Mujeres enamoradas



Yüklə 1,84 Mb.
səhifə36/42
tarix29.10.2017
ölçüsü1,84 Mb.
#19792
1   ...   32   33   34   35   36   37   38   39   ...   42

-Sí -dijo en voz alta-. A unos cuarenta kilómetros

de Innsbruck, ¿no es cierto?

-No sé exactamente dónde, pero ¿no crees que seria

encantador en la nieve perfecta?

-¡Muy encantador! -dijo Gudrun sarcásticamente.

Ursula estaba desconcertada.

-Desde luego -dijo-, pienso que Gerald habló con Rupert para que no pareciese todo hacer una salida con una type...

-Desde -luego -dijo Gudrun-, sé que él frecuenta habitualmente esa clase de mujeres.

-¡No me digas! -dijo Ursula-. ¿Cómo lo sabes?

-Sé de una modelo en Chelsea -dijo Gudrun fría­mente.

Ursula quedó silenciosa ahora.

-Bueno -acabó diciendo con una risa vacilante-, espero que se lo pase bien con ella.

Gudrun pareció más triste al oírlo.

28. GUDRUN EN EL "POMPADOUR

Se aproximaba la Navidad, los cuatro se preparaban para partir. Birkin y Ursula estaba ocupados embalan­do sus escasos efectos personales, preparándolos para ser enviados a cualquier parte y país donde acabasen eligiendo quedarse. Gudrun estaba muy excitada. Le en­cantaba viajar.

Como Gerald y ella estuvieron listos primero, par­tieron vía Londres y París hacia Innsbruck, donde se encontrarían con Ursula y Birkin. Pasaron una noche en Londres. Fueron al music-hall y luego al café «Pompadour».

Gudrun detestaba el café, aunque siempre volviese a él, como hacían la mayoría de los artistas conocidos por ella. Le repugnaba su atmósfera de vicio mezquino, de celos mezquinos y de arte mezquino. Sin embargo, volvía siempre cuando estaba en la ciudad. Era como si tuviese que volver a ese pequeño remolino lento y central de desintegración y disolución: simplemente para echar una ojeada.

Se sentaba con Gerald bebiendo algún licor dulzón y mirando con ojos oscuros y severos los diversos gru­pos de personas sentados en las mesas. No saludaba a nadie, pero algunos hombres jóvenes le hacían con fre­cuencia gestos de saludo, con una especie de familiari­dad burlona. Ella los cortó todos. Y les gustaba sen­tarse allí, arrebatadas las mejillas, con los ojos negros y severos, viéndolos a todos objetivamente como distan­tes, como criaturas en algún zoológico, sus almas simiescamente degradadas. ¡Dios, qué pandilla sucia eran! La sangre le latía negra y espesa en las venas por la rabia y el asco. No obstante, debía sentarse allí y mirar, mirar. Una o dos personas se acercaron para hablarle. Desde todos los puntos del café se volvían hacia ella ojos mitad furtivos y mitad burlones, los hombres mi­rando sobre el hombro y las mujeres desde debajo de sus sombreros.

Allí estaba la vieja muchedumbre: Carlyon, en su rincón, con sus pupilos y su chica; Halliday, y Libídnikov, y la Pussum..., todos. Gudrun observó a Gerald. Vio que sus ojos se detenían un momento sobre Halliday y su grupo. Ellos le estaban mirando y le saludaron, siendo contestados. Se reían y murmuraban entre sí. Gerald les contempló con el brillo fijo de sus ojos. Es­taban urgiendo a Minette para que hiciese algo.

Ella acabó levantándose. Llevaba un traje curioso de seda oscura con largos rayos pálidos que producía un curioso efecto estriado. Estaba más delgada, con los ojos quizá más amplios, más desintegrados. Por lo de­más, se conservaba idéntica. Gerald la contempló con el mismo brillo fijo mientras se aproximaba. Ella le tendió su bella y delgada mano.

-¿Qué tal estás? -dijo.

El le dio la mano, pero quedó sentado, dejando que ella quedase cerca, recostada contra la mesa. Ella sa­ludó fríamente a Gudrun, a quien sólo conocía de vista y de reputación.

-Estoy muy bien -dijo Gerald-. ¿Y tú?

-Oh, estoy bien. ¿Qué hay de Rupert?

-¿Rupert? Está muy bien igualmente.

-Sí, no quería decir eso. ¿Es-cierto que se casó?

-Oh, sí. Se casó.

Los ojos de Minette mostraron un destello caliente.

