La gran transformacióN



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la valentía de esta actitud realista es puesta en entredicho por la imperceptible suficiencia con la que Burke confiere a las escenas una pompa aristocrática. El resultado de esta forma supera la crueldad de Herodes y subestima las posibilidades de una reforma realizada en el momento oportuno. Podemos imaginar con verosimilitud que, si Burke hubiese vivido, el proyecto de ley de reforma del Parlamento de 1832, que puso fin al Antiguo Régimen, no habría podido ser promulgado más que tras una sangrien­ta revolución evitable. Y, sin embargo, Burke habría podi­do replicar, una vez que las masas se vieron condenadas por las leyes de la economía política a padecer la miseria con la siguiente cuestión: ¿qué otra cosa es la idea de igualdad más que un señuelo cruel para incitar a la huma­nidad a destruirse a sí misma?

Bentham no poseía ni la suficiente dulzura de un Townsend ni el historicismo no demasiado irracional de un Burke. Para Bentham, que creía en la razón y en la re­forma, el imperio de la ley social recientemente descubier­to aparecía más bien como un «no man's land» al que as­piraba para experimentar el utilita-rismo. Al igual que Burke, se opuso al determinismo zooló-gico y rechazó el predominio de la economía sobre la política propiamente dicha. Aunque fue autor de un Essay on Usury y de un Ma­nual of Political Economy, no era más que un aficionado en esta ciencia y no llegó a aportar a la economía la impor­tante contribución que se esperaba del utilitarismo, es decir, la tesis de que el valor proviene de la utilidad. En lugar de esto la psicología asociacionista lo empujó a sol­tar las bridas de sus desmesuradas facultades imaginati­vas como ingeniero de la sociedad. El librecambio no sig­nificaba para Bentham más que uno de los dispositivos de la mecánica social. La principal correa de transmisión de la Revolución industrial no era la invención técnica, sino la invención social. La ciencia de la naturaleza no ha proporcionado contribuciones decisivas al arte de la inge­niería hasta que transcurrió más de un siglo, bastante des­pués del final de la Revolución industrial. El conocimien­to de las leyes generales de la naturaleza, para aquéllos



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que construían puentes o canales, que diseñaban motores o máquinas, no ha sido de utilidad hasta que las nuevas ciencias aplicadas se constituyeron en mecánica y en quí­mica. Telford, que fundó la Sociedad de Ingenieros Civiles y la presidió durante toda su vida, impedía el ingreso en dicha sociedad a quienes habían estudiado la física, y, según afirma Sir David Brewster, no había aprendido nunca los elementos de la geometría. Los triunfos de la ciencia de la naturaleza habían sido teóricos en el sentido estricto del término y no podían compararse, por su im­portancia práctica, a los de las ciencias sociales de la época. Y la ciencia debía a los resultados de estas últimas ciencias el prestigio de que gozaba en relación a la rutina y a la tradición y, cosa increíble para nosotros, la ciencia de la naturaleza adquiría entonces una enorme considera­ción a través de sus relaciones con las ciencias humanas. El descubrimiento de la economía fue una revelación re­volucionaria, que aceleró enormemente la transformación de la sociedad y el establecimiento de un sistema de mer­cado, mientras que las máquinas, que tuvieron una impor­tancia decisiva, fueron invenciones de artesanos incultos, algunos de los cuales casi no sabían leer ni escribir. Era, pues, a la vez justo y conveniente no atribuir a las ciencias de la naturaleza, sino a las ciencias sociales, la paternidad de la revolución mecánica que sometió la naturaleza al hombre.

Bentham estaba convencido, por su parte, de haber descubierto una nueva ciencia social, la de la moral y la le­gislación. Esta ciencia debía de estar fundada en el princi­pio de utilidad, que permite cálculos exactos ayudada por la psicología asociacionista. La ciencia, precisamente por­que resultaba eficaz dentro de la esfera de los asuntos hu­manos, presentaba invariablemente en la Inglaterra del siglo XVIII el carácter de un arte práctico fundado en el conocimiento empírico. La necesidad de semejante acti­tud pragmática resultaba verdaderamente apabullante. Como no se disponía de estadísticas, muchas veces resul­taba imposible afirmar si la población estaba en vías de aumentar o de disminuir, cuál era la tendencia de la ba-

