Mujeres enamoradas



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Así meditaba Birkin mientras estaba enfermo. A veces le gustaba estar lo bastante enfermo como para meterse en la cama, porque entonces mejoraba muy rápidamente y las cosas le llegaban claras y seguras.

Mientras estaba tumbado vino Gerald a verle. Los dos hombres estaban unidos por un sentimiento pro­fundo, incómodo. Los ojos de Gerald eran rápidos e inquietos, su actitud en general tensa e impaciente, pa­recía colgado de alguna actividad. Cediendo a lo con­vencional llevaba ropas oscuras, parecía serio, apuesto y comme il faut. Su pelo rubio era casi blanco, agudo como astillas de luz; su rostro, marcado y rubicundo; su cuerpo parecía lleno de energía septentrional.

Gerald quería realmente a Birkin, aunque nunca creyese del todo en él. Birkin era demasiado irreal; agudo, ingenioso, maravilloso, pero no lo bastante práctico. Gerald sentía que su propio entendimiento era mucho más sensato y seguro. Birkin era encantador, un espí­ritu maravilloso, pero después de todo no convenía tomarle en serio, no debería contársele como un hom­bre entre hombres.

-¿Por qué estás en la cama de nuevo? -preguntó amablemente, cogiendo la mano del enfermo.

Gerald era siempre el protector, el que ofrecía el abrigo cálido de su fuerza física.

-Por mis pecados, supongo -dijo Birkin, sonriendo algo irónicamente.

-¿Por tus pecados? SI, probablemente es por eso. ¡Más te valdría pecar, menos y cuidar mejor la salud!

-Ya puedes empezar a enseñarme.

Miró a Gerald con ojos irónicos.

-¿Qué tal van las cosas contigo? -preguntó Birkin.

-¿Conmigo?

Gerald miró a Birkin, vio que estaba serio, y una luz cálida apareció en sus ojos.

-Me parece que no han cambiado nada. No veo cómo podrían cambiar. No hay nada que cambiar.

-Supongo que estarás dirigiendo el negocio con el éxito de siempre e ignorando la exigencia del alma.

-Eso es -dijo Gerald-. Por lo menos en lo que respecta al negocio. Seguro que no podría decir lo mis­mo del alma.

-No.

-¿Seguro que no esperas eso de mí? -rió Gerald.



-No. ¿Qué tal progresan el resto de tus asuntos, prescindiendo del negocio?

-¿El resto de mis asuntos? ¿De qué se trata? No puedo decirte nada hasta no saber a qué te refieres.

-Sí lo sabes -dijo Bírkin-. ¿Estás pesaroso o ale­gre? ¿Y qué hay de Gudrun Brangwen?

-¿Qué hay? -una mirada confusa se apoderó de Gerald-. Bien -añadió-, no lo sé. Sólo puedo decirte que me dio una bofetada la última vez que la vi.

-¡Una bofetada! ¿Para qué?

-Tampoco podría explicártelo.

-¡Vaya! Pero ¿cuándo?

-La noche de la fiesta..., cuando se ahogó Diana. Ella estaba echando a las reses colina arriba y yo la seguí..., ¿recuerdas?

-Sí, lo recuerdo. Pero ¿qué le hizo hacer eso? Su­pongo que no se lo pediste claramente, ¿verdad?

-¿Yo? No, no que yo sepa. Me limité a decirle que era peligroso acercarse a esos terneros Highland..., como en realidad es. Ella se volvió y me dijo: «Supongo que piensas que tengo miedo de ti y de tus reses, ¿ver­dad?» Con lo cual le pregunté:: «¿Por qué?», y en res­puesta me lanzó un revés a la cara.

Birkin rió rápidamente, como si le complaciese. Gerald le miró, inquisitivo, y empezó a reír también di­ciendo:

-No me reí en aquel momento, te lo aseguro. Nun­ca me he sentido más retraído en mi vida.

-¿Y no estabas furioso?

-¿Furioso? Pienso que sí. La habría matado.

-¡H'ml -profirió Birkin-. ¡Pobre Gudrun, seguro que luego sufrió por haberse delatado!

Estaba inmensamente complacido.

-¿Crees que sufrió? -preguntó Gerald, también di­vertido ahora.

Ambos hombres sonrieron con malicia, divertidos.

-Me parece que mucho, viendo lo fácilmente que se azora.

