a recibir a Su Ma­jestad.

En el camino, desde el último al­tar, que era el de Capuchinos, al convento de Santa Genoveva, el du­que de Anjou, que se hallaba en pie desde muy temprano, se puso malo de fatiga y pidió al rey permi­so para retirarse a su palacio; per­miso que el rey le concedió.

Sus gentileshombres se retiraron también con él, como para demos­trar que acompañaban al duque y no al rey.

Pero la verdad era que como tres de ellos debían entrar en combate al día siguiente, no querían cansar­se mucho.

A la puerta del convento despidió el rey a Quelus, Maugiron, Schom­berg y d'Epernon, bajo el pretexto de que tenían también necesidad de descanso como Livarot, Ribeirac y Antraguet.

El arzobispo, que por haber dicho la misa muy de mañana y haber asistido después a la procesión no había tomado nada, iba muerto de fatiga: lo mismo ocurría a los indi­viduos del clero, el rey se compa­deció de aquellos santos mártires y les despidió a todos.

Luego, volviéndose al prior José Foulon, le dijo con voz gangosa:

-Vedme aquí, padre mío, que vengo como pecador que soy, a bus­car el reposo en vuestra soledad.

El prior hizo una reverencia.

El rey, dirigiéndose a los que le habían acompañado hasta allí, les dijo:

-Os doy gracias, señores, id en paz.

Todos saludaron respetuosamente, y el rey penitente subió uno a uno, dándose golpes de pecho, los escalo­nes del convento.

Apenas atravesó el umbral, se ce­rraron las puertas detrás de él.

El rey estaba tan absorto en sus meditaciones, que no advirtió esta circunstancia, la cual por otra parte nada tenía de extraordinaria después de haber despedido Enrique a su co­mitiva.

-Primero -dijo el prior- va­mos a conducir a Vuestra Majestad a la cripta, que hemos adornado lo mejor posible en honor del rey del cielo y de la tierra.

El rey se contentó con responder con una señal de asentimiento, y si­guió al prior.

Mas luego que pasó bajo los som­bríos arcos y entre dos filas de frai­les que permanecían inmóviles; lue­go que entró en la capilla, bajáronse veinte capuchas y descubriéronse veinte cabezas, en cuyos ojos brilla­ban el júbilo y el orgullo del triun­fo.

Aquellos semblantes no eran cier­tamente de frailes perezosos y tími­dos: el bigote espeso y el color ate­zado de todos ellos, indicaban la fuerza y la actividad. Muchos se hallaban llenos de cicatrices, y al lado del más orgulloso de todos, del que tenía la cicatriz más ilustre y más célebre, se hallaba el rostro animado y expresivo de una mujer vestida de fraile.

Aquella mujer tenía en la mano unas tijeras de oro que colgaban de una cadena atada a su cintura.

-¡Ah, hermanos míos! -dijo-, al fin tenemos en nuestro poder a Valois.

-Pardiez, sí, hermana -contestó el de la gran cicatriz.

-Todavía no -murmuró el car­denal.

-¿Cómo así?

-¿Dónde tenemos bastante nú­mero de tropas del pueblo para con­trarrestar los esfuerzos de Crillon y de sus guardias?

-Tenemos otra cosa mejor -con­testó el duque de Mayena-, y creed­me, no se disparará un solo tiro.

-¿Y cómo se hará sin disparar un tiro? -preguntó la duquesa de Montpensier-; confieso que yo quisiera que hubiese un poco de broma.

-Pues siento decirte, hermana, que no la tendrás. El rey cuando se vea preso gritará, pero nadie respon­derá a sus gritos. Entonces por me­dio de la persuación o de la vio­lencia, mas sin mostrarnos, le hare­mos firmar una abdicación, cuya no­ticia difundida inmediatamente por la ciudad, dispondrá en nuestro fa­vor al pueblo y a los soldados.

-El plan es bueno y ya no pue­de frustrarse -dijo la duquesa.

-Algo violento es -dijo el car­denal de Guisa moviendo la cabe­za.

-El rey se negará a firmar la ab­dicación -agregó el caricortado-; es valiente, y preferirá morir.

-Pues que muera -exclamaron Mayena y la duquesa.

-No -contestó con firmeza el duque de Guisa-, no. Quiero su­ceder a un príncipe que abdica y que se hace despreciable, mas no quiero reemplazar a un hombre ase­sinado, de quien todos se compade­cerían. Además en nuestros planes os habéis olvidado del duque de An­jou el cual, si su hermano muere, reclamará la corona.

