Mujeres enamoradas



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-¿Se ha puesto peor? -preguntó Ursula.

-Eh, sí..., desde que perdieron a la señorita Diana. Se ha convertido en una sombra. Pobre hombre, vaya cúmulo de problemas.

-¿Sí? -preguntó Gudrun, débilmente irónica.

-Si, un mundo de problemas. Y es un caballero

agradable y amable como el que más. Sus hijos no he­redaron eso.

-¿Les viene entonces de la madre? -dijo Ursula.

-En muchos sentidos -la señora Kirk bajó un poco la voz-. Ella era una dama orgullosa y altiva cuando vino por estos lugares..., ¡palabra de honor que lo era! No debía mirársela, y valía la vida hablar con ella.

La mujer puso un rostro seco, malicioso.

-¿La conocía usted cuando se casó?

-Sí, la conocí. Fui ama de tres hijos suyos. Y des­de luego que eran auténticos terrorcitos, pequeños mal­vados... Ese Gerald sí que era demonio, un verdadero demonio ya a los seis meses.

Un tono curiosamente malicioso y socarrón penetró en la voz de la mujer.

-¡Vaya! -dijo Gudrun.

-Ese niño travieso y dominador se había apoderado de un ama a los seis meses. Pataleaba, gritaba y lucha­ba como un demonio. Muchas veces he pellizcado su culito cuando era niño de pecho. Ay, y habría sido me­jor si se lo hubiesen pellizcado más a menudo. Pero ella no deseaba que les corrigiesen..., no-o, no quería ni oír hablar de ello. Palabra que recuerdo las broncas que tenía con el señor Crich. Cuando él se hartaba, cuando se hartaba totalmente y ya no podía soportar más, cerraba la puerta del estudio y les fustigaba. Pero ella paseaba arriba y abajo todo el tiempo al otro lado de la puerta, como un tigre, con el asesinato mismo dibujado en el rostro. Era una cara que podía parecer muerte. Y cuando la puerta se abría, ella entraba con las manos levantadas: «¡Qué has estado haciendo a mis hijos, cobarde!» Parecía que no estaba en sus cabales. Creo que él quedaba asustado viéndola; era necesario volverle loco antes de que levantase un dedo. ¡Poco se aprovechan de ello los criados! Y agradecíamos muchí­simo cuando se llevaba su merecido alguno de los críos. Eran el tormento de nuestra vida.

-¡Vaya! -dijo Gudrun.

-De todas las maneras posibles. Si no les dejabas romper sus tazas sobre la mesa, si no les permitías arrastrar al gato recién nacido con una cuerda atada al cuello, si no les dabas cualquier cosa que pidieran, cualquier mortal cosa, armaban un escándalo y la madre entraba preguntando: «¿Qué pasa? ¿Qué le ha hecho? ¿Qué te pasa, cariño?» Y entonces ella se volvía hacia una como si quisiera pisotearla. Pero no me pisoteó. Fui la única a quien permitía hacer lo que quisiera con sus demonios..., porque ella desde luego no deseaba tener que preocuparse de ellos. No, ella no se sacrificó jamás por ellos. Pero ellos debían tener las cosas a su manera, no se les debía chistar. Y el señor Gerald era la belleza. Yo dejé la casa cuando tenía año y medio, incapaz de aguantar más. Pero le pellizqué el culito cuando todavía era un niño de pecho, lo hice cuando no era cosa de cogerle en brazos, y no me arrepiento.

Gudrun se alejó con furia y repugnancia. La frase «le pellizqué el culito» provocaba en ella una furia blanca, pétrea. No podía soportarlo, deseaba que saca­sen al punto a la mujer y la estrangulasen. Y, sin em­bargo, allí estaba alojada para siempre, sin escapato­ria, la frase en su mente. Un día sintió que tendría que decírselo a él para ver cómo lo tomaba. Y se repugnaba ella misma ante el pensamiento.

