Por otra parte, el que la generalidad de magistrados y ciudadanos de un Estado reconozcan como cristianos su posición en el pacto no significa para Calvino que el Estado deba seguir la pauta política del Antiguo Testamento dada a Israel (Inst., IV, xx, 14:15). Calvino mantiene fuertemente que una constitución, aunque adherida a los principios de la ley natural alumbrada por la Escritura, necesita tomar en cuenta las circunstancias en que el país se encuentra. Tiene que estar determinada por los factores ambientales de la geografía, la economía, la historia, etc., mientras que su puesta en práctica depende en mucho de la vitalidad y el vigor espiritual tanto de ciudadanos como de magistrados. En otras palabras, la ley será firmemente establecida, reforzada sabiamente y obedecida con alegría sólo cuando el Espíritu Santo ilumine las mentes y anime las voluntades de todos los pueblos.
Esto lleva directamente a la cuestión de la relación de la iglesia y el Estado. En el pensamiento de Calvino, el Espíritu Santo no habla directamente a los hombres, sino sólo a través de las Escrituras proclamadas y expuestas por la iglesia. Como en los días del antiguo Israel, los reyes y gobernantes debían escuchar con atención a los profetas que se encontraban en medio de la nación; así deberían hacer con completa naturalidad los cristianos si la iglesia cumple apropiadamente su función de proclamar la Palabra de Dios. Como el profesor T. L. Haitjema ha puesto de relieve, la iglesia y el Estado son dos organismos en continua conversación el uno con el otro.
La posición de Calvino fue casi única en su época, ya que estuvo en contra de la corriente que llegaba de Alemania, Inglaterra, Francia y España, donde los Estados intentaban dominar a la iglesia. Para mantener la independencia eclesiástica Calvino no cesó de llamar la atención de que sólo Cristo es la cabeza de la iglesia. El sólo tiene el derecho de gobernar, regular, guiar y determinar la política de la iglesia y sus actividades. Es sobre este fundamento que Calvino basó su total concepto del gobierno de la iglesia, como se pone de manifiesto en las Ordenanzas Eclesiásticas de Ginebra (1541-61). El pueblo creyente, y no los gobernantes políticos como tales, tienen el derecho de elegir a sus ministros, doctores, ancianos y diáconos. Por lo demás, la determinación de la enseñanza de la iglesia y el refuerzo de la disciplina son prerrogativas de los elementos oficiales de la iglesia y no del Estado. Sólo en casos extremos podían los gobernantes civiles de Ginebra interferir en materias eclesiásticas, y cuando así lo hacían, era a requerimiento de la iglesia, como magistrados cristianos responsables para liberar a la iglesia de la herejía y del cisma.
Mientras que Calvino se muestra ansioso de preservar la iglesia de interferencias políticas, está al mismo tiempo convencido de que la iglesia no debe inmiscuirse en la particular zona de autoridad del Estado. Cristo, que es al propio tiempo cabeza de la „ iglesia y Rey de reyes, tiene ambas esferas sujetas directamente a El. Por otra parte, puesto que los gobernantes y gobernados en un Estado cristiano son al mismo tiempo ciudadanos y miembros de la iglesia, no hay posibilidad de una real separación de la iglesia y el Estado. Pero difieren en sus funciones. Calvino no deja de cargar el énfasis en sus Ordenanzas Eclesiásticas sobre el hecho de que los ministros no tienen derecho a interferir en el papel y deberes de los magistrados. La relación entre la iglesia y el Estado es de mutua independencia, si bien de mutua ayuda y sostén. Cualquier influencia de la iglesia sobre el Estado tiene que estar limitada a una persuasión moral
Todo esto aparece muy claramente en la política eclesiástica que Calvino desarrolló en Ginebra. Las leyes y reglas que dieron lugar a las Ordenanzas estuvieron formuladas por los ministros ginebrinos, bajo la tutela de Calvino, y sometidas al gobierno de la ciudad, que hizo algunos cambios antes de su final adopción para ser presentados a todo el pueblo de la ciudad. En esto se aprecia el establecimiento de la alianza con Dios del pueblo y sus magistrados.
