-Querido amigo, nuestra idea es, por el contrario, la de dar una somanta a esos señores.
Bussy se echó a reír.
-¡Eh, eh! -dijo-, ya veremos, ya veremos.
El duque le miró fijamente.
-Vamos al Louvre -dijo Bussy-, pero nosotros solos; Su Alteza se quedará en el jardín cortando cabezas de adormidera.
Francisco fingió que reía de ganas, y en efecto, le placía no tener que ir al Louvre con sus amigos.
Los angevinos se vistieron trajes magníficos, pues eran grandes señores, que en seda, terciopelo y bordados, gastaban las rentas de sus patrimonios.
Reunidos formaban un conjunto de oro, pedrerías y brocado que en el camino arrancaba los aplausos del populacho, cuyo instinto infalible adivinaba bajo tan hermosos trajes la existencia de corazones abrasados de odio contra los favoritos del rey.
Enrique III no quiso recibir a los de Anjou, los cuales esperaron inútilmente en la galería; Quelus, Maugiron, Schomberg y d'Epernon salieron a anunciarles esta noticia saludándoles con la mayor política y manifestándoles el mayor sentimiento.
-Señores -exclamó Antraguet, porque Bussy quería mezclarse lo menos posible en la conversación-, señores la noticia es triste pero pasando por vuestra boca es como menos desagradable podía sernos.
-Señores -repuso Schomberg-, sois la quinta esencia de la cortesía y gentileza. ¿Os place que demos juntos un paseo, ya que el rey no ha dado audiencia?
-¡Oh señores! íbamos a proponeros lo mismo -dijo vivamente Antraguet, a quien Bussy tocó ligeramente el brazo para decirle:
-Calla y déjales hacer.
-¿Adónde vamos? -dijo Quelus.
-Yo conozco un paseo magnífico al lado de la Bastilla -dijo Schomberg.
-Señores, id delante -dijo Ribeirac, y os seguiremos. Efectivamente, los cuatro amigos del rey salieron del Louvre seguidos de los cuatro angevinos y se dirigieron por el muelle hacia el antiguo cercado de Tournelles, entonces mercado de caballos, especie de plaza desempedrada, y en la cual se habían plantado algunos malos árboles y edificado tapias acá y allá para detener los caballos o para atarlos.
En el camino los ocho gentileshombres se asieron del brazo, y con mil muestras de cortesía iban hablando de cosas alegres y ligeras, todo lo cual extrañaba al pueblo que le veía haciéndole sentir los aplausos que antes había dado a los angevinos, y decir que no habría empleado tan mal sus vidas si hubiese sabido que los angevinos habían de juntarse a pacer con los cerdos del rey Herodes.
Llegaron.
Quelus tomó la palabra:
-Magnífico terreno -dijo-, ved qué solitario y cómo se afirma el pie en esta arena.
-Cierto que sí -dijo Antraguet, poniéndose en guardia y haciendo algunos movimientos como si ya tuviese frente a su contrario.
-Pues bien -prosiguió Quelus-, estos señores y yo, creemos que nos haréis el favor de acompañarnos aquí un día de éstos, con monsieur de Bussy vuestro amigo, que nos ha hecho el honor de desafiarnos a los cuatro.
-Es cierto -dijo Bussy a sus amigos estupefactos.
-¡No nos había dicho nada! -exclamó Antraguet.
-¡Oh! M. de Bussy es hombre que sabe el precio de las cosas -dijo Maugiron-, ¿aceptáis, señores?
-Seguramente qué sí -contestaron a una vez los tres angevinos-, y lo tendremos a honra.
-Perfectamente -repuso Schomber, frotándose las manos-: ¿queréis ahora que cada uno de nosotros elija su contrario?
-Mucho me gusta ese método -dijo Ribeirac con ojos chispeantes-, y entonces...
-No -interrumpió Bussy-, eso no es justo: todos tenemos los mismos sentimientos; estamos inspirados por Dios, pues las ideas del hombre son obra de Dios, señores. Pues bien, dejemos a Dios el cuidado de aparearnos. Por otra parte, ya sabéis que esto es indiferente, si convenimos en que el primero que quede libre acometa a los demás.
-¡Y así debe ser, así debe ser! -dijeron los favoritos.
-Entonces imitemos a los Horacios, echemos suertes.
-¿Echaron suertes los Horacios? -dijo Quelus algo pensativo.