Pero en Shortlands la lucha permanente estaba lle­gando a un fin. El padre se encontraba enfermo e iba a morir. Padecía de malos dolores internos, que se lle­vaban toda su atención y sólo le dejaban un vestigio de conciencia. Un silencio cayó sobre él más y más; era menos y menos agudamente consciente de su alrededor. El dolor parecía absorber su actividad. Sabía que es­taba allí, sabía que volvería. Era como alguien escon­diéndose en la oscuridad dentro de él. Y él no tenía el poder o la voluntad para perseguirlo y conocerlo. Allí permanecía en la oscuridad el gran dolor, desgarrán­dole a veces y luego quedando silencioso. Y cuando le desgarraba, él se agazapaba en sometimiento silencioso debajo de él; y cuando le dejaba solo otra vez, se ne­gaba a conocerle. Estaba dentro de la oscuridad, debía permanecer desconocido. Por eso nunca lo admitió, sal­vo en un rincón secreto de sí mismo, donde se acumu­laban todos los miedos y secretos jamás revelados. En cuanto al resto, tenía un dolor, desaparecía, no repre­sentaba diferencia. Incluso le estimulaba, le excitaba.

Pero absorbió su vida gradualmente. Gradualmente

minó su capacidad, desangrándole en lo oscuro, priván­dole de vida y arrastrándole hacia la oscuridad. Y en ese crepúsculo de su vida poco permanecía visible para él. El negocio, su trabajo, había desaparecido comple­tamente. Sus intereses públicos se desvanecieron como si no hubiesen existido nunca. Incluso su familia se convirtió en algo extraño para él; sólo podía recordar en alguna parte leve y no esencial de sí mismo que tal y cual eran hijos suyos. Pero era un hecho histórico, no vital para él. El tenía que hacer un esfuerzo para conocer la relación que guardaba con ellos. Incluso su esposa apenas existía. Era de hecho como la oscuridad, como el dolor en su interior. Por alguna asociación ex­traña, la oscuridad que contenía el dolor y la oscuridad que contenía su mujer eran idénticas. Todos sus pensa­mientos y reflexiones se hacían borrosos y difusos, y ahora su esposa y el dolor que roía eran el mismo po­der secreto y oscuro a quien jamás hacía frente. Nunca expulsó el terror de su madriguera dentro de él. Sólo sabía que había un lugar oscuro y algún habitante de esta oscuridad que de cuando en cuando brotaba para lacerarle. Pero él no se atrevía a penetrar y llevar a la bestia a campo abierto. Prefería ignorar su existencia. Pero, a su difusa manera, el terror era su esposa, la destructora, y era el dolor, la destrucción, una oscuri­dad que era uno y ambos.

Rara vez veía a su esposa. Ella se mantenía en su cuarto. Sólo ocasionalmente salía con la cabeza estira­da hacia adelante, preguntándole con voz grave, poseí­da, cómo se encontraba. Y él le respondía, con la cos­tumbre de más de treinta años: «Bueno, no me parece que esté peor, querida.» Pero a él le asustaba ella por debajo de esa conservación del hábito, le asustaba casi hasta el borde de la muerte.

Pero él había sido toda su vida tan constante en sus capacidades, jamás se había venido abajo. Ahora iba a morir sin venirse abajo tampoco, sin saber cuáles eran sus sentimientos hacia ella. Toda su vida había dicho: «Pobre Christiana, tiene un temperamento tan fuerte.» Se había mantenido con voluntad inconmovible en su posición con respecto a ella, había sustituido por pie­dad toda su hostilidad, la piedad había sido su escudo, su salvaguarda, su arma infalible. Y aún ahora, en su conciencia, él se compadecía de ella, de su naturaleza tan violenta e impaciente. Sólo que ahora su piedad, como su vida, se estaba adelgazando y un temor que casi equivalía a horror estaba naciendo. Pero antes de romperse efectivamente la armadura de su piedad mo­riría, como un insecto cuando se le rompe la cáscara. Este era su recurso final. Otros seguirían viviendo y conocerían la muerte en vida, el proceso ulterior de irremediable caos. El no. El le negaba a la muerte su victoria.

El había sido tan constante con sus capacidades, tan constante con la caridad y el amor a su prójimo. Quizás había amado a su prójimo aún más que a sí mismo..., lo cual es ir un paso más allá del mandamiento. Esa llama había ardido siempre en su corazón, mantenién­dole a través de todo, y esa llama era el bienestar de la gente. Era un gran empresario, un gran propietario de minas que empleaba a muchos hombres. Y nunca había olvidado su corazón que en Cristo era idéntico a sus obreros. Más aún, se había sentido inferior a ellos, como si por medio de la pobreza y el esfuerzo ellos se acercasen más a Dios que él. Siempre tuvo la creencia no reconocida de que sus obreros, los mineros, eran quienes tenían en sus manos los medios de salvación. Para acercarse más a Dios era necesario que se acer­case a sus mineros, su vida debía inclinarse hacia la suya. Ellos eran inconscientemente su ídolo, su dios he­cho aparente. En ellos adoraba lo más elevado, la divi­nidad grande, simpática y sin mente de la humanidad.

