-Vuestra Alteza no tendrá hoy necesidad de sus amigos más que para una cosa: para sacar la espada contra su rey, y ésta es otra de las razones que yo tengo para solicitar el permiso de retirarme; no puedo sacar la espada contra nadie hasta haber arreglado el asunto que tengo con M. d'Epernon.
Monsoreau había dicho el día anterior al príncipe que podía contar con Bussy; por consiguiente, aquella mudanza era repentina y no podía proceder sino del billete que Remigio había entregado a su amo en la iglesia.
-¿Conque es decir -dijo el duque apretando los dientes-, es -decir que abandonas a tu señor y amo?
-Monseñor -repuso Bussy-, el hombre que expone su vida mañana en un combate encarnizado, sangriento, mortífero, como será el nuestro, no tiene más que un amo, y a este amo es a quien quiero consagrar mis últimas devociones.
-¡Sabes que hoy se decide nuestra suerte, sabes que se trata nada menos que de conquistarme el trono, y me abandonas!
-Monseñor, ya he trabajado bastante por vos: bastante trabajaré mañana. No me pidáis más que la vida.
-Está bien -respondió el duque con voz sorda-, sois libre, M. de Bussy, adiós.
Bussy, sin hacer caso de aquella repentina frialdad, saludó al príncipe, bajó la escalera del Louvre y se encaminó a paso largo hacia su casa.
El duque llamó a Aurilly.
Aurilly acudió al momento, preguntando:
-¿Qué tenemos, monseñor?
-Él mismo ha pronunciado su sentencia.
-¿No os acompaña?
-No.
-¿Va a la cita que le daban indudablemente en el billete?
-Sí.
-¿Entonces es esta noche?
-Esta noche.
-¿Está avisado M. de Monsoreau?
-De que hay cita sí, pero aun no le he dicho quién es el hombre que acudirá a ella.
-¿Está Vuestra Alteza resuelto a sacrificar al conde de Bussy?
-Estoy resuelto a vengarme, sólo una cosa temo.
-¿Qué?
-Que Monsoreau se fíe de sus fuerzas y destreza y Bussy se le escape.
-No se preocupe Vuestra Alteza.
-¿Cómo?
-¿Está M. de Bussy definitivamente condenado?
-Sí, ¡pardiez! un hombre que me tiene en tutela, que se apodera de mi voluntad para hacer la suya, que me usurpa mi querida, una especie de león del cual soy más bien guardador que amo, sí, sí, Aurilly, está condenado sin apelación, sin misericordia.
-Pues bien, pierda cuidado Vuestra Alteza, porque si se escapa de las manos de Monsoreau, no se librará de las de otro.
-¿Y quién es ese otro?
-¿Vuestra Alteza me manda que le diga su nombre?
-Sí, te lo mando.
-Ese otro es M. d'Epernon.
-¿D'Epernon el que debe combatir con él mañana?
-Sí, monseñor.
-¿Cómo es eso?
Aurilly iba a empezar su relación cuando llamaron al duque. El rey estaba sentado ya a la mesa y se admiraba de no ver al duque de Anjou, o -por mejor decir Chicot acababa de hacérselo notar, y el rey había hecho llamar a su hermano.
-En la procesión me lo contarás -dijo el duque, y siguió al ujier que le había llamado.
Toda vez que no tendremos tiempo para seguir al duque y a Aurilly por las calles de París, porque tenernos que hablar de otro personaje más importante, diremos ahora a nuestros lectores lo que aconteció entre d'Epernon y el tocador de laúd.
Aquella mañana, al rayar el día, se había presentado d'Epernon en el palacio de Anjou preguntando por Aurilly.
Eran conocidos antiguos: Aurilly había enseñado a d'Epernon a tocar el laúd, y con frecuencia se reunían maestro y discípulo para tocar el violín o puntear la guitarra, como se usaba antes, no solamente en España, sino también en Francia.
Unía, pues, a los dos músicos una tierna amistad templada por la etiqueta.
Por otra parte, d'Epernon, gascón astuto, practicaba el método de insinuación que consiste en captarse la voluntad de los amos por medio de los criados, y había pocos secretos en el palacio de Anjou de que él no fuese sabedor por medio de su amigo Aurilly.
