Mujeres enamoradas



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-Y puede ver que Rupert no es así, no lo es. Es frágil de salud y de cuerpo, necesita muchos, muchos cuidados. Además, es tan cambiante y poco seguro de sí mismo..., ayudarle requiere la mayor de las pacien­cias y la máxima comprensión. Y no pienso que sea usted paciente. Tendría que estar preparada para su­frir, horriblemente. No puedo explicarle cuánto sufri­miento exigiría hacerle feliz. El vive una vida intensa­mente espiritual, a veces maravillosa, demasiado ma­ravillosa. Pero luego vienen las reacciones. No puedo contarle lo que he tenido que pasar con él. Hemos es­tado juntos tanto tiempo que le conozco realmente, co­nozco lo que es. Y siento que debo decirlo; siento que sería perfectamente desastroso para usted casarse con él..., para usted incluso más que para él -Hermione cayó de nuevo en amarga ensoñación-. Es tan incierto, tan inestable..., se aburre, y entonces reacciona. No podría explicarle cuáles son sus reacciones. No podría explicarle la tortura que implican. Lo que afirma y ama un día..., algo después lo abandona en una furia de destrucción. Nunca es constante, hay siempre esta reacción terrible, horrible. Siempre el cambio rápido de lo bueno a lo malo, de lo malo a lo bueno. Y nada es tan devastador, nada...

-Sí -dijo Ursula humildemente-, debe usted ha­ber sufrido.

Una luz no terrenal apareció sobre el rostro de Her­mione. Apretaba la mano como alguien inspirado.

-Y uno debe estar deseoso de sufrir..., deseoso de sufrir por él hora a hora, diariamente...; si va a ayu­darle, si él se va a mantener fiel a algo...

-Y yo no deseo sufrir hora a hora y diariamente -dijo Ursula-. No lo deseo, me avergonzaría. Pienso que es degradante no ser feliz.

Hermione se detuvo y la miró durante largo tiempo.

-¿Lo cree? -acabó diciendo.

Y esa frase le pareció un signo de la gran distancia' entre Ursula y ella. Pues para Hermione el sufrimiento era la mayor de- las realidades, pasase lo que pasase. Sin embargo, ella tenía también un credo de felicidad.

-Sí -dijo-. Uno debería ser feliz.

Pero era un asunto de voluntad.

-Sí -dijo Hermione lánguidamente-, sólo puedo sentir que sería desastroso, desastroso..., por lo menos casarse con prisas. ¿No pueden estar juntos sin matri­monio? ¿No pueden marcharse y vivir en alguna parte sin matrimonio? Siento que el matrimonio sería fatal para los dos. Pienso que para usted aún más que para él... y pienso en la salud de él...

-Naturalmente -dijo Ursula-, a mí no me impor­ta el matrimonio..., no es realmente importante..., es él quien lo desea.

-Es su idea por el momento -dijo Hermione con su dogmatismo fatigoso y una especie de infalibilidad

si jeunesse savait.

Hubo una pausa. Entonces Ursula irrumpió con un desafío vacilante.

-¿Verdad que me considera una mujer meramente física?

-Desde luego que no -dijo Hermione-. ¡Desde lue­go que no! Pero creo que es vitalista y joven...; no es una cuestión de años, ni siquiera de experiencia..., es casi una cuestión de raza. La raza de Rupert es vieja, proviene de una raza vieja..., y usted me parece tan joven, proveniente de una raza joven y sin experiencia.

-¡Vaya! -dijo Ursula-. Pero, por una parte, pien­so que él es terriblemente joven.

-Sí, quizás... infantil en muchos aspectos. Sin em­bargo...

Ambas cayeron en el silencio. Ursula, que estaba llena de un profundo resentimiento y una punta de desesperación: «No es verdad -dijo para sí, dirigién­dose silenciosamente a su adversaria-. No es verdad. Y eres tú quien desea un hombre físicamente joven, do­minante, no yo. Eres tú quien desea un hombre sin sen­sibilidad, no yo. Tú no sabes nada de Rupert, nada realmente, a pesar de los años que has pasado con él. Tú no le das el amor de una mujer, le das un amor ideal y por eso reacciona alejándose de ti. No sabes. Sólo sa­bes las cosas muertas. Cualquier cocinera sabría algo de él que tu desconoces. Lo que piensas, tu conocimien­to, es sólo entendimiento muerto, que no significa nada. Eres tan falsa, tan infiel, ¿cómo podrías saber algo? ¿De qué sirve que hables sobre el amor, espectro infiel de una mujer? ¿Cómo puedes saber algo cuando no crees? No crees en ti misma ni en tu propia feminei­dad, ¿de qué sirve entonces tu agudeza trivial y des­pectiva?

