4. La muerte y la reintegración del grupo
De todas las fuentes de la religión, la suprema y final crisis de la vida, esto es, la muerte, es la que reviste importancia mayor. La muerte es la puerta de entrada al otro mundo en un sentido que no es sólo el literal. Dicen la mayor parte de las teorías que se refieren a la religión primitiva que una gran parte de la inspiración religiosa, por no decir su totalidad ha sido derivada de ella; y en esto las opiniones ortodoxas son en conjunto correctas. El hombre ha de entregar su vida en la sombra de la muerte y el que se agarra a la vida y goza de su plenitud tiene que temer la amenaza de su final. Y el que se enfrenta con la muerte se vuelve a la promesa de la vida. La muerte y su negación ―la inmortalidad― han formado siempre, como forman también hoy, el más acerbo tema de los presentimientos del hombre. La extrema complejidad de las reacciones emotivas hacia la vida encuentra por necesidad su paralelo en la actitud que el hombre muestra para con la muerte. Sin embargo, lo que durante toda la vida se habrá prolongado por un largo espacio de tiempo y manifestado en una sucesión de experiencias y sucesos, aquí da en su fin y se condensa en una sola crisis que produce una violenta y compleja explosión de manifestaciones religiosas.
Incluso entre los pueblos más primitivos la actitud hacia la muerte es infinitamente más complicada y, pudiera añadir, más afín a la nuestra propia que lo que generalmente se supone. Los antropólogos constatan a menudo que el sentimiento dominante de los vivos es el de horror al cadáver y miedo al fantasma. Una autoridad de la importancia de Wilhelm Wundt hace de esa doble actitud el núcleo mismo de toda creencia y práctica religiosa. Sin embargo, tal aserción es sólo una media verdad, esto es, no es verdad en absoluto. Las emociones son extremadamente complejas y contradictorias, los elementos dominantes, el amor del difunto y el asco hacia el cadáver, el afecto apasionado a la personalidad que aún permanece en el cuerpo y un estremecimiento medroso ante esa cosa repugnante que ha quedado ahí, ambos elementos se combinan e interponen uno en el otro. Esto se refleja en la conducta espontánea y en los procedimientos rituales que se guardan en torno a la muerte. En la exposición del cadáver, en las maneras de disponer de él, en las ceremonias funerarias y conmemorativas, los parientes más cercanos, la madre que llora a su hijo, la viuda que llora a su esposo, el hijo a su padre, siempre muestran cierto horror y miedo mezclados con un pío amor, pero nunca esos elementos negativos aparecen solos y ni siquiera son los dominantes.
Los procedimientos mortuorios muestran una sorprendente similitud a lo largo y ancho del planeta. Al acercarse la muerte, los parientes más próximos en algunos casos, y a veces toda la comunidad, se reúnen junto al moribundo, y el morir, que es, de entre los actos que un hombre puede realizar, el más privado de todos, se transforma en algo público, en un suceso tribal. Como regla general, es el caso que acaezca cierta diferenciación al mismo tiempo, y ciertos parientes se quedan velando cerca del cadáver mientras que otros hacen preparativos para el pendiente fin y sus consecuencias, o tal vez celebran algún acto religioso en un lugar sagrado. Así, en ciertos lugares de Melanesia los verdaderos parientes han de guardar distancia y sólo los emparentados por matrimonio celebran los servicios mortuorios, mientras que en algunas tribus australianas se observa el orden inverso.
Tan pronto como la muerte ha acontecido, el cuerpo se lava, se unge y adorna; en ocasiones se taponan las aperturas corporales, y las piernas y brazos se atan juntos. A continuación el cadáver se expone para que todos lo vean y comienza la fase más importante del duelo, esto es, el lloro inmediato del difunto. Los que han sido testigos de una muerte y de su secuela entre los salvajes y pueden comparar estos sucesos con los que en otros pueblos incivilizados les corresponden han de sorprenderse por la fundamental similitud de los procedimientos. Existe siempre una explosión más o menos convencional y dramatizada de dolor y pesadumbre en la pena, que entre salvajes a menudo se traduce en forma de laceraciones corporales y de mesarse los cabellos. Esto se hace siempre en una exhibición pública y se asocia con signos visibles de duelo, cual untos blancos o negros sobre el cuerpo, cabello afeitado o desgreñado y ropajes rasgados o estrafalarios.
El duelo inmediato tiene lugar en torno al cadáver, hecho que, lejos de ser aborrecido o esquivado, constituye generalmente el centro de la atención pía. A menudo existen formas rituales de afecto o manifestaciones de reverencia. El cuerpo se sostiene sobre las rodillas de personas sentadas y es acariciado y abrazado. Al mismo tiempo, tales actos son por lo general considerados peligrosos y repugnantes a la vez, o sea, son deberes que han de cumplirse a algún costo del que los ejecuta. Tras cierto tiempo ha de hacerse algo con el cadáver: será la inhumación en una tumba abierta o cerrada, o la exposición en cuevas o plataformas, en árboles huecos o en el suelo de algún lugar fragoso y yermo, o la incineración o el abandono a la deriva en una piragua; éstas son las formas usuales de hacer desaparecer el cadáver.