Y mientras tanto, todo el tiempo, su esposa se había opuesto a él como uno de los grandes demonios del in­fierno. Extraña, como un ave de presa, con la belleza fascinante y la abstracción de un águila, había golpeado contrá los barrotes de su filantropía y se había hundido en silencio como un águila en una jaula. Debido a las circunstancias, porque todo el mundo se aunaba para hacer irrompible la jaula, él había sido demasiado fuer­te para ella, había logrado mantenerla prisionera. Y por­que ella era su prisionera su pasión hacia ella había permanecido siempre aguda como la muerte. Siempre la había amado, amado con intensidad. Dentro de la

jaula no se le negó nada, se le otorgaron todas las li­cencias.

Pero ella se había vuelto casi loca. Teniendo un tem­peramento salvaje e impositivo no podía soportar la humillación de la bondad suave y medio suplicante de su esposo para con todos. A él no le engañaban los po­bres. Sabía que venían a gorronear y a gimotearle los de peor calaña; la mayoría, afortunadamente para él, eran demasiado orgullosos para pedir nada, demasiado independientes para venir a llamar a su puerta. Pero en Beldover, como en cualquier otra parte, existían se­res humanos gimoteantes, parasitarios y nauseabundos, que se arrastraban buscando caridad y se cebaban sobre el cuerpo vivo como piojos. Una especie de fuego atra­vesaba el cerebro de Christiana Crich cuando veía dos o más mujeres de rostro pálido arrastrándose en ropas negras gastadas por el sendero ascendente hacia la puer­ta. Deseaba echarles los perros: «¡Ji Rip! ¡Ji Rip! ¡Ranger! ¡A ellas chicos, echadlas!.

Pero Crowther, el mayordomo, como todo el resto de los sirvientes, era hombre del señor Crich. Sin em­bargo, cuando su esposo estaba fuera ella descendía como un lobo sobre los arrastrados suplicantes: «¿Qué quieren? No hay nada aquí para ustedes. No tienen nada que hacer aquí. Simpson, lléveselos y no permita que ninguno cruce el portón.»

Los criados tenían que obedecerla. Y ella se quedaba observando con ojo como de águila mientras el mayor­domo conducía con torpe confusión a las lúgubres gen­tes camino abajo, como si fuesen gallinas oxidadas es­cabulléndose ante él.

Pero aprendieron a saber por el portero cuándo es­taba fuera el señor Crich y calcularon sus visitas. Cuán­tas veces en los primeros años tocaba suavemente a la puerta Crowther:

-Alguien quiere verle, señor.

-¿Qué nombre?

-Grocock, señor.

-¿Qué quieren?

La pregunta era medio impaciente, medio satisfecha. Le gustaba atender llamamientos a su caridad.

-Es sobre un niño, señor.

-Hágales pasar a la librería y dígales que no de­bieran venir después de las once de la mañana.

-¿Por qué te levantas de la mesa...?, échalos -so­lía decir abruptamente su mujer.

-Oh, no puedo hacer eso. No me cuesta nada sim­plemente oír lo que tengan que decirme.

-¿Cuántos más han estado aquí hoy? ¿Por qué no les abres la casa del todo? Pronto me echarían a mí y a los niños.

-Ya sabes, querida, que no me duele escuchar lo que tengan que decirme. Y si están realmente en pro­blemas..., bien, es mi deber ayudarles a salir de ellos.

-Es tu deber invitar a todas las ratas del mundo para que se pongan a roer tus huesos.

-Vamos, Christiana, no es así. Sé caritativa.

Pero ella abandonaba de repente el cuarto y salía corriendo hacia el estudio. Allí se sentaban los enjutos solicitantes de caridad, con aspecto de estar en la con­sulta de un médico.

-El señor Crich no puede recibirles. No puede re­cibirles a estas horas. ¿Piensan que él es su propiedad, que pueden venir cuando quieran? Deben irse, no hay nada aquí para ustedes.