Las dos mujeres permanecían sentadas en un silen­cio de antagonismo. Hermione se sentía ofendida por el hecho de que sus buenas intenciones y ofertas sólo lograban producir en la otra mujer un antagonismo vulgar. Pero entonces Ursula no podía comprender, ja­más comprendería, jamás sería cosa distinta de la mu­jer celosa, irracional, con una buena cantidad de po­derosa emoción femenina, de atractivo femenino y de entendimiento femenino también, pero sin mente. Her­mione había decidido hacía mucho tiempo que allí donde no había mente resultaba inútil apelar a la razón..., lo mejor que uno podía hacer era ignorar al ignorante. Y Rupert..., él había reaccionado ahora en dirección a la mujer fuertemente femenina, saludable, egoísta...; era su reacción por el momento..., no había modo de evitarlo. Era todo un estúpido ir hacia adelante y hacia atrás, una oscilación violenta que a la larga sería de­masiado violenta para su coherencia, con lo cual aca­baría estrellándose y muriendo. No había modo de sal­varle. Esa reacción violenta y sin dirección entre el animalismo y la verdad espiritual continuaría en él has­ta desgarrarle en dos, haciéndole desaparecer de la vida sin sentido alguno. De nada servía..., él carecía también de unidad, de mente en los últimos estadios de la vida; no era lo bastante hombre como para ser el destino de una mujer.

Estaban sentadas cuando Birkin entró y las encontró juntas. El sintió al instante la atmósfera de antagonis­mo como algo radical e insuperable y se mordió el labio. Pero fingió desparpajo.

-Hola, Hermione, ¿estás de vuelta ya? ¿Qué tal te encuentras?

-Oh, mejor. ¿Y cómo estás tú...? No tienes buen aspecto...

-¡Oh!... Creo que Gudrun y Winnie Crich van a venir a tomar el té. Por lo menos dijeron que vendrían. Tendremos una pequeña fiesta. ¿En qué tren viniste, Ursula?

Era más bien molesto verle intentado aplacar a am­bas mujeres simultáneamente. Ambas le miraban: Her­mione, con profundo resentimiento y lástima hacia él; Ursula, muy impaciente. El estaba nervioso y aparente­mente de buen humor, charloteando sobre tópicos con­vencionales. Ursula estaba atónita e indignada ante el modo en que hablaba, ante su trivialidad. Eso la puso

bastante rígida y se negó a contestar. Todo le parecía demasiado falso y superficial. Y Gudrun que seguía sin aparecer.

-Pienso que iré a Florencia para el invierno -dijo Hermione al fin.

-¿Sí? -repuso él-. Pero hace tanto frío allí.

-Sí, pero me quedaré con Palestra. Tiene un lugar bastante confortable.

-¿Qué te lleva a Florencia?

-No lo sé -dijo Hermione lentamente. Luego le miró a su manera lenta, densa-. Barnes está iniciando su academia de estética, y Olandese va a dar un grupo de conferencias sobre la política nacional italiana...

-Basura ambas cosas -dijo él.

-No, no lo creo -dijo Hermione.

-¿Cuál admiras entonces?

-Barnes es un pionero. Y luego estoy interesada en Italia, en su nacer a la conciencia nacional.

-Me gustaría que naciese algo diferente de la con­ciencia nacional entonces -dijo Birkin-, especialmen­te porque sólo significa una especie de conciencia co­mercial-industrial. Odio a Italia y a su cantinela nacio­nal. Y pienso que Barnes es un amateur.

Hermione quedó silenciosa durante algunos momen­tos, en un estado de hostilidad. Sin embargo, había lo­grado traer a Birkin de nuevo a su mundo. Qué sutil era su influencia. Parecía que en un minuto había lo­grado orientar exclusivamente en su dirección la irritable atención de él. El era su criatura.

-No -dijo-, estás equivocado.