-Tengo razones para creerlo -respondió Bussy.
-Entonces, imitémosles.
-Un instante -dijo Bussy-, antes es necesario arreglar las condiciones del combate, pues no estaría bien que se arreglasen después que cada uno supiese quién era su adversario.
-Eso es muy sencillo -dijo Schomberg-, pelearemos hasta morir, como ha dicho M. de San Lucas.
-Sin duda. ¿Pero cómo reñiremos? -dijo Ribeirac.
-Con espada y daga -repuso Bussy-; todos sabemos manejarlas.
-¿A pie? -dijo Quelus.
-¿Qué vais hacer a caballo? A caballo no son tan libres los movimientos.
-Sea a pie.
-¿Qué día?
-Lo más pronto posible.
-No -repuso d'Epernon-, tengo mil cosas que arreglar, tengo que hacer testamento, perdonad, prefiero esperar... tres o seis días nos aguzarán el apetito.
-Eso es hablar como valiente -repuso Bussy con irónica sonrisa.
-¿Estamos conformes?
-Sí: siempre nos entenderemos nosotros bien.
-Entonces, echemos suertes -dijo Bussy.
-Otra cosa -dijo Antraguet-, propongo que dividamos el terreno imparcialmente; como los nombres van a salir de dos en dos, señalemos cuatro partes de terreno, una para cada una de las cuatro parejas.
-Bien dicho.
-Propongo para la pareja número uno, aquel cuadrilátero entre dos tilos... es un sitio magnífico.
-Aceptado.
-¿Pero y el sol?
-Tanto peor para la segunda pareja, pues estará vuelta al Oriente.
-No, señores, eso sería injusto -dijo Bussy-, matémonos, mas no nos asesinemos. Describamos un semicírculo y pongámonos todos de manera que el sol nos dé de lado.
Bussy mostró la posición en que todos debían situarse, y convinieron en ella; después se echaron suertes.
Schomberg salió el primero y Ribeirac el segundo, quedando ambos designados como la primera pareja.
Quelus y Antraguet constituyeron la segunda, y Livarot y Maugiron la tercera: al salir el nombre de Quelus, Bussy, que deseaba tenerlo por adversario, frunció el ceño.
D'Epernon viéndose necesariamente apareado con Bussy se puso pálido y tuvo que tirarse del bigote para llamar algún color a las mejillas.
-Ahora, señores -dijo Bussy-, desde este instante hasta el día del combate, nos pertenecemos mutuamente: ¿queréis aceptar una comida en mi casa?
Todos saludaron en señal de asentimiento y se encaminaron con Bussy a su casa, donde estuvieron reunidos hasta por la mañana en un suntuoso banquete.
Todas estas disposiciones de los angevinos habían sido notadas primero por el rey y luego por Chicot. Enrique se paseaba agitado en el Louvre esperando con impaciencia a que sus amigos volviesen de su paseo con los señores de Anjou.
Chicot los había seguido de lejos, examinando como inteligente lo que nadie podía comprender tan bien como él, y habiéndose convencido de las intenciones de Bussy y de Quelus, pasó a casa de M. de Monsoreau.
Monsoreau era astuto, mas no podía pretender engañar a Chicot; el gascón iba a saber de su salud de parte del rey: ¿cómo no recibirle bien?
Chicot encontró a Monsoreau en la cama. La visita de la noche anterior había roto los resortes de aquella organización apenas reconstruida; y Remigio con la barba apoyada en la mano, observaba tristemente los primeros síntomas de la fiebre, que amenazaba volver a apoderarse de su víctima.
Sin embargo. Monsoreau pudo sostener la conversación y disimular su cólera contra el duque de Anjou, de manera que otro que no hubiese sido Chicot no la habría adivinado. Pero cuanto más discreto y reservado era el montero mayor, más pronto adivinaba su pensamiento el gascón.
-En efecto -decía éste para sí-, algo debe de haber cuando este hombre se muestra tan apasionado del duque de Anjou.
Chicot, que entendía de enfermedades, quiso saber también si la fiebre del conde era una comedia semejante a la que había representado en otro tiempo maese Nicolás David.
Pero Remigio no engañaba nunca; y a la primera pulsación conoció Chicot que Monsoreau estaba realmente enfermo.
-Éste no finge -dijo-, nada puede emprender; falta M. de Bussy, veamos lo que hace.