Debemos añadir que con su habilidad diplomática, cuidaba de mantenerse no sólo en la gracia del rey sino en la del duque de Anjou, con el doble objeto de conservar la amistad del rey reinante y rehuir la enemistad que pudiera tenerle el rey futuro.
El objeto de aquella visita era hablar con Aurilly de su próximo duelo con Bussy. Este duelo le tenía con mucho cuidado, porque jamás fue el valor la cualidad que más brillara en el carácter de d'Epernon, y era necesario ser más que valiente, ser temerario para arrostrar con serenidad un combate con Bussy, que equivalía a arriesgarse a una muerte cierta. Algunos se habían atrevido a ello y habían medido la tierra en la lucha para no volver a levantarse.
A la primera palabra que d'Epernon dijo al músico acerca de su asunto, Aurilly, que conocía el odio que su amo alimentaba en secreto contra Bussy, se lamentó tiernamente de la mala suerte que esperaba a su discípulo, anunciándole que hacía ocho días que M. de Bussy se ejercitaba dos horas cada mañana en tirar a la espada con un clarín de guardias, que era el jugador más terrible que podía hallarse en París, especie de artista en materia de estocadas, y que habiendo viajado y observado mucho había aprendido de los italianos su juego prudente y cerrado; de los españoles sus amagos sutiles y ataques brillantes, de los alemanes la flexibilidad de la muñeca y la exactitud de los quites y respuestas, y por último, de los salvajes polacos, que entonces se llamaban sármatas, las vueltas, saltos, tumbos y luchas cuerpo a cuerpo.
D'Epernon, durante aquella larga enumeración de probabilidades contrarias, se comió de miedo todo el carmín de que tenía pintadas las uñas.
-Según eso puedo darme por muerto -dijo medio risueño, medio conmovido.
-¡Toma! -respondió Aurilly.
-Pero es absurdo -exclamó d'Epernon- ponerse a reñir con un hombre que seguramente le ha de matar a uno. Es como jugar a los dados con quien estuviese seguro de sacar todas las manos el punto doce.
-Eso deberíais haberlo pensado antes de comprometeros.
-Yo eludiré el compromiso -dijo d'Epernon-, ¡diablo!, o soy gascón o no lo soy; ¿pues no es locura morir voluntariamente a los veinticinco años? Pero ahora que pienso en ello... sí... esto es lógico.
-Hablad.
-¿M. de Bussy está seguro de matarme?
-No tengo la menor duda.
-Entonces nuestro duelo deja de ser duelo y se convierte en un asesinato.
-Justamente.
-Y si es un asesinato... ¿Qué diablo?...
-¿Cómo?
-Digo que es permitido evitar un asesinato por medio de...
-¿De qué?
-Por medio de un homicidio. ¿Y quién me impide a mí matarle antes?
-Nadie, y aun yo también había pensado en eso.
-¿No es esto claro?
-Como la luz del día.
-¿Y natural?
-Naturalísimo.
-Sólo que en lugar de matarle cruelmente con mis propias ruanos, como él quiere hacer conmigo, daré la comisión a otro, porque yo aborrezco la sangre.
-¿Es decir que pagaréis asesinos?
-Sí, ¡pardiez! de igual modo que M. de Guisa y M. de Mayena los pagaron para matar a Saint-Megrin.
-Eso os costará muy caro.
-Daré tres mil escudos.
-Por tres mil escudos, si vuestra gente se entera con quien tiene que habérselas, no podréis ajustar más que seis hombres.
-¿Y no son bastantes?
-¡Seis hombres! M. de Bussy matará cuatro, antes que le toquen siquiera en la ropilla. Acordáos de lo que sucedió en la calle de San Antonio cuando hirió a Schomberg en el muslo, y a vos en el brazo y aturdió de un golpe a Quelus.
-Pues gastaré seis mil escudos si es preciso -repuso d'Epernon-. ¡Pardiez! ya que se haga la cosa, quiero que salga bien hecha.
-¿Tenéis gente a propósito? -dijo Aurilly.
-¡Psé! -respondió d'Epernon-, tengo por ahí gente desocupaba, soldados licenciados y bravos que nada tienen que envidiar a los de Venecia y Florencia.
-Muy bien, muy bien; mas tened cuidado...