En los últimos años, cuando los libertinos y otros intentaron derrocar las Ordenanzas, o cuando los ministros sintieron que el gobierno civil estaba sobrepasando los límites de su autoridad, protestaron, y con frecuencia con los mejores resultados. En todas estas relaciones con las autoridades civiles, sin embargo, los ministros nunca reclamaron ninguna superioridad sobre los magistrados, sino que más bien resaltaron las responsabilidades finales de los cristianos hacia Dios para el sostenimiento y protección de la iglesia. Aunque Calvino fue, indudablemente, el promotor en muchas de estas acciones, y a pesar de que ha sido calificado como «el papa de Ginebra», su influencia fue puramente moral, ya que no fue sino hacia 1559, y por invitación del gobierno de la ciudad, que se hizo ciudadano de Ginebra. Tampoco ostentó nunca ningún puesto político. Esto fue por deseo suyo, ya que nunca buscó otra cosa que el establecer una república piadosa en donde tanto los magistrados como el pueblo, partiendo de una convicción cristiana, se reunieran juntos en el pacto para la mayor gloria de Dios.
Es a la luz de estos principios que debe interpretarse la acción de Calvino en cierta acción errónea: el caso de Miguel Servet, quemado por hereje en 1553. Calvino ha sido vigorosa y violentamente atacado por su participación en este asunto; pero es bueno recordar que todos los protestantes de Suiza le apoyaron en su postura, lo cual hicieron también los católicos romanos e incluso muchos de los libertinos. Al atacar la doctrina de la Santísima Trinidad, Servet estaba atacando la totalidad de la idea del pacto político y, consecuentemente, la estructura del Estado de Ginebra en su propia base. Sus puntos de vista, por tanto, no fueron meramente erróneos religiosamente, sino también políticamente subversivos, lo que significaba que el Estado tenía necesidad de intervenir. Esto puede haber sido la razón por que Calvino procuró en vano que Servet fuese ejecutado, como lo fue Jacques Gruet bajo los mismos cargos en 1547, por la espada y no por fuego, que era el método tradicional de castigar a los herejes. Cuando fue atacado más tarde por la ejecución de Servet, Calvino tomó en cierto modo una posición más drástica y absoluta, de la que realmente implicaba su básico concepto de la relación entre la iglesia y el Estado. Se puede estar en desacuerdo con él al respecto, pero es preciso recordar que hoy la gran herejía se encuentra en el campo de lo económico, y que mucho del mismo tratamiento debería darse a los «herejes» en nombre de «la Ubre empresa» y de «la seguridad» del Estado.
Así, mirando a la interpretación de Calvino en el orden político, se encuentra que no es ni un anarquista, ni un absolutista, ni un conservador, ni un revolucionario. El creía en el derecho individual a la libertad, vis á vis del gobierno en lo económico, en lo social y en las esferas políticas, bajo la soberanía de Dios. Creía también en la fraternidad, no en la de la Revolución Francesa, sino en la de la Reforma, basada en el pacto y fundida en el amor cristiano. También favoreció la igualdad, pero tampoco la del siglo xviii, de tipo racionalista, sino la de la justicia bíblica y la equidad, que garantiza que los hombres puedan vivir en paz, en tranquilidad y en el disfrute de sus propias posesiones. Estas bendiciones son alcanzables, no obstante, sólo como funciones propias del Estado, en tanto que magistrados y ciudadanos cumplan con sus obligaciones a la luz del Evangelio cristiano.
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Desde Ginebra los puntos de vista políticos de Calvino se extendieron por todo el noroeste de Europa. La ciudad suiza, tras 1540, se convirtió, en forma cada vez más creciente, en el cuartel general del movimiento protestante.
