Por Robert M. W. Kempner
LAS conferencias secretas de Moscú, Teherán y El Cairo del año 1943 no fueron tan secretas como se creyó. Gracias a un espía que estaba empleado en la Embajada británica de Ankara, Hitler supo buena parte de lo tratado en aquellas conferencias, para él fatales, a los pocos días de haberse celebrado. La “Operación Cicerón”, nombre convenido para designar el trabajo de Ankara, fue la hazaña máxima del servicio secreto alemán en la segunda guerra mundial. Probablemente fue también el trabajo mejor pagado de la historia del espionaje
Me enteré de la Operación Cicerón por casualidad. Como acusador principal de los diplomáticos nazis en los juicios de Nuremberg tuve que examinar, entre ingentes masas de otros documentos, la correspondencia secreta del Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania con la Embajada alemana en Ankara. Las muchas referencias que en dicha correspondencia se hacía a la Operación Cicerón despertaron mi curiosidad. Traté de buscar más amplia información y el señor Horst Wagner, agente de enlace del Ministerio de Relaciones Exteriores con el servicio de espionaje, me dijo que la Operación Cicerón había sido el “trabajo cumbre” desempeñado por su departamento. El general de las tropas de asalto Walter Schellenberg, jefe supremo de la Inteligencia civil y militar, reconoció que su “éxito culminante” se había debido a la Operación Cicerón. Pero hasta que conseguí encontrar a Ludwig Moyzisch no logré saber por completo la fantástica historia.
Moyzisch, hombrecillo delgado e insignificante, era un ex periodista vienés que ingresó en el partido nazi y recibió el nombramiento de agregado comercial en Ankara. Uno de sus cometidos era la dirección de las operaciones regionales del espionaje alemán. Se le sospechó criminal de guerra a causa de una carta escrita por Franz von Papen, embajador alemán en Turquía, al jefe de la Gestapo, Heinrich Himmler, en la cual ensalzaba los “excelentes servicios” prestados por Moyzisch. Después de ser interrogado por los ingleses había ido a ocultarse en la zona francesa de su Austria nativa. Cuando mi oficina dio con él se mostró ansioso por dejar su nombre limpio de toda sospecha. La declaración que hizo ante mí parecía al principio increíble, pero después de comprobada y vuelta a comprobar resultó ser completamente verídica.
En la noche del 26 de octubre de 1943 el repiqueteo del teléfono despertó a Moyzisch, que ocupaba una casa en la serie de edificios de la Embajada alemana en Ankara. Lo llamaba Frau Jenke, esposa del jefe inmediato inferior al embajador von Papen, para decirle que su marido quería verlo inmediatamente en su domicilio particular.
Jenke recibió a Moyzisch en la puerta de su casa y dijo:
—En la sala hay un sujeto que va a decirle algo de interés en la especialidad de usted. No habla alemán, pero creo que puede confiar en él. Es albanés y se llama Diello. Cuando hayan terminado de hablar acompáñelo hasta la calle y cierre la puerta con llave. Buenas noches.
Moyzisch encontró en el salón a un hombre bajito, de cabellos grises, facciones pronunciadas y un tanto antipático, que le dirigió la palabra en correcto inglés:
—Estoy en condiciones de prestar a su Gobierno un valioso servicio —dijo—. Pero quiero que me lo paguen bien. Puedo entregar a usted fotografías de los documentos más importantes que se guardan en la Embajada británica. El precio es de 5.000 libras esterlinas por cada documento.
Moyzisch me dijo que su primer impulso fue mostrar al visitante la puerta de la calle. Sin embargo, su arrojo de pedir tan absurdo precio le picó el interés.
—¿Cómo puedo saber que no es usted un agente británico? —preguntó Moyzisch.
—Otros me pagarán si usted no quiere —dijo Diello señalando con impaciente ademán en la dirección de la Embajada rusa—. Tiene usted que creer bajo mi palabra que lo que le ofrezco vale el precio que pido.
Rehusó hablar más del asunto.
—Sé —dijo— que no puede usted contestarme hasta hablar con el embajador. Les doy de plazo hasta la tarde del 28 para que decidan.