-¿Te parece apocada? Entonces, ¿qué la impulsó? Porque a mí me parece, desde luego, que fue bastante injustificado, bastante inmotivado.

-Supongo que fue un impulso repentino.

-Sí, pero ¿cómo te explicas que tuviese semejante impulso? No le había hecho daño alguno.

Birkin sacudió la cabeza.

-Supongo que brotó de repente en ella la amazona -dijo él.

-Bien -repuso Gerald-, hubiese preferido estar en el Orinoco.

Ambos rieron ante el chiste malo. Gerald estaba pen­sando en Gudrun cuando dijo que daría también el último golpe. Pero cierta reserva hizo que no se lo con­tara a Birkin.

-¿Y te dolió? -preguntó Birkin.

-No me dolió. No me importó un bledo -quedó silencioso un momento y luego añadió, sonriendo-:

-No, veremos qué pasa, eso es todo. Ella parecía lamen­tarlo después.

-¿De veras? ¿No volvisteis a encontraros desde esa noche?

El rostro de Gerald se ensombreció.

-No -dijo-. Hemos estado..., puedes imaginar lo que ha sido, desde el accidente.

-Sí. ¿Se está calmando la cosa?

-No lo sé. Desde luego, es una conmoción. Pero no creo que le importe a mi madre. Realmente no creo que se entere siquiera. Y lo más divertido es que solía vivir completamente para los niños..., nada le importa­ba, nada en absoluto, exceptuando a los niños. Y ahora no lo toma más en cuenta que si se tratara de uno de los criados.

-¿No? ¿Te trastornó a ti mucho?

-Fue una conmoción. Pero, realmente, no lo siento mucho. No me siento para nada distinto. Todos tene­mos que morir, y no parece constituir ninguna gran diferencia que muramos o no, en cualquier caso. No puedo sentir ningún pesar, ¿sabes? Me deja frío. No puedo explicármelo.

-¿No te importa morir o no? -preguntó Birkin.

Gerald le miró con ojos azules como el empavonado acero de un arma. Se sentía extraño, pero indiferente. De hecho, le importaba terriblemente, con un gran miedo.

-Oh -dijo él-, no deseo morir, ¿por qué habría de desearlo? Pero no me preocupa. El asunto no parece estar sobre el tapete, para mí en absoluto. No me inte­resa, ¿sabes?

-Timor mortis conturbat me -citó Birkin, aña­diendo-: No, la muerte no parece ser realmente el punto. Curiosamente, no nos concierne. Es como un común mañana.

Gerald miró detenidamente a su amigo. Los ojos de ambos hombres se encontraron, intercambiando una comprensión implícita.

Gerald estrechó los ojos; su rostro era sereno y sin escrúpulos mientras miraba impersonalmente a Birkin, con una visión que terminaba en un punto del espacio, extrañamente aguzados los ojos aunque ciegos.

-Si la muerte no es el punto -dijo en una voz extrañamente abstracta, fría y hermosa-, ¿qué es?

Le sonaba la voz como si hubiese sido descubierto.

-¿Qué es? -repuso Birkin como un eco, y hubo un silencio burlón.

-Tras el punto de la muerte intrínseca y antes de desaparecer hay un largo camino -dijo Birkin.

-Lo hay -dijo Gerald-. ¿Pero qué tipo de camino?

Parecía urgir al otro hombre buscando un conoci­miento que él ya poseía y en mayor grado.

-El que baja las laderas de la degeneración... la degeneración mística, universal. Hay muchos estadios

de pura degradación a recorrer, épocas enteras. Vivimos largamente después de nuestra muerte, y progresiva­mente, en devolución progresiva.

Gerald le escuchaba con una sonrisa débil y bella sobre el rostro todo el tiempo, como si de alguna ma­nera supiese mucho más que Birkin acerca de todo eso: como si su propio conocimiento fuese directo y personal, mientras el de Birkin fuera un asunto de observación y deducción que no daba de lleno en el clavo, aunque apuntase bastante cerca. Pero no iba a delatarse. Si Birkin conseguía llegar a los secretos, que así fuese. Gerald nunca le ayudaría. Gerald sería un caballo oscu­ro hasta el fin.