Estratégicamente localizada para ofrecer asilo a los protestantes perseguidos de todo el continente y de las Islas Británicas, llegó a ser la fragua de las enseñanzas de Calvino. Los refugiados que volvían de una estancia en Ginebra, predicaban, no solamente el evangelio de la gracia de Dios, sino que llevaban con ellos también la filosofía política de Calvino que habían visto en acción. Juan Knox, por ejemplo, describía a Ginebra como «la más piadosa iglesia reformada y la ciudad del mundo». Así es como el constitucionalismo del Pacto de Dios, de Calvino, se extendió en todas direcciones. En el proceso —es verdad— tuvieron lugar modificaciones e intensificaciones; pero Calvino las aceptaría como la cosa más natural. La cuestión importante es que sus opiniones se hicieron ampliamente conocidas y de mucha influencia.
Naturalmente, hubo muchos que consideraban las ideas políticas ginebrinas con abierta hostilidad. Muchos reyes protestantes, tales como Isabel de Inglaterra, Jaime VI de Escocia y muchos príncipes luteranos creyeron que Calvino atacaba de raíz su real autoridad. Aún más violenta fue la oposición en los países católico-romanos, donde los jesuitas empleaban el reto político de Calvino para atemorizar a los gobiernos e inducirles a tomar medidas de violenta represión, técnica católico-romana no enteramente desconocida aún en nuestros días. Como resultado, muchos han creído, desde el siglo xvi, que el calvinismo era autor del caos y la confusión política de la época.
Mirando a Calvino con otros ojos, sin embargo, se ve que sus puntos de vista estaban muy cerca de lo que hoy se califica de verdadera democracia. Como Doumergue, Troeltszch, Mcllwaine, Heer y otros han hecho resaltar con cierta frecuencia el establecimiento de los principios básicos de la «sociedad en el Pacto divino» y su guerra contra el pecado, el mal y la injusticia, Calvino puso los fundamentos del moderno constitucionalismo. Al hacerlo así, él fue ampliamente responsable de haber salvado los vestigios y remanentes del constitucionalismo medieval que habían sido gradualmente estrangulados por los gobernantes despóticos de los nuevos Estados nacionales.
Que ésta fue la situación de Francia se hizo pronto aparente, ya que el establecimiento de una iglesia francesa reformada hizo que se desatara inmediatamente la persecución. La consecuencia fue la guerra civil, que, incidentalmente, encontró la oposición de Calvino en sus primeros años, pero que produjo una de las más incipientes declaraciones sistemáticas de la teoría política del pacto, La vindicación de la libertad contra los tiranos, ya que doscientos años de persecución, guerra y muerte hicieron estragos en los hugonotes, resultando en terribles pérdidas para la propia
Francia debido a la masiva emigración protestante a Inglaterra, Holanda y Alemania. Sin embargo, las ideas políticas básicas de Calvino pronto cambiaron, es cierto, hasta hacerse irreconocibles, en el deísmo y el romanticismo del ginebrino Jean Jacques Rousseau, pero, con todo, continuaron fructificando y ejercieron, aunque inconscientemente, una gran influencia en la Revolución Francesa.
En los Países Bajos la influencia de Calvino estuvo limitada a las provincias del norte, donde mucho después de su muerte dominaba no solamente la escena teológica, sino la política. Fue ampliamente sobre las bases por él formuladas que Guillermo de Orange y sus seguidores generales opusieron resistencia al rey de España. Los Estados de los Países Bajos habían cesado virtual-mente de funcionar como parte del gobierno, y en la zona sur, predominantemente católica romana, cualquier freno popular al poder real había desaparecido por el 1570. Fue el calvinismo en el norte quien, insistiendo en que la nobleza tenía la responsabilidad de resistir a la opresión, ganaba la independencia nacional basada en un gobierno constitucional. El artículo XXXVI de la Confesión Belga (1561) claramente establece el concepto del oficio del magistrado de conformidad con el pensamiento de Calvino. Aunque en años sucesivos llegaron cambios por varias causas, Holanda nunca se apartó completamente de sus fundamentos políticos calvinistas, por lo que cuando el Dr. Abraham Kuyper, a últimos del siglo xix, estableció el «Partido Antirrevolucionario» sobre una base calvinista, no había creado nada nuevo. En términos modernos puede decirse que no hizo más que insuflar vigor a los principios establecidos ya en Ginebra tres siglos antes.