Y corrió a casa de Bussy y le encontró toda iluminada y embalsamada con vapores que habrían hecho lanzar a Gorenflot exclamaciones de gozo.
-¿Se casa M. de Bussy? -preguntó a un lacayo.
-No, señor -repuso éste-, M. de Bussy se reconcilia con varios señores de la corte, y se celebra esta reconciliación con una comida, famosa comida, entrad.
-Como no les envenene, de lo cual le creo incapaz -murmuró Chicot-, Su Majestad está también seguro por este lado.
Y volvió al Louvre y vio a Enrique de muy mal humor paseándose en una sala de armas. Había enviado tres correos a Quelus. Pero éstos, no sabiendo la causa de la inquietud de Su Majestad, se habían detenido buenamente en casa de M. Birague, hijo, donde todo el que llevaba la librea del rey hallaba siempre un vaso lleno, un jamón encentado y frutas en conserva.
Este era el método que usaban los Biragues para conservar el favor de la corte.
Al aparecer Chicot a la puerta del gabinete, Enrique lanzó una exclamación.
-¡Oh querido amigo! -dijo-, ¿sabes que ha sido de ellos?
-¿De quiénes? ¿de tus favoritos?
-¡Ah! sí, de mis pobres amigos.
-Deben estar por tierra en este instante -contestó Chicot.
-¿Les han muerto? -exclamó Enrique levantando la cabeza en actitud amenazadora-; ¿les han muerto?
-Mucho me lo temo.
-¡Lo sabes y te ríes!
-Oye, hijo mío, están muertos, sí; mas es de borrachera.
-¡Ah, bufón, cuánto me has hecho padecer! ¿pero por qué calumnias a mis amigos?
-Al contrario; los elogio.
-Déjate de chanzas, habla seriamente, yo te lo suplico, ya sabes que salieron con los angevinos.
-¡Pardiez, sí lo sé!
-Y bien, ¿qué ha resultado?
-Ha resultado lo que te he dicho, que están muertos o poco menos de puro borrachos.
-¿Mas y Bussy?
-Bussy les sirve de Ganimedes, es hombre muy peligroso.
-Chicot, por favor.
-Pues bien sí, Bussy les obsequia con un banquete; ¿te parece mal?
-¿Bussy les da un banquete? ¡Oh! no es posible siendo enemigos encarnizados.
-Justamente por eso, pues si fueran amigos no tendrían necesidad de embriagarse juntos. ¿Tienes buenas piernas?
-¿A qué viene eso?
-¿Podrás llegar hasta el río?
-Iré hasta el fin del mundo para ver una cosa como ésta.
-Pues bien, no llegues más que hasta el palacio de Bussy, y verás este prodigio.
-¿Me acompañas?
-Gracias, ahora vengo de allí.
-Mas, en fin. Chicot...
-Te digo que no voy; yo no necesito convencerme de lo que he visto: además a fuerza de andar se me han disminuido las piernas tres pulgadas: si vuelvo otra vez allá, temo que se me van a hundir casi por completo en el vientre. Anda hijo mío, anda tú.
El rey le dirigió una mirada de cólera.
-Haces muy mal -dijo Chicot-, en encolerizarte por esa gente: ellos se ríen, comen y hacen la oposición a tu gobierno: contesta a todas estas cosas como filósofo; se ríen, pues riámonos nosotros; comen, pues hagamos que nos sirvan la cena; hacen la oposición, pues echémonos a dormir luego de cenar.
El rey no pudo menos de sonreírse.
-Puedes gloriarte de ser un verdadero sabio -dijo Chicot-, ha habido en Francia reyes de larga cabellera, un rey atrevido, otro grande, otros perezosos, pero a ti estoy convencido de que te han de llamar Enrique el paciente... ¡Ah, hijo mío; la paciencia es una virtud tan buena... cuando no hay otra!
-¡Me han vendido! -dijo el rey- esos hombres ni siquiera tienen costumbres de caballeros.
-Vamos, no sabe uno cómo contentarte -exclamó Chicot llevándose al rey hacia la sala donde se hallaba servida la cena-, estás con cuidado por tus amigos, te lamentas de su muerte, y cuando te dicen que no se han muerto lloras todavía... Enrique, yo no sé qué hacer contigo.
-Monsieur Chicot, estáis abusando de mi paciencia.