-Oh, lo logró entonces, ¿verdad? ¿Cuándo se casó?

-Hace una o dos semanas.

-¡Vaya! Nunca escribió.

-No.

-No. ¿No crees que estuvo muy mal?



Esto último lo dijo en un tono de desafío. Minette dejó saber por su tono que era consciente de ser es­cuchada por Gudrun.

-Supongo que no se sintió inclinado a ello -repu­so Gerald.

-Pero ¿por qué no? -prosiguió Minette.

Esto fue recibido con silencio. Había una persisten­ cia fuerte y burlona en la pequeña figura hermosa de la muchacha de pelo corto mientras permanecía cerca

de Gerald.

-¿Vas a quedarte mucho en la ciudad? -pregun­tó ella.

-Sólo esta noche.

-Oh, sólo esta noche. ¿Vas a venir a charlar con Julius?

-Esta noche no.

-Oh, muy bien. Se lo diré entonces.

En ese momento llegó su toque diabólico.

-Tienes un aspecto estupendo.

-Sí..., me siento bien.

Gerald estaba tranquilo y cómodo, con una chispa de diversión satírica en los ojos.

-¿Lo estás pasando bien?

Eso fue un golpe directo para Gudrun, proferido en una voz homogénea y sin timbre de áspera soltura.

-Sí -contestó él bastante inexpresivamente.

-Lamento muchísimo que no te acerques. No eres muy fiel con los amigos.

-No mucho -dijo él.

Ella les hizo un gesto de «buenas noches» y volvió lentamente a su grupo. Gudrun contempló su curiosa forma de andar, tiesa y sacudiendo las caderas. Oyeron

nítidamente su voz uniforme y sin timbres:

-No vendrá; está comprometido en otra cosa -dijo.

Hubo más risas y bromas en la mesa.

-¿Es amiga tuya? -dijo Gudrun mirando tranquila­mente a Gerald.

-He vivido en casa de Halliday con Birkin -dijo él mirando los ojos lentos y tranquilos de ella.

Y ella supo que Minette era una de sus amantes... y supo que él sabía lo que ella sabía.

Ella miró alrededor y llamó al camarero. Ante todo, quería un cocktail helado. Esto advirtió a Gerald, que se preguntaba cómo acabaría todo.

El grupo de Halliday estaba embriagado y malicioso.

Hablaban en voz alta de Birkin, ridiculizándole por todo y especialmente a causa de su matrimonio.

-Oh, no me hagáis pensar en Birkin -chillaba Halli­day-. Me pone perfectamente enfermo. Es tan malo como Jesús. «¡Señor, qué debo hacer para salvarme!»

Rió para sí ebriamente.

-Recuerda las cartas que solía mandar -llegó la voz rápida del ruso-. El deseo es sagrado...

-¡Oh, sí! -exclamó Halliday-. Oh, qué perfecta­mente espléndido. Pues mira, llevo una en el bolsillo. Estoy seguro.

Sacó varios papeles de su agenda.

-Estoy seguro de que..., ¡hiel..., ¡oh querido!..., ten­go una.

Gerald y Gudrun estaban observando absortos.

-Oh, sí, qué perfectamente espléndido... ¡hic! No me hagas reír, Minette, que me da hipo. ¡Hic!...

Todos rieron.

-¿Qué decía en ésa? -preguntó Minette inclinán­dose hacia adelante, con su pelo corto y rubio balan­ceándose contra el rostro.

Había algo curiosamente indecente en su cráneo alar­gado y rubio, especialmente cuando quedaban al descu­bierto las orejas.

-¡Espera..., espera! No-o, no te la daré, la leeré en voz alta. Te leeré fragmentos escogidos, ¡hic! ¡oh que­rida! ¿Piensas que se me quitará el hipo bebiendo agua? ¡Hic! Oh, me siento totalmente desamparado.

-¿No es ésa la carta sobre unir lo oscuro y la luz... y el Flujo de Corrupción? -preguntó Maxim con su voz rápida y precisa.

-Creo que sí -dijo Minette.

-¿De verdad? Lo había olvidado..., ¡hic!..., cierto que es ésa -dijo Halliday abriendo la carta-. ¡Hic! Oh, sí. ¡Qué perfectamente espléndido! Es una de las mejores. «Hay una frase en cada raza -leyó con una voz lenta y nítida de clérigo leyendo la Escritura­donde el deseo de destrucción se sobrepone a cualquier otro deseo. En el individuo este deseo es en última instancia un deseo de destrucción en el sí mismo»...,

Se detuvo un momento y levantó los ojos del papel

-Espero que siga adelante con la destrucción de sí mismo -dijo la voz rápida del ruso.

