El libro de la serenidad



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La lechuza y la tórtola



La lechuza y la tórtola trabaron una buena amistad. Pero un día la tórtola, sorprendida, vio que la lechuza estaba haciendo el equipa­je para irse y le preguntó:

-Amiga lechuza, ¿te vas?

-Sí, sí -contestó-. Me voy a ir tan lejos de aquí como pueda –y suspiró apesadumbrada.

-Pero ¿por qué? -preguntó intrigada la tórtola.

-Voy a decirte la verdad. A la gente de por aquí no le gusta mi graznido. Debido a eso se ríen de mí, o me insultan y me despre­cian. No puedo más. Me voy, amiga tórtola. Me voy al este.

La tórtola guardó unos instantes de silencio, reflexionando. Luego dijo:

-Amiga mía, voy a explicarte algo. Si tienes la capacidad de cambiar tu graznido, adelante, vete; me parece una buena idea. Pero si no puedes cambiado, entonces, ¿qué objeto tiene que te mudes? La gente del este también se sentirá disgustada por tu graz­nido y tendrá la misma reacción que aquí, y tú conocerás las mis­mas dificultades. y encima habrás viajado en balde. No es tu graz­nido lo que tienes que cambiar; ni de lugar tampoco. Es tu actitud ante los que no gustan de tu graznido.
Comentario
El gran problema de este mundo es que faltan mucho amor y mucha comprensión. Éstas son carencias que generan una enrare­cida atmósfera de tensiones, intranquilidad, fricciones y menos­precios de unas criaturas a otras. Prendidos en los gustos y disgus­tos, aferrados a lo que nos place y deleita y odiando lo que nos dis­place y molesta, no aceptamos las peculiaridades de los otros, creando resistencias, divisiones, rechazos y continuas injusticias. El desequilibrio mental se ha tornado muy peligroso para el que lo padece y para las otras criaturas, y la mayoría de las personas care­ce de verdadera armonía interior. Lo que no se comprende, se re­pudia; lo que no encaja en los propios esquemas, se rechaza; lo que no se adapta a los modelos convencionales, se castiga; lo que no se ajusta a las propias opiniones, se denigra.

La historia de la humanidad está marcada por dolorosas desi­gualdades, odios, sometimiento s y desprecios de unas personas a otras. No hay mayor eufemismo que el de «civilización». El hom­bre civilizado ha diezmado y dañado a los aborígenes del mundo, destruye a infinidad de criaturas inocentes y perjudica continua­mente el planeta. Siempre hay alguien al que molesta el «graznido»de alguien, a quien disgustan la imagen, la personalidad, la forma de ser, las palabras o los silencios de otro. Hay personas intoleran­tes; también las hay aviesas. Siempre las acompaña el sabor de la intolerancia y de la agresividad. Existe en ellas un trasfondo de odio que se desparrama consciente o inconscientemente a la me­nor ocasión. ¿Qué puede hacer la persona desaprobada, inacepta­da o despreciada? Siempre hallaremos individuos a los que no gus­tamos o que menoscaban sistemáticamente nuestra autoestima. Nos quieren robar la paz interior, que es nuestro mayor tesoro; pero podemos adoptar actitudes constructivas. De nuevo, «si nadie te hiere, llegas a hacerte la herida»; también, una inquebrantable resistencia psíquica sin reaccionar negativamente ni causamos daño a nosotros mismos; incluso nombrar a esas personas nuestros maestros de paciencia y ecuanimidad; más aún, tomarlas como ejemplo de aquello en lo que nosotros nunca deberíamos incurrir.

Por supuesto, no es fácil soportar a los intransigentes, porque de alguna manera están tratando de poner diques para impedimos fluir libremente. Pero la tolerancia no es falta de firmeza ni la man­sedumbre, de aguerrimiento. Muchas veces tenemos que cambiar nuestras actitudes, porque dondequiera que vayamos habrá perso­nas que detesten nuestro «graznido». Y como reza el Dhammapada, «por uno mismo se hace el mal y uno mismo se contamina. Por uno mismo se deja de hacer el mal y uno mismo se purifica. La pu­reza y la impureza dependen de uno mismo: nadie puede purificar a otro». Cuando avanzamos interiormente y la mente lúcida de­sencadena la compasión, el graznido de un cuervo se aprecia como el maravilloso trino de un ruiseñor.


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