Mujeres enamoradas



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-¿Y a mí qué me importa? -dijo ella.

-A mí me importa -repuso él-, dado que son mis reses.

-¿Cómo que son suyas? No se las ha tragado us­ted. Deme una de ellas ahora -dijo extendiendo la mano.

-Ya sabe dónde están -dijo él apuntando hacia la colina-. Puede quedarse con una, si desea que se la envíe más adelante.

Ella le miró con rostro inescrutable.

-Piensa que le tengo miedo a usted y a sus reses, ¿verdad? -preguntó ella.

Los ojos de él se estrecharon peligrosamente. Había una débil sonrisa dominante en su rostro.

-¿Por qué habría de pensar eso? -dijo él.

Ella le contemplaba todo el tiempo con sus ojos os­curos, dilatados, primitivos. Se inclinó hacia adelante y movió su brazo en círculo, alcanzándole con un leve golpe al rostro con el revés de la mano.

-Por esto -dijo, burlona.

Y sintió en su alma un deseo inconquistable de vio­lencia profunda contra él. Cortó el miedo y el desalien­to que llenaban su mente consciente. Deseaba hacer lo que hizo, no iba a tener miedo.

El retrocedió debido al leve golpe en el rostro. Se puso mortalmente pálido y una llama peligrosa oscure­ció sus ojos. No pudo hablar durante unos segundos, sus pulmones estaban demasiado inundados de sangre, su corazón se dilataba casi hasta estallar con un gran torrente de emoción ingobernable. Era como si hubiese explotado en su interior algún depósito de emoción negra, inundándole.

-Ha dado usted el primer golpe -dijo al fin, for­zando las palabras a salir de sus pulmones con una voz tan suave y baja que sonó dentro de ella como un sueño, no proferida en el aire externo.

-Y daré el último -repuso ella involuntariamente, con confiada seguridad.

El estaba silencioso, no la contradijo.

Ella permaneció en postura negligente, mirando ha­cia otra parte, hacia la distancia. En el borde de su conciencia se estaba planteando automáticamente la pre­gunta: «¿Por qué te estás comportando de esta manera imposible y ridícula?» Pero estaba irritada y medio apartó de sí la pregunta. No logró borrarla por com­pleto, por lo cual se sintió azorada.

Gerald, muy pálido, la contemplaba de cerca. Sus ojos estaban encendidos con destellos de determinación, absortos y brillantes. Ella se volvió de repente hacia él.

-Eres tú quien hace que me comporte de este modo, lo sabes -dijo ella, casi sugerente.

-¿Yo? ¿Cómo? -dijo él.

Pero ella se alejó, dirigiéndose hacia el lago. Abajo, sobre el agua, empezaban a encenderse las linternas como débiles fantasmas de llama cálida cubierta por una oscuridad como laca, encima había un cielo pálido, rosado, y el lago era en una parte pálido como la leche. Lejos, en el puerto, minúsculos puntos de rayos colo­reados se ensartaban en el ocaso. El puerto estaba siendo iluminado. Las sombras se reunían desde los árboles en todas las demás direcciones.

Gerald, blanco como una aparición en sus ropas de verano, bajaba siguiendo a Gudrun por la ladera cu­bierta de césped. Gudrun esperó que llegase a su altu­ra. Entonces extendió suvamente la mano y le tocó, di­ciendo suavemente:

-No estés enfadado conmigo.

Una llama voló sobre él y quedó inconsciente. Pero balbuceó:

-No estoy enfadado contigo. Estoy enamorado de ti.

Su mente había desaparecido, trató de lograr un con­trol mecánico suficiente para salvarse. Ella rió con una plateada y pequeña burla, aunque intolerablemente aca­riciadora.

-Es una manera de expresarlo -dijo ella.

La terrible losa que tenía sobre su mente, el horri­ble desfallecimiento, la pérdida de todo su control, eran demasiado para él. Aferró el brazo de ella con su única mano como si fuera de hierro.

-¿Todo bien entonces? -dijo él, manteniéndola de­tenida.

Ella miró la cara de ojos finos y se le heló la sangre.

-Sí, está todo bien -dijo suavemente, como si es­tuviera drogada, musical y algo bruja su voz.

El caminó junto a ella, cuerpo móvil sin mente. Pero se recobró un poco a medida que continuaba. Sufría intensamente. Había matado a su hermano siendo un muchacho y estaba. apartado, como Caín.