-¿Con qué?
-Conque si no aciertan, os denunciarán.
-Tengo al rey de mi parte. -Eso ya es algo, mas el rey no puede impedir que Bussy os mate.
-Tenéis razón, es cierto -dijo d'Epernon pensativo.
-Yo os indicaría una combinación -añadió Aurilly.
-Hablad, amigo mío, explicaos.
-Pero acaso no querríais hacer causa común...
-Nada me importará, con tal que pueda librarme de ese demonio.
-Pues bien; cierto enemigo de Bussy está celoso.
-¡Hola!
-De modo que a estas horas...
-Y bien, ¿qué?
-Debe de estar preparándole un lazo.
-Adelante.
-Pero le falta dinero; con seis mil escudos haría vuestro negocio al mismo tiempo que el suyo. Me parece que no tendréis empeño en que recaiga sobre vos el honor de esta jornada.
-¡Pardiez! no, no pido otra cosa sino que se ignore que yo tengo parte en ella.
-Pues mandad a vuestra gente sin daros a conocer, y él utilizará sus servicios.
-Pero yo quisiera conocer a ese hombre.
-Yo os le mostraré hoy por la mañana.
-¿Dónde?
-En el Louvre.
-¿Luego es noble?
-Sí.
-Pues en seguida pondré a vuestra disposición los seis mil escudos.
-¿Queda resuelto eso?
-Irrevocablemente.
-Vamos, pues, al Louvre.
-Vamos.
Ya hemos visto en el capítulo anterior cómo Aurilly dijo a d'Epernon.
-Perded cuidado, M. de Bussy no se presentará mañana en el desafío.
LXXXIV. LA PROCESIÓN
Terminada la colación entró el rey en su cuarto con Chicot para ponerse el hábito de penitente, y salió un momento después descalzo, con una cuerda atada por la cintura, y echada la capucha sobre la cabeza.
Mientras tanto, los cortesanos se habían disfrazado del mismo modo. El tiempo estaba magnífico, y el piso cubierto de flores; todos ponderaban la esplendidez de los altares colocados en la carrera, y sobre todo del que los frailes de Santa Genoveva habían preparado en la cripta de la capilla.
Una inmensa multitud llenaba las calles que debía recorrer el rey, y principalmente aquellas en que se hallaban los conventos done debía detenerse, que eran los Jacobinos, el Carmen, Capuchinos y Santa Genoveva.
Abría la marcha el clero de Saint-Germain-l'Auxerrois; seguía luego el arzobispo de París con el Santo Sacramento, precedido de niños que marchaban de espaldas e iban incensando al Santísimo, y de niñas que le arrojaban hojas de rosa.
Detrás iba el rey seguido de sus cuatro amigos, todos descalzos según hemos dicho, y vestidos de penitentes y precediendo al duque de Anjou, que iba con su traje ordinario, acompañado de toda su Corte y seguido de los grandes dignatarios de la corona que ocupaban los puestos que la etiqueta previamente les tenía señalados.
Cerraban la marcha los vecinos y el pueblo de París.
Era ya más de la una cuando la comitiva salió del Louvre. Crillon y los guardias franceses quisieron seguir al rey: mas éste les hizo seña de que era inútil y se quedaron para guardar el palacio.
A las seis de la tarde, después de haberse detenido la comitiva delante de los diversos altares colocados en la carrera, se encaminó al convento de Santa Genoveva, cuyos frailes apenas divisaron desde el pórtico la cabeza de la procesión, salieron hasta la escalera con su prior, al frente, a recibir a Su Majestad.
En el camino, desde el último altar, que era el de Capuchinos, al convento de Santa Genoveva, el duque de Anjou, que se hallaba en pie desde muy temprano, se puso malo de fatiga y pidió al rey permiso para retirarse a su palacio; permiso que el rey le concedió.
Sus gentileshombres se retiraron también con él, como para demostrar que acompañaban al duque y no al rey.
Pero la verdad era que como tres de ellos debían entrar en combate al día siguiente, no querían cansarse mucho.
A la puerta del convento despidió el rey a Quelus, Maugiron, Schomberg y d'Epernon, bajo el pretexto de que tenían también necesidad de descanso como Livarot, Ribeirac y Antraguet.