-Vamos, ¿querríais mejor que cada uno de ellos tuviese siete u ocho estocadas en el estómago?. .. Seamos consecuentes:
-Preferiría contar con mis amigos -dijo Enrique con voz ronca.
-¡Pardiez! -repuso Chicot-, cuenta conmigo, hijo mío, aquí estoy, pero no me dejes morir de hambre. Ponme faisán y criadillas de tierra -agregó alargando el plato.
Enrique y su único amigo se acostaron temprano, el rey suspirando por el vacío que sentía en su corazón; Chicot, soñoliento por tener el estómago tan lleno.
Al día siguiente, al levantarse el rey, aparecieron Quelus, Schonberg, Maugiron y d'Epernon; el ujier, como de costumbre, abrió la mampara a los favoritos.
Chicot dormía todavía; el rey no había podido dormir. Al ver a sus amigos, saltó furioso del lecho, y arrancándose las perfumadas telas que le cubrían la cara y las manos, gritó:
-¡Fuera de aquí! ¡fuera de aquí!
El ujier, asombrado manifestó a los jóvenes que el rey les echaba; ellos se miraron con sorpresa igual.
-Pero, señor -dijo Quelus-, queríamos decir a Vuestra Majestad...
-Que ya no estáis borrachos -agregó Enrique-, ¿no es así?
Chicot abrió un ojo.
-Perdonad, señor -repuso Quelus con gravedad-, Vuestra Majestad está en un error.
-Pues, no obstante, no he bebido vino de Anjou.
-¡Ah!... muy bien, muy bien... -dijo Quelus sonriéndose-, ya comprendo... sí.
-¿Qué comprendes?
-Quédese solo Vuestra Majestad con nosotros y hablaremos.
-Detesto a los borrachos y a los traidores.
-¡Señor! -exclamaron a una voz los gentileshombres.
-Tened paciencia, señores -interrumpió Quelus-. Su Majestad ha dormido mal y habrá tenido malos ensueños; una sola palabra disipará el malhumor de nuestro venerable rey.
Esta disculpa impertinente de su súbdito hizo impresión en Enrique, el cual adivinó, que personas que se atrevían a decir tales cosas, no podían haber hecho nada que no fuese honroso.
-Hablad -exclamó-, y sed breve.
-Eso es posible, señor, pero difícil.
-Sí, es difícil disculparse de ciertas acusaciones.
-No, señor, todo lo contrario -añadió Quelus mirando a Chicot y al ujier como para repetir a Enrique su petición dirigida a que se les concediese una audiencia particular.
El rey hizo un ademán, el ujier salió: Chicot abrió el otro ojo y dijo:
-No hagáis caso de mí, estoy durmiendo como un lirón.
Y cerrando- ambos ojos, empezó a roncar con toda la fuerza de sus pulmones.
LXXXI. CHICOT SE DESPIERTA
Cuando los favoritos vieron a Chicot dormir con tanta conciencia, dejaron de hacer caso de él. Por lo demás, todos estaban acostumbrados en palacio a considerar a Chicot como un mueble del cuarto del rey.
-Vuestra Majestad -dijo Quelus inclinándose- no sabe más que la mitad de las cosas, y me atrevo a decir que la mitad menos interesante. Evidentemente, y nadie de nosotros intenta negarlo, que hemos comido en casa de M. de Bussy, y hasta debo decir en honor de su cocinero que hemos comido bien.
-Nos dieron, sobre todo, cierto vinillo de Austria o de Hungría -dijo Schomberg-, cuyas propiedades me parecieron prodigiosas.
-¡Oh, infame alemán! -interrumpió el rey-, es aficionado al vino, siempre lo sospeché.
-Yo estaba seguro de ello -afirmó Chicot-, porque veinte veces le he visto embriagado.
Schomberg se volvió hacia Chicot.
-No hagas caso, hijo mío -replicó el gascón-, yo suelo soñar a voces como puede decir el rey.
Schomberg se volvió hacia Enrique.
-¡Pardiez! señor -exclamó-, yo no sé ocultar ni mi amistad ni mi aborrecimiento; el vino de que hablo es bueno.
-No se llama buena una cosa que nos hace olvidar nuestro señor natural -dijo el rey en tono severo.
Schomberg iba a contestar, no queriendo, sin duda abandonar tan pronto la justa causa que defendía, cuando Quelus le hizo una seña.