Halliday lanzó una risita y echó la cabeza hacia atrás, vagamente.

-No hay mucho que destruir en él -dijo Minette-. Está ya tan delgado que se verá obligado a empezar por una birria.

-¡Oh, qué hermoso es! ¡Me encanta leerle! ¡Creo que me ha curado el hipo! -chilló Halliday-. Déjame continuar. «Es un deseo del proceso reductor en uno mismo, una reducción hacia el origen, un retorno si­guiendo el Flujo de Corrupción hasta las condiciones rudimentarias originales del ser... » Oh, pero pienso real­mente que es maravilloso. Casi supera la Biblia...

-Sí..., Flujo de Corrupción -dijo el ruso-, recuer­do esa frase.

-Oh, siempre estaba hablando sobre Corrupción -dijo Minette-. Debe estar corrompido para tenerlo siempre en la cabeza.

-¡Exactamente! -dijo el ruso.

-¡Dejadle continuar! ¡Oh, es una pieza literaria per­fectamente maravillosa! Escuchad: «Y en el gran re­troceso, en el reducirse del cuerpo creado de vida obte­nemos conocimiento, y más allá del conocimiento, el éxtasis fosforescente de la sensación aguda.» Pienso realmente que esas frases son demasiado absurdamente maravillosas. ¿No os lo parecen? Son casi tan buenas como las de Jesús. «Y si, Julius, deseas ese éxtasis de reducción con Minette, debes continuar hasta que se vea cumplido. Pero hay también con certeza en ti, en alguna parte, el deseo vivo de una creación positiva, de relaciones definitivamente fieles, donde ese proceso de corrupción activa, con todas sus flores de barro, se vea trascendido y más o menos terminado.... Me pre­gunto realmente qué son flores de barro. Minette, eres eres una flor de barro.

-Gracias. Y tú, ¿qué eres?

-¡Oh, seguro que yo soy otra, según la carta! Todos somos flores de barro... Fleurs..., ¡hic!, ¡du mal! Es per fectamente maravilloso el pavoroso Infierno de Birkin..., que aterra al «Pompadour»..., ¡hic!...

-Continúa..., continúa -dijo Maxim-. ¿Qué viene luego? ¿Es realmente muy interesante?

-Me parece que hay que tener mucha cara para es­cribir así -dijo Minette.

-Sí..., sí, lo mismo creo -dijo el ruso-. Es un megalomaníaco desde luego, una forma de manía reli­giosa. Piensa que es el Salvador del hombre... Sigue le­yendo.

-«Con certeza» -entonó Halliday-, «con certeza, la bondad y la misericordia me han seguido todos los días de mi vida...» -se interrumpió lanzando una risita; lue­go empezó otra vez, adoptando la entonación de un clé­rigo-. «Con certeza llegará a su término en nosotros este deseo de la constante separación, esta pasión por el desparramamiento de todo..., reduciéndonos a par­tes..., reaccionando en intimidad sólo para la destruc­ción..., usando el sexo como gran agente reductor, redu­ciendo los dos grandes elementos de masculino y fe­menino desde su unidad altamente compleja..., redu­ciendo las viejas ideas, volviendo a los salvajes para nuestras sensaciones..., siempre intentando perdernos en alguna sensación negra definitiva, sin mente e infi­nita... ardiendo sólo en fuegos destructivos, alineándo­nos en la esperanza de ser abrasados radicalmente...»

-Quiero irme -dijo Gudrun a Gerald mientras se­ñalaba al camarero.

Sus ojos lanzaban chispas, sus mejillas estaban arre­batadas. El extraño efecto de la carta de Birkin leída en voz alta como un perfecto canturreo clerical, claro y resonante, frase a frase, hacía que la sangre se le subiese a la cabeza como si estuviese loca.

Se levantó mientras Gerald pagaba la cuenta y cami­nó hasta la mesa de Halliday. Todos miraron hacia ella.

-Perdone -dijo-. La carta que está leyendo, ¿es auténtica?

-Oh, sí -dijo Halliday-. Del todo.

-¿Puedo verla?

El se la tendió sonriendo tontamente, como hipnotizado.

-Gracias -dijo ella.

Y le dio la vuelta saliendo del café con la carta, cru­zando todo el cuarto brillante entre las mesas con su manera mesurada. Pasaron algunos momentos antes de que nadie comprendiese lo que estaba sucediendo.