-Naturalmente -dijo, con un sorprendente giro en la conversación-, es mi padre quien realmente lo siente. Acabará con él. Para él el mundo se hunde. Lo único que le preocupa ahora es Winnie..., debe salvar a Winnie. Dice que deberían mandarla a la escuela, pero yo no quiero oír hablar del asunto, y él no lo hará nunca. Naturalmente, ella es algo rara. Pero todos nosotros so­mos curiosamente defectuosos a la hora de vivir. Pode­mos hacer cosas..., pero no logramos acostumbrarnos a la vida en absoluto. Es curioso... un fallo familiar.

-No debieron enviarla a la escuela -dijo Birkin, que estaba considerando una posición nueva.

-¿No? ¿Por qué?

-Es una criatura rara..., una criatura especial, in­cluso más especial que tú. Y en mi opinión las criaturas especiales jamás deberían ser enviadas a la escuela. Sólo los niños moderadamente comunes debieran ser envia­dos a la escuela..., me parece.

-Me siento inclinado a pensar justamente lo contra­rio. Creo que probablemente se haría más normal si sa­liera de casa y se mezclase con otros niños.

-No se mezclaría. Tú nunca te mezclaste realmente, ¿verdad? Y ella tampoco desearía pretenderlo siquiera. Es orgullosa, y solitaria, y naturalmente apartada. Si tiene una naturaleza singular, ¿por qué quieres hacerla gregaria?

-No, no deseo hacer que sea gregaria ni nada. Pero me parece que la escuela le vendría bien.

-¿Te vino bien a ti?

Los ojos de Gerald se estrecharon feamente. La es­cuela había sido una tortura para él. Sin embargo, no había puesto en cuestión si uno debiera o no atravesar esa tortura. Parecía creer en la educación mediante su­jeción y tormento.

-La odié por entonces, pero puedo ver que era ne­cesaria -dijo él-. Me puso algo en línea..., y no es posible vivir si no entra uno en línea por alguna parte.

-Bien -dijo Birkin-, empiezo a pensar que es imposible vivir, salvo manteniéndose completamente fuera de la línea. De nada sirve pisarla cuando el im­pulso de uno es aplastarla. Winnie es una naturaleza especial, y las naturalezas especiales necesitan un mun­do especial.

-Sí, pero ¿dónde está tu mundo especial? -dijo Gerald.

-Hazlo. En vez de mutilarte para casar con el mun­do, mutila el mundo para que case contigo. De hecho, dos personas excepcionales crean otro mundo. Tú y yo creamos un mundo separado. Tú no deseas un mundo igual que tus cuñados. Lo que valoras es justamente la cualidad especial. ¿Deseas ser normal o común? Es mentira. Deseas ser libre y extraordinario, en un ex­traordinario mundo de libertad.

Gerald miró a Birkin con ojos sutiles de conocimien­to. Pero jamás admitiría abiertamente lo que sentía. Sabía más que Birkin en una dirección..., mucho más. Y esto le proporcionaba su gentil amor hacia el otro hombre, como si de alguna manera Birkin fuese joven, inocente como un niño; asombrosamente agudo, pero incurablemente inocente.

-Sin embargo, eres tan banal como para conside­rarme principalmente un engendro -dijo Birkin in­tencionadamente.

-¡Un engendro! -exclamó Gerald, atónito. Y su rostro se abrió de repente como iluminado de simpli­cidad, como cuando una flor se abre a partir del mis­terioso capullo-. No..., jamás te he considerado un engendro -y miró al otro hombre con ojos extraños que Birkin no pudo comprender-. Siento -continuó Gerald- que siempre hay un elemento de falta de cer­teza en relación contigo..., quizás no estás seguro acerca de ti mismo. Pero yo nunca estoy seguro de ti. Puedes desaparecer y cambiar tan fácilmente como si no tu­vieses alma.

Miró a Birkin con ojos penetrantes. Birkin estaba es­tupefacto. Pensaba tener todo el alma del mundo. Le miró con asombro. Y Gerald, contemplándole, vio la insólita y atractiva bondad de sus ojos, una bondad joven y espontánea que atraía infinitamente al otro hombre, aunque le llenaba de tristeza amarga, porque desconfiaba mucho de ella. Sabía que Birkin podría pasar sin él..., que podría olvidar y no sufrir. Eso esta­ba presente siempre en la conciencia de Gerald, llenán­dole de amargo descreimiento: esa conciencia del des­apego joven, con una espontaneidad como animal. Le parecía casi hipocresía y mentira a veces o a menudo ­por parte de Birkin hablar tan profundamente y con tanta importancia.

