Mujeres enamoradas



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Quería alguien que cerrase esta deficiencia, que la cerrase para siempre. Ansiaba a Rupert Birkin. Cuan­do él estaba ella se sentía completa, era suficiente, ín­tegra. Durante el resto del tiempo ella se encontraba establecida sobre la arena, construida sobre un abismo, y a despecho de toda su vanidad y seguridades cualquier criado común de temperamento positivo y robusto podría lanzarla por ese pozo sin fondo de insuficien­cia con el más leve movimiento de burla o de des precio. Y durante todo el tiempo la pensativa y tortu­rada mujer apilaba sus propias defensas de conocimien­to estético, cultura, visiones del mundo y filantropía desinteresada. Pero nunca pudo cerrar el terrible agu­jero de la insuficiencia.

Si sencillamente Birkin formara con ella una cone­xión estrecha y segura, ella estaría a salvo durante este peligroso viaje de la vida. El era capaz de hacer que ella fuese sensata y triunfadora, triunfadora sobre los ángeles mismos del cielo. ¡Solamente si él quisiera! Pero estaba torturada por el miedo, por los recelos. Se ponía guapa, luchaba muy duro por alcanzar aquel gra­do de belleza y ventaja capaz de convencerle a él. Pero había siempre una deficiencia.

El era perverso también. Luchaba por quitársela de encima, siempre intentaba quitársela de encima. Cuan­to más se esforzaba ella por acercársele, más luchaba él para rechazarla. Y habían sido amantes durante años. Oh, era tan cansado, tan doloroso; y ella estaba

El carruaje bajó ruidosamente por la colina y se apro­ximó. Las gentes lanzaron un grito. La novia, que ape­nas había alcanzado la parte superior de los escalones, se volvió alegremente para ver la causa de esa conmo­ción. Vio una confusión entre la gente, un vehículo as­cendiendo y a su amante saltando del carruaje, esqui­vando los caballos y penetrando en la muchedumbre.

-¡Tibs! ¡Tibs! -exclamó con súbita y burlona ex­citación mientras permanecía en lo alto del sendero, ba­ñada por la luz del sol y agitando su ramo. El, que se infiltraba con el sombrero en la mano, no escuchó-. ¡Tibs! -exclamó ella otra vez mirando hacia él.

El echó una ojeada hacia arriba, sin darse cuenta, y vio a la novia y al padre de pie sobre el sendero si­tuado encima de él. Una mirada extraña y sorprendi­da invadió su rostro. Vaciló durante un momento. Lue­go reunió fuerzas para unirse a ellos de un salto.

-¡Ah-h-h! -llegó el grito extraño y ahogado de ella cuando, por reflejo, se dio la vuelta y salió corriendo con agilidad impensable hacia la iglesia, acompañada por el ruido de sus pies blancos y su blanco traje. El joven se lanzó tras ella como un perdiguero, subiendo de dos en dos los escalones y adelantando al padre de la novia, sus caderas ágiles como las de un perdiguero que se aproxima a su presa.

-¡Cómo va tras ella! -gritaron las mujeres vulga­res debajo, súbitamente arrastradas al juego.

Ella, con sus flores desparramadas como espuma, se apresuraba a doblar por el ángulo de la iglesia. Echó una ojeada atrás y, con un grito salvaje de risa y desafío, torció sin perder el equilibrio, desapareciendo tras el contrafuerte de piedra gris. Un segundo más tarde, el novio, inclinado hacia adelante por la carrera, había cogido el ángulo de la piedra silenciosa con la mano y se había lanzado fuera de vista, desaparecien­do en la persecución sus ágiles y fuertes caderas.

Gritos y exclamaciones de excitación estallaron in­mediatamente entre la multitud que se agolpaba en la puerta. Y entonces Ursula percibió de nuevo la figura oscura y más bien inclinada del señor Crich esperan­do suspendida sobre el sendero, contemplando con ros­tro inexpresivo la carrera hacia la iglesia. Había ter­minado, y se volvió para mirar la figura de Rupert Birkin, que al instante se adelantó y se le unió.

-Iremos a retarguardia -dijo Birkin con una leve sonrisa sobre el rostro.

-¡Ay! -repuso lacónicamente el padre.

Y los dos hombres caminaron juntos hacia arriba, por el sendero.