Desde la mesa de Halliday llegaron gritos semiarticulados, luego alguien abucheó y un poco después todo el extremo lejano del lugar comenzó a abuchear la for­ma en retirada de Gudrun. Estaba vestida a la moda, de verde oscuro y plata, su sombrero era verde bri­llante como el brillo de un insecto, pero el borde del ala era de un color verde oscuro suave que terminaba en plata; su abrigo era verde oscuro, lustroso, con un cuello alto de piel gris y grandes puños de piel; el bor­de de su vestido dejaba ver terciopelo plata y negro; sus medias y zapatos eran gris plata. Se movía con una indiferencia lenta y elegante hacia la puerta. El portero abrió respetuosamente y, a un gesto suyo, corrió hasta el borde de la acera y silbó pidiendo un taxi. Las dos luces de un vehículo giraron casi inmediatamente hacia ella como dos ojos.

Gerald la había seguido, asombrado, entre todos los abucheos, sin captar el motivo. Oyó la voz de Minette diciendo:

-Ve y quítasela. ¡Jamás vi cosa igual! Ve y quíta­sela. Díselo a Gerald Crich..., por allí va..., haz que te la entregue.

Gudrun estaba de pie ante la puerta del taxi, que el portero le mantenía abierta.

-¿Al hotel? -preguntó ella cuando Gerald salía apre­suradamente.

-Donde quieras -repuso él.

-¡Perfecto! -dijo ella-. Al Wagstaff, en la calle Barton -dijo al taxista.

El taxista inclinó la cabeza y bajó la bandera.

Gudrun entró en el taxi con el movimiento delibera­damente frío de una mujer que está bien vestida y tiene el alma despectiva. Sin embargo, estaba aterida por sen­timientos agotadores. Gerald la seguía.

-Te has olvidado del portero -dijo ella tranquila­mente, con un leve movimiento del sombrero.

Gerald le dio un chelín. El hombre saludó. Estaban en marcha.

-¿Qué fue todo ese escándalo? -preguntó Gerald vivamente asombrado.

-Me fui con la carta de Birkin -repuso ella, y él á vio el papel aplastado en su mano.

Sus ojos brillaron de satisfacción.

-¡Ah! -dijo-. ¡Espléndido! ¡Menuda pandilla de es-; túpidos!

-¡Podría haberles matado! -exclamó ella con pa­sión-. ¡Perros!, ¡son perros! ¿Cómo es Rupert tan tonto y como para escribirles cartas semejantes? ¿Por qué se abre a semejante canalla? Es una cosa que no puede soportarse.

Gerald se sorprendió ante su extraña pasión.

Y ella no pudo permanecer más en Londres. Tuvie­ron que partir en el tren de la mañana desde Charing Cross. Mientras pasaban por encima del puente, ya en el tren, captando destellos del río entre las grandes tra­viesas de hierro, ella exclamó:

-Siento que nunca podré ver otra vez esta sucia ciudad..., no podría soportar volver a ella.

29. CONTINENTAL

Las últimas semanas antes de partir, Ursula fue pre­sa de un desasosiego irreal. No era ella..., no era nada. Era algo que iba a ser... pronto..., muy pronto. Pero hasta entonces ella era sólo iminente.

Fue a visitar a sus padres. Resultó un encuentro un tanto envarado, triste, más semejante a la verificación de una separación que a una reunión. Pero todos estu­vieron vagos e indefinidos unos con otros, envarados en el destino que les separaba.

Ella no entró en sí misma hasta encontrarse en el barco que cruzaba de Dover a Ostende. Había bajado oscuramente a Londres con Birkin; Londres había sido una vaguedad, como el viaje en tren hasta Dover. Era todo como si estuviese dormida.

Y ahora, al fin, desde la popa del barco en una no­che negra como el azabache y ventosa, sintiendo el mo­vimiento del mar y contemplando las luces pequeñas y más bien desoladas que parpadeaban en las orillas de Inglaterra como en las orillas de ninguna parte, vién­dolas hacerse más y más pequeñas en la oscuridad pro­funda y viva, sintió que el alma comenzaba a despertar de su sueño anestésico.

-¿Te parece bien que vayamos a proa? -dijo Birkin.

Deseaba estar en la punta de su proyección. Se mar­charon mirando las débiles chispas que brillaban des­de la nada, en la remota distancia llamada Inglaterra, y volvieron los rostros hacia la insondable noche de delante.

