Magia, ciencia y religióN


Los actos creativos de la religión



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1. Los actos creativos de la religión

Consideremos los hechos en primer lugar y, para no estrechar el campo de nuestro estudio, tomare­mos como santo y seña el más vago y más general de los índices: la «Vida». Es un hecho que incluso la más ligera idea de bibliografía etnológica convence a cualquiera de que, de hecho, las fases fisiológi­cas de la vida humana y, ante todo, sus crisis, cual la concepción, el embarazo, la pubertad, el matri­monio y la muerte, forman los núcleos de nume­rosas creencias y ritos. De esta suerte existen, en casi todas las tribus y revistiendo una u otra for­ma, creencias sobre la resurrección, la posesión por un espíritu o el embarazo mágico. Y las tales están a menudo asociadas con diferentes ritos y prácticas. En lo que dura el embarazo la madre ha de guardar determinados tabúes y ejecutar ciertas ceremonias, en ocasiones acompañada, en ambas cosas, por su marido. Antes y después del parto existen varios ri­tos mágicos destinados a evitar peligros y conjurar la brujería, ceremonias de purificación, festividades comunitarias y actos de presentación del recién na­cido a poderes superiores o a la comunidad. Más tar­de, los muchachos, y con mucha menor frecuencia las muchachas, habrán de pasar por los a menudo prolongados ritos de iniciación que, por lo general, tienen lugar en una atmósfera de misterio y están acompañados por pruebas obscenas y crueles.

Podemos ver, ya sin ir más lejos, que incluso los más lejanos principios de la vida humana están ro­deados por una inexplicable y confusa mezcolanza de ritos y credos. Éstos parecen arracimarse en cada acontecimiento de importancia para la vida, crista­lizar en torno suyo y rodearlo con una rígida capa de fórmulas y rituales; pero ¿a qué fin? Como no podemos definir culto y credo en atención a lo que son sus objetos, tal vez nos sea posible colegir su fun­ción.

Un análisis más detallado de los hechos nos per­mite clasificarlos, ya desde el principio, en dos gru­pos principales. Comparemos un rito celebrado para evitar la muerte en el parto con otra costumbre tí­pica, una ceremonia que tenga lugar con ocasión de un nacimiento. El primer rito se lleva a efecto como un medio para un fin. Tiene un sentido práctico bien definido el cual resulta conocido para todos los que son partícipes en él y que, además, puede ser comunicado por cualquier informador na­tivo. La ceremonia postnatal, verbigracia una pre­sentación del recién nacido o una fiesta de júbilo por tal suceso, carece de propósito: no es un medio para un fin, sino que es un fin en sí misma. La tal expresa los sentimientos de la madre, el padre, los parientes, la comunidad entera, pero no existe acon­tecimiento alguno al que esta ceremonia prologue ni esté destinada a causar o impedir. Esta diferencia va a servirnos como una distinción prima facie en­tre religión y magia. Mientras que en el acto mágico la idea y el fin subyacentes son siempre claros, directos y definidos, en la ceremonia religiosa no hay finalidad que vaya dirigida a suceso alguno subsecuente. Tan sólo al sociólogo le será posible estable­cer la función, esto es, la raison d'être sociológica de tal acto. Al nativo siempre le será posible cons­tatar el fin de un rito mágico, pero de una ceremo­nia religiosa no dirá sino que se lleva a efecto por­que tal es el uso, o porque ha sido ordenado, o qui­zá narrará un mito explicativo.

Para comprender mejor la naturaleza de las ce­remonias religiosas primitivas y de su función, exa­minaremos las ceremonias de iniciación. Éstas pre­sentan, en la vasta serie de su frecuencia, ciertas cu­riosas similitudes. Por ejemplo, los novicios han de pasar por un período de reclusión y preparación más o menos prolongado. A continuación viene la ini­ciación propiamente dicha, en que los jóvenes, tras haber sufrido una serie de pruebas, son finalmente sometidos a un acto de mutilación corporal. En los casos más suaves se trata de una ligera incisión o de la extracción de un diente o, en los más severos, de la práctica de la circuncisión; o, en los verdade­ramente peligrosos y crueles, de una operación como la subincisión practicada por ciertas tribus australianas. La prueba está generalmente relacionada con la idea de la muerte y el renacer del iniciado, lo que en ocasiones se lleva a escena en forma de mimo. Pero, a más de la ordalía, está el segundo aspecto de la iniciación, menos manifiesto y dramático, pero en realidad más importante, a saber, la instrucción sistemática del joven en los mitos y tradiciones sa­cras, el desvelamiento paulatino de los misterios tri­bales y la exhibición de los objetos sagrados.