Encontraron a Birkin y a Ursula sentados juntos al lado de los botes, hablando y riendo. Birkin había esta­do provocando a Ursula.

-¿Hueles este pequeño marjal? -dijo él olfateando el aire.

Era muy sensible a los aromas y rápido en comprenderlos..

-Es agradable -dijo ella.

-No -repuso él-, alarmante.

-¿Por qué alarmante? -rió ella.

-Hierve y hierve un río de oscuridad -dijo él-, haciendo brotar lirios y culebras, y el ignis fatuus, ro­dando todo el tiempo hacia adelante. Eso es lo que nun­ca tomamos en cuenta..., que rueda hacia adelante.

-¿Qué?


-El otro río, el río negro. Consideramos siempre el río plateado de la vida, que rueda acelerando todo el mundo a una claridad, más y más hacia el cielo, flu­yendo en un brillante mar eterno, un cielo de ángeles apiñándose. Pero nuestra verdadera realidad es la otra...

-Pero ¿qué otra? No veo ninguna otra -dijo Ursula.

-Sin embargo, es tu realidad -dijo él-; ese río oscuro de disolución. Ves que rueda en nosotros tal . como rueda el otro..., el río negro de la corrupción. Y nuestras flores son de ese río... Nuestra Afrodita na­cida del mar, todas nuestras fosforescentes flores blan­cas de perfección sensual, toda nuestra realidad en estos tiempos.

-¿Quieres decir que Afrodita es realmente mortífe­ra? -preguntó Ursula.

-Quiero decir que ella es el misterio floreciente del proceso mortal, sí -repuso él-. Cuando cesa la corrien­te de creación sintética descubrimos que somos parte del proceso inverso, la sangre de la creación destruc­tiva. Afrodita nace en el primer espasmo de disolución universal..., luego los cisnes, las serpientes y los lo­tos..., las flores del marjal... y Gudrun y Gerald... na­cidos en el proceso de creación destructiva.

-¿Y tú y yo...? -preguntó ella.

-Probablemente -replicó él-. Desde luego en par­te. No sé todavía si somos eso in toto.

-Quieres decir que somos flores de disolución..., fleurs du mal? Yo no me siento como si lo fuese -pro­testó ella.

El quedó silencioso un tiempo.

-Yo no siento que lo seamos juntos -repuso él-. Algunas gentes son puras flores de corrupción oscura..., lirios. Pero deben existir algunas rosas, cálidas y lla­meantes. Ya sabes que, según Heráclito, «un alma seca es la mejor». Yo entiendo perfectamente lo que eso significa. ¿Y tú?

-No estoy segura -repuso Ursula-. Pero ¿qué pasa si las gentes son todas flores de disolución... cuando son flores en absoluto..., qué diferencia hay?

-Ninguna diferencia... y toda la diferencia. La diso­lución rueda justamente como la producción -dijo él-. Es un proceso progresivo... y termina en la nada uni­versal..., el fin del mundo si prefieres. Pero ¿por qué no ha de ser el fin del mundo tan bueno como el co­mienzo?

-Supongo que no lo es -dijo Ursula más bien irritada.

-Oh sí, en última instancia -dijo él-. Significa después un nuevo ciclo de creación..., pero no para nosotros. Si es el fin, entonces nosotros pertenecemos al fin..., fleurs du mal si prefieres. Si somos fleurs du mal, no somos rosas de felicidad, y eso es todo.

-Pero yo pienso que lo soy. Pienso que soy una rosa de felicidad.

-¿Prefabricada? -preguntó él irónicamente.

-No..., real -dijo ella, dolida.

-Si somos el fin no somos el comienzo -dijo él.

-Sí, lo somos -dijo ella-. El comienzo brota del fin.

-Viene después de él, no de él. Después de noso­tros, no de nosotros.

-Realmente, sabes, eres un sabio -dijo ella-. Quie­res destruir nuestra esperanza. Deseas que seamos mor­tíferos.

-No -dijo él-, sólo deseo que sepamos lo que somos.

-¡Ja! -exclamó rabiosa-. Lo único que deseas es que conozcamos la muerte.

-Estás bastante 'en lo cierto -dijo la voz suave de Gerald desde la penumbra.