El plazo no llegaba a dos días y Moyzisch dijo que necesitaría más tiempo, pero Diello insistió en que telefonearía a las cinco en punto de la tarde del día fijado. Si la respuesta era “Yes” se encontraría con Moyzisch en determinado parque a las diez de la misma noche y le entregaría fotografías sin revelar de cuatro documentos secretos de suprema importancia, a cambio de los cuales Moyzisch le daría 20.000 libras. Dicho esto, Diello se marchó.
—¿Qué le pareció mi antiguo mayordomo? —le preguntó Jenke a Moyzisch a la mañana siguiente. Moyzisch hizo un gesto de asombro.
—Diello es ahora mayordomo del embajador británico —dijo Jenke sonriendo—. Creo que en un tiempo quiso ser cantante de ópera. De todos modos es demasiado listo para mayordomo. Por eso dejé que se marchara.
Jenke estuvo de acuerdo con Moyzisch en que pagar 20.000 libras por una cosa desconocida era pagar un precio tremendo. Pero hizo notar que si los documentos eran importantes, como Diello parecía creer, difícilmente podían pasarlos por alto. Siguiendo el consejo de Jenke, Moyzisch sometió al embajador un memorándum donde exponía el asunto. Aquella misma mañana von Papen dictó un radiograma urgente para Ribbentrop en el cual le pedía que, si aprobaba la combinación, enviase las 20.000 libras sin pérdida de tiempo. El dinero llegó por avión la tarde siguiente.
Cuando sonó el teléfono de su oficina a las cinco en punto de la tarde del día 28, Moyzisch observó que su nueva secretaria parecía estar muy curiosa. Era una linda muchacha llamada Nelly Kapp, hija de un ex cónsul alemán en Bombay.
Cuando Moyzisch encontró aquella noche a Diello, éste aceptó el dinero sin decir palabra e hizo entrega de una cajita de aluminio que contenía la película fotográfica. Moyzisch corrió a su oficina y llamó al fotógrafo que la Gestapo le había asignado para trabajos secretos. Von Papen y Jenke acudieron a su oficina.
Cuando estuvieron listas las ampliaciones fotográficas, el trío vio que los documentos valían realmente lo que habían pagado por ellos. Uno era la lista de los agentes del servicio de espionaje británico en Turquía. Otro era la condensación de un informe norteamericano sobre las clases y cantidades exactas de armamentos estadounidenses suministrados hasta entonces a Rusia. Otro era la copia de un memorándum que Sir Hugo Knatchbull-Hugessen, el embajador británico, acababa de enviar a Londres. Este documento daba detalles completos de su última conferencia con Numan Menemencioglu, el ministro turco de Relaciones Exteriores, a quien estaba tratando de persuadir para que Turquía declarase la guerra a Alemania. El último documento eran las copias fotostáticas de un informe preliminar sobre los acuerdos a que se llegó en la conferencia de los ministros de Relaciones Exteriores —Hull, Eden y Molotov— que se celebraba a la sazón en Moscú.
Los ojos de Von Papen se iluminaron.
—Según parece —dijo— hemos empleado a un hombrecillo muy elocuente. No podemos llamarlo Diello porque da la circunstancia de que ése es su nombre. Cicerón era también elocuente. Vamos a llamarlo Cicerón.
Y Diello fue Cicerón en lo sucesivo.
Las copias fotostáticas se enviaron a Berlín por correo especial.
Ribbentrop se las mostró inmediatamente a Hitler y el Führer dijo que quería ver todo el material que Cicerón pudiera obtener. Ribbentrop envió instrucciones a Von Papen para que le diese empleo permanente... pero, si era posible, a precios más razonables.
Tras muchos regateos, Cicerón se acomodó a recibir 15.000 libras esterlinas por cada veinte cuadros de película que dieran positivos legibles. Este precio fue reducido más tarde a 10.000 libras. Pero en conjunto, durante los cinco meses siguientes, el espía cobró un total de 500.000 dólares en libras esterlinas.