El arzobispo, que por haber dicho la misa muy de mañana y haber asistido después a la procesión no había tomado nada, iba muerto de fatiga: lo mismo ocurría a los individuos del clero, el rey se compadeció de aquellos santos mártires y les despidió a todos.
Luego, volviéndose al prior José Foulon, le dijo con voz gangosa:
-Vedme aquí, padre mío, que vengo como pecador que soy, a buscar el reposo en vuestra soledad.
El prior hizo una reverencia.
El rey, dirigiéndose a los que le habían acompañado hasta allí, les dijo:
-Os doy gracias, señores, id en paz.
Todos saludaron respetuosamente, y el rey penitente subió uno a uno, dándose golpes de pecho, los escalones del convento.
Apenas atravesó el umbral, se cerraron las puertas detrás de él.
El rey estaba tan absorto en sus meditaciones, que no advirtió esta circunstancia, la cual por otra parte nada tenía de extraordinaria después de haber despedido Enrique a su comitiva.
-Primero -dijo el prior- vamos a conducir a Vuestra Majestad a la cripta, que hemos adornado lo mejor posible en honor del rey del cielo y de la tierra.
El rey se contentó con responder con una señal de asentimiento, y siguió al prior.
Mas luego que pasó bajo los sombríos arcos y entre dos filas de frailes que permanecían inmóviles; luego que entró en la capilla, bajáronse veinte capuchas y descubriéronse veinte cabezas, en cuyos ojos brillaban el júbilo y el orgullo del triunfo.
Aquellos semblantes no eran ciertamente de frailes perezosos y tímidos: el bigote espeso y el color atezado de todos ellos, indicaban la fuerza y la actividad. Muchos se hallaban llenos de cicatrices, y al lado del más orgulloso de todos, del que tenía la cicatriz más ilustre y más célebre, se hallaba el rostro animado y expresivo de una mujer vestida de fraile.
Aquella mujer tenía en la mano unas tijeras de oro que colgaban de una cadena atada a su cintura.
-¡Ah, hermanos míos! -dijo-, al fin tenemos en nuestro poder a Valois.
-Pardiez, sí, hermana -contestó el de la gran cicatriz.
-Todavía no -murmuró el cardenal.
-¿Cómo así?
-¿Dónde tenemos bastante número de tropas del pueblo para contrarrestar los esfuerzos de Crillon y de sus guardias?
-Tenemos otra cosa mejor -contestó el duque de Mayena-, y creedme, no se disparará un solo tiro.
-¿Y cómo se hará sin disparar un tiro? -preguntó la duquesa de Montpensier-; confieso que yo quisiera que hubiese un poco de broma.
-Pues siento decirte, hermana, que no la tendrás. El rey cuando se vea preso gritará, pero nadie responderá a sus gritos. Entonces por medio de la persuación o de la violencia, mas sin mostrarnos, le haremos firmar una abdicación, cuya noticia difundida inmediatamente por la ciudad, dispondrá en nuestro favor al pueblo y a los soldados.
-El plan es bueno y ya no puede frustrarse -dijo la duquesa.
-Algo violento es -dijo el cardenal de Guisa moviendo la cabeza.
-El rey se negará a firmar la abdicación -agregó el caricortado-; es valiente, y preferirá morir.
-Pues que muera -exclamaron Mayena y la duquesa.
-No -contestó con firmeza el duque de Guisa-, no. Quiero suceder a un príncipe que abdica y que se hace despreciable, mas no quiero reemplazar a un hombre asesinado, de quien todos se compadecerían. Además en nuestros planes os habéis olvidado del duque de Anjou el cual, si su hermano muere, reclamará la corona.
-Que la reclame, pardiez, que la reclame -repuso Mayena-; nuestro hermano el cardenal ha previsto ya ese caso: la abdicación de su hermano le comprenderá: el duque de Anjou ha tenido relaciones con los hugonotes y no merece reinar.
-¿Con los hugonotes? ¿estáis seguro?
-¡Pardiez! ¿quién sino el rey de Navarra le ayudó a escaparse?
-Bien.
-Por otra parte, en el acto de abdicación se insertará otra cláusula en nuestro favor; por esta cláusula se os nombrará regente del reino, y de la regencia al trono no hay más que un paso.