-Es justo -dijo-, prosigue.
-Digo, pues, señor -repuso Quelus-, que durante la comida y sobre todo antes de sentarnos a la mesa, hemos tenido una conversación de las más serias e importantes tocante a puntos que interesan particularmente a Vuestra Majestad.
-No me gustan los exordios largos -dijo Enrique-, son mala señal.
-¡Pardiez! Qué hablador está Valois -interrumpió Chicot.
-Señor gascón -dijo Enrique con altivez-, si no dormís salid de aquí.
-¡Pardiez! -dijo Chicot- Si no duermo es porque tú no me dejas dormir, pues tu lengua hace el mismo ruido que las carracas del Viernes Santo.
Quelus, viendo que en el aposento del rey no se podía tratar seriamente de ninguna materia, pues la costumbre había hecho a todos frívolos, se encogió de hombros y dejó su asiento despechado.
-Señor -dijo d'Epernon contoneándose-, se trata de asuntos graves.
-¿De asuntos graves? -repitió Enrique.
-Indudablemente, si la vida de ocho valientes importa alguna cosa a Vuestra Majestad.
-¿Qué quiere decir eso? -exclamó el rey.
-Quiere decir, que aguardo que el rey se digne escucharme.
-Ya escucho, hijo mío, ya escucho -dijo Enrique poniendo la mano sobre el hombro de Quelus.
-Pues bien, decía, señor, que hemos hablado seriamente, y el resultado de nuestra conversación es éste: el trono se halla amenazado, debilitado su prestigio.
-Es decir que todo el mundo conspira contra él -exclamó Enrique.
-Se parece -prosiguió Quelusa esos dioses extraños que semejantes a los dioses de Tiberio y Calígula, envejecían sin poder morir, y seguían marchando a la inmortalidad por la senda de las enfermedades mortales. Su decrepitud siempre creciente, no se detiene hasta que el sacrificio de algún sectario suyo les rejuvenece y resucita. Regenerados entonces por la transfusión de sangre joven, ardiente y generosa, tornan a vivir y a ser fuertes y prepotentes. Pues bien, señor, vuestro trono es semejante a estos dioses; no puede ya vivir sino por medio de sacrificios.
-¡Vaya un pico de oro! -exclamó Chicot-. Quelus, hijo mío, vete a predicar por las calles de París; y apuesto doble contra sencillo a que echas por tierra la reputación de Lincestre, Cahier, Cotton y aun de ese torrente de elocuencia que llaman Gorenflot.
Enrique no respondió; era evidente que sus ideas se habían modificado, pues en vez de seguir dirigiendo a sus favoritos miradas altaneras se había vuelto meditabundo, triste e inquieto.
-Proseguid -dijo-, ya veis que os escucho, Quelus.
-Señor -repuso éste-, sois un gran rey, pero la nobleza os opone barreras que os impiden ver todo lo demás, a excepción de las barreras aún más grandes que os opone el pueblo. Pues bien, vos, señor, que sois tan valiente, decid: ¿qué se hace en la guerra cuando un batallón viene a colocarse con ademán amenazador frente a otro batallón? Los cobardes miran detrás de sí, y si tienen espacio huyen; los valientes, bajan la cabeza y acometen.
-Pues bien -exclamó el rey-, marchemos adelante; ¿no soy yo el primer caballero de mi reino? ¿Se han dado mejores batallas que las que yo he dirigido en mi juventud? El siglo que va a finalizar, ¿cuenta nombres más gloriosos que los de larnac y de Moncontour? Adelante, pues, señores, y yo marcharé el primero, que ésta es mi costumbre en las batallas.
-¡Sí, adelante! -repitieron los jóvenes electrizados por aquella belicosa demostración del rey.
Chicot se sentó en la cama.
-Silencio -dijo-, déjese continuar al orador. Continúa, Quelus, has dicho cosas muy buenas; si todavía tienes más qué decir, prosigue.
-Sí, Chicot, tienes razón ahora como siempre: continuaré y diré a Su Majestad que ha llegado el momento de hacer en obsequio del trono uno de esos sacrificios de que he hablado. Contra todas esas barreras que estrechan a Vuestra Majestad, van a marchar cuatro hombres seguros de vuestro afecto, animados con vuestra simpatía y ciertos de la gloria que les tiene preparada la posteridad.