Birkin se levantó. Gerald y Gudrun irrumpieron. Em­pezaron todos a fumar en los momentos de silencio. Birkin les encendió los cigarrillos uno tras otro. La cerilla temblaba en el ocaso y todos fumaban pacíficamente junto a la orilla del agua. El lago estaba en ti­nieblas, la luz estaba desapareciendo en mitad de la tierra oscura. Todo el aire circundante era intangible, había un ruido irreal de banjos o música semejante. A medida que moría la luz dorada ganaba brillo la luna, pareciendo empezar a mostrar sonriente su predomi­nio. Los bosques oscuros de la orilla opuesta se fun­dían en la sombra universal. Y a lo largo de esta som­bra universal había una intrusión desparramada de luces. A lo lejos había en el lago fantásticas cuerdas pálidas de color, como cuentas de fuego descolorido, verdes, rojas y amarillas. La música llegaba con un ruido apagado mientras el vapor, todo iluminado, se enderezaba hacia la gran sombra, sacudiendo sus per­files de luces semivivientes, expulsando su música a pe­queños impulsos.

Por todas partes se encendían luces. Aquí y allá, cer­ca del agua difusa y en el extremo más lejano del lago, donde el agua yacía lechosa en la última blancura del cielo y no había sombra alguna, flotaban llamas soli­tarias y débiles de linternas desde los invisibles botes. Había un sonido de remos, y un bote pasó de la difusa claridad a la oscuridad bajo el bosque, donde sus lin­ternas parecieron encenderse colgando de encantadores globos rojizos. Y una vez más revolotearon en el lago rayos rojos oscuros como reflejos alrededor del bote. Estaban por todas partes esas rosadas y silenciosas criaturas de fuego deslizándose cerca de la superficie del agua, captadas por los reflejos más raros, apenas visibles.

Birkin trajo las linternas del bote mayor y las cuatro sombras blancas se reunieron en círculo para encender­las. Ursula sujetó la primera, Birkin bajó la luz desde la taza rosada y brillante de sus manos a las profun­didades de la linterna. Fue encendida y todos retroce­dieron para mirar la gran luna azul de luz que colgaba de la mano de Ursula, lanzando un extraño resplandor sobre su rostro. Parpadeó y Birkin se inclinó sobre el pozo de luz. Su rostro brilló como una aparición, tan inconsciente y, una vez más, algo demoníaca. Ursula estaba difusa y velada, asomando por detrás de él.

-Así está bien -dijo suavemente su voz.

Ella sujetó la linterna. Hubo una bandada de ci­güeñas que cruzaron un cielo de luz turquesa sobre una tierra oscura.

-Esto es hermoso -dijo ella.

-Encantador -añadió Gudrun, que deseaba sujetar también una linterna y levantarla llena de belleza.

-Enciende una para mí -dijo.

Gerald estaba a su lado, incapaz. Birkin encendió la linterna que ella sujetaba. El corazón de Gudrun latía de ansiedad por ver lo hermosa que sería. Era de un amarillo rosado, con grandes flores derechas creciendo oscuramente de hojas oscuras, levantando sus cabezas hacia el rosado día mientras revoloteaban mariposas por encima, en la pura luz clara.

Gudrun lanzó un pequeño grito excitado, como si hubiera sido atravesada por el deleite.

-¡Qué hermoso, oh, qué hermoso!

Su alma estaba realmente transida de belleza, se sentía transportada más allá de sí misma. Gerald se in­clinó cerca de ella entrando en su zona de luz, como para ver. Se acercó y quedó tocándola, mirando con ella el brillante globo rosa. Y ella volvió su rostro hacia el de él, que brillaba débilmente a la luz de la linterna, y quedaron juntos en una unión luminosa, próximos y rodeados de luz, excluido todo el resto.

Birkin apartó la vista y fue a encender la segunda linterna de Ursula. Representaba un fondo marino son­rojado pálido, con cangrejos negros y algas marinas moviéndose sinuosamente bajo un mar transparente, que se transformaba más arriba en llameante rojo.

-Tienes los cielos arriba y las aguas debajo de la tierra -le dijo Birkin.

-Cualquier cosa salvo la propia tierra -rió ella, contemplando las ágiles manos de él que se cernían atendiendo a la luz.

-Me muero por ver mi segunda -exclamó Gudrun con una voz vibrante y más bien estridente, que pare­cía repeler a los otros.