En contestación a reiteradas preguntas, Cicerón contó un día a Moyzisch cómo le había sido posible fotografiar tantos documentos secretos. Knatchbull-Hugessen era muy aficionado a la música. Cuando Cicerón le dijo que sabía de memoria varias óperas italianas, Sir Hugo se mostró altamente complacido. Desde entonces le pedía con frecuencia que le cantara ciertas arias. De ese modo Cicerón fue ganando la confianza del embajador y llegó a ser no sólo su mayordomo, sino su ayuda de cámara. Un día, cuando se ocupaba en limpiarle un par de pantalones, encontró una llave en uno de los bolsillos, la llave de la caja fuerte del embajador. Comprendiendo que el olvido de su amo podía valerle una fortuna, mandó hacer inmediatamente un duplicado de la llave.
Cicerón compró una cámara y aprendió a manejarla fotografiando periódicos. Luego empezó a sacar fotografías de los documentos guardados en la caja fuerte del embajador que le parecían más importantes. Por lo general, tomaba las fotografías cuando Knatchbull-Hugessen estaba ausente de la ciudad, pero algunas veces lo hacía por las noches, cuando Sir Hugo dormía.
A Moyzisch le fascinaba y le repelía a la vez la personalidad de Cicerón. Su único interés era ganar la mayor cantidad posible. Jamás mostraba emoción alguna. El resultado de la guerra lo tenía completamente sin cuidado. Era espía alemán sencillamente porque pensó que los alemanes le pagarían más que ningún otro país por los secretos ingleses.
Los informes de Cicerón fueron de incalculable valor para los alemanes. Sus copias fotostáticas de la Conferencia de Teherán revelaron la discusión sobre el segundo frente. Por las fotografías de los apuntes de Sir Hugo sobre la Conferencia de El Cairo, Hitler supo que tanto los ingleses como los rusos estaban decididos a forzar la entrada de Turquía en la guerra; los ingleses, porque esperaban hacer necesaria por aquel medio la invasión de los Balcanes, con lo cual impedirían que los rusos dominaran a Europa; los rusos, porque esperaban no sólo debilitar a Alemania, sino también debilitar a Turquía hasta el punto de que no podría ofrecer resistencia a su dominación después de la guerra.
La labor de Von Papen consistía en combinar el cohecho y la amenaza para que Turquía se mantuviese neutral. Para cumplir este cometido confió tanto en las informaciones de Cicerón, que llegó a excederse. Numan Menemencioglu, el ministro turco de Relaciones Exteriores, que era antinazi, fue poniéndose cada vez más sospechoso, y por fin dijo a Knatchbull-Hugessen que en la Embajada británica debía haber un espía.
Sir Hugo envió inmediatamente un telegrama en clave, cuya copia Cicerón fotografió y entregó sin pérdida de tiempo en la Embajada alemana. El telegrama iba dirigido a Londres y daba cuenta de las sospechas de Menemencioglu. Sin pérdida de tiempo enviaron por avión un complicado sistema de alarma contra ladrones, que Cicerón ayudó a instalar. Al hacerlo aprendió el modo de desconectar la alarma, lo cual le permitiría abrir la caja fuerte del embajador sin riesgo de ser sorprendido.
Repentinamente, el 6 de abril de 1944, las cosas hicieron explosión en la Embajada alemana. La secretaria Nelly Kapp desapareció. Tiempo después se averiguó que era antinazi y que había estado trabajando para el servicio de espionaje británico. Ella fue la que denunció las andanzas de Cicerón a Knatchbull-Hugessen, quien despidió inmediatamente a su ayuda de cámara.
Poco después de la invasión de Normandía los turcos cortaron relaciones diplomáticas con Alemania y se prepararon por fin a entrar en la guerra aliado de los aliados. Von Papen regresó a Berlín... en desgracia, según se creyó. Pero al poco tiempo fue condecorado... como lo fue su agregado Moyzisch.
Moyzisch me dijo que solamente una vez vio a Cicerón después de haber sido expulsado de la Embajada británica. Se rumorea que emigró a un país de la América Latina donde, bajo nombre supuesto, vive actualmente con la comodidad de un rico caballero retirado.
Ludwig Moyzisch, que se limitó a las prácticas de espionaje generalmente aceptadas, quedó libre de toda sospecha de participación en crímenes de guerra y volvió a su aldeílla de los Alpes tiroleses. Lo último que supe de él fue que se ganaba la vida modestamente —ya lo han adivinado ustedes— como fotógrafo.
De “The Saturday Evening Post”
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