lanza del comercio exterior, o qué clase de población tenía más posibilidades de imponerse como grupo social. A veces, sólo mediante conjeturas se podía afirmar si la ri­queza del país estaba en un momento de auge o de deca­dencia, cuál era la causa de la existencia de los pobres, en qué estado estaba el crédito, la banca o los beneficios. Lo que se entendía ante todo por «ciencia» era un modo em­pírico de abordar este tipo de cuestiones y, por tanto, no se reducía a lo meramente especulativo e histórico. En la me­dida en que los intereses prácticos eran naturalmente de la mayor importancia, le correspondía a la ciencia propo­ner métodos para reglamentar y organizar el amplio campo de los nuevos fenómenos. Hemos visto hasta qué punto los santos (los puritanos) se sentían incapaces de ex­plicar la verdadera naturaleza de la pobreza y con qué in­genio pusieron en práctica iniciativas personales para combatirla; la noción de beneficio fue aclamada como si se tratase de una panacea para los más diversos males; nadie podía afirmar si el pauperismo era un buen o un mal signo; los científicos directores de las workhouses estaban desconsolados por su incapacidad para obtener dinero con el trabajo de los pobres; Robert Owen había consegui­do su fortuna dirigiendo sus fábricas según los principios de una filosofía consciente, y hemos señalado tam-bién cómo otras experiencias, en las que parecían intervenir las mismas técnicas de iniciativa personal e ilustración, habían fracasado lastimosamente, hundiendo así a sus au­tores filán-tropos en una profunda perplejidad. Si hubiése­mos ampliado nuestras observaciones sobre el pauperis­mo al ámbito del cré-dito, del dinero en metálico, de los monopolios, del ahorro, de los seguros, las inversiones, las finanzas públicas o las prisio-nes, la educación y las lo­terías, habríamos mostrado fácilmen-te nuevos tipos de arriesgadas operaciones para cada una de estas cues­tiones.

Este período finaliza alrededor de 1832, fecha dé la muerte de Bentham; los fabricantes de proyectos indus­triales de los años 1840 son de hecho simples promotores de operaciones muy concretas, pero ya no son los supues-



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tos descubridores de nuevas aplicaciones de los principios universales de la mutualidad, la confianza, los riesgos y otros factores de la mentalidad empresarial humana. Los hombres de negocios creían, sin embargo, conocer cuál era la forma que debía adoptar su actividad. Era raro que se informasen acerca de la naturaleza del dinero antes de fundar un banco. Desde entonces los ingenieros sociales se reclutan únicamente de entre las personas originales y los impostores y, a pesar de ello, se los encuentra con mucha frecuencia tras las rejas. El diluvio de sistemas industria­les y bancarios que, desde Paterson y John Law hasta Pereire, ha inundado las bolsas de proyectos de sectarios re­ligiosos, sociales y académicos ya no es más que un pequeño riachuelo. Las ideas analíticas están en baja entre quienes se encuentran aprisionados por la rutina de los negocios. La exploración de la sociedad es cosa hecha, al menos eso es lo que se piensa; ya no quedan territorios vírge-nes en el mapa humano. Un hombre del carácter de Bentham ya no será posible a lo largo del siglo. Una vez que la orga-nización del mercado ha dominado la vida in­dustrial, todos los otros ámbitos institucionales se han visto subordinados a este modelo, por lo que ya no hay lugar para quienes consagran su ingenio a la fabricación de «artefactos» sociales.

El Panóptico de Bentham no era simplemente «un mo­lino que muele a los pillos para transformarlos en perso­nas honestas y los transforma de perezosos en laborio­sos» 7, sino que debía también proporcionar dividendos como los del Banco de Inglaterra. Bentham se convirtió en el garante de propuestas tan diversas como un sistema perfeccionado de patentes, sociedades limitadas, recuento decenal de la población, creación de un Ministerio de la salud, billetes con interés para generalizar el ahorro, un frigidarium para las legumbres y las frutas, manufacturas de armas que funcionaban según nuevos principios técni­cos que se servían en ocasiones de trabajos forzados o del realizado por pobres asistidos, un centro crestomático en

Sir L. Stephen, The English Utilitarians, 1900.


régimen de externado para enseñar el utilitarismo a la alta burguesía, un registro general de propiedades inmo­biliarias, un sistema de contabilidad pública, reformas de la instrucción pública, un estado civil uniforme, supresión de la usura, abandono de las colonias, uso de contracepti­vos para mantener a bajo nivel el impuesto para los po­bres, la comunicación entre el Atlántico y el Pacífico que sería obra de una sociedad de accionistas, etc. Algunos de estos proyectos entrañaban multitud de pequeñas refor­mas: por ejemplo en las Indrustry-Houses se acumulaban las innovaciones para la mejora y explotación del hombre fundadas en los resultados de la psicología asociacionista. Mientras que Townsend y Burke relacionaban el libre cambio con el quietismo legislativo, Bentham no encon­traba en el libre cambio ningún obstáculo para realizar múltiples reformas.