Birkin era tan delgado como el señor Crich, pálido y de aspecto enfermizo. Su cuerpo era estrecho pero bien formado. Caminaba con una ligera desviación de un pie, que provenía exclusivamente del azoramiento. Aunque estaba vestido correctamente para su papel, ha­bía una incongruencia innata que provocaba un leve matiz de ridículo en su aspecto. Su naturaleza era lú­cida y separada, no pegaba para nada en la ocasión convencional. Sin embargo, él se plegaba a la idea co­mún, disfrazándose.

Aparentaba ser persona común, perfecta y maravi­llosamente normal. Y lo hacía tan bien, adoptando el tono de sus ambientes, ajustándose tan rápidamente a su interlocutor y a su circunstancia, que lograba una verosimilitud de normalidad común que habitualmente ponía de su parte a los espectadores y les desarmaba, evitando que atacasen su singularidad.

Ahora hablaba de modo fluido y agradable con el señor Crich, a .medida que caminaban por el sendero; jugaba con las situaciones como un hombre sobre una cuerda floja, pero siempre sobre una cuerda floja, pre­tendiendo únicamente un cómodo descanso.

-Lamento que nos hayamos retrasado tanto -iba diciendo-. No pudimos encontrar una hebilla, por lo cual nos tomó mucho tiempo abrocharnos las botas. Pero ustedes no se retrasaron.

-Somos puntuales habitualmente -dijo el señor Crich.

-Y yo llego siempre tarde -dijo Birkin-. Pero hoy era realmente puntual, sólo un accidente me lo impidió. Lo lamento.

Los dos hombres desaparecieron, no había nada más que ver por el momento. Ursula quedó pensando en Birkin. El la picaba, la atraía y la molestaba.

Deseaba conocerle más. Había hablado con él una o dos veces, pero sólo al nivel profesional de su fun­ción como inspector. Ella pensaba que él parecía reco­nocer algún parentesco entre ambos, una comprensión natural, tácita, el uso de un mismo lenguaje. Pero la comprensión no había tenido tiempo para desarrollarse. Y algo la mantenía distante de él, al mismo tiempo que la atraía a él. Había cierta hostilidad, una última y escondida reserva en él, fría e inaccesible.

A pesar de todo, ella deseaba conocerle.

-¿Qué piensas de Rupert Birkin? -preguntó, algo a disgusto, a Gudrun. No quería ponerle en tela de juicio.

-¿Que qué pienso de Rupert Birkin? -repitió Gudrun-. Pienso que es atractivo... decididamente atrac­tivo. Lo que no puedo soportar de él son sus modales con otras gentes, su manera de tratar a cualquier pe­queña estúpida como si la respetase absolutamente. Una se siente espantosamente vendida.

-¿Por qué lo hará? -dijo Ursula.

-Porque carece de una verdadera facultad crítica con la gente en cualquier caso -dijo Gudrun-. Ya te lo digo, trata a cualquier tontita como nos trata a ti o a mí... y eso es demasiado insulto.

-Oh, lo es -dijo Ursula-. Es preciso discriminar.

-Uno debe discriminar -repitió Gudrun-. Pero en otros aspectos es un tío estupendo, una personalidad maravillosa. Sólo que no se puede confiar en él.

-Sí -dijo Ursula distraída. Se veía siempre forza­da a asentir a los pronunciamientos de Gudrun, incluso cuando no estaba totalmente de acuerdo.

Las hermanas se sentaban silenciosas, esperando que saliese la comitiva de la boda. Gudrun estaba impacien­te por hablar. Deseaba pensar en Gerald Crich. Deseaba ver si era real el poderoso sentimiento que le había pro­ducido. Deseaba estar preparada.

Dentro de la iglesia se celebraba la boda. Hermione Roddice sólo pensaba en Birkin. El estaba de pie junto a ella. Ella parecía inclinarse físicamente hacia él. De­seaba tocarle. Apenas podía estar segura de que él se encontraba cerca si no le tocaba. Con todo, se mantuvo dominada a lo largo de la ceremonia.