Entonces cayó sobre ella una especie de tensión, alzó el rostro como la pitonisa inspirada con oráculos y dijo de modo rapsódico:

-Il Sandro mi scrive che ha accolto il piu grande entusiasmo, tutti i giovanni e fanciulle e ragazzi, sono tutti... -continuó en italiano, como si por el hecho de pensar en los italianos pensase en su lengua..

El escuchó con una sombra de disgusto su rapsodia, luego dijo:

-No me gusta nada. Su nacionalismo es sólo indus­trialismo..., detesto completamente eso y una envidia superficial.

-Creo que estás equivocado... Pienso que estás equi­vocado... -dijo Hermione-. A mí me parece puramente espontánea y hermosa la moderna pasión italiana, por­que es una pasión por Italia, L'Italia...

-¿Conoce Italia bien? -preguntó Ursula a Hermione.

Hermione detestaba ser interrumpida de esta mane­ra. Pero respondió suavemente:

-Sí, bastante bien. Pasé varios años de la adolescen­cia allí con mi madre. Mi madre murió en Florencia.

-Oh.

Hubo una pausa dolorosa para Ursula y Birkin. Sin embargo, Hermione parecía abstraída y tranquila. Bir­kin estaba blanco, sus ojos brillaban como si estuviese febril, estaba demasiado agotado. ¡Cómo padecía Ursu­la en esta atmósfera tensa de voluntades forzadas! Su cabeza parecía vendada por cintas de hierro.



Birkin tocó el timbre pidiendo el té. No podían se­guir esperando a Gudrun. Cuando abrieron la puerta entró el gato.

-¡«Micio»! ¡«Micio»! -llamó Hermione con su can­turreo lento, deliberado.

El joven gato se volvió para mirarla y luego avanzó hacia ella con su paso lento y majestuoso.

-Vieni..., vieni quá -estaba diciendo Hermione en su extraña voz acariciadora, protectora, como si fuese siempre la mayor, la madre superiora-. Vieni dire buon giorno alla zia. Mi ricordi, mi ricordi bene... non é vero, piccolo? E vero che mi ricordi? E vero?

Y le frotó lentamente la cabeza, lentamente y con indiferencia irónica.

-¿Entiende italiano? -dijo Ursula, que ignoraba por completo la lengua.

-Sí -acabó diciendo Hermione-. Su madre era ita­liana. Nació en mi papelera de Florencia la mañana del cumpleaños de Rupert. Fue su regalo de cumpleaños.

Trajeron el té. Birkin lo sirvió. Era extraño lo invio­lable que resultaba la intimidad existente entre él y Hermione. Ursula sintió que estaba desplazada. Las ta­zas mismas y el viejo servicio de plata eran un vínculo entre Hermione y Birkin. Parecían pertenecer a un vie­jo mundo pasado que habían habitado juntos, donde Ursula era una extraña. Era casi una advenediza en su viejo medio culto. Su convención no era la convención de ellos, sus pautas no eran las pautas de ellos. Pero las de ellos estaban establecidas, tenían la sanción y la gracia de la edad. El y ella juntos, Hermione y Birkin, eran gentes de la misma vieja tradición, de la misma cultura marchita y moribunda. Y ella, Ursula, era una intrusa. Así hacían que se sintiese siempre.

Hermione puso algo de lata en un platillo. El modo simple en que asumía sus derechos en el cuarto de Birkin enloquecía y descorazonaba a Ursula. Había una especie -de fatalidad, como si resultase inevitable. Hermione levantó al gato y le puso la lata delante. El ani­mal plantó las dos pezuñas sobre el borde de la mesa e inclinó su graciosa cabeza joven para beber.

-Sicuro che capisce italiano -cantó Hermione-, non l'avrá dimenticato, la lengua delta maroma.

Levantó la cabeza del gato con sus dedos largos, len­tos y blancos sin dejarle beber, manteniéndole en su poder. Era siempre lo mismo, ese gozo que manifesta­ba en el poder, especialmente en el poder sobre cual­quier, ser masculino. El gato parpadeó, consintiendo, con una expresión viril y aburrida, relamiéndose los bigotes. Hermione se rió a su manera breve y gutural.

-Ecco, il bravo ragazzo, com'é superbo, questo!

Componía un cuadro intenso, tan tranquilo y extra­ño, con el gato. Poseía un empaque verdaderamente es­tático, era en algunos sentidos una artista social.

El gato se negó a mirarla, evitó con indiferencia sus dedos y empezó a beber de nuevo, inclinando la nariz hacia la lata mientras trabajaba con su extraña y pe­queña lengua.