Como Holanda, Escocia también experimentó el impacto de las enseñanzas de Calvino a través de la obra de hombres tales como Juan Knox, que había bebido y calado hondo en la fuente de Ginebra. El resultado fue una revolución política, lo mismo que religiosa, en la cual el Parlamento de Escocia tomó el paso sin precedentes de reemplazar la antigua iglesia por un nuevo cuerpo reformado. Uno de los credos de la nueva iglesia era que los magistrados «forman parte del santo Pacto de Dios, ordenados para la manifestación de su gloria y para el singular provecho y comodidad del género humano» (Confesión Escocesa, Art. XXIV). En esto se siguió muy de cerca a Calvino, como lo hizo Buchanan en su De Jure Regni Apud Scotos por las varias Constituciones Nacionales hasta 1638, por Samuel Rutherford en su Lex Rex y por los presbiterianos escoceses, llamados «Covenanters» o Pactantes. La insistencia sobre las ideas políticas de Calvino tuvo como resultado una larga batalla por la libertad religiosa que produjeron desde 1690 gobiernos civiles y eclesiásticos, los cuales, aunque no totalmente calvinistas como hubiera sido de desear, implicaban muchos de sus principios. La nueva forma de gobierno civil permaneció, sin embargo, sólo hasta 1707 cuando Escocia se unió con Inglaterra. La unión produjo la pérdida de muchas de las ventajas adquiridas en 1690, particularmente la libertad de la iglesia, que ha sido reafirmada en años recientes. A pesar de todo, los puntos de vista políticos de Calvino han continuado ejerciendo una poderosa influencia en Escocia, moldeando el carácter del pueblo y la vida política.
Algunos de los más grandes éxitos de estas enseñanzas políticas se han logrado en Inglaterra. No llegaron procedentes de la acción de los gobernantes del país, ya que generalmente hablando ni los Tudor ni los Estuardos aprobaban a Calvino ni a sus seguidores. Más bien fue la clase media calvinista en alianza con los exponentes de la Ley Común Inglesa que hizo efectivas tales ideas. Hombres como Peter Wenworth, en el reinado de Isabel; Pym, Hampden, Cromwell y otros, en el siglo siguiente, forzaron contra su voluntad a los monarcas a reconocer su responsabilidad divinamente impuesta y a escuchar y atender los deseos y demandas de sus súbditos. Aun cuando muchos de los parlamentarios pueden no haber sido buenos calvinistas en el sentido teológico y puede que fuesen más individualistas de lo que Calvino hubiera deseado, queda poca duda de que los puritanos que establecieron el Parlamento inglés sobre un firme fundamento eran fuertes sostenedores de la mayor parte de las ideas políticas de Calvino.
Lo mismo puede ser dicho de los puritanos de Nueva Inglaterra.« Aunque ellos también no siempre estuvieron de pleno acuerdo con Calvino en cuestiones teológicas, no hay duda de que sostuvieron firmemente su concepto del Pacto político. El reverendo Juan Norton de Ipswich, por ejemplo, en su trabajo titulado La respuesta, deja esto bien claro. Incluso el rudo tratamiento de los puritanos hacia los anabaptistas y cuáqueros puede ser comprendido sólo cuando se comprueba que esos grupos amenazaban al Estado con la anarquía. Fue esta tradición política calvinista, emparejada con la traída por escoceses e irlandeses y holandeses, lo que ayudó a moldear y a conformar la pauta de la Revolución Americana y la constitución original de los Estados Unidos. Aunque los estructuradores de la Constitución, desde un punto de vista religioso, no fueron enteramente calvinistas, una gran parte de su filosofía política derivaba del reformador ginebrino. El hecho de que sus documentos políticos comenzaban usualmente glorificando a Dios, puede, tal vez, hacer resaltar a Calvino como uno de los principales creadores de la democracia americana.