Es creencia que tanto la prueba como el descu­brimiento de los misterios de la tribu han sido ins­tituidos por uno o varios antepasados legendarios o héroes culturales o por un ser superior de carácter sobrehumano. En ocasiones se dice que éste se traga a los jóvenes, o que los mata, y que después los res­tituye a la vida como hombres completamente inicia­dos. Se imita su voz con el zumbido de la bramadera, para inspirar temor a las mujeres y niños. Mediante tales ideas, la iniciación pone al novicio en contacto con los poderes y personalidades superiores, cual los Espíritus Guardianes y las Divinidades Tutelares de los indios de Norteamérica, el tribal Padre de Todas-­Las Cosas, de algunos aborígenes australianos, o los Héroes Mitológicos de Melanesia y de otras partes del mundo. Éste es el tercer elemento fundamental, aparte de la ordalía y de la enseñanza de las tradicio­nes, que hallamos en los ritos del paso a la madurez.

Pues bien, ¿cuál es la función sociológica de es­tas costumbres, qué papel representan en el man­tenimiento y desarrollo de la civilización? Como he­mos visto, mediante ellas se enseña a los jóvenes las tradiciones sacras bajo las más impresionantes condiciones de preparación y prueba, y bajo la san­ción sagrada de Seres Sobrenaturales. La luz de la revelación tribal desciende sobre ellos desde las som­bras del temor, la privación y el dolor corporal.

Advirtamos que, en condiciones primitivas, la tra­dición es de supremo valor para la comunidad y nada importa tanto como la conformidad y el con­servadurismo de sus miembros. El orden y la civili­zación sólo pueden mantenerse mediante la estric­ta adhesión al saber y conocimiento recibidos de ge­neraciones pretéritas. Cualquier descuido en este con­texto debilita la cohesión del grupo y pone en peli­gro su avío cultural, hasta el punto de amenazar su misma existencia. El hombre no ha ideado aún el extremadamente complejo aparato de la ciencia mo­derna que, en nuestros días, le capacita para fijar los resultados de la experiencia en moldes imperecede­ros, probar los tales siempre que guste, expresar­los paulatinamente en formas más adecuadas y enriquecerlos constantemente con adiciones nuevas. La porción de conocimiento que posee el hombre primi­tivo, su fábrica social, sus costumbres y creencias son el producto invalorable de la tortuosa experien­cia de sus antepasados, comprada a precio muy alto y que ha de ser mantenida a cualquier coste. De esta suerte, de entre todas sus cualidades, la fideli­dad a la tradición es la que más importa y una so­ciedad que hace sagrada a su tradición ha ganado con ello una inestimable ventaja de permanencia y poder. En consecuencia, tales creencias y prácticas, que colocan un halo de santidad en torno a la tra­dición y un sello sobrenatural sobre ella, tendrán un «valor de supervivencia» para el tipo de civilización en el que han surgido.

Podemos, por consiguiente, formular las funcio­nes principales de las ceremonias de iniciación como sigue: éstas son una expresión ritual y dramática del poder y valor supremos de la tradición en las socie­dades primitivas; también valen para imprimir tal poder y valor en la mente de cada generación y, al mismo tiempo, son un medio, en modo extremo efi­ciente, de transmitir el poder tribal, de asegurar la continuidad a la tradición y de mantener la co­hesión en la tribu.

Aún hemos de preguntar: ¿cuál es la relación existente entre el acto puramente fisiológico de la madurez corporal que tales ceremonias marcan, y su aspecto social y religioso? Al punto vemos que la re­ligión realiza algo más, infinitamente más, que la mera «sacralización de una crisis de la vida». De un suceso natural hace una transición social, al he­cho de la madurez del cuerpo le añade la vasta concepción de entrada en la plena condición de ser humano con todos sus deberes, privilegios, respon­sabilidades y, por encima de todo, con todo su co­nocimiento de la tradición y la comunión con los seres y cosas sagradas. De esta manera existe un ele­mento creativo en los ritos de naturaleza religiosa. El acto acredita no sólo un suceso social en la vida del individuo, sino también una metamorfosis espiri­tual, asociados ambos con el suceso biológico, pero trascendiéndolo en importancia y también en signi­ficación.

La iniciación es un acto típicamente religioso y en él podemos ver claramente cómo la ceremonia y su finalidad son una misma cosa, esto es, cómo el fin se realiza en la mismísima consumación del acto. Al mismo tiempo, vemos también la función de ta­les actos en la sociedad, en cuanto que son creadores de hábitos mentales y usos sociales de valor inesti­mable para el grupo y, su civilización.

Otro tipo de ceremonia religiosa, el rito de ma­trimonio, es también un fin en sí mismo en cuanto que crea un vínculo sancionado de manera sobrena­tural que se sobreañade al hecho primariamente so­ciológico: la unión de hombre y mujer para asocia­ción de por vida en afecto, comunión en lo econó­mico y procreación y crianza de los hijos. Tal unión, el matrimonio monogámico, ha existido siempre en todas las sociedades humanas: la moderna antropo­logía nos enseña esto en contra de las vetustas y fantásticas hipótesis de la «promiscuidad» y del «matrimonio de grupo». Al dar al matrimonio mo­nogámico un sello de santidad y valor, la religión ofrece un nuevo don a la cultura de los hombres. Y ello nos lleva a considerar las dos grandes necesi­dades humanas de la procreación y la nutrición.




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