Antes de pasar a la respuesta dada en 1789 por Malthus a Godwin, que marca el comienzo de la economía clásica propia-mente dicha, recordemos brevemente esta época. Godwin había escrito De la justicia política para refutar las Reflexiones sobre la Revolución francesa de Burke (1790). Esta obra apareció inmediatamente antes de la ola de re­presión que se inició con la suspensión del habeas corpus (1794) y la perse-cución de las Correspondence Societies de­mocráticas. En este momento Inglaterra estaba en guerra con Francia y el Terror hacía de la «democracia» un sinó­nimo de revolución social. En Inglaterra, el movimiento democrático, inaugurado por el sermón del Dr. Price de­nominado «De la vieja judería» (1789) y que alcanzó su culmen literario con los Derechos del hombre de Paine (1791), se limitaba, sin embargo, al terreno político; el descontento de los pobres trabajadores no encontraba eco en este movimiento; en cuanto a la cuestión de la legisla­ción sobre los pobres, apenas se hacía alusión a ella en los panfletos que pedían a grandes voces el sufragio universal y parlamentos anuales. De hecho, fue en el campo de las leyes de pobres en donde se produjo el movimiento decisi­vo de los squires, bajo la forma del sistema de Speenhamland. La parroquia se atrin-cheró tras una artificial corti-



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na de humo, al abrigo de la cual pervivió veinte años después de Waterloo. Las desastrosas consecuencias de los actos de represión política de los años 1790, motivados por el pánico, habrían sido superadas pronto si se tratase únicamente de ellas, pero el proceso de degeneración que arrastraba el sistema de Speenhamland dejó en el país una marca indeleble. La squirearchy se prolongó así du­rante cuarenta años, agotando para las gentes del pueblo todos sus resortes de resistencia. He aquí lo que sobre ello escribió Mantoux: «Las clases propietarias, cuando se la­mentaban del peso cada vez mayor del impuesto para los pobres, olvidaban que estaban pagando una especie de se­guro contra la revolución; la clase trabajadora, cuando se contentaba con el porcentaje congruo que se le ofrecía, no percibía que dicho porcentaje se obtenía de lo que eran sus legítimas ganancias, ya que el efecto inevitable de los se­guros en dinero consistía en mantener los salarios al nivel más bajo, de hacerlos descender incluso por debajo de las necesidades más elementales de los asalariados. El gran­jero o el manufacturero contaban con la parroquia para completar la diferencia entre lo que pagaban a sus obreros y lo que les hacía falta para vivir. ¿Por qué se impuso un gasto que podía ser fácilmente cargado a la cuenta de los contribuyentes? Los asistidos de las parroquias, por su parte, se contentaban con un salario bajo y esta mano de obra barata suponía una competencia insostenible para el trabajo no subvencionado. Se llegaba así a un resultado paradójico: el denominado impuesto de pobres represen­taba una economía para el patrón y una pérdida para el trabajador, que no pedía nada de la caridad pública. El juego implacable de los intereses convertía una ley de be­neficencia en una ley de bronce» 8.

Mi tesis es que la nueva ley de los salarios y de la pobla­ción se basa en esta ley de bronce. El propio Malthus, al igual que Burke y Bentham, era un acérrimo adversario del sistema de Speenhamland y clamaba por la completa

8 P. L. Mantoux, La Révolution industrielle au XVIII" siécle, París, 1959, p. 464.

abolición de las leyes de pobres. Ninguno de estos autores había previsto que el sistema de Speenhamland haría des­cender los salarios al nivel de subsistencia e, incluso, por debajo de ese nivel. Esperaban, por el contrario, que los salarios aumentarían necesariamente o que, al menos, se mantendrían artificialmen-te, lo que hubiera muy bien po­dido producirse sin las leyes contra las coaliciones. Esta falsa previsión nos ayuda a comprender que no atribuye­sen el bajo nivel de los salarios rurales al sistema de Speenhamland que era su verdadera causa, sino que lo considerasen como una prueba irrefutable de lo que en­tonces se llamaba la ley de bronce de los salarios. Debe­mos, pues, centrarnos ahora en la fundación de la nueva ciencia económica.