De esta forma, conforme se mura a los años que siguieron a la muerte de Calvino, se ve que su influencia en la esfera del pensamiento político creció y se expandió en vez de disminuir. La Europa Occidental y Norteamérica estuvieron bajo su égida política con su énfasis sobre la soberanía de Dios, el Pacto y las obligaciones y responsabilidades mutuas, divinamente ordenadas entre los magistrados y los ciudadanos. Aunque los resultados inmediatos de estas ideas fueron con frecuencia guerras de religión y revoluciones, en última instancia produjeron una amplísima aceptación del principio de la libertad bajo la ley.
El tiempo, sin embargo, trajo cambios. Con el crecimiento del racionalismo, que dio como resultado el resurgir del deísmo, muchas de las bases teológicas de Calvino para su filosofía política cayeron en descrédito. De la misma manera, sus conceptos de la relación de la iglesia y el Estado pasaron de moda. Surgieron muchos grupos protestantes, a los que el racionalismo los consideraba a todos con igual derecho, pero igualmente equivocados. Consecuentemente, con la excepción de algunos pequeños grupos tales como los presbiterianos escoceses llamados «Covenanters» o Pactantes, la idea de «la alianza» con un Pacto explícitamente hecho con Dios cayó en el olvido. Más bien los demócratas del siglo xvm tendieron a enfatizar lo que podría ser llamado el segundo mejor tipo de calvinismo, o sea el Estado neutral constitucional. Sobre esta idea, como se ha indicado anteriormente, muchos de los revolucionarios americanos, y también El contrato social de Juan Jacques Rousseau, basaron su pensamiento. El elemento teológico calvinista había desaparecido, pero el hombre todavía creía en la existencia de un Dios y lo constitucional como una continuación.
Quedó para el siglo xx llevar el racionalismo a su lógica conclusión en el agnosticismo y el ateísmo, que a su vez han producido algunos de los más terribles despotismos de la historia. Cualquier idea de una ley divina sobre todas las cosas, los derechos de los súbditos o la justicia y la equidad, han sido puestos de lado. La fuerza bruta y el poder son los últimos determinantes del derecho. Contra esta filosofía está en pie una tristemente debilitada democracia que por todas partes ha aceptado las presunciones ateas de sus oponentes, la cual es restringida de ir hacia el totalitarismo sólo por la tradición de la «libertad bajo la ley» y «los derechos del hombre», legado político de Calvino al mundo moderno. Por cuánto tiempo permanecerá esta tradición política sin un fundamento cristiano es algo imposible de profetizar.
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¿Cuál debería ser la actitud cristiana del siglo xx y su programa en estas circunstancias? ¿Debería intentar restablecer la idea de «la nación del Pacto»? Incluso sobre los propios principios básicos de Calvino esto difícilmente parecería adecuado cuando se toma en cuenta su estricta insistencia en la separación de la iglesia y el Estado en sus funciones. La responsabilidad calvinista del momento presente debería ser, por tanto, la de enfatizar que el magistrado civil mantiene un ministerio como representante, no sólo del pueblo, sino también de Dios, hacia Quien es últimamente responsable, y en lo que respecta al pueblo, que use sus derechos políticos como a la vista del Dios soberano que se los ha otorgado.
Pero ¿cuándo podrá lograrse esto? Para Calvino, la responsabilidad recae primariamente en los cristianos. Son ellos quienes tienen que dar un ejemplo de fidelidad en el deber, en la honestidad y en la justicia. La democracia no puede ser impuesta desde fuera o por una pequeña mayoría. Tiene que crecer y desarrollarse desde dentro como en un organismo viviente. El cristiano, por lo tanto, tiene que hacer todo lo que pueda para manifestar la verdadera naturaleza de la democracia por su propia devoción a la causa. En última instancia, sin embargo, tiene que ir mucho más lejos. Puesto que los hombres ven su responsabilidad en su verdadera luz sólo al conocer a Cristo como su Salvador y Rey, el testimonio cristiano para El es absolutamente necesario como uno de los grandes baluartes del verdadero gobierno democrático.
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