Fueron derechos a la proa de la nave, que cabecea­ba suavemente. En la oscuridad completa Birkin en­contró un lugar relativamente abrigado donde se enros­caba una gran soga. Estaban muy cerca de la punta misma del barco, cerca del espacio negro y sin horadar de enfrente. Allí se sentaron, plegados juntos y rodea­dos por la misma manta, acercándose más y más el uno al otro hasta que parecieron fundirse en una sola sustancia. Hacía mucho frío y la oscuridad era palpable.

Alguien de la tripulación del barco se aproximaba desde la cubierta, oscuro como la oscuridad, no real­mente visible. Ellos vieron entonces una debilísima pa­lidez en su rostro. El notó su presencia y se detuvo, vacilante; luego se inclinó hacia adelante. Cuando su cara estaba cerca de ellos vio la débil palidez que ema­naban. Entonces se retiró como un fantasma. Y ellos le contemplaron sin hacer ruido alguno.

Parecieron hundirse en la oscuridad profunda. No había cielo ni tierra, sólo una oscuridad intacta donde parecían caer con un movimiento suave y durmiente, como una semilla cerrada de vida cayendo a través del espacio oscuro, insondable.

Habían olvidado dónde estaban, todo lo que era y había sido, conscientes sólo en su corazón, y allí, cons­cientes sólo de esa trayectoria pura atravesando la abru­madora oscuridad. La proa del barco se hundió con un débil ruido de rasgar la noche completa, sin saber, sin mirar, sólo subiendo y bajando al ritmo de las olas.

En Ursula, la sensación del mundo irrealizado que había delante triunfó sobre todo. En medio de esa pro­funda oscuridad parecía brillar en su corazón el fulgor de un paraíso desconocido e irrealizado. Su corazón estaba lleno de la luz más maravillosa, luz como miel de oscuridad, dulce como la tibieza del día; una luz que no se derramaba sobre el mundo, sino sólo sobre el paraíso desconocido hacia el que estaba yendo, una dulzura de morada, un deleite de vivir desconocido pero infaliblemente suyo. En su intensa emoción levantó el rostro súbitamente hacia él y lo tocó con sus labios. Tan frío, tan fresco, tan claro era su rostro que fue como besar una flor que crece cerca de los rompientes.

Pero él no conocía el éxtasis de júbilo en el conoci­miento anticipado que ella conocía. Para él la maravilla de ese tránsito era abrumadora. Estaba cayendo a tra­vés de un abismo de oscuridad infinita, como un meteo­rito hundiéndose en la grieta entre los mundos. El mundo estaba rasgado en dos, y él buceaba como una estrella sin encender por la inefable hendidura. Lo que estaba más allá no era aún para él. Estaba vencido por

la trayectoria.

Se mantuvo en trance, rodeando por todas partes a Ursula. Su rostro estaba apoyado contra el pelo fino y frágil de ella, respiraba su fragancia con el mar y la noche profunda. Y su alma estaba en paz, rendida, mien­tras caía en lo desconocido. Era la primera vez que entraba en su corazón una paz radical y absoluta, en ese tránsito definitivo fuera de la vida.

Hubo entonces cierto movimiento en cubierta que les sacudió. Se levantaron. ¡Qué tiesos y agarrotados es­taban tras la noche! Y, sin embargo, el destello paradi­síaco en el corazón de ella y la indescriptible paz de oscuridad en el de él eran todo.

Se levantaron y miraron hacia adelante. En la oscu­ridad se divisaban luces bajas. Era el mundo otra vez. No era el júbilo del corazón de ella ni la paz en el de él. Era el mundo superficial e irreal de los hechos. Pero no del todo el viejo mundo. Porque la paz y el júbilo de sus corazones eran duraderos.

Extraño y desolado sobre todas las cosas, como des­embarcar de la laguna Estigia sobre el mundo subte­rráneo, fue esa llegada nocturna. Allí estaba la ampli­tud húmeda, iluminada a medias y cubierta del lugar oscuro, cubierto por listones y hueco por debajo, ro­deado de desolación por todas partes. Ursula había cap­tado en la oscuridad las letras grandes, pálidas y mís­ticas de OSTENDE. Todos se apresuraban con una deci­sión ciega y como de insecto por el aire gris oscuro, los mozos gritaban con su inglés de pacotilla y luego tro­taban con pesados equipajes, presentando sus blusines un aspecto fantasmagórico según desaparecían; Ursula estaba de pie ante una barrera larga y baja recubierta de cinc junto con centenares de otras gentes espectra­les, y llenando la vasta oscuridad húmeda se veía esa franja baja de maletas abiertas y gentes espectrales,

mientras al otro lado de la barrera oficiales pálidos con gorras de pico y bigotes revolvían la ropa interior en las maletas para luego garabatear sobre ellas un signo con tiza.