Cosas muy otras cruzaban la mente de Birkin. De repente se vio enfrentado con otro problema..., el pro­blema del amor y la conjunción eterna entre dos hom­bres. Por supuesto, eso era necesario... Había sido una necesidad dentro de él toda su vida... amar a un hom­bre pura y plenamente. Por supuesto, había estado amando a Gerald todo el tiempo y negándolo todo el tiempo.

Yacía en la cama y se preguntaba esas cosas mien­tras el amigo se sentaba junto a él, perdido en la me­ditación. Cada hombre había desaparecido en sus pro­pios pensamientos.

-¿Sabes cómo solían jurar una Blutbruderschaft los viejos caballeros teutones? -dijo a Gerald con una acti­vidad nueva y feliz en los ojos.

-¿Se hacían un pequeño corte en el brazo y se fro­taban la sangre de las heridas? -dijo Gerald.

-Sí..., y juraban ser sinceros el uno con el otro, de una sangre, todas sus vidas. Esto es lo que debería­mos hacer. Sin heridas, que son anacrónicas. Pero de­beríamos jurarnos amor el uno al otro, tú y yo, implí­cita y completamente, definitivamente, sin posibilidad alguna de retroceder.

Miró a Gerald con ojos claros y felices de descubri­miento. Gerald le miró, atraído, tan profundamente es­clavizado por la atracción fascinada que desconfiaba, temiendo la servidumbre, odiando la atracción.

-Nos juramentaremos el uno al otro algún día, ¿ver­dad? -suplicó Birkin-. Juraremos defendernos el uno al otro..., ser sinceros el uno con el otro... definitiva­mente..., infaliblemente...; entregados el uno al otro orgánicamente..., sin posibilidad de echarnos atrás.

Birkin se esforzaba por expresarse. Pero Gerald ape­nas escuchaba. Su rostro brillaba con cierto placer lu­minoso. Estaba complacido. Pero mantenía su reserva. Se conservaba retraído.

-¿Nos juramentaremos un día? -dijo Birkin, ten­diendo la mano hacia Gerald.

Gerald se limitó a tocar la mano extendida, fina y viviente, como retraído y temeroso.

-Lo dejaremos hasta que lo entienda mejor -dijo con una voz de excusa.

Birkin le observó. Vino a su corazón una pequeña desilusión aguda, quizás un toque de desprecio.

-Sí -dijo-. Debes decirme lo que piensas, más tarde. ¿Entiendes lo que quiero decir? Nada de senti­mentalismo baboso. Una unión impersonal que le deja a uno libre.

Cayeron ambos en silencio. Birkin estaba contem­plando a Gerald todo el tiempo. Ahora no parecía ver el hombre físico, animal, que habitualmente veía en Gerald y que generalmente le gustaba tanto, sino el hombre mismo, completo y como destinado, condena­do, limitado. Esa extraña sensación de fatalidad en Gerald, como si estuviese limitado a una forma de exis­tencia, a un conocimiento, a una actividad, a una es­pecie de unilateralidad fatal que a él le parecía inte­gridad, invadía siempre a Birkin tras sus momentos de acercamiento apasionado, llenándole con una especie de desprecio o aburrimiento. Lo que más aburría a Birkin de Gerald era su insistencia en la limitación. Gerald no podía nunca volar lejos de sí mismo, con una jovialidad verdaderamente indiferente. Tenía un atasco, una especie de monomanía.

Hubo silencio durante un tiempo. Entonces Birkin dijo con un tono más leve, dejando pasar la tensión agotadora del contacto:

-¿No podéis conseguir una buena institutriz para Winifred? ¿Alguien excepcional?

-Hermione Roddice sugirió pedir a Gudrun que le enseñase a dibujar y a modelar con arcilla. Ya sabes que Winnie es asombrosamente capaz con ese material de plastilina. Hermione afirma que es una artista.

Gerald hablaba del modo animado y locuaz usual en él, como si no hubiese acontecido nada infrecuente. Pero la actitud de Birkin estaba llena de recuerdo.

-¡Vaya! No lo sabía. Bueno, pues si Gudrun qui­siera enseñarla sería perfecto..., no podría pensarse en nada mejor..., si Winifred es una artista. Porque Gudrun lo es en alguna parte. Y todo verdadero artista es la salvación de todo otro.

-Yo pensaba que por regla general se llevaban mal.

-Quizá. Pero sólo los artistas se producen el uno al otro ese mundo adecuado donde vivir. Si podéis con­seguir eso para Winifred, será perfecto.