El naturalismo de Townsend no era sin duda la única base posible de esta nueva ciencia, la economía política. La existen-cia de una sociedad económica se manifestaba en la regulari-dad de los precios y en la estabilidad de los ingresos que de-pendían de estos precios; la ley económica habría podido muy bien, por tanto, estar fundada directa­mente sobre los precios. Lo que condujo a los economistas ortodoxos a buscar sus funda-mentos en el naturalismo fue la miseria de la gran masa de productores que resulta inexplicable de otra forma y que, como sabemos hoy, nunca habría podido derivarse de las leyes del antiguo mercado. Los hechos, en general, a los ojos de las personas de la época, eran, sin embargo, los siguientes: en el pasado el pueblo formado por los trabajadores había vivido casi siempre en el límite de la indigencia (al menos, si nos fia­mos de los variables testimonios de época); a partir de la intro-ducción de las máquinas, estos trabajadores no ha­bían nunca superado el nivel de subsistencia; y ahora que la sociedad eco-nómica comenzaba al fin a perfilarse, era indudable que dece-nio tras decenio, el nivel de vida mate­rial de los pobres traba-jadores no mejoraba en absoluto, cuando no empeoraba.

Si la evidencia patente de los hechos ha indicado en al­guna ocasión una dirección clara, éste fue el caso de la ley de bronce de los salarios: el nivel de mera subsistencia en




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el que viven efectivamente los obreros es el resultado de una ley que tiende a mantener sus salarios tan bajos que impide para ellos cualquier nivel normal. Esta apariencia, naturalmen-te, no solamente resulta engañosa, sino que, además, supone un absurdo desde la perspectiva de una teoría coherente de los precios y de las rentas en el capita­lismo. En último término, esta falsa apariencia ha impedi­do fundar la ley de los salarios en alguna regla racional del comportamiento humano, lo que ha supuesto que fuese deducida de hechos naturalistas: la fecun-didad del hom­bre y del suelo, tal y como la presenta la Ley de la po­blación de Malthus combinada con la Ley de los rendi­mientos decrecientes. La dimensión naturalista de los fun­da-mentos de la economía ortodoxa es consecuencia de las condi-ciones creadas, sobre todo, por el sistema de Speenhamland.

De lo dicho se sigue que ni Ricardo ni Malthus han com-prendido el funcionamiento del sistema capitalista. Fue preci-so que transcurriese un siglo, tras la publicación de La riqueza de las naciones, para tener clara conciencia de que, en un sistema de mercado, los factores de produc­ción participan del producto y que, cuando el producto aumenta, su parte absoluta se ve obligada a crecer 9. Aun­que Adam Smith, que junto con Locke, adoptó un falso punto de partida, pretendió buscar los orígenes de valor en el trabajo, su sentido de las realidades le impidió feliz­mente ser coherente consigo mismo. Fue ésta la razón por la que mantuvo ideas confusas sobre algunos aspectos de los precios, a la vez que afirmaba, con insistencia y con razón, que ninguna sociedad puede ser floreciente cuando una gran mayoría de sus miembros son pobres y misera­bles. Lo que ahora nos parece una perogrullada era enton­ces, sin embargo, una paradoja. La opinión personal de Smith es que la abundancia universal tiene necesariamen­te que llegar al pueblo; es imposible que la sociedad sea cada vez más rica y el pueblo cada vez más pobre. Desgra­ciadamente, durante mucho tiempo esta opinión no pare-

E. Cannan, A Review ofEconomic Theory, 1930.

cía verse corroborada por los hechos, y como los teóricos deben de tener en cuenta los hechos, Ricardo se empeñó en sostener que, cuanto más progresa una sociedad más difí­cil será conse-guir el alimento y más se enriquecerán los propietarios agrí-colas, que explotarán a capitalistas y a trabajadores. Sostuvo también que los intereses de los ca­pitalistas y de los traba-jadores se encuentran fatalmente en oposición, pero que dicha oposición carece en realidad de consecuencias; ocurre lo mismo con los salarios de los trabajadores que no pueden superar el nivel de subsisten­cia, aunque, de todos modos, los beneficios no van a variar prácticamente. En el fondo, todas estas afirma-ciones con­tienen una parte de verdad, pero, como explicación del ca­pitalismo, resultan irreales y abstrusas. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los hechos, en su configuración mis-ma, adoptaban formas contradictorias, hasta el punto de que aún hoy nos resulta difícil desenredar la maraña. No es sor-prendente, pues, que se haya tenido que recurrir al deus ex machina de la propagación de los animales y las plantas en un sistema científico del que los autores preten­dían deducir las leyes de la producción y de la distribu­ción, aplicadas no tanto al comportamiento de animales y plantas cuanto al compor-tamiento humano.

Pasemos revista rápidamente a las consecuencias que se derivan del hecho de que los fundamentos de la teoría econó-mica hayan sido erigidos durante el período de Speenham-land, que confirió la apariencia de una econo­mía de mercado a lo que en realidad era un capitalismo sin mercado de trabajo.

