1. La sociedad como substancia de dios
Todos estos hechos, y de modo principal el último, muestran que la religión es un asunto de la tribu y nos acordamos aquí del dicho famoso de Robertson Smith según el cual la religión primitiva es ocupación de la comunidad y no del individuo. Esta exagerada fórmula contiene una gran dosis de verdad, pero, en ciencia, no es en modo alguno lo mismo dar a conocer por donde anda la verdad y desenterrarla y sacarla a plena luz. De hecho Robertson Smith no fue más allá, en este tema, de la formulación de un problema importante: ¿por qué el hombre primitivo celebra sus ceremonias en público?, ¿qué relación existe entre la sociedad y la verdad que la religión revela y reverencia?
Como sabemos, algunos antropólogos modernos dan a estas preguntas una respuesta tajante, en apariencia concluyente y con exceso simple. El profesor Durkheim y sus seguidores mantienen que la religión es social en todas sus entidades, y que su dios o dioses, el material del que todas las cosas religiosas están hechas, no son nada más que la sociedad divinizada.
Aparentemente esta teoría explica muy bien la naturaleza pública del culto, la inspiración y el soporte que el hombre obtiene de la comunidad, la intolerancia que la religión, especialmente en sus primeras manifestaciones, esgrime, la fuerza de la moral y otros hechos similares. Satisface también nuestros modernos prejuicios democráticos, que en las ciencias sociales se manifiestan como una tendencia por explicarlo todo atendiendo a «fuerzas colectivas» en vez de «individuales». Esta doctrina, la teoría que hace que vox populi vox Dei se presente como una sobria verdad científica, ha de ser seguramente congénita al hombre moderno.
Sin embargo, en la reflexión surgen, referidos a tal cuestión, recelos críticos que son muy graves. Cualquiera que haya tenido una experiencia sincera y profunda de la religión sabe que los momentos religiosos más intensos acaecen en la soledad, en el cese del comercio con el mundo, en la concentración y despego mental y no en la distracción de una multitud. ¿Puede la religión primitiva estar desprovista tan íntegramente de la inspiración solitaria? Nadie que tenga conocimiento de primera mano de los salvajes o que haya llegado a él tras un estudio cuidadoso de fuentes librescas, puede albergar ninguna duda a este respecto. Hechos tales como la reclusión de los novicios en la iniciación, sus luchas individuales y personales en lo que dure la prueba, la comunión con espíritus, divinidades y poderes en lugares solitarios, muestran todos que la religión primitiva es frecuentemente vivida en soledad. Tampoco, como hemos visto antes, puede explicarse la creencia en la inmortalidad prescindiendo de la consideración del marco mental religioso del individuo que mira a su muerte con temor y tristeza. La religión primitiva no carece enteramente de profetas, videntes, adivinos e intérpretes del credo. Todos estos hechos, aunque ciertamente no prueben que la religión sea exclusivamente individual, hacen difícil de entender cómo puede considerársela como lo social puro y simple.
Y, además, la esencia de la moral, en cuanto opuesta a las normas legales o consuetudinarias, es que se vea reforzada por la conciencia. El salvaje no respeta su tabú por miedo al castigo de la sociedad o a la opinión pública. Se abstiene de romperlo en parte porque teme las consecuencias maléficas que originará la voluntad divina, o las fuerzas de lo sagrado, pero principalmente, porque su responsabilidad y consciencia personal se lo vedan. El animal prohibido, la relación incestuosa o vedada, la acción o alimento que son tabúes le son directamente odiosos. Yo he visto y percibido cómo los salvajes se abstenían de una acción ilícita con el mismo horror y asco con los que el cristiano ferviente retrocede ante lo que él considera pecado. Pues bien, esta actitud mental en parte se debe, sin duda alguna, a la influencia de la sociedad en cuanto que la particular prohibición viene estigmatizada por la tradición como repugnante y horrible. Sin embargo, funciona en el individuo y mediante fuerzas de la mente del individuo. De esto se sigue que no es ni exclusivamente social ni exclusivamente individual, sino que es una mezcla de ambas.
El profesor Durkheim trata de establecer su sorprendente teoría de que la sociedad es la materia prima de Dios mediante un análisis de las festividades tribales primitivas. Estudia principalmente las ceremonias de las estaciones entre los nativos de Australia central. Entre ellos es «la gran efervescencia colectiva durante los períodos de la concentración» la que causa todos los fenómenos relativos a su religión y «la idea religiosa nace de su misma efervescencia». Durkheim coloca así el acento en la ebullición emotiva, en la exaltación, en el acrecentado poder que siente todo individuo cuando tales reuniones acontecen. Sin embargo, una mínima reflexión es suficiente para mostrarnos que en la sociedad primitiva la elevación de las emociones y del individuo sobre sí mismo no está en absoluto confinada a las aglomeraciones y a los fenómenos de multitud. El amante junto a su amada, el aventurero osado que domina su miedo haciendo frente a un peligro real, el cazador habiéndoselas con una fiera alimaña, el artesano logrando una obra maestra se sentirán, en tales condiciones yiv sean civilizados o salvajes, alterados, exaltados y dueños de mayores fuerzas. Y no hay duda de que de tales experiencias solitarias, en las que el hombre siente el presentimiento de morir, las punzadas de la angustia o la exaltación de la dicha, surge gran parte de la inspiración religiosa. Aunque la mayoría de las ceremonias sean celebradas en público, la revelación religiosa que acaece en la soledad es mucha.