Las pobres gentes se levantaban confusas. Pero el señor Crich, pálido, con barba negra y gesto crítico, venía detrás de ella diciendo:

-Sí, no me gusta que vengan tan tarde. Recibiré a cualquiera por la mañana, pero realmente no puedo ha­cerlo después. Hola, Gittens, ¿cómo está tu niña?

-Bueno, ha decaído mucho, amo Crich. Está casi ida. Está...

A veces a la señora Crich su esposo le parecía algún sutil pájaro funerario, que se alimentaba con las mise­rias del pueblo. Le parecía que jamás estaba satisfecho si no le estaban derramando algún cuento estúpido, que él bebía con una especie de satisfacción doliente y compasiva. El no tendría raison d'étre si no hubiese miserias lúgubres en el mundo, como no tendría sentido un empresario de pompas fúnebres si no hubiese funerales.

La señora Crich se retrajo en sí misma, se retiró de ese mundo de rastrera democracia. Se ciñó con una banda apretada de maligna exclusión; su aislamiento era fiero y duro; su antagonismo, pasivo pero terrible­mente puro, como el de un águila en una jaula. A medida que pasaban los años perdió más y más atención por el mundo; parecía arrebatada por alguna abstrac­ción resplandeciente, casi puramente inconsciente. Va­gaba por la casa y por los campos circundantes miran­do agudamente, sin ver nada. Rara vez hablaba, no tenía conexión con el mundo. Y ni siquiera pensaba. Estaba consumida por una feroz tensión de oposición, como el polo negativo de un imán.

Y alumbró muchos hijos. Porque a medida que pa­saba el tiempo jamás se opuso a su esposo en palabras o acciones. No le tomaba en cuenta exteriormente. Se sometía a él, le dejaba tomar lo que deseaba y hacer lo que quería con ella. Era como un águila que se so­mete hoscamente a todo. La relación entre ella y el es­poso era desconocida y sin palabras, pero profunda, te­rrible, una relación de rigurosa interdestrucción. Y él, que triunfaba en el mundo, se hizo más y más hueco en su vitalidad; su vitalidad le fue sangrada desde den­tro, como por alguna hemorragia. Ella estaba presa como un águila en una jaula, pero su corazón era fiero e íntegro, aunque su mente estuviese destrozada.

Así iba él hasta el final a ella, tomándola en sus bra­zos a veces, antes de que su fuerza desapareciese por completo. La luz blanca, terrible, destructiva, que ar­día en los ojos de ella se limitaba a excitarle y estimu­larle. Hasta que quedó totalmente sangrado, y entonces temió a su esposa más que a nada. Pero siempre se dijo a sí mismo lo feliz que había sido, cómo la había amado con amor puro y ardiente desde el momento de conocerla. Y pensaba en ella como mujer pura, casta; la llama blanca que sólo él conocía, la llama de su sexo, era una flor blanca de nieve para su mente. Ella era una maravillosa flor blanca como la nieve, que él había deseado infinitamente. Y ahora él estaba murien­do con todas sus ideas e interpretaciones intactas. Sólo se hundirían cuando el último aliento dejase su cuerpo. Hasta entonces para él serían verdades puras. Sólo la muerte mostraría la perfecta integridad de la mentira. Hasta la muerte, ella era su rosa blanca de nieve. El la había sometido, y el sometimiento de ella era para él una infinita castidad suya, una virginidad que él ja­más podría romper y que le dominaba como mediante un hechizo.

Ella se había despreocupado del mundo exterior, pero dentro de sí estaba intacta y sin lesión. Se queda­ba en su cuarto como un águila melancólica y desgre­ñada, inmóvil, indiferente. Los hijos, que había defen­dido con tanta fiereza en su juventud, apenas significa­ban ahora nada para ella. Había perdido todo eso, estaba sola. Sólo Gerald, el resplandeciente, tenía alguna exis­tencia para ella. Pero en los últimos años, desde que había pasado a dirigir los negocios, también él quedó olvidado. El padre, en cambio, ahora que iba a morir se volvió hacia Gerald en busca de compasión. Siempre existió oposición entre ambos. Gerald había temido y despreciado a su padre, y en gran medida lo había evitado a lo largo de toda la adolescencia y la primera madurez. Y el padre había sentido muy a menudo un verdadero desagrado ante su hijo mayor, a quien se negó a reconocer por su obstinación rebelde. Había ignorado todo lo posible a Gerald, dejándole solo.