-Que la reclame, pardiez, que la reclame -repuso Mayena-; nues­tro hermano el cardenal ha previsto ya ese caso: la abdicación de su hermano le comprenderá: el duque de Anjou ha tenido relaciones con los hugonotes y no merece reinar.

-¿Con los hugonotes? ¿estáis se­guro?

-¡Pardiez! ¿quién sino el rey de Navarra le ayudó a escaparse?

-Bien.


-Por otra parte, en el acto de abdicación se insertará otra cláusula en nuestro favor; por esta cláusula se os nombrará regente del reino, y de la regencia al trono no hay más que un paso.

-Sí, sí -repuso el cardenal-, yo he previsto todo eso; pero podría suceder que los guardias franceses, para convencerse de que la abdi­cación es verdadera, y sobre todo espontánea, viniesen al convento. Crillon no gasta bromas, y sería capaz de decir al rey: Señor, la vi­da está en peligro, pero ante todo salven el honor.

-Eso, a quien corresponde evi­tarlo -exclamó Mayena-, es al general, y el general ha tomado sus precauciones. Tenemos aquí para sostener el sitio ochenta caballeros, y he mandado distribuir armas a cien frailes. Podremos pues soste­nernos un mes aunque sea contra un ejército, y en caso de apuro te­nemos ahí el subterráneo para huir con nuestra presa.

-¿Y qué hace en este instante el duque de Anjou?

-El duque de Anjou ha tenido miedo como siempre en la hora del peligro, y se ha retirado a su palacio, donde espera noticias nuestras, en compañía de Bussy y Monsoreau.

-¡Pardiez! aquí es donde debe­ría estar y no en su casa.

-Creo que os engañáis, hermano -dijo el cardenal-; el pueblo y la nobleza, si hubiéramos traído aquí a los dos hermanos, habrían creído que queríamos deshacernos de toda la familia, y lo que sobre todo de­bemos evitar, es que se nos consi­dere como usurpadores. Nosotros he­redamos y nada más. Dejando en libertad al duque de Anjou y a la reina madre haremos que nos ben­digan todos, y que nuestros partida­rios nos admiren, y nadie podrá de­cirnos una palabra; de otro modo, tendremos por enemigos a Bussy y otras cien espadas muy peligrosas.

-¡Bah! Bussy tiene mañana un desafío con los favoritos.

-¡Buen negocio, les matará sin duda ninguna, y luego será de los nuestros -dijo el duque de Guisa­.- Por mi parte, estoy dispuesto a nom­brarle general de un ejército en Ita­lia, donde sin duda estallará la gue­rra. Bussy es un hombre superior, y yo lo estimo mucho.

-Y yo -repuso la duquesa de Montpensier-, en prueba de que no lo estimo menos, prometo darle mi mano si me quedo viuda.

-¡Vuestra mano! -exclamó Ma­yena.

-Otras damas más elevadas que yo, han hecho más por él, y eso que no era general de ejército.

-Vamos, vamos -dijo Maye­na-, eso se verá después; pensemos ahora en el asunto que tenemos en­tre manos.

-¿Quién está con el rey? -pre­guntó el duque de Guisa.

-Creo que el prior y el padre Gorenflot. Conviene que no vea si­no gente conocida, para que no se asuste y sospeche lo que le aguarda.

-Sí -dijo Mayena-, comamos el fruto de la conspiración, pero de­jemos a otros el cuidado de co­gerle.

-¿Está ya en la celda? -pregun­tó madame de Montpensier impa­ciente por dar al rey la tercera co­rona que hacía mucho tiempo le tenía prometida.

-¡Oh! no; primero verá el altar de la cripta y adorará las santas re­liquias.

-¿Y luego?

-Luego el prior le dirigirá algu­nas palabras sonoras sobre la vani­dad de los bienes de este mundo; y luego el padre Gorenflot, ya sa­béis de quién hablo, el que pronun­ció aquel magnífico discurso la no­che antes del alistamiento...

-Sí, ¿y qué?

-Procurará alcanzar de su con­vicción lo que nosotros no queremos arrancar de su debilidad.

-En efecto, valdría muchísimo más que abdicase por persuasión -repuso el duque de Guisa pensa­tivo.

-¡Bah! Enrique es supersticioso y débil -dijo Mayena-, yo asegu­ro que cederá al miedo del infier­no.

-Pues yo no estoy tan seguro co­mo vos -replicó el duque-, pero hemos quemado nuestras naves, y ya no podemos retroceder. Ahora bien, si la tentativa del prior y el discurso de Gorenflot no hacen efec­to, echaremos mano de nuestro úl­timo recurso que es la intimida­ción.

-Y entonces, yo raparé la cabeza a mi Valois -exclamó la duquesa volviendo a su idea favorita.