Ella había sufrido tan amargamente cuando él no vino, que seguía aún atónita. Seguía aún roída como por una neuralgia, atormentada por su posible ausen­cia. Le había esperado en un débil delirio de tortura nerviosa. Mientras estaba allí de pie, pensativa, el ges­to arrebatado de su rostro -que parecía espiritual y angélico pero que provenía de la tortura- le propor­cionaba un cierto patetismo que desgarraba de piedad el corazón de él. Birkin vio su cabeza inclinada, su rostro arrebatado, el rostro de un éxtasis casi demonía­co. Al notar que él miraba, ella levantó la cara y buscó sus ojos, lanzándole una gran señal desde sus propios y hermosos ojos grises. Pero él evitó su mirada y ella hundió su cabeza en el tormento y la vergüenza, mien­tras continuaba royéndose el corazón. Y él también es­taba torturado por la vergüenza y un definitivo des­agrado, sintiendo hacia ella una aguda piedad, porque no deseaba encontrarse con sus ojos, no deseaba recibir su llamarada de reconocimiento.

La novia y el novio se casaron, el grupo penetró en la sacristía. Hermione se aplastó involuntariamente contra Birkin para tocarle. Y él lo soportó.

Fuera, Gudrun y Ursula oían a su padre tocando el órgano. Con certeza disfrutaba tocando una marcha nupcial. ¡Ahora estaba saliendo la pareja de recién ca­sados! Las campanas tañían estremeciendo el aire. Ursula se preguntaba si los árboles y las flores podían sentir la vibración y qué pensaban de este extraño mo­vimiento en el aire. La novia parecía bastante recatada del brazo del novio, que contemplaba el cielo abriendo y cerrando inconscientemente los ojos, como si no es­tuviese ni aquí ni allá. Su aspecto era más bien cómi­co, parpadeando e intentando estar a tono, cuando emocionalmente era violado por su exposición a una muchedumbre. Tenía el aspecto de un marino 'típico, varonil y voluntarioso.

Birkin llegó con Hermione. Ella tenía una mirada arrebatada y triunfante, como de ángel caído restaura­do pero sutilmente demoníaco aún, y sujetaba a Birkin por el brazo. El estaba inexpresivo, neutralizado, po­seído por ella como si fuese su destino indiscutible.

Salió Gerald Crich, rubio, guapo, saludable, con una gran reserva de energía. Se mantenía derecho y com­pleto, había algo extrañamente furtivo brillando a tra­vés de su aspecto amistoso, casi feliz. Gudrun se levan­tó bruscamente y partió. No podía soportarlo. Deseaba estar sola, conocer esa inoculación extraña y aguda que había cambiado todo el humor de su sangre.

2. SHORTLANDS

Las Brangwen se fueron a su casa en Beldover; el grupo de la boda se reunió en Shortlands, la casa de los Crich. Era una vieja casa larga y baja, una especie de granja que se diseminaba por la cumbre de una la­dera, justamente más allá del estrecho y pequeño lago de Willey Water. Shortlands contemplaba un prado descendente que podría ser un parque por los árboles grandes y solitarios diseminados aquí y allá, frente al agua del estrecho lago y la boscosa colina que oculta­ba con éxito el valle minero situado más allá, aunque no ocultara del todo el humo ascendente. Sin embar­go, el escenario era rural y pintoresco, muy pacífico, y la casa poseía un encanto peculiar.

Estaba ahora atiborrada por la familia y los invita­dos a la boda. El padre, que no se sentía bien, se reti­ró a descansar. Gerald era el anfitrión. Estaba de pie en el hogareño vestíbulo, amistoso y fluido, atendiendo a los hombres. Parecía disfrutar con sus funciones so­ciales, sonreía y era abundante en su hospitalidad.

Las mujeres daban vueltas algo confusas, persegui­das aquí y allá por las tres hijas casadas de la casa. Todo el tiempo podía oírse la voz característica, impe­riosa, de una u otra Crich diciendo: «Helen, ven un minuto.» «Marjory, te quiero aquí.» «Oh, vaya, la se­ñora Witham... » Sonaban las faldas rozando, habla destellos de mujeres elegantemente vestidas, una cria­tura recorría el vestíbulo danzando, una doncella del servicio entraba y salía con prisa.

Mientras tanto, los hombres se mantenían en peque­ños grupos tranquilos charlando, fumando, pretendien­do no atender a la susurrante animación del mundo femenino. Pero no podían hablar realmente, debido al bullicio cristalino de las voces apresuradas y excitadas de las mujeres con sus risas frías. Los hombres espera­ban, incómodos, suspendidos, más bien aburridos. Pero Gerald permanecía como jovial y feliz, no consciente de que estaba esperando o desocupado, sabiéndose el centro mismo de la ocasión.