En primer lugar, la teoría económica de los economis­tas clásicos es esencialmente confusa. El paralelismo entre la riqueza y el valor introduce los más molestos pseudo proble-mas en casi todas las áreas de la economía ricardiana. La teoría de los fondos salariales, heredada de Adam Smith, es una abundante fuente de malentendidos. Si se exceptúan algunas teorías particulares tales como la de la renta, la de la fijación de precios y salarios y la del comercio exterior, sobre las cuales realiza profundos co­mentarios, su teoría consiste en tentativas desesperadas
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para obtener conclusiones categóricas respecto a cuestio­nes definidas de una forma vaga, con el fin de explicar el compor-tamiento de los precios, la formación de las rentas, el proceso de producción, la influencia de los costes en los precios, el nivel de beneficios, de los salarios y del interés, cuestiones que, en su mayoría, siguen estando tan oscuras como al principio.

En segundo lugar, dadas las condiciones en las que se plan-teaban los problemas, no era posible llegar a ningún otro re-sultado. Ningún sistema coherente hubiera podido explicar los hechos, pues éstos no formaban parte de un único sistema, sino que eran en realidad el resultado de la acción simultánea ejercida sobre el cuerpo social por dos sistemas que se excluían mutuamente, a saber, una econo­mía de mercado a punto de na-cer y una reglamentación paternalista en la esfera más impor-tante de los factores de producción, el trabajo.

En tercer lugar, la solución descubierta por los econo­mistas clásicos ha tenido consecuencias de gran enverga­dura para la comprensión de la naturaleza de la sociedad económica. A medida que se iban comprendiendo progre­sivamente las leyes que gobiernan una economía de mer­cado, estas leyes eran colocadas bajo la autoridad de la Naturaleza misma. La Ley de los rendimientos decrecien­tes era una ley de la fisiología vege-tal. La Ley malthusiana de la población reflejaba la relación existente entre la fe­cundidad del hombre y la del suelo. En los dos casos entra­ban en juego las fuerzas de la Naturaleza, el instinto se­xual de los animales y el desarrollo de la vegetación en una tierra determinada. Se invocaba el mismo principio del que se había servido Townsend para aplicarlo a las ca­bras y a los perros: existe un límite natural más allá del cual los seres humanos no pueden multiplicarse, y este lí­mite viene dado por la cantidad de alimentos disponibles. Malthus, al igual que Townsend, concluyó que los especí­menes superfluos serán eliminados; mientras que las ca­bras son devoradas por los perros, éstos se ven condenados a morir de hambre al carecer de alimentos. Para Malthus el freno represivo consiste en la destrucción de los ejem-


plares excedentes por medios de la fuerza brutal de la Na­turaleza. Pero los seres humanos son destruidos también por causas diferentes a la del hambre: la guerra, las epide­mias y los vicios, que son asimilados a las fuerzas de la Na­turaleza. Hablando con propiedad, esta asimilación resul­ta incoherente puesto que las fuerzas sociales se ven convertidas en responsa-bles del mantenimiento del equi­librio exigido por la Natura-leza. Malthus, sin embargo, habría podido responder a esta crítica diciendo que en caso de que las guerras y los vicios no existiesen -es decir en una comunidad virtuosa— el número de personas que morirían de hambre sería muy superior al de las que so­brevivirían en razón de sus virtudes pacíficas. Esencial­mente la sociedad económica se funda en la triste realidad de la naturaleza; si el hombre desobedece las leyes que go­biernan esta sociedad, el feroz verdugo estrangulará la progenitura del imprevisor. Las leyes de una sociedad competitiva son así situadas bajo la coartada de la ley de la jungla.

La verdadera significación del problema obsesivo ge­nerado por la pobreza se revela ahora con claridad: la so­ciedad econó-mica está sometida a leyes que no son leyes humanas. La sima que separa a Adam Smith de Townsend se ha visto ampliada hasta el punto de convertirse en un abismo; se manifiesta así una dicotomía que marca pro­fundamente el nacimiento de la conciencia del siglo XIX. A partir de este momento, el natura-lismo asedia a las cien­cias del hombre, y la reintegración de la sociedad en el mundo de los hombres se convierte en el objetivo buscado con persistencia a lo largo del tiempo por el pensa-miento social. La economía marxiana, en esta línea de razona­miento, ha sido una tentativa esencialmente fallida para alcan-zar este objetivo; su fracaso se debe a que Marx se adhirió demasiado estrechamente a Ricardo y a las tradi­ciones de la economía liberal.


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