-Es malo enseñarle a comer en la mesa -dijo Birkin.

-Sí -dijo Hermione asintiendo fácilmente.

Entonces, mirando hacia el gato, reanudó su viejo canturreo burlón, humorístico.

-Ti imparano Pare brutte cosa, brutte cose...

Levantó lentamente la barbilla blanca del gato con su dedo índice. El joven animal miró alrededor con un aire supremamente tolerante, evitó- ver nada, retiró su mandíbula y empezó a lavarse la cara con su pata. Hermione gruñó su risa, complacida.

-Bel giovanetto... -dijo.

El gato se estiró hacia adelante de nuevo y puso su hermosa pata blanca sobre el borde del platillo. Hermione lo levantó con delicada lentitud. Este cuidado deliberado y delicado en el movimiento hizo que Ursula se acordase de Gudrun.

-¡No! Non é permesso di metiere il zampino nel ondinetto. Non piace al babbo. Un signor gasto cosí selvatico...!

Y mantuvo su dedo sobre la pezuña suavemente plan­tada del gato, teniendo su voz la misma nota burlona y humorística de dominio.

Ursula estaba harta. Deseaba irse ya. Parecía inútil todo. Hermione estaba establecida para siempre, ella era efímera y no había llegado todavía.

-Me iré ahora -dijo de repente.

Birkin la miró casi con miedo..., tanto le horroriza­ba su rabia.

-Pero no hay necesidad de tanta prisa -dijo.

-Sí -repuso ella-. Me iré.

Y volviéndose a Hermione, antes de que hubiese tiem­po a decir nada más, tendió su mano y dijo.

-Adiós.


-Adiós... -cantó Hermione, reteniendo la mano-. ¿Debe irse realmente ahora?

-Sí, pienso que me iré -dijo Ursula con el rostro decidido y desviados los ojos de Hermione.

-Piensa que...

Pero Ursula había logrado liberar su mano. Se vol­vió hacia Birkin con un «adiós» rápido, casi mordaz, y estaba abriendo la puerta antes de que él tuviese tiempo de hacerlo por ella.

Cuando se encontró fuera de la casa corrió por el camino con furia y agitación. Era extraña la rabia irra­cional y la violencia que despertaba en ella Hermione con su sola presencia. Ursula sabía que se delataba con la otra mujer, sabía que parecía malcriada, grosera, exasperada. Pero no le importaba. Se limitaba a andar rápidamente por el camino para no tener que retroce­der e insultar a la cara a los dos que había dejado atrás. Porque le sacaban de quicio.

23. EXCURSO

Birkin pidió a Ursula que saliese con él al día si­guiente. Resultaba ser en la escuela el día de media jornada. El apareció hacia finales de la mañana, pre­guntándole si querría dar un paseo en coche con él esa tarde. Ella consintió. Pero su rostro estaba cerrado y hosco, y el corazón de él/ se estremeció.

La tarde era hermosa y oscura. El conducía y ella se sentaba a su lado. Pero su rostro seguía todavía ce­rrado contra él, hosco. Cuando ella se ponía así, como un muro opuesto a él, su corazón se contraía.

Su vida le parecía ahora tan reducida que apenas le importaba ya. En ciertos momentos le parecía que no le. importaba un pimiento que existieran Ursula, Hermione o cualquiera. ¡Para qué preocuparse! ¿Por qué esforzarse buscando una vida coherente, satisfecha? ¿Por qué no derivar en una serie de accidentes..., como una novela picaresca? ¿Por qué no? ¿Por qué no? ¿Por qué preocuparse por las relaciones humanas? ¿Por qué to­marse en serio..., masculinas o femeninas? ¿Por qué crear siquiera conexiones serias para nada? ¿Por qué no ser casual, errático; por qué no tomar todo sencilla­mente por lo que vale?

Y, sin embargo, estaba condenado y sentenciado al viejo esfuerzo de vivir seriamente.

-Mira lo que he comprado.

El coche se deslizaba sobre una carretera estrecha y blanca, entre árboles de otoño.

Le dio un paquetito de papel arrugado.

Ella lo cogió y lo abrió.

-¡Qué encantador! -exclamó. Examinó el regalo.

-¡Qué absolutamente encantador! -exclamó de nue­vo-. Pero ¿por qué me los das?

Hizo la pregunta ofensivamente.