De repente, la señora Crich penetró sin ruido en el cuarto, mirando aquí y allá con su rostro fuerte y cla­ro. Llevaba aún su sombrero y su abrigo de seda azul.

-¿Qué pasa, madre? -dijo Gerald.

-¡Nada, nada! -repuso distraídamente. Y se enca­minó directamente hacia Birkin, que estaba hablando con un cuñado de los Crich.

-¿Qué tal está usted, señor Birkin? -dijo con su voz profunda, que parecía no tomar en cuenta a sus huéspedes.

Le tendió la mano.

-¡Oh, señora Crich! -contestó Birkin con su voz tan dúctil para los cambios-, me fue imposible acer­carme a usted antes.

-No conozco a la mitad de las personas que hay aquí -dijo con su voz profunda.

Su cuñado, incómodo, se alejó.

-,¿Y no le gustan los extraños? -dijo Birkin rien­do-. Personalmente, jamás pude entender por qué ha de tomar uno en cuenta a personas simplemente por­que resultan encontrarse en el mismo cuarto con uno: ¿por qué debería saber yo que están ahí?

-¡Cierto, muy cierto! -dijo la señora Crich con su voz baja y tensa-. Si no fuese porque están allí. Yo no conozco a gentes que descubro en la casa. Los niños me las presentan, me dicen: «Madre, éste es fulanito de tal.» De poco me sirve. ¿Qué relación tiene fulanito de tal con su propio nombre? ¿Y qué tengo yo que ver con él o con su nombre?

Elevó los ojos hacia Birkin. La señora Crich le sor­prendía. También le halagaba que ella viniese a hablar con él, porque apenas se fijaba en nadie. El miró su rostro claro, intenso, de rasgos graves, pero le intimi­daba mirar los ojos azules cargados de visión. En vez de ello observó cómo le caía el cabello en guedejas des­aliñadas sobre las orejas, más bien hermosas pero no del todo limpias. Tampoco estaba perfectamente lim­pio su cuello. Incluso en eso parecía ella pertenecerse a sí misma más que al resto de la compañía; aunque -pensó para sí- él estaba siempre bien aseado, cuando menos en el cuello y las orejas.

Sonrió débilmente pensando esas cosas. Con todo, estaba tenso, sintiendo que él y la mujer mayor, des­plazada, estaban confabulando juntos como traidores, como enemigos dentro del campamento de los otros. El parecía un venado que vuelve una oreja hacia la senda dejada atrás y la otra hacia adelante para saber lo que le esperaba.

-Las gentes no importan realmente -dijo con poco deseo de continuar.

La madre le miró con una súbita y oscura interroga­ción, como dudando de su sinceridad.

-¿Qué quiere usted decir con importar? -preguntó agudamente.

-No muchas gentes son algo en absoluto -respon­dió forzado a entrar más profundamente de lo que de­searía-. Alborotan. Sería mucho mejor que fuesen sen­cillamente barridos. Esencialmente, no existen, no están aquí.

Ella le contempló fijamente mientras hablaba.

-Pero no nos lo imaginamos -dijo ella secamente.

-No hay nada que imaginar, por eso no existen.

-Bien -dijo ella-, no me atrevo a llegar a tanto. Allí están, existan o no. No depende de mí decidir so­bre su existencia. Sólo sé que no puede esperarse de mí que los tome en cuenta a todos. Nadie puede esperar que le conozca simplemente porque resulta estar ahí. En cuanto a mí respecta, igualmente podría no estar.

-Exactamente -contestó él.

-¿Verdad que sí? -preguntó ella otra vez.

-Igualmente -repitió él.

Hubo una breve pausa.

-Si no fuese porque están allí, y eso es un en­gorro -dijo-. Allí están mis yernos -prosiguió en una especie de monólogo-. Ahora Laura se casó, hay otro. Y realmente no sé todavía distinguirlos. Se me acercan y me llaman madre. Sé lo que van a decirme: «¿Cómo está usted, madre?» Yo debería decir: «No soy su madre, en ningún sentido.» Pero de qué sirve. Allí están. He tenido hijos míos. Supongo que sé dis­tinguirlos de los hijos de otra mujer.

-Sí, es de suponer -dijo él.

La mujer lo miró algo sorprendida, quizá olvidando que estaba hablándole, y perdió el hilo.