Además, existen en las sociedades primitivas actos colectivos con tanta efervescencia y pasión como cualquier ceremonia religiosa pudiese comportar y que, sin embargo, no poseen connotación alguna de tal índole. El trabajo colectivo de los huertos, tal como yo lo he presenciado en Melanesia, cuando los hombres se entusiasman en la emulación y gozan de su labor, entonando canciones rituales y pronunciando gritos de júbilo y lemas de desafío en la competición, está pleno de esa «efervescencia colectiva». Pero ésta es enteramente profana y si una sociedad «se revela a sí misma» en esta manifestación, como en cualquier otra de carácter público, resulta que no asume grandeza divina o apariencia deiforme alguna. Una batalla, una carrera de canoas, una de las grandes aglomeraciones tribales para fines de comercio, un lay corrobboree* australiano, una reyerta en el poblado, esencialmente son también, tanto desde el punto de vista social como psicológico, ejemplos de efervescencia de multitudes. Sin embargo, en tales ocasiones no se ha generado religión alguna. De esta manera lo colectivo y lo religioso, a pesar de sus interferencias, no son en modo alguno idénticos y, de la misma suerte que buena parte de creencias e inspiraciones religiosas puede remitirse a experiencias solitarias, también es el caso que hay muchas reuniones y hervores sociales que no comportan consecuencia o significado religioso alguno.
Si hacemos aún más amplia la definición de sociedad y consideramos a ésta como una entidad permanente, continua en su tradición y cultura, cada generación educada por sus predecesores y moldeada en su similitud por la herencia social de la civilización, ¿no podremos entonces ver en la sociedad un prototipo de dios? Incluso así los actos de la vida del primitivo permanecen rebeldes a tal teoría. Y ello porque la tradición comprende la suma total de normas y costumbres sociales, reglas de arte y conocimiento, órdenes, preceptos, leyendas y mitos, y sólo una parte de todo eso tiene carácter religioso, mientras que lo demás es esencialmente profano. Como hemos visto en la segunda parte de este ensayo, el conocimiento empírico y racional de la naturaleza que el primitivo posee, lo que es el cimiento de sus oficios y artes, de sus empresas económicas y de sus habilidades constructivas, constituye un dominio autónomo de la tradición social. La sociedad, cual guardián de la tradición laica, o sea, de lo profano, no puede ser el principio religioso o la divinidad, porque el lugar de esta última sólo está dentro de la esfera de lo sacro. Además, hemos visto que una de las principales tareas de la religión primitiva, sobre todo en la celebración de las ceremonias de iniciación y de los misterios de la tribu, consiste en santificar la parte religiosa de la tradición. De esto se sigue que la religión no puede derivar su santidad de una fuente que la misma religión santifica.
En realidad la «sociedad» sólo puede identificarse con lo divino y lo sagrado mediante un hábil juego de palabras y una doble argucia. De hecho, si identificamos lo social con lo moral y ampliamos este concepto para que cubra todo credo, toda norma de conducta, todo dictado de la conciencia, si, además, personificamos la «fuerza moral» y la consideramos como «alma colectiva», entonces la identificación de la sociedad con la deidad no requiere gran habilidad dialéctica para su defensa. Pero, como las reglas morales son tan sólo una parte de la herencia tradicional del hombre, como la moralidad no se identifica con el «poder del ser» del que se cree como, en fin, el concepto metafísico del «alma colectiva» es infecundo en antropología, hemos de rechazar, por todo esto, la teoría sociológica de la religión.
Para resumir diremos que los enfoques de Durkheim y de su escuela son inaceptables. Primero, porque en las sociedades primitivas la religión también tiene, en gran parte, sus fuentes en el ámbito puramente individual. En segundo lugar, porque la sociedad, en cuanto multitud, no se abandona siempre, en absoluto, a la producción de creencias o incluso de estados mentales religiosos, mientras que, por el contrario, la efervescencia colectiva es a menudo de naturaleza enteramente secular. En tercer lugar, porque la tradición, la suma total de ciertas reglas y logros culturales, engloba, y, en las sociedades primitivas mantiene fuertemente unidos, el campo de lo sagrado y lo profano. Y, por fin, porque la personificación de la sociedad, el concepto de una «alma colectiva» carece de fundamentación fáctica y es contrarío a los sanos métodos de la ciencia social.
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