Nos lleva esto a un punto que quizás es el más importante, a saber, la doble y contradictoria tendencia de, por un lado, conservar el cuerpo, mantener intacta su forma o retener alguna de sus partes, y, por otro, el deseo de deshacerse de él, de quitarlo de en medio, de aniquilarlo completamente. La momificación y la incineración son las dos expresiones extremas de esta doble tendencia. Es imposible considerar que la momificación o la incineración, o cualquiera de las formas intermedias, han sido determinadas por un mero accidente del credo, como un rasgo histórico de una u otra cultura que sólo ha ganado universalidad mediante el mecanismo de contacto y propagación. No es así porque en tales costumbres se expresa con claridad la actitud mental fundamental en el pariente que sobrevive, su amigo o su amante, el deseo por lo que del muerto queda y el asco y temor ante las transformaciones horrorosas que comporta la muerte.
Una variedad interesante y extrema, en la que esta actitud de dos vertientes se expresa de un modo terrible es el sarco canibalismo, esto es, la costumbre que consiste en comerse en devoción la carne del difunto. Tal cosa se lleva a efecto con una repugnancia y horror extremos, y generalmente es seguida por unos violentos vómitos. Al mismo tiempo se siente que es un acto supremo de reverencia, piedad y amor. Se considera, de hecho, que es un deber tan sagrado que entre los melanesios de Nueva Guinea, donde yo lo he estudiado y presenciado, se celebra aún en secreto, aunque esté severamente penalizado por el gobierno de los blancos. El embadurnamiento del cuerpo con la grasa del difunto tal como se practica en Australia y Papuasia no es quizá sino una variante de esa costumbre.
En todos estos ritos existe un deseo por mantener el nexo y su paralela tendencia por verlo roto. De esta manera, los ritos funerarios se consideran mancillosos y sucios; el contacto con el cadáver peligroso y repugnante y los celebrantes han de limpiar y purificar sus cuerpos, hacer desaparecer toda traza del contacto y llevar a efecto lustraciones rituales. Sin embargo, el ritual mortuorio fuerza al hombre a que venza su repugnancia, domine sus temores, haga que su devoción y afecto triunfen y, con ellos, la creencia en una vida futura, en la supervivencia del espíritu.
Y así tocamos ahora una de las más importantes funciones del culto religioso. En el análisis expuesto he colocado el acento en las inmediatas fuerzas emotivas que se crean al contacto con la muerte y el cadáver, porque son ellas las que primaria y poderosamente determinan la conducta de los vivos. Pero en relación con tales emociones y originadas por ellas, está la idea del espíritu, la creencia en una vida nueva en la que el difunto ha entrado ya. Y volvemos aquí al problema del animismo, que fue con el que empezamos nuestro examen de los hechos religiosos del primitivo.
¿Cuál es la substancia de un espíritu y cuál es el origen psicológico de tal creencia?
El salvaje teme a la muerte de manera intensa, lo que probablemente sea el resultado de ciertos instintos que, profundamente asentados, son comunes a los animales y al hombre. No quiere darse cuenta de que la muerte es un fin, ni puede enfrentarse con la idea de la completa cesación, de la aniquilación. La idea de un espíritu y de una existencia espiritual la tiene bien a mano, pues se la proporcionan las experiencias que Tylor descubrió y dio en describir. Atendiendo ávidamente a éstas, el hombre consigue la confortadora creencia en la continuidad espiritual y en la vida tras la muerte. Sin embargo, tal creencia no permanece incólume en el complejo y doble juego de esperanza y terror que acaece siempre cuando la muerte tiene lugar. A la confortadora voz de la esperanza, al intenso deseo de inmortalidad, a la dificultad o, en algún caso, a la imposibilidad de hacer frente a la aniquilación, se oponen poderosos y terribles presentimientos. El testimonio de los sentidos, la horrorosa descomposición del cadáver, la visible desaparición de la personalidad, y parece ser que ciertas sugerencias instintivas de miedo y horror, parecen amenazar al hombre, en todos los estadios de la cultura, con una idea de aniquilación y con presagios y terrores escondidos. Y aquí, en este juego de fuerzas emotivas, en este supremo dilema del vivir y de la muerte final, la religión entra en escena, seleccionando el credo positivo, la idea confortadora, la creencia culturalmente válida de la inmortalidad en el espíritu independiente del cuerpo y en la continuación de la vida post mortem. En las variadas ceremonias del óbito, en la conmemoración y en la comunión con el difunto, y en la adoración de los espíritus de los antepasados, la religión da cuerpo y forma a tales salvadoras creencias.