En aquel instante se oyó el soni­do de una campanilla en las bóve­das obscurecidas por las primeras sombras de la noche.

-El rey baja a la cripta -dijo el duque de Guisa-; vamos, Ma­yena, llamad a vuestros amigos y cu­brámonos el semblante.

Inmediatamente volvieron las ca­puchas a cubrir aquellos semblantes animados y orgullosos, aquellos ojos ardientes y aquellas cicatrices signi­ficativas: después treinta o cuaren­ta frailes, precedidos de los tres hermanos se encaminaron a la puer­ta de la cripta.

LXXXV. CHICOT

El rey se hallaba abismado en una meditación tan profunda, que pro­metía a los Guisa el logro fácil de su plan.

Visitó la cripta con toda la co­munidad, besó la urna de las reli­quias, repitiendo a cada ceremonia los golpes de pecho, y mascullando los salmos más lúgubres.

Después empezó el prior sus ex­hortaciones, escuchándolas el rey con la misma contrición ferviente.

Por último, el duque de Guisa hi­zo una seña, y el prior, inclinándose delante del rey, le dijo:

-Señor, ¿vendréis ahora a despo­jaros de vuestra corona terrenal a los pies del Eterno?

-Vamos. . . -repuso el rey.

Al momento, toda la comunidad formada en dos filas siguió al rey, a quien el prior llevaba hacia las cel­das situadas a la izquierda en el co­rredor principal.

Enrique parecía muy contrito: no dejaba de darse golpes de pecho y de pasar las cuentas del rosario de marfil atado a la cintura, que figura­ban cabezas de muerto.

Llegaron por último a la celda cu­ya puerta ocupaba el padre Goren­flot con el rostro iluminado y los ojos brillantes como un carbunclo.

-¿Es aquí? -preguntó el rey.

-Aquí mismo -contestó el frai­lote.

El rey podía muy bien ignorar adónde debía dirigirse, pues al ex­tremo del corredor se veía una ver­ja misteriosa que daba a una pen­diente, cubierta de densas tinieblas. Enrique entró en la celda.



-¿Hic portus salutís? -murmu­ró con voz conmovida.

-Sí, señor -respondió Foulon-, aquí está el puerto.

-Dejadnos solos -dijo Gorenflot haciendo un ademán majestuoso.

Y al momento se cerró la puerta; los circunstantes se apartaron.

El rey, viendo un escabel en el centro de la celda, se sentó ponien­do la mano sobre la rodilla.

-¡Ah! ya estás aquí, Herodes, ya te-tenemos, pagano, ya has caído en el garlito, Nabucodonosor -dijo Gorenflot, bruscamente, y apoyando en las cadenas las gruesas manos.

El rey pareció sorprendido y pre­guntó:

-¿Hablabas conmigo, padre?

-Sí, contigo hablo, ¿y por qué no? ¿puede haber un ultraje que no merezcas?

-¡Padre! -murmuró el rey.

-¡Bah! aquí no hay padre que valga. Y hace tiempo que estoy me­ditando un discurso... y ya ha lle­gado el momento de pronunciarlo. Le divido en tres puntos como ha­ce todo buen predicador: primero, eres un tirano; segundo, eres un sá­tiro; tercero, en fin, estás destrona­do; de eso es de lo que te voy a hablar.

-¡Destronado, padre mío! -re­pitió el rey ocultándose en la som­bra.

-Ni más ni menos: aquí no esta­mos en Polonia, y no te escaparás.

-¿Luego estoy en poder de mis enemigos?

-¡Oh, Valois! Sabe que un rey no es más que un hombre, y eso cuando es hombre.

-¿Intentaréis hacerme violencia, padre mío?

-¡Pardiez! ¿Crees que te hemos encerrado aquí para tenerte consi­deraciones?

-Vos abusáis de la religión, pa­dre.

-¿Acaso hay religión? -pregun­tó Gorenflot.

-¡Oh! -dijo el .rey-: ¡y es un santo el que dice semejantes cosas!

-Lo dicho, dicho.

-Os condenaréis, padre.

-¿Por ventura es posible conde­narse?

-Habláis como un impío.

-Vamos, dejémonos de jeremia­das: ¿estás pronto, Valois?

-¿A qué?


-A renunciar la corona; estoy encargado de proponértelo y te lo propongo.

-Perpetráis un pecado mortal, padre.

-¡Ta, ta! -dijo Gorenflot con cínica sonrisa-; tengo facultad de absolver y me absuelvo de antema­no; vamos, renuncia, Valois.

-¿A qué habré de renunciar?

-Al trono de Francia.


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