-Pero ¿piensas que quizá no vendría?

-No lo sé. Gudrun es más bien terca. No irá de ba­rato a ninguna parte. Y si lo hace se arrepentirá bien pronto. Por eso, no sé si se prestaría a la enseñanza privada, especialmente aquí, en Beldover. Pero sería justamente la cosa indicada. Winifred tiene una natu­raleza especial. Y si puedes poner en su camino los medios para hacerse autosuficiente, eso será lo mejor. Jamás se adecuará a la vida ordinaria. Tú mismo lo encuentras difícil, y ella tiene varias pieles menos que tú. Es terrible pensar en lo que será su vida si no en­cuentra un medio de expresión, algún camino de cum­plimiento. Puedes ver lo que trae dejarlo a cuenta del destino. Puedes ver cuánto se puede confiar en el ma­trimonio..., mira tu propia madre.

-¿Piensas que madre es anormal?

-¡No! Sólo pienso que deseaba algo más o distinto del curso normal de la vida. Y al no conseguirlo, quizá, se torció.

-Tras producir una prole de hijos torcidos -dijo Gerald tenebrosamente.

-No más torcidos que el resto de nosotros -repu­so Birkin-. Las personas más normales tienen los peo­res yos subterráneos, tomadas una a una.

-A veces pienso que es una maldición estar vivo -dijo Gerald con súbita rabia impotente.

-Bueno -dijo Birkin-, ¿por qué no? Deja que a veces sea una maldición estar vivo... En otros momen­tos es todo menos una maldición. De hecho, tú te apli­cas a vivirla con mucho celo.

-Menos del que pensarías -dijo Gerald, revelando una extraña pobreza en su mirada al otro hombre.

Hubo silencio, pensando cada uno sus propios pen­samientos.

-No veo por qué tiene ella que !:distinguir entre dar clases en la escuela y venir a enseñar a Win -dijo Gerald.

-La diferencia entre un siervo público y un siervo privado. El único noble y aristócrata hoy es el público, lo público. Uno está bien presto a servir al público..., pero ser un tutor privado...

-Yo tampoco quiero servir...

-¡No! Y Gudrun sentirá probablemente lo mismo.

-En todo caso, nuestro padre no hará que se sien­ta como una sierva privada. Será meticuloso y agra­decido.

-Así debe ser. Igual que todos nosotros. ¿Piensas que puedes alquilar por dinero a una mujer como Gudrun Brangwen? Ella es tu igual..., probablemente tu superior.

-¿Lo es? -dijo Gerald.

-Sí, y si no tienes las agallas para saberlo espero que ella te abandone a tus propios artilugios.

-Sin embargo -dijo Gerald-, si ella es mi igual, deseo que no sea una profesora, porque por regla ge­neral no considero a los profesores como iguales míos.

-Ni yo tampoco, malditos sean. Pero ¿soy yo un profesor porque enseño, o un párroco porque predico?

Gerald le rió. Se sentía incómodo en esta cuestión. No deseaba pretender superioridad social, pero tampo­co pretendía una superioridad personal intrínseca, por­que nunca basaba su pauta de valores sobre el puro ser. Por lo mismo, andaba oscilante sobre una suposi­ción tácita de posición social. Ahora Birkin deseaba que él aceptase el hecho de la diferencia "intrínseca entre seres humanos, cosa que él no pretendía aceptar. Era contrario a su honor social, a su principio. Se levantó para irse.

-He estado descuidando mi negocio todo este tiem­po -dijo sonriendo.

-Debí habértelo recordado antes -repuso Birkin, riendo y burlándose.

-Sabía que ibas a decir algo así -rió Gerald algo incómodo.

-¿Lo sabías?

-Sí, Rupert. No serviría que todos fuésemos como eres tú..., pronto estaríamos en la carreta. Cuando esté por encima del mundo ignoraré todos los negocios.

-Naturalmente, no estamos en la carreta ahora -dijo Birkin satíricamente.

-No tanto como tú pretendes. En cualquier caso, tenemos suficiente comida y bebida...

-Para estar satisfechos -añadió Birkin.

Gerald se aproximó a la cama y quedó de pie mi­rando a Birkin, que tenía expuesta la garganta y el pelo revuelto cayendo atractivamente sobre el cálido entrecejo, encima de aquellos ojos tan no desafiados y fijos en el rostro satírico.

-Así pues -dijo Birkin-, adiós.