De esta manera, la creencia en la inmortalidad es el resultado de una revelación emotiva profunda, establecida por la religión, y no se trata de una doctrina filosófica primitiva. La convicción del hombre de continuar su vida es uno de los dones supremos de la religión, que juzga y selecciona la mejor de las dos alternativas, de las que la autoconservación es sugeridora, a saber, la esperanza de vida continuada y el temor ante la aniquilación. La creencia en los espíritus es el resultado de la creencia en la inmortalidad. La substancia de la que esos espíritus están hechos es la pasión y el deseo pletórico de vida, y no el borroso contenido que llena los sueños e ilusiones del salvaje. La religión salva al hombre de rendirse ante la muerte y la destrucción y, al hacer esto, está usando de las observaciones de sueños, visiones y sombras. El verdadero núcleo del animismo se encuentra en el hecho emotivo más profundo de la naturaleza humana, esto es, en el deseo de vivir.
Así los ritos del luto, la conducta ritual inmediata a la muerte, pueden ser tomados como modelos del acto religioso, mientras que la creencia en la inmortalidad, en la continuación de la vida en el mundo del más allá, puede considerarse como prototipo de lo que es un acto de fe. Aquí, como en las ceremonias religiosas previamente descritas, hallamos actos autocontenidos, cuya finalidad se logra en su misma celebración. La desesperación ritual, las exequias, los actos de duelo, la expresión de la emoción de los abandonados y la pérdida de todo el grupo, tales actos sancionan y, copian los sentimientos naturales de los que aún están vivos y crean un acontecimiento social de lo que es un hecho natural. Sin embargo, aunque en los actos de duelo, en la desesperación mímica del llanto, en el trato del cadáver y en su funeral no se consigue ningún efecto ulterior, tales actos cumplen una función importante y poseen un considerable valor para la cultura primitiva.
¿En qué consiste tal función? Hemos visto que, en las ceremonias de iniciación, es la socialización de la tradición; en los cultos del alimento, el sacramento y, el sacrificio ponen al hombre en comunión con la providencia, con las fuerzas benéficas de la abundancia; el totemismo regulariza la actitud útil y práctica que el hombre guarda para con su entorno. Si la consideración de la función biológica de la religión que mantenemos aquí es cierta, entonces todo el ritual mortuorio también desempeñará un papel semejante.
La muerte de un hombre o mujer de un grupo primitivo, que sólo está compuesto de un número limitado de individuos, es un suceso de no parca importancia. Los amigos y parientes más próximos se ven sacudidos hasta el fondo de su vida emotiva. Una pequeña comunidad que pierda un miembro se ve severamente mutilada, sobre todo si éste era de peso. Tal acontecimiento rompe, en su conjunto, el curso normal de la vida y conmueve los cimientos morales de la sociedad. La fuerte tendencia en la que hemos insistido en nuestra anterior descripción da paso al horror y al miedo, a abandonar el cadáver, a huir del poblado, a destruir todas las pertenencias del difunto; todos estos impulsos existen y, de darles curso libre, resultarían en extremo peligrosos, desintegrarían el grupo y destruirían los fundamentos materiales de la cultura primitiva. La muerte en la sociedad salvaje, en consecuencia, es más que la desaparición de un miembro. Al poner en movimiento una parte de las profundas fuerzas del instinto de autoconservación la muerte amenaza la cohesión y solidaridad mismas del grupo, y de las tales dependen la organización de la sociedad, su tradición y, finalmente, toda la cultura. Porque sí el hombre primitivo flaquease siempre ante los impulsos desintegradores de su reacción hacia la muerte, la continuidad de la tradición y la existencia de la civilización material se harían imposibles.
Ya hemos visto cómo la religión concede al hombre, sacrificando y regularizando así la otra clase de impulsos, el don de la integridad mental. La religión cumple exactamente las mismas funciones en relación a todo el grupo. En el ceremonial de la muerte, que une a los vivos con el cadáver y los fija en el lugar del óbito, a las creencias en la existencia del espíritu, de sus influencias benéficas o de sus malévolas intenciones, en los deberes de una serie de ceremonias comunicativas y de sacrificio, en todo esto, la religión neutraliza las fuerzas centrífugas del miedo, del desaliento y de la desmoralización y proporciona los más poderosos medios de reintegración en la turbada solidaridad del grupo y el restablecimiento de su presencia de ánimo.
En resumen, la religión asegura aquí la victoria de la tradición y de la cultura frente a la respuesta puramente negativa de los instintos frustrados.
Con los ritos de muerte ya liemos acabado nuestro examen de los principales tipos de actos religiosos. Hemos seguido las crisis de la vida como el principal hilo conductor de nuestra exposición, pero, según se han ido presentando, hemos tratado también las manifestaciones marginales, cual el totemismo, los cultos del alimento y la reproducción, el sacrificio y el sacramento, los cultos conmemorativos de los antepasados y el culto de los espíritus. Hemos de volver a uno de los tipos mencionados, a saber, la fiesta de las estaciones y las ceremonias de carácter comunal o tribal, de cuyo examen nos ocuparemos ahora.
IV
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