Birkin fue y la encendió. Tenía un encantador co­lor azul profundo, con un suelo rojo y una gran jibia blanca fluyendo con suaves corrientes blancas por en-

cima. La jibia tenía un rostro que miraba derecho desde el corazón de la luz, muy fijo y fríamente resuelto.

-¡Qué verdaderamente pavoroso! -exclamó Gudrun con voz de horror. A su lado. Gerald profirió una risa grave.

-¡Pero da realmente miedo! -exclamó ella, apenada. El rió de nuevo y dijo:

-Cámbiasela a Ursula por los cangrejos.

Gudrun quedó silenciosa un momento.

-Ursula -dijo ella-. ¿Podrías soportar esta temi­ble cosa?

-Me parece que tiene un colorido encantador -dijo Ursula.

-Y a mí también -dijo Gudrun-. Pero ¿podrías soportar llevarla colgando de tu bote? ¿No deseas des­truirla al instante?

-Oh, no -dijo Ursula-. No deseo destruirla.

-Entonces, ¿te importa quedarte con ella en vez de los cangrejos? ¿Estás segura de que no te importa?

Gudrun se aproximó para intercambiar linternas.

-No -dijo Ursula, entregando los cangrejos y reci­biendo la jibia.

Sin embargo, no pudo evitar sentirse algo resentida por el modo en que Gudrun y Gerald suponían tener derechos sobre ella, precedencia.

-Vamos entonces -dijo Birkin-. Las pondré sobre los botes.

El y Ursula se alejaron hacia el bote grande.

-Supongo que me llevarás de vuelta remando, Ru­pert -dijo Gerald desde la pálida sombra de la noche.

-¿No vas a ir con Gudrun en la canoa? -dijo Birkin-. Será más interesante.

Hubo una pausa momentánea. Birkin y Ursula esta­ban en penumbras al borde del agua, con las oscilantes linternas. Todo el mundo era ilusorio.

-¿Te parece bien? -le dijo Gudrun.

-A mí me parece muy bien -dijo Gerald-. Pero ¿qué hay de ti y de los remos? No veo por qué debieras tirar de mí.

-¿Por qué no? -dijo ella-. Puedo llevarte igual que llevé a Ursula.

El sabía, por el tono de ella, que deseaba tenerle

para sí en el bote y que se sentía sutilmente satisfecha pudiendo tener poder sobre ambos. El se entregó con una sumisión extraña, eléctrica.

Ella le tendió las linternas mientras fue a fijar la vara al final de la canoa. El la siguió y quedó con las linternas colgando contra sus muslos de franela blanca, perfilando con nitidez la oscuridad circundante.

-Bésame antes de que nos vayamos -llegó suave­mente la voz de él desde la sombra.

Ella detuvo su trabajo con estupor real, momen­táneo.

-¿Pero por qué? -exclamó, puramente sorprendida.

-¿Por qué? -repitió él irónicamente.

Y ella le miró con fijeza durante algunos momentos. Entonces se inclinó hacia delante y le besó demorándose en boca con un beso lento, lujoso. Luego le cogió las linternas mientras él quedaba desfalleciendo con el fue­go perfecto que ardía en todas sus articulaciones.

Levantaron la canoa para llevarla hasta el agua, Gu­drun ocupó su lugar y Gerald desatracó.

-¿Estás seguro de que no te haces daño en la mano haciendo eso? -preguntó ella con solicitud-. Porque yo podría haberlo hecho perfectamente.

-No me hago daño -dijo él en una voz baja, sua­ve, que la acarició con inexpresable belleza.

Y ella le contemplaba sentada cerca, muy cerca, en la popa de la canoa, con las piernas acercándose a las suyas y los pies de ambos tocándose. Y remaba suave, perezosamente, anhelando que él le dijese algo lleno de significado. Pero él permaneció silencioso.

-Te gusta esto, ¿verdad? -dijo ella con voz amable, solícita.

El rió brevemente.

-Hay un espacio entre nosotros -dijo él con la mis­ma voz grave, inconsciente, como si algo estuviese ha­blando desde él.

Y ella era como mágicamente consciente de que es­taban equilibrados en separación dentro del bote. Gu­drun desfallecía de comprensión aguda y placer.

-Pero estoy muy cerca --dijo acariciadoramente, jovial.

-Pero distante, distante -dijo él.

De nuevo quedó silenciosa de placer, antes de con­testar con voz conmovida y algo estridente­ -Pero no podemos cambiar muy bien mientras es­temos sobre el agua.