Y sacó la mano desde debajo de las mantas, sonrien­do con una mirada resplandeciente.

-Adiós -dijo Gerald, apretando con firmeza la mano cálida de su amigo-. Vendré de nuevo. Te echo de menos en el molino.

-Estaré allí dentro de unos pocos días -dijo Birkin.

Los ojos de ambos hombres' se encontraron de nue­vo. Los de Gerald, que eran agudos como los de un águila, estaban ahora bañados de luz cálida y amor no admitido; Birkin devolvió la mirada como desde una oscuridad silenciosa y desconocida, aunque con una es­pecie de calor que pareció fluir sobre el cerebro de Gerald como un sueño fértil.

-Adiós entonces. ¿No hay nada que pueda hacer por ti?

-Nada, gracias.

Birkin contempló la figura vestida de oscuro del otro desplazarse hacia la puerta, y cuando la cabeza brillan­te desapareció se dio la vuelta para dormir.

17. EL MAGNATE INDUSTRIAL

En Beldover hubo un intervalo tanto para Ursula como para Gudrun. Para Ursula era como si Birkin hu­biese salido fuera de ella por el momento. Había per­dido su significado, apenas importaba en el mundo de ella. Ella tenía sus propios amigos, sus propias activi­dades, su propia vida. Se volvía atrás hacia los viejos caminos con celo, lejos de él.

Y Gudrun, tras sentirse cada momento consciente en todas sus venas de Gerald Crich, incluso conectada fí­sicamente con él, era ahora casi indiferente al pensa­miento de él. Alimentaba preparativos de marcharse e intentar una nueva forma de vida. Había todo el tiem­po en ella algo que la urgía a evitar el establecimiento definitivo de una relación con Gerald. Sentía que sería más sabio y mejor sólo tener con él un contacto casual.

Tenía el plan de ir a San Petersburgo, donde tenía un amigo, escultor como ella, que vivía con un ruso adinerado, cuyo hobby era hacer joyas. La vida emo­cional y más bien desenraizada de los rusos le atraía. No deseaba ir a París. París estaba seco y era esencial­mente aburrido. Le gustaría ir a Roma, a Munich, a Vie­na o a San Petersburgo y Moscú. Tenía un amigo en San Petersburgo y otro en Munich. Escribió a ambos, preguntando por alojamientos.

Tenía cierta cantidad de dinero. Había vuelto a casa en parte por ahorrar; ahora había vendido varios tra­bajos y había sido alabada en varias exposiciones. Sabía que podía conseguirse «luz verde» si iba a Londres. Pero conocía Londres, deseaba algo distinto. Tenía setenta libras, sin que nadie lo supiese. Viajaría pronto, tan pronto como recibiese noticias de sus amigos. A pesar de su aparente placidez y tranquilidad, su naturaleza era profundamente inquieta.

Aconteció que las hermanas fueron a un caserío de Willey Green para comprar miel. La señora Kirk, una mujer fuerte, pálida, de nariz afilada, astuta, meliflua, con algo de regañona y de gato por debajo, pidió a las muchachas que pasaran a su demasiado acogedora co­cina. Había un confort como de gato y pulcritud por todas partes.

-Sí, señorita Brangwen -dijo con su voz insinuan­te, levemente quejumbrosa-. ¿Y cómo se encuentra de vuelta en el viejo lugar, eh?

Gudrun, a quien se dirigía, la odió al momento.

-No me importa -repuso abruptamente.

-¿No? Ah, vaya, supongo que notará diferencia en­tre esto y Londres. A usted le gusta la vida, y lugares grandes, grandiosos. Alguno de nosotros tiene que estar contento con Willey Green y Beldover. ¿Y qué piensa de nuestra escuela, de la que se habla tanto?

-¿Que qué pienso de ella? -Gudrun miró a su alre­dedor lentamente-. ¿Pregunta si pienso que es una buena escuela?

-Sí. ¿Cuál es su opinión?

-Pienso que es una buena escuela.

Gudrun era muy fría y repelente. Conocía a la gente común. Sabía que esa gente odiaba la escuela.

-¡Ah, le gusta entonces! He oído hablar tanto, para bien y para mal. Es agradable saber qué piensan los de dentro. Pero las opiniones varían, ¿verdad? El se­ñor Crich está completamente de su parte. Ah, pobre hombre, temo que no va a durar mucho en este mundo. Está muy demacrado.


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