Su rostro brilló de irritación aburrida. Se sacudió

ligeramente de hombros.

-Lo deseaba -dijo tranquilamente.

-Pero ¿por qué? ¿Por qué tenías que hacerlo?

-¿Se me pide que encuentre razones? -preguntó él. Hubo un silencio mientras ella examinaba los ani­llos que el papel envolvía.

-Pienso que son hermosos -dijo ella-, especial­mente éste. Este es maravilloso.

Era un ópalo redondo, rojo y llameante, engastado

en un círculo de minúsculos rubíes.

-¿Ese es el que más te gusta? -dijo él.

-Creo que sí.

-A mí me gusta el zafiro -dijo él.

-¿Este?

Era un hermoso zafiro con forma de rosa y peque­ños brillantes.



-Sí -dijo ella-, es encantador -lo levantó a la luz-. Sí, quizás es el mejor...

-El azul... -dijo él.

-Sí, maravilloso...

De repente, él dio un bandazo con el coche para evi­tar una carreta y el auto basculó un momento sobre la cuneta. El era un conductor descuidado, aunque muy rápido. Pero Ursula estaba asustada. Siempre había ese algo despreocupado en él que la aterrorizaba. Sintió repentinamente que podría matarla causando un horri­ble accidente con el auto. Quedó durante un momento petrificada de miedo.

-¿No consideras más bien peligrosa tu manera de conducir? -le preguntó.

-No, no es peligrosa -dijo él. Y luego, tras una pausa:

-¿No te gusta para nada el anillo amarillo?

Era un topacio tirando a cuadrado montado en acero o en algún otro metal semejante, finamente tra­bajado.

-Sí -dijo-, me gusta. Pero ¿por qué compraste estos anillos?

-Los deseaba. Son de segunda mano.

-¿Los compraste para ti?

-No. Los anillos no le van bien a mis manos.

-¿Por qué los compraste entonces?

-Los compré para dártelos.

-Pero ¿por qué? ¡Con certeza deberías dárselos a Hermione! Le perteneces.

El no contestó. Ella quedó con las joyas encerradas en su mano.

Deseaba probarse los anillos, pero había algo en ella que no se lo permitía. Y, además, temía que sus manos fueran demasiado grandes, desfallecía pensando en la mortificación de un fracaso a la hora de meterlos en cualquier dedo distinto del meñique. Viajaron en silencio a través de los senderos vacíos.

Ir en un coche de motor excitaba a Ursula, hacía que olvidase incluso la presencia de él.

-¿Dónde estamos? -preguntó de repente.

-No lejos de Worksop.

-¿Y dónde vamos?

-A cualquier parte.

Era la respuesta que a ella le gustaba.

Abrió la mano para mirar los anillos. Le proporcio­naban tal placer esos tres círculos con sus joyas en­gastadas mezclándose en la palma de su mano. Tendría que probárselos. Lo hizo secretamente, sin querer que él lo viese, para que no supiera que su dedo era de­masiado ancho. Pero él vio a pesar de todo. El veía siempre si ella deseaba que no viese. Era otra de sus características odiosas, la de ser sumamente observador.

Sólo el ópalo, con su montura fina, le entraba en el dedo anular. Y ella era supersticiosa. No, ya había ma­los presagios suficientes, no aceptaría ese anillo de com­promiso.

-Mira -dijo levantando la mano, que estaba medio cerrada y reduciéndose-. Los otros no me entran.

El miró la piedra suave con destellos rojos sobre su piel supersensible.

-Si -dijo.

-Pero los ópalos dan mala suerte, ¿no es verdad? -dijo ella preocupada.

-No. Prefiero las cosas que dan mala suerte. La suerte es vulgar, ¿quién desea lo que la suerte puede traer? Yo no.

-Pero ¿por qué?

Y, consumida por el deseo de ver qué aspecto ten­drían en su mano los otros anillos, se los puso en el dedo meñique.

-Pueden ensancharlos un poco -dijo él.

-Sí -repuso ella dubitativamente.

Y suspiró. Sabía que aceptando los anillos estaba aceptando una promesa. Pero el destino parecía más que ella misma. Miró de nuevo las joyas. Eran hermo­sas a sus ojos..., no como ornamento, ni como signo de riqueza, sino como minúsculos fragmentos de hermo­sura.

-Me alegra que las comprases -dijo poniendo la mano sobre el brazo de él, parcialmente contra su pro­pia voluntad.