-¿Qué dices, Quelus? -preguntó el rey, en cuyos ojos chispeaba una alegría templada por el cariño-: ¿Quiénes son esos cuatro hombres?
-Estos señores y yo -dijo el joven con el orgullo que engrandece al hombre que arriesga su vida por un principio o por una pasión-, estos señores y yo nos sacrificamos, señor.
-¿Por qué?
-Por vuestra salvación.
-¿Contra quién?
-Contra vuestros enemigos.
-Rencillas de jóvenes -exclamó Enrique.
-¡Oh! eso es lo que dice el vulgo, señor, y el afecto que Vuestra Majestad nos profesa es tan generoso, que consiente en ocultarse bajo el manto de la trivialidad; más nosotros. le descubrimos: hablad como rey, señor, y no como vecino de la calle de San Dionisio. No aparentéis creer que Maugiron detesta a Antraguet, que Schomberg odia a Livarot, que d'Epernon está resentido de Bussy y que Quelus aborrece a Ribeirac: no, todos somos jóvenes, gallardos y buenos, todos podríamos amarnos como hermanos, mas no es una rivalidad de hombre a hombre la que nos hace sacar la espada; es la lucha de Francia contra Anjou, la del derecho popular contra el derecho divino: nosotros nos presentamos como adalides del trono en la liza donde se presentan igualmente los campeones de la Liga, y venimos a deciros: bendecidnos, señor, acoged con una sonrisa los últimos suspiros de los que van a morir por vos: vuestra bendición les hará quizá vencer, vuestra sonrisa les ayudará a morir.
Enrique, sofocado por las lágrimas, abrió los brazos a Quelus y a sus amigos, y les tuvo largo tiempo estrechados contra su corazón, espectáculo que no dejaba de ser interesante, cuadro que no dejaba de tener expresión, pues en aquella escena acompañaban a la bravura varonil las emociones de una ternura profunda, santificadas por el sentimiento de adhesión que era su origen.
Chicot, serio y triste, puesta la mano en la frente, miraba aquella escena desde la alcoba, y su rostro, en que comúnmente estaba pintada la expresión de la indiferencia o del sarcasmo, no era entonces el menos noble y menos elocuente de los seis.
-¡Ah, valientes!- dijo por último el rey-. Digno es vuestro sacrificio, noble la tarea que emprendéis y yo me glorío ahora, no de reinar en Francia, sino de ser vuestro amigo. Np obstante, yo conozco mis intereses mejor que nadie, y no aceptaré un sacrificio, cuyo resultado glorioso en esperanza, me entregaría, si fueseis vencidos, en manos de mis enemigos. Creedme, Francia es suficiente para hacer la guerra a Anjou. Conozco a mi hermano, a los Guisas y a la Liga, y muchas veces en mi vida he domado caballos más fogosos y más indóciles.
-Pero, señor -repuso Maugiron-, los soldados no raciocinan así: las probabilidades funestas no entran en el examen de una cuestión de este género, cuestión de honor, cuestión de conciencia, que el hombre resuelve según su convicción sin preocuparse de cómo la resolvería si siguiese los preceptos de la justicia.
-Perdonad, Maugiron -respondió el rey-, el soldado puede caminar a ciegas, pero el capitán reflexiona.
-Reflexionad, pues, señor, y dejadnos obrar a nosotros que somos soldados: además, yo no cuento con la desgracia, porque siempre he sido afortunado.
-¡Oh, amigo mío! -interrumpió con tristeza el rey-, yo no puedo decir otro tanto; verdad es que tú no tienes más que veinte años.
-Señor -exclamó Quelus-, las palabras benévolas de Vuestra Majestad no hacen más que redoblar nuestro ardor. ¿Qué día deseáis que crucemos nuestras espadas con las de Bussy, Livarot, Antraguet y Ribeirac?
-Jamás, os lo prohibo en absoluto; jamás. ¿Lo oís?
-Perdonad, señor -repuso Quelus-, el desafío está concertado desde ayer antes de comer, nuestra palabra está empeñada, y ya no podemos retroceder.
-El rey -repuso Enrique- desata los juramentos y las palabras, diciendo: "quiero o no quiero", porque el rey es omnipotente. Decid a esos señores que os he amenazado con toda mi cólera si venís a las manos, y a fin de que no lo dudéis tampoco vosotros, juro desterraros si...
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