Sin embargo, desde que Gerald volvió a la casa y asumió responsabilidad en la firma, demostrando ser un director tan maravilloso, el padre -harto y fatigado de todas las preocupaciones externas- había puesto toda su confianza en el hijo implícitamente, dejándole todo y asumiendo una dependencia bastante chocante con respecto al joven enemigo. Eso despertó inmedia­tamente una aguda piedad y lealtad en el corazón de Gerald, ensombrecido siempre por desprecio y enemis­tad no admitida. Porque Gerald reaccionaba contra la caridad, y, sin embargo, estaba dominado por ella, que asumía supremacía en la vida interna. No era capaz de resistirse a ella. Con lo cual se encontraba parcialmente sujeto a aquello que defendió su padre, aunque él se encontrase en reacción contra ello. Ahora no podía esca­par. Le invadieron cierta piedad, pena y ternura hacia su padre, a pesar de la hostilidad más profunda y sombría.

El padre se ganó cobijo de Gerald por compasión. Pero para amar tenía a Winifred. Ella era su hija me­nor, la única de sus hijos a quien amara de cerca al­guna vez. Y la amaba con todo el amor grande, arro­gante, protector, de un moribundo. Deseaba protegerle infinitamente, infinitamente, envolverla en calidez, amor y refugio, completamente. Si de él dependiese, jamás conocería un dolor, una pena, una herida. El había sido tan recto en su vida, tan constante en su afabilidad y bondad. Y su última apuesta apasionada de virtud era su amor hacia la niña Winifred. Pero algunas cosas seguían turbándole. El mundo había pasado por enci­ma de él, alejándose a medida que su fuerza disminuía. Ya no había pobres, heridos y humildes a quienes pro­teger y socorrer. Todos se habían perdido para él. Ya no había hijos e hijas que le molestasen, ni que pesa­sen sobre él como una responsabilidad artificial. Tam­bién ellos se habían desvanecido de la realidad. Todas esas cosas habían caído de sus manos, dejándole libre.

Quedaba el miedo y el horror encubierto a su espo­sa, indiferente y extraña sentada en su cuarto o cuando se adelantaba con paso lento y cauteloso, inclinada ha­cia delante su cabeza. Pero apartaba esto. Sin embar­go, incluso su virtud de toda una vida no lograba librar le del horror interno. No obstante, lograba mantenerlo a suficiente distancia. Nunca irrumpiría abiertamente. La muerte vendría primero.

¡Y luego estaba Winifred! ¡Si tan sólo pudiera ella estar segura de sí, obtener seguridad! Desde la muerte de Diana y el desarrollo de su enfermedad, su anhelo de seguridad con respecto a Winifred casi equivalía a la obsesión. Era como si, incluso muriendo, debiera car­garse el corazón con alguna ansiedad, alguna responsa­bilidad de amor o caridad.

Ella era una niña singular, sensible, inflamable, con el rostro oscuro del padre y un porte sereno, pero más bien retraída, momentánea. Efectivamente, era como una niña, como si sus sentimientos no le importasen realmente. Parecía a menudo hablar y jugar como el niño más infantil y alegre, llena del afecto más cálido y delicioso por cosas nuevas, por el padre y por sus animales en especial. Pero si oía que su amado gatito «Leo» había sido atropellado por el automóvil, echaba la cabeza a un lado y replicaba con una leve contracción como de resentimiento sobre el rostro: «¿De ve­ras?» Entonces ya no se preocupaba más. Se limitaba a no querer al criado portador de las malas noticias, que deseaba entristecerla. No quería conocer, y eso parecía ser su principal motivo. Imitaba a su madre y a la ma­yoría de los miembros de su familia. Amaba a su papá, porque él quería que estuviese siempre feliz y porque parecía rejuvenecerse y hacerse irresponsable en su presencia. Le gustaba Gerald, porque era tan comedido. Le gustaban las personas que convertían la vida en un juego para ella. Poseía una facultad crítica instintiva sorprendente y era una pura anarquista y una pura aristócrata al mismo tiempo. Porque aceptaba a sus iguales allí donde les encontraba e ignoraba con alegre indiferencia a sus inferiores, ya se tratase de sus her­manos y hermanas, de acaudalados huéspedes de la casa, de gente común o de los criados. Era bastante singular y completa en sí misma, sin derivar de nadie. Era como si estuviese desgajada de todo propósito o continuidad, existiendo simplemente momento a mo­mento.