Miró distraídamente por el cuarto. Birkin no pudo conjeturar qué estaba buscando, ni qué pensaba. Evi­dentemente, observaba a sus hijos.

-¿Están ahí todos mis hijos? -le preguntó abrup­tamente.

El sonrió sorprendido, quizá temeroso.

-Apenas les conozco, a excepción de Gerald -re­puso.

-¡Gerald! -exclamo-. Es el más necesitado de todos ellos. Jamás lo pensaría uno mirándolo ahora, ¿verdad?

-No -dijo Birkin.

La madre miró hacia su hijo mayor, contemplándole gravemente durante algún tiempo.

-Ay -dijo en un monosílabo incomprensible que sonó profundamente cínico.

Birkin se sintió asustado, como si no se atreviera a comprender. La señora Crich se alejó, olvidándole. Pero volvió sobre sus pasos.

-Me gustaría que tuviese un amigo -dijo-. Nunca ha tenido un amigo.

Birkin miró sus ojos, que eran azules y contempla­ban gravemente. No podía entenderlos. «¿Soy yo el guardián de mi hermano?», se dijo para sí, casi frí­volamente.

Entonces, con una ligera conmoción, recordó que ése fue el grito de Caín. Y Gerald era Caín, si alguien lo era. Pero tampoco era Caín, aunque hubiese matado a su hermano. Había cosas semejantes a puros acci­dentes, y las consecuencias no podían atribuirse a la persona aunque hubiese matado a su propio hermano. Siendo muchacho, Gerald había matado por accidente a su hermano. ¿Y qué? ¿Por qué intentar grabar una marca y una maldición sobre la vida que había pro­vocado el accidente? Un hombre puede vivir por acci­dente y morir por accidente. ¿O acaso no? ¿Está sujeta la vida de todo hombre al puro accidente? ¿Es sólo la raza, el género, la especie, quien posee una referencia universal? ¿O acaso no es esto cierto y no existe cosa semejante al accidente puro? ¿Tiene un significado uni­versal todo cuanto acontece? ¿Lo tiene? Birkin, refle­xionando mientras estaba allí de pie, se olvidó de la señora Crich y ella de él.

No creía que hubiese cosa semejante a un accidente. Todo estaba junto, en el más profundo de los sentidos.

Justamente cuando había decidido esto, una de las hijas de los Crich se aproximó diciendo:

-¿Por qué no vienes y te quitas el sombrero, que­rida madre? Dentro de un minuto nos sentaremos a comer y es un momento solemne, ¿verdad, querida?

Cogió a su madre del brazo y se alejaron. Birkin fue inmediatamente a conversar con el hombre más pró­ximo.

El gong tocó invitando al almuerzo. Los hombres miraron hacia arriba, pero nadie inició movimiento al­guno hacia el comedor. Las mujeres de la casa no pare­cieron percibir que el sonido tuviese algún significado para ellas. Pasaron cinco minutos. El criado de más edad, Crowther, apareció exasperado en el umbral de la puerta. Miró a Gerald con gesto de súplica. Este cogió una gran caracola curva que yacía sobre una es­tantería y sin más contemplaciones sopló con arrolla­dora fuerza. Fue un ruido extraño y turbador que hizo latir el corazón. La llamada resultó casi mágica. Todos vinieron corriendo, como si se tratase de una señal. Y entonces la muchedumbre se desplazó en un impulso hacia el comedor.

Gerald esperó un momento para que su hermana hi­ciese el papel de anfitriona. Sabía que su madre no prestaría atención alguna a sus deberes. Pero su her­mana se limitó a apretujarse hasta alcanzar un asiento. En consecuencia, con un gesto levemente demasiado dictatorial, el joven dirigió a los huéspedes hasta sus lugares.

Hubo un momento de silencio, mientras todos mira­ban los «hors d'oeuvres» que iban pasando. Y en este silencio una chica de trece o catorce años, con el ca­bello muy largo y suelto, dijo en una voz tranquila y segura:

-Gerald, te olvidas de nuestro padre cuando haces ese ruido infernal.

-¿Tú crees? -repuso. Y luego, dirigiéndose a la gente, añadió-: Mi padre está tumbado, no se encuen­tra muy bien.

-¿Cómo está realmente? -preguntó una de las hi­jas casadas, intentando esquivar el inmenso pastel nup­cial que se levantaba como una torre en mitad de la mesa, derramando sus flores artificiales.

