Una hermosísima joven quedó encinta de su novio que, al enterarse de la noticia, la abandonó. La mujer le comunicó a su padre que estaba embarazada, pero le dijo que el padre de la criatura era un yogui que vivía apaciblemente en una casita en el bosque, dedicado a sus ejercicios de meditación. En cuanto la muchacha dio a luz, el padre cogió al recién nacido, se dirigió a la ermita del yogui y se lo puso en los brazos, gritándole airado:
-O te quedas con él o lo mato, maldito santurrón.
El yogui cuidó amorosamente del niño. Vivía de la caridad pública, mendigando el alimento. Un día que estaba pidiendo limosna mientras llevaba a la criatura en sus brazos, se topó con la madre. La joven se sintió arrepentida por haber mentido y puso a su padre al corriente de la verdad. Éste, sintiéndose culpable por su actuación, fue a visitar al yogui y le pidió que le perdonase. El yogui dijo:
-Estás perdonado. Por cierto, ¿tiene el niño otro padre?
Comentario
Los adagios de la sabiduría popular suelen ser espléndidos. Todos deberíamos dejamos guiar por ese que reza «hechos son amores y no buenas razones»; pero, lamentablemente y por egoísmo, preferimos las buenas razones. No es el caso del yogui de nuestra historia, porque él había emprendido la senda del noble arte de vivir. Es la senda más hermosa y conlleva las tres disciplinas que ennoblecen: la de la virtud, la del dominio de la mente y la del cultivo de la sabiduría. Todos tenemos, al menos en potencia, la capacidad de ser beneficiosos o perjudiciales. Son dos sendas que surgen de la mente y del corazón. El verdadero trabajo sobre nosotros mismos exige que cultivemos la simiente de lo beneficioso. Quienes han desarrollado esa semilla son los que merecen el verdadero nombre de personas.
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