Ella le acariciaba sutil y extrañamente, teniéndole completamente a su merced.

Una docena de botes o más llevaban colgadas sus linternas rosadas y como lunas cerca del agua, que se reflejaba como un fuego. A lo lejos, el vapor emitía música y los chapoteos de su lentas palas, arrastrando los cables de luces coloreadas y encendiendo toda la escena ocasional pero vivamente con una efusión de fuegos artificiales, iluminando la superficie del agua y mostrando los botes que se deslizaban alrededor, a ras de agua. Entonces cayó de nuevo la encantadora oscu­ridad, las linternas y las pequeñas luces ensartadas par­padearon suavemente, hubo un sonido amortiguado de remos y un ondear de música.

Gudrun remaba casi imperceptiblemente. Gerald po­día ver a no mucha distancia los intensos globos azul y rosa de las linternas de Ursula balanceándose suave­mente mejilla con mejilla mientras Birkin remaba, y destellos iridiscentes, evanescentes, persiguiendo la es­tela. Era consciente también de sus propias luces deli­cadamente coloreadas arrojando su suavidad tras él.

Gudrun descansó los remos y miró alrededor. La ca­noa se movía con la más mínima ondulación del agua. Las rodillas blancas de Gerald estaban muy cerca de ella.

-¡Qué hermoso¡ -dijo ella suavemente, como reve­rencialmente.

Le miró mientras él se recostaba contra el frágil cristal de la linterna. Podía ver su rostro, aunque fuese una pura sombra. Pero era un trozo de crepúsculo. Y su pecho ardía agudamente de pasión por él, tan hermoso en su fijeza y misterio varonil. Había cierto efluvio puro de virilidad, como un aroma proveniente de sus contornos suave y firmemente moldeados, cierta per­fección rica de su presencia que la tocaba con un éxta­sis, un estremecimiento de pura intoxicación. Le encan­taba mirarle. Por ahora no deseaba tocarle, conocer la sustancia interior, satisfactoria, de su cuerpo viviente. Era puramente intangible, era tan próximo. Sus manos yacían sobre los remos como dormidas, sólo deseaba verle como una sombra de cristal, sentir su presencia esencial.

-Sí -dijo él vagamente-. Es muy hermoso.

Estaba escuchando los débiles sonidos próximos, el gotear del agua desde las palas de los remos, el leve tamborileo de las linternas situadas detrás de él cuando se frotaban una con otra, el sonido ocasional de la fal­da espesa de Gudrun, un ruido extraño de tierra firme. Su mente estaba casi sumergida, casi exangüe, derrum­bada por primera vez en su vida, hundida en las cosas que le rodeaban. Porque él siempre mantenía una aten­ción tan aguda, concentrado y rebelde en sí mismo. Ahora había soltado amarras, se estaba fundiendo im­perceptiblemente con la totalidad. Era como un sueño puro y perfecto, el primer gran sueño de la vida. Había sido tan insistente, tan precavido toda su vida. Pero aquí estaba el sueño, y la paz, y la desaparición perfecta.

-¿Remo hasta el embarcadero? -preguntó Gudrun ansiosamente.

-Hacia donde quieras -contestó él-. Deja que el bote derive.

-Dime entonces si vamos a toparnos con algo -re­puso ella con esa voz muy apacible y sin entonaciones de la pura intimidad.

-Nos lo dirán las luces -dijo él.

Derivaron casi inmóviles, en silencio. El deseaba si­lencio, puro y total. Sin embargo, a ella le faltaba to­davía alguna palabra, alguna confirmación.

-¿Nadie te echará de menos? -preguntó ella, an­siosa de alguna comunicación.

-¿Echarme de menos? -repitió él-. ¡No! ¿Por qué?

-Me preguntaba si alguien andaría buscándote.

-¿Por qué habrían de buscarme? -y él recordó en­tonces sus modales-. Pero quizá tú deseas volver =dijo él con una voz cambiada.

-No, no deseo volver -repuso ella-. No, te lo ase­guro.

-¿Estás segura de que todo va bien para ti?

-Perfectamente bien.

Se quedaron de nuevo muy quietos. El vapor hizo sonar la sirena, alguien estaba cantando. Entonces, como rasgando la noche, hubo súbitamente un gran grito, una confusión de voces estridentes, agitación en el agua y el horrendo sonido de las grandes palas del barco inver­tidas y agitándose violentamente.