-Sí, sí -repuso el cardenal-, yo he previsto todo eso; pero podría suceder que los guardias franceses, para convencerse de que la abdicación es verdadera, y sobre todo espontánea, viniesen al convento. Crillon no gasta bromas, y sería capaz de decir al rey: Señor, la vida está en peligro, pero ante todo salven el honor.
-Eso, a quien corresponde evitarlo -exclamó Mayena-, es al general, y el general ha tomado sus precauciones. Tenemos aquí para sostener el sitio ochenta caballeros, y he mandado distribuir armas a cien frailes. Podremos pues sostenernos un mes aunque sea contra un ejército, y en caso de apuro tenemos ahí el subterráneo para huir con nuestra presa.
-¿Y qué hace en este instante el duque de Anjou?
-El duque de Anjou ha tenido miedo como siempre en la hora del peligro, y se ha retirado a su palacio, donde espera noticias nuestras, en compañía de Bussy y Monsoreau.
-¡Pardiez! aquí es donde debería estar y no en su casa.
-Creo que os engañáis, hermano -dijo el cardenal-; el pueblo y la nobleza, si hubiéramos traído aquí a los dos hermanos, habrían creído que queríamos deshacernos de toda la familia, y lo que sobre todo debemos evitar, es que se nos considere como usurpadores. Nosotros heredamos y nada más. Dejando en libertad al duque de Anjou y a la reina madre haremos que nos bendigan todos, y que nuestros partidarios nos admiren, y nadie podrá decirnos una palabra; de otro modo, tendremos por enemigos a Bussy y otras cien espadas muy peligrosas.
-¡Bah! Bussy tiene mañana un desafío con los favoritos.
-¡Buen negocio, les matará sin duda ninguna, y luego será de los nuestros -dijo el duque de Guisa.- Por mi parte, estoy dispuesto a nombrarle general de un ejército en Italia, donde sin duda estallará la guerra. Bussy es un hombre superior, y yo lo estimo mucho.
-Y yo -repuso la duquesa de Montpensier-, en prueba de que no lo estimo menos, prometo darle mi mano si me quedo viuda.
-¡Vuestra mano! -exclamó Mayena.
-Otras damas más elevadas que yo, han hecho más por él, y eso que no era general de ejército.
-Vamos, vamos -dijo Mayena-, eso se verá después; pensemos ahora en el asunto que tenemos entre manos.
-¿Quién está con el rey? -preguntó el duque de Guisa.
-Creo que el prior y el padre Gorenflot. Conviene que no vea sino gente conocida, para que no se asuste y sospeche lo que le aguarda.
-Sí -dijo Mayena-, comamos el fruto de la conspiración, pero dejemos a otros el cuidado de cogerle.
-¿Está ya en la celda? -preguntó madame de Montpensier impaciente por dar al rey la tercera corona que hacía mucho tiempo le tenía prometida.
-¡Oh! no; primero verá el altar de la cripta y adorará las santas reliquias.
-¿Y luego?
-Luego el prior le dirigirá algunas palabras sonoras sobre la vanidad de los bienes de este mundo; y luego el padre Gorenflot, ya sabéis de quién hablo, el que pronunció aquel magnífico discurso la noche antes del alistamiento...
-Sí, ¿y qué?
-Procurará alcanzar de su convicción lo que nosotros no queremos arrancar de su debilidad.
-En efecto, valdría muchísimo más que abdicase por persuasión -repuso el duque de Guisa pensativo.
-¡Bah! Enrique es supersticioso y débil -dijo Mayena-, yo aseguro que cederá al miedo del infierno.
-Pues yo no estoy tan seguro como vos -replicó el duque-, pero hemos quemado nuestras naves, y ya no podemos retroceder. Ahora bien, si la tentativa del prior y el discurso de Gorenflot no hacen efecto, echaremos mano de nuestro último recurso que es la intimidación.
-Y entonces, yo raparé la cabeza a mi Valois -exclamó la duquesa volviendo a su idea favorita.
En aquel instante se oyó el sonido de una campanilla en las bóvedas obscurecidas por las primeras sombras de la noche.
-El rey baja a la cripta -dijo el duque de Guisa-; vamos, Mayena, llamad a vuestros amigos y cubrámonos el semblante.