-No tiene dolores, pero se siente cansado -repuso Winifred, la chica del pelo largo sobre la espalda.

Se sirvió el vino, y todos hablaban tumultuosamente. En el extremo más lejano de la mesa se sentaba la madre, con su cabello despeinado. Tenía a Birkin como vecino. A veces miraba con gesto de furia las filas de rostros, inclinándose hacia adelante y observando sin ceremonias. Y entonces decía en voz baja a Birkin:

-¿Quién es ese joven?

-No lo sé -respondió distraídamente Birkin.

-¿Le he visto antes? -preguntó ella.

-No creo. Yo no -repuso.

Y ella quedó satisfecha. Sus ojos se cerraban cansi­namente, una paz invadía su rostro, parecía una reina reposando. Luego empezaba, una pequeña sonrisa so­cial aparecía en su rostro, durante un momento tenía el aspecto de la agradable anfitriona. Durante un mo­mento se inclinaba graciosamente, como si todos fue­sen bienvenidos y encantadores. "Y luego, inmediata­mente, regresaba a la sombra; una mirada hosca y de águila aparecía sobre su rostro, contemplaba desde de­bajo de sus cejas como una criatura siniestra y ajena, odiándolos a todos.

-Madre -dijo Diana, una muchacha bonita algo mayor que Winifred-, puedo tomar vino, ¿verdad?

-Sí, puedes tomar vino -repuso automáticamente la madre, porque la pregunta le resultaba completa­mente indiferente.

Y Diana hizo señas al criado para que llenase su vaso.

-Gerald no debería prohibírmelo -dijo tranquila­mente al grupo en general.

-De acuerdo, Di -dijo amistosamente su hermano.

Y ella le miró con desafío mientras bebía del vaso.

Había una extraña libertad en la casa, que casi equi­valía a anarquía. Más que libertad era una resistencia a la autoridad. Gerald tenía algún mando por mera fuerza de su personalidad, no debido a ninguna posi­ción otorgada. En su voz había un tono amistoso pero dominante que intimidaba a los otros, todos ellos más jóvenes.

Hermione mantenía una discusión con el novio so­bre la nacionalidad.

-No -dijo-, pienso que apelar al patriotismo es un error. Es como un comercio rivalizando con otro.

-Vamos, me parece que mal puedes decir eso, ¿no? -exclamó Gerald, que tenía una auténtica pasión por la disputa-. No puedes llamar asunto comercial a una raza, ¿verdad? Y pienso que la nacionalidad correspon­de a grandes rasgos a la raza. Pienso que eso se pretende.

Hubo una pausa momentánea. Gerald y Hermione eran siempre extraña pero educada y uniformemente enemigos.

-¿Piensas que la raza corresponde a la nacionali­dad? -pretendió ella con aire meditativo y vacilación inexpresiva.

Birkin sabía que ella estaba esperando su participa­ción. Y habló, cumpliendo su deber.

-Me parece que Gerald está en lo cierto. La raza es el elemento esencial en la nacionalidad, al menos en Europa -dijo.

Hermione se detuvo nuevamente, como para permitir que esta afirmación se enfriase. Entonces dijo con una extraña asunción de autoridad:

-Sí, pero incluso entonces, ¿es la apelación patrió­tica una apelación al instinto racial? ¿No es más bien una forma de apelar al instinto de propiedad, el ins­tinto comercial? ¿Y no es esto lo que llamamos nacio­nalidad?

-Probablemente -dijo Birkin, para quien semejan­te discusión estaba fuera de tiempo y lugar.

Pero Gerald seguía ahora la pista a la discusión.

-Una raza puede tener su aspecto comercial -dijo-. De hecho es preciso. Es como una familia. Tienes que almacenar. Y para almacenar tienes qué luchar contra otras, familias, otras naciones. No veo por qué no.

Hermione hizo una nueva pausa, dominadora y fría, antes de contestar:

-Sí, creo que siempre es equivocado provocar un espíritu de rivalidad. Genera mala sangre. Y la mala sangre se acumula.

-Pero no puedes prescindir del espíritu de emula­ción en su conjunto -dijo Gerald-. Es uno de los in­centivos necesarios para la producción y el progreso.

-Sí -respondió tranquilamente Hermione-. Creo que se puede prescindir de él.


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