El rió levemente. Deseaba que ella viniese a él. Pero estaba enfadado en el fondo de su alma e indiferente. Sabía que ella sentía realmente una pasión por él. Pero, en última instancia, no le resultaba interesante. Había profundidades de pasión donde uno llegaba a ser imper­sonal e indiferente, no emotivo. Mientras que Ursula continuaba al nivel del motivo personal..., siempre tan abominablemente personal. El la había tomado como nunca se había tomado a si mismo. La había tomado en las raíces de su oscuridad y vergüenza..., como un demonio, riendo sobre la fuente de corrupción mística que era uno de los manantiales de su ser; riendo, enco­giéndose de hombros, aceptando, aceptando finalmente. En cuanto a ella, ¿cuándo iría más allá de sí misma como para aceptarle en el meollo de la muerte?

Ella se puso bastante contenta ahora. El coche de motor avanzaba, la tarde era suave y difusa. Hablaba con animado interés, analizando gentes y sus motivos... Gudrun, Gerald. El respondía vagamente. Ya no estaba muy interesado en personalidades y personas..., las gen­tes eran todas distintas, pero estaban todas encerradas en un limite definido, dijo él; sólo había dos grandes ideas, dos grandes corrientes de actividad que perma­neciesen, con varias formas de reacción. Las reacciones variaban todas ellas con las distintas gentes, pero se­guían unas pocas grandes leyes, e intrínsecamente no había diferencia. Actuaban y reaccionaban involunta­riamente de acuerdo con unas pocas grandes leyes, y una vez que las leyes, los grandes principios eran cono­cidos, la gente ya no resultaba interesante místicamen­te. Eran todos esencialmente semejantes, las diferencias eran sólo variaciones a partir de un tema. Ninguna de ellas trascendía los términos dados.

Ursula no estaba de acuerdo..., las personas eran para ella una aventura todavía..., pero... quizá no tanto como intentaba hacérselo creer a si misma. Quizás había algo mecánico ahora en su interés. Quizá su in­terés era destructivo también; sus análisis, una verda­dera desintegración. Había un subespacio en ella donde no le preocupaban la gente ni su idiosincrasia, ni si­quiera para destruirles. Pareció tocar durante un mo­mento este subsilencio en sí misma, quedó inmóvil y se volvió durante un instante puramente hacia Birkin.

-¿Verdad que será encantador ir a casa en la os­curidad? -dijo ella-. Podíamos tomar el té más bien tarde..., ¿lo haremos?... ¿Verdad que sería bastante agradable?

-Prometí estar en Shortlands para cenar -dijo él.

-Pero... no importa..., puedes ir mañana.

-Hermione está allí -dijo él con voz más bien in­cómoda-. Se va en dos días. Supongo que debería de­cirle adiós. Nunca volveré a verla.

Ursula se retiró, cerrada en un silencio violento. El frunció el entrecejo y sus ojos comenzaron a centellear de nuevo con rabia.

-No te importa, ¿verdad? -preguntó él irritada­mente.

-No, me da igual. ¿Por qué habría de importarme? ¿Por qué iba a importarme?

Su tono era burlón y ofensivo.

-Eso es lo que me pregunto yo -dijo él-. ¿Por qué deberías molestarte? Pero parece que sí.

Su entrecejo estaba tenso a causa de la irritación violenta.

-Te aseguro que no, que no me importa lo más mí­nimo. Vete a tu sitio..., eso es lo que deseo que hagas.

-¡Ah, estúpida! -gritó él-, con tu «vete a tu si­tio». Todo ha terminado entre Hermione y yo. Ella sig­nifica mucho más para ti, puestos a ello, que para mí. Porque tú sólo puedes rebelarte en pura reacción ante ! ella..., y ser su opuesto es ser su contrapartida.

-¡Ah, opuesto! -exclamó Ursula-. Conozco tus es­tratagemas. No me dejo engañar con tus juegos de pa­labras. Tú perteneces a Hermione y a su espectáculo muerto. Pues bien, si es así es así. No te culpo, pero entonces no tienes nada que hacer conmigo.

En su exasperación inflamada, exaltada, él detuvo el coche y quedaron sentados allí, en mitad del sendero campestre, para desfogarse. Era una crisis de guerra entre ellos, por lo cual no veían lo ridículo de su si­tuación.


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