Inmediatamente volvieron las capuchas a cubrir aquellos semblantes animados y orgullosos, aquellos ojos ardientes y aquellas cicatrices significativas: después treinta o cuarenta frailes, precedidos de los tres hermanos se encaminaron a la puerta de la cripta.
LXXXV. CHICOT
El rey se hallaba abismado en una meditación tan profunda, que prometía a los Guisa el logro fácil de su plan.
Visitó la cripta con toda la comunidad, besó la urna de las reliquias, repitiendo a cada ceremonia los golpes de pecho, y mascullando los salmos más lúgubres.
Después empezó el prior sus exhortaciones, escuchándolas el rey con la misma contrición ferviente.
Por último, el duque de Guisa hizo una seña, y el prior, inclinándose delante del rey, le dijo:
-Señor, ¿vendréis ahora a despojaros de vuestra corona terrenal a los pies del Eterno?
-Vamos. . . -repuso el rey.
Al momento, toda la comunidad formada en dos filas siguió al rey, a quien el prior llevaba hacia las celdas situadas a la izquierda en el corredor principal.
Enrique parecía muy contrito: no dejaba de darse golpes de pecho y de pasar las cuentas del rosario de marfil atado a la cintura, que figuraban cabezas de muerto.
Llegaron por último a la celda cuya puerta ocupaba el padre Gorenflot con el rostro iluminado y los ojos brillantes como un carbunclo.
-¿Es aquí? -preguntó el rey.
-Aquí mismo -contestó el frailote.
El rey podía muy bien ignorar adónde debía dirigirse, pues al extremo del corredor se veía una verja misteriosa que daba a una pendiente, cubierta de densas tinieblas. Enrique entró en la celda.
-¿Hic portus salutís? -murmuró con voz conmovida.
-Sí, señor -respondió Foulon-, aquí está el puerto.
-Dejadnos solos -dijo Gorenflot haciendo un ademán majestuoso.
Y al momento se cerró la puerta; los circunstantes se apartaron.
El rey, viendo un escabel en el centro de la celda, se sentó poniendo la mano sobre la rodilla.
-¡Ah! ya estás aquí, Herodes, ya te-tenemos, pagano, ya has caído en el garlito, Nabucodonosor -dijo Gorenflot, bruscamente, y apoyando en las cadenas las gruesas manos.
El rey pareció sorprendido y preguntó:
-¿Hablabas conmigo, padre?
-Sí, contigo hablo, ¿y por qué no? ¿puede haber un ultraje que no merezcas?
-¡Padre! -murmuró el rey.
-¡Bah! aquí no hay padre que valga. Y hace tiempo que estoy meditando un discurso... y ya ha llegado el momento de pronunciarlo. Le divido en tres puntos como hace todo buen predicador: primero, eres un tirano; segundo, eres un sátiro; tercero, en fin, estás destronado; de eso es de lo que te voy a hablar.
-¡Destronado, padre mío! -repitió el rey ocultándose en la sombra.
-Ni más ni menos: aquí no estamos en Polonia, y no te escaparás.
-¿Luego estoy en poder de mis enemigos?
-¡Oh, Valois! Sabe que un rey no es más que un hombre, y eso cuando es hombre.
-¿Intentaréis hacerme violencia, padre mío?
-¡Pardiez! ¿Crees que te hemos encerrado aquí para tenerte consideraciones?
-Vos abusáis de la religión, padre.
-¿Acaso hay religión? -preguntó Gorenflot.
-¡Oh! -dijo el .rey-: ¡y es un santo el que dice semejantes cosas!
-Lo dicho, dicho.
-Os condenaréis, padre.
-¿Por ventura es posible condenarse?
-Habláis como un impío.
-Vamos, dejémonos de jeremiadas: ¿estás pronto, Valois?
-¿A qué?
-A renunciar la corona; estoy encargado de proponértelo y te lo propongo.
-Perpetráis un pecado mortal, padre.
-¡Ta, ta! -dijo Gorenflot con cínica sonrisa-; tengo facultad de absolver y me absuelvo de antemano; vamos, renuncia, Valois.
-¿A qué habré de renunciar?
-Al trono de Francia.
Dostları ilə paylaş: |