Gerald se incorporó y Gudrun le miró asustada.

-Alguien se ha caído al agua -dijo él irritada y desesperadamente, mirando fijamente a través de la pe­numbra-. ¿Puedes remar hacia allá?

-¿Hacia dónde? ¿Hacia el barco? -preguntó Gudrun con un pánico nervioso.

-Sí.


-Adviérteme si pierdo la dirección -dijo ella con aprensión nerviosa.

-Te mantienes bien -dijo él, y la canoa se apresuró.

Continuaron los gritos y ruidos, con un sonido ho­rrendo a través de la penumbra y sobre la superficie del agua.

-¿No era forzoso que esto sucediera? -dijo Gudrun con una ironía pesada y odiosa.

Pero él apenas escuchaba, y ella miró sobre su hom­bro para ver el camino. Las aguas semioscuras estaban jalonadas por encantadoras burbujas de luces cabecean­tes, el vapor no parecía distante. Sus luces se balancea­ban en la noche reciente. Gudrun remó con toda la fuerza que pudo. Pero ahora que era un asunto serio parecía insegura y torpe, le era difícil remar con rapi­dez. Miró el rostro de él. Gerald estaba contemplando la oscuridad con los ojos fijos, muy alerta y singular en sí mismo, instrumental. El corazón de ella se hundió, parecía morir una muerte. «Naturalmente -se dijo a sí misma-, no se ahogará nadie. Naturalmente que no. Sería demasiado extravagante y sensacional.» Pero su corazón estaba frío, debido al rostro afilado e imperso­nal del hombre. Era como si él perteneciese natural­mente al pesar y a la catástrofe, como si fuera él mis­mo de nuevo.

Llegó entonces una voz infantil, el alarido agudo y penetrante de una muchacha:

-¡Di... Di... Di..., oh Di..., oh Di..., oh Di...!

La sangre se heló en las venas de Gudrun.

-Es Diana -murmuró Gerald-. Ese mico rancio

debe haber hecho una de sus travesuras.

Miró de nuevo los remos, porque el barco no iba lo bastante rápido para él. Esa tensión nerviosa entorpe­cía casi completamente la acción de remar por parte de Gudrun. A pesar de ello, siguió intentándolo con to­das sus fuerzas. Las voces continuaban llamando y res­pondiendo.

-¿Dónde, dónde? Allí estás..., eso es. ¿Cuál? No..., no-o-o. Maldita sea, aquí, aquá...

Los botes se apresuraban a llegar desde todas las di­recciones hacia la escena, podían verse linternas de co­lores ondeando cerca de la superficie del lago, con sus reflejos persiguiéndolas apresuradamente. El vapor hizo sonar nuevamente las sirenas por alguna razón desco­nocida. El bote de Gudrun se desplazaba rápidamente, las linternas pscilaban a la espalda de Gerald.

Llegó entonces de nuevo el grito agudo de la niña, con una nota de llanto e impaciencia ahora:

-¡Di..., oh Di..., oh Di... Di...!

Era un sonido terrible, que atravesaba el aire oscuro de la noche.

-Estarías mucho mejor en la cama, Winnie -mur­muró para sí Gerald.

Se había inclinado para desabrocharse los zapatos, quitándoselos con el pie. Luego lanzó su sombrero al fondo del bote.

-No puedes meterte en el agua con la mano herida -dijo Gudrun jadeando, con una voz baja de horror.

-¿Qué? No dolerá.

Luchó por quitarse la chaqueta y, tras conseguirlo, puso la prenda entre sus pies. Se sentó con la cabeza desnuda, todo de blanco ahora. Notó el cinturón en sus caderas. Se estaban acercando al barco, que se alzaba aún grande sobre ellos, con sus miles de lámparas que creaban dardos encantadores y sinuosas lenguas corre­dizas de fea luz roja, verde y amarilla sobre la lustrosa agua oscura, bajo la sombra.

-¡Oh, sacadla! ¡Oh Di, querida! ¡Oh, sacadla! ¡Oh papá, papá! -gemía la voz infantil, desesperada.

Alguien estaba en el agua con un salvavidas. Dos botes remaban cerca, balanceándose ineficazmente sus linternas y describiendo círculos.

-¡Eh.., Rockley!... ¡Eh, allí!


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