El padre, como por alguna extraña ilusión final, sen­tía que su suerte dependía de asegurar la felicidad a Winifred. Ella no podría sufrir nunca porque nunca había formado conexión vital; podía perder las cosas más queridas de su vida y ser justamente la misma al día siguiente. Todos los recuerdos desaparecían como deliberadamente en ella, cuya voluntad era tan extraña y fácilmente libre, anarquista, casi nihilista, flotando como un pájaro sin alma sobre su propia voluntad, sin compromiso ni responsabilidad más allá del momento; ella, que en todos sus movimientos cortaba los hilos de relaciones serias con manos alegres y libres, real­mente nihilistas por jamás turbadas, ella debía ser el objeto de la última solicitud apasionada de su padre.

Cuando el señor Crich supo que Gudrun Brangwen podría venir a ayudar a Winifred a dibujar y modelar, vio abierto un camino de salvación para su hija. Creía que Winifred tenía talento, había visto a Gudrun y sa­bía que era una persona excepcional. Podía poner en sus manos a Winifred como si fuese en manos de la persona correcta. Allí había una dirección y una fuerza positiva aprovechable para su hija, no necesitaba dejar­la sin dirección ni defensa. Si solamente pudiera vincu­lar a la niña a algún árbol de expresión antes de mo­rir, habría cumplido con su responsabilidad. Y podía hacerse de ese modo. No vaciló en apelar a Gudrun.

Mientras tanto, a medida que el padre derivaba más y más fuera de la vida, Gerald experimentaba más y más una sensación de encontrarse expuesto. Después de todo, su padre había representado para él el mundo viviente. Mientras vivió, Gerald no fue responsable del mundo. Pero ahora que su padre estaba desvanecién­dose, Gerald se descubrió expuesto y no preparado ante la tempestad de vivir, como el amotinado contramaes­tre de un barco que ha perdido a su capitán y sólo ve ante él un caos terrible. No había heredado un orden establecido y una idea viviente. Toda la idea unificante de la humanidad. parecía estar muriendo con su padre, hundirse con él la fuerza centralizante que mantenía reunida la totalidad; las partes estaban prestas a des­parramarse en desintegración terrible. Gerald se sentía como dejado a bordo de un barco que se hundía bajo sus pies, encargado de una nave cuyas planchas se se­paran.

Sabía que había pasado toda la vida tirando del mar­co de la vida para arrancarlo. Y ahora, con algo del terror de una criatura destructiva, se veía en la situa­ción de heredar su propia destrucción. Y durante los últimos meses, bajo la influencia de la muerte, las con­versaciones de Birkin y el penetrante ser de Gudrun, había perdido por completo esa certeza mecánica que había sido su triunfo. A veces le invadían espasmos de odio contra Birkin, Gudrun y todo ese grupo. Deseaba retroceder al conservadurismo más insulso, a las per­sonas más estúpidas entre las convencionales. Deseaba volver al torismo más estricto. Pero el deseo no duró lo bastante como para inducirle a la acción.

Durante su infancia y su adolescencia había deseado una especie de salvajismo. Los días de Homero eran su ideal, cuando un hombre era jefe de un ejército de héroes o empleaba sus años en maravillosa Odisea. Odiaba sin remordimientos las circunstancias de su propia vida, tanto que jamás vio realmente Beldover y el valle minero. Apartaba completamente el rostro de la oscurecida región minera que se extendía a mano derecha de Shortlands, miraba exclusivamente al cam­po y a los bosques situados más allá de Willey Water. Era cierto que los gemidos y las estridencias de las minas de carbón podían oírse siempre desde Shortlands, pero desde la primera infancia Gerald había aprendido a no prestarle atención. Había ignorado todo el mar industrial que se encrespaba en mareas oscurecidas por el carbón contra los cimientos de la casa. El mun­do era realmente una naturaleza salvaje donde uno cazaba, nadaba y montaba. Se rebelaba entonces contra toda autoridad. La vida era un estado de libertad sal­vaje.


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