Se hizo. Birkin cogió los bultos de mano, salieron con el mozo siguiéndoles. Cruzaron unas grandes puer­tas y se vieron de nuevo en la noche abierta... ¡Ah, una plataforma de ferrocarril! Las voces seguían sonando estridentes, con agitación inhumana a través del aire gris oscuro, corrían espectros por la oscuridad entre trenes.

«KöIn... Berlín...», vio Ursula los tableros del tren alto situado en un lado.

-Henos aquí -dijo Birkin.

Y ella vio los tableros de su lado: «Elsass..., Lothringen..., Luxembourg..., Metz..., Basle.»

-¡Basle, eso es!

El mozo llegó.

-A Bâle... deuxiéme classe?... Voilá!

Y se subió al alto tren. Le siguieron. Algunos de los compartimientos estaban ya tomados. Pero muchos es­taban vacíos y en tinieblas. Colocaron el equipaje, die­ron una propina al mozo.

-Nous avons encore...? -dijo Birkin mirando al mozo y a su reloj.

-Encore une demi-heure.

Con lo cual, en su blusa azul, desapareció. Era feo e insolente.

-Ven -dijo Birkin-. Hace frío. Comamos.

Había un coche-cafetería en la plataforma. Tomaron café caliente y aguado, comiendo grandes panecillos con jamón que casi dislocaron la mandíbula de Ursula de tan anchos como eran, y caminaron junto a los grandes trenes. Era todo tan extraño, tan extremadamente deso­lado, como el mundo subterráneo, gris, gris, gris de suciedad, desolado, gastado, ninguna parte... gris y mo­nótona ninguna parte.

Al fin acabaron moviéndose a través de la noche. Ursula percibía los contornos de las llanuras lisas en la oscuridad, la oscuridad húmeda, lisa y monótona del Continente. Se detuvieron sorprendentemente pronto... ¡Brujas! Luego siguieron por la chata oscuridad, con destellos de granjas dormidas, álamos delgados y cami­nos desiertos. Se sentaba desfallecida, de la mano con Birkin. El, pálido, inmóvil como un revenant, miraba a veces por la ventana y otras cerraba los ojos. Luego volvía a abrirlos, oscuros como la oscuridad exterior.

El destello de unas pocas luces en la oscuridad..., ¡la estación de Gante! Unos pocos espectros más mo­viéndose sobre la plataforma..., luego la campana..., lue­go otra vez movimiento a través de la nivelada oscu­ridad. Ursula vio a un hombre con una linterna salir de una granja junto al ferrocarril y cruzar hacia las construcciones oscuras de la granja. Pensó en el Marsh, en su vieja e íntima vida granjera en Cossethay. ¡Dios mío, qué lejos se había proyectado desde la infancia y cuánto le quedaba aún por recorrer! En una vida se recorrían eones. El gran abismo de memoria desde su infancia en los alrededores rurales e íntimos de Cossethay y la granja Marsh...; recordó al criado Tilly, que solía darle pan y mantequilla rociada con azúcar mo­reno en el viejo cuarto de estar donde el reloj del abue­lo tenía dos rosas en una cesta pintada sobre los núme­ros de la esfera..., y ahora que estaba viajando hacia lo desconocido con Birkin, un total extraño..., era un abismo tan grande que le parecía no tener identidad, que la niña que había sido, jugando en el cementerio de Cossethay, era una pequeña criatura de la historia, no realmente ella misma.

Estaban en Bruselas. Media hora para desayunar. Se bajaron. El gran reloj de la estación marcaba las seis. Tomaron café con bollos y miel en el vasto comedor, tan insulso, siempre tan insulso, sucio, tan espacioso, con tal desolación de espacio. Pero se lavó el rostro y las manos con agua caliente y se peinó; eso fue una bendición.

Pronto estaban en el tren, moviéndose. Comenzó la gran grisura del alba. Había diversas personas en el compartimiento, grandes y floridos hombres de negocios belgas con largas barbas marrones, hablando incesante­mente en un francés feo que se sentía demasiado fati­gada para seguir.


Yüklə 1,84 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   32   33   34   35   36   37   38   39   ...   42




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin