Mujeres enamoradas



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-Debo decir -intervino Birkin- que detesto el es­píritu de emulación.

Hermione estaba mordiendo un trozo de pan, sacán­doselo de entre los dientes con los dedos en un movi­miento lento, levemente menospreciador. Se volvió hacia Birkin.

-Tú sí que lo odias, sí -dijo íntima y satisfecha.

-Lo detesto -repitió él.

-Pero -insistió Gerald- si no permites que un hombre lleve los medios de vida de su vecino, ¿por qué ibas a permitir que una nación se lleve los medios de vida de otra?

Hubo un largo y lento murmullo por parte de Hermione antes de que rompiese a hablar, diciendo con lacónica indiferencia:

-No siempre es una cuestión de posesiones, ¿ver­dad? ¿Verdad que no todo es una cuestión de mercan cías?

Gerald quedó molesto con esta suposición de mate­rialismo vulgar.

-Sí, más o menos -contestó-. Si voy y le quito a un hombre el sombrero de la cabeza, ese sombrero se convierte en un símbolo de la libertad de ese hom­bre. Cuando lucha contra mí por su sombrero está lu­chando por su libertad.

Hermione no quedó cortada.

-Sí -dijo con irritación-. Pero ese modo de ar­gumentar con casos imaginarios no parece auténtico, ¿verdad? Un hombre no viene y me quita el sombrero de la cabeza, ¿no es así?

-Sólo porque la ley se lo prohíbe -dijo Gerald.

-No sólo -dijo Birkin-. De cien hombres, noventa y nueve no quieren mi sombrero.

-Ese es un asunto de gustos -dijo Gerald.

-O del sombrero -dijo riendo el novio.

-Y si él quiere mi sombrero tal como es -dijo Birkin-, sin duda queda abierto para m( decidir qué me representará una mayor pérdida, mi sombrero o mi libertad como hombre libre o indiferente. Si me veo impulsado a ofrecer lucha, pierdo esto último. Es una cuestión de determinar qué tiene más valor para mí, si mi agradable libertad de conducta o mi sombrero.

-Si -dijo Hermione contemplando extrañamente a Birkin-. Sí.

-¿Pero dejarías que alguien viniera y te quitase el sombrero de la cabeza? -preguntó la novia a Hermione.

El rostro de la empertigada mujer se volvió lenta­mente, como si estuviera drogado, hacia su nueva inter­locutora.

-No -repuso en un tono bajo e inhumano que pa­recía contener algo de ironía-. No, no dejaría que nadie me quitase el sombrero de la cabeza.

-¿Y cómo lo evitarías? -preguntó Gerald.

-No lo sé -repuso lentamente Hermione-. Proba­blemente le mataría.

Había una extraña risa ahogada en su tono, un hu­mor peligroso y convincente en su aspecto.

-Naturalmente -dijo Gerald-, entiendo lo que dice Rupert. Para él es toda una cuestión saber si es más importante su sombrero o su paz de espíritu.

-Paz de cuerpo -dijo Birkin.

-Bien, como gustes -repuso Gerald-. Pero ¿cómo vas a decidir eso para una nación?

-El cielo me ayude -rió Birkin.

-Sí, pero supón que te ves obligado -insistió Gerald.

-Entonces es lo mismo. Si la moneda nacional es

un viejo sombrero, la gentuza ladrona puede quedarse con él.

-Pero ¿puede ser un viejo sombrero el sombrero nacional o racial? -insistió Gerald.

-Creo que bien podría ser así -dijo Birkin.

-No estoy tan seguro -dijo Gerald.

-No estoy de acuerdo, Rupert -dijo Hermione.

-Muy bien -dijo Birkin.

-Estoy completamente de parte del viejo sombrero nacional -rió Gerald.

-Y pareces un tonto con él -exclamó Diana, su respondona y adolescente hermana.

-Oh, nos hemos perdido en lo profundo con esos vie­jos sombreros -exclamó Laura Crich-. Cállate ahora. Vamos a beber unas copas. Bebamos unas copas. Co­pas... vasos, vasos... ¡Copas! ¡Discurso! ¡Discurso!

Pensando sobre la raza o la muerte nacional, Birkin vio cómo le llenaban el vaso de champagne. Las bur­bujas estallaban en el borde, el criado se retiró y Birkin bebió, sintiendo una súbita sed ante la visión del líquido fresco. Una pequeña pero extraña tensión en el cuarto le activaba. Sintió un agudo constreñimiento.

«¿Lo hice por accidente o a propósito?», se preguntó. Y decidió que, siguiendo el refrán, lo había hecho «ac­cidentalmente a propósito». Miró al camarero de alqui­ler. Y el camarero alquilado vino, con un paso silen­cioso de servil desaprobación. Birkin decidió que le horrorizaban las fiestas, y los sirvientes, y las reunio­nes, y la humanidad en su conjunto en la mayoría de sus aspectos. Se incorporó entonces para hacer un dis­curso. Pero estaba de alguna manera a disgusto.

Acabó terminando la comida. Varios hombres salie­ron al jardín. Había un césped con macizos de flores, y en los lindes una verja de hierro que cerraba el pe­queño campo o parque. La vista era agradable; un camino de montaña curvándose alrededor del borde de un lago poco profundo, bajo los árboles. En el aire pri­maveral el agua brillaba y los bosques del lado opuesto estaban purpúreos con nueva vida. Encantadoras reses de Jersey llegaban a la verja, respirando roncamente a través de sus aterciopelados hocicos en dirección a los seres humanos, esperando quizá un pedazo de pan.

Birkin se apoyó sobre la verja. Una vaca le soplaba calor húmedo sobre la mano.

-Bonito ganado, muy bonito -dijo Marshall, uno de los yernos-. Dan la mejor leche que pueda uno en­contrar.

-Sí -dijo Birkin.

-¡Eh, preciosa, eh, encanto! -dijo Marshall con una extraña voz de falsete agudo que provocó en Birkin convulsiones de risa.

-¿Quién ganó la carrera, Lupton? -preguntó al novio, tratando de esconder el hecho de que estaba riendo.

El novio se quitó el cigarro de la boca.

-¿La carrera? -exclamó. Entonces una sonrisa más bien delgada apareció en su rostro. No quería decir nada sobre el «sprint» hacia la puerta de la iglesia-. Llegamos juntos. Como mucho, ella llegó primero, pero yo le tenía ya la mano puesta sobre el hombro.

-¿Qué decís? -preguntó Gerald.

Birkin le contó la carrera de la novia y el novio.

-iHum! -dijo Gerald con aire desaprobatorio-. ¿Qué te hizo llegar tarde?

-Lupton hablaba sobre la inmortalidad del alma -dijo Birkin-, pero luego le faltaba la hebilla del zapato.

-¡Dios mío! -exclamó Marshall-. ¡La inmortali­dad del alma el día de su matrimonio! ¿No tenías nada mejor para ocupar la mente?

-¿Qué hay de malo en ello? -preguntó el novio, un marino bien afeitado, sonrojándose sensiblemente.

-Da la impresión de que ibas a ser ejecutado y no a casarte. ¡La inmortalidad del alma! -repitió el cuñado muy enfáticamente.

Pero el chiste no tuvo éxito.

-¿Y qué decidiste? -preguntó Gerald, levantando al punto las orejas ante el pensamiento de una discusión metafísica.

-No desearías un alma hoy, muchacho -dijo Marshall-. Sería un obstáculo en tu camino.

-¡Por Cristo! Marshall, vete y habla con algún otro -exclamó Gerald con súbita impaciencia.

-Vive Dios que lo estoy deseando -dijo Marshall

encolerizado-. Demasiadas maldita alma y charla jun­tas...

Se retiró indignado, mientras Gerald le miraba con ojos de ira que fueron haciéndose gradualmente tran­quilos y amistosos a medida que la figura corpulenta del otro iba alejándose.

-Una cosa, Lupton -dijo Gerald volviéndose de re­pente hacia el novio-. Laura no habría traído a la familia a alguien tan estúpido como hizo Lottie.

-Consuélate con eso -dijo Birkin riendo.

-No les tomo en cuenta -dijo riendo también el novio.

-¿Qué hay entonces sobre esa carrera? ¿Quién la inició? -preguntó Gerald.

-Llegábamos tarde. Laura estaba en lo alto de las escaleras de la iglesia cuando llegó nuestro carruaje. Vio a Lupton corriendo hacia ella y se puso ella a co­rrer también. Pero ¿a qué viene ese aspecto tan enfa­dado? ¿Acaso hiere tu sentido de la dignidad familiar?

-Pues sí -dijo Gerald-. Si estás haciendo algo, hazlo bien, y si no vas a hacerlo, déjalo.

-Excelente aforismo -dijo Birkin.

-¿No estás de acuerdo? -preguntó Gerald.

-Bastante -dijo Birkin-. Sólo que me aburre cuan­do te pones aforístico.

-Maldita sea, Rupert, te gusta que todos los afo­rismos sean a tu manera -dijo Gerald.

-No. Quiero librarme de ellos, y tú los estás me­tiendo siempre a toda costa.

Gerald sonrió ácidamente ante esta broma. Hizo en­tonces un pequeño gesto de abandono con las cejas.

-¿Verdad que no crees en ninguna pauta de con­ducta? --lijo de modo desafiante, censurando a Birkin.

-Pauta... no. Odio las pautas. Pero son necesarias para la plebe. Todo el que es algo puede sencillamente ser él mismo y hacer lo que desee.

-Pero ¿qué quieres decir con ser él mismo? -dijo Gerald-. ¿Es eso un aforismo o un cliché?

-Quiero decir sencillamente hacer lo que deseas ha­cer. Creo que Laura hizo perfectamente bien escapando de Lupton en dirección a la puerta de la iglesia. Creo que fue casi una obra maestra, La cosa más difícil del mundo es actuar espontáneamente a partir de los pro­pios impulsos, y es la única cosa caballerosa que puede

hacerse, suponiendo, claro, que esté uno preparado para hacerlo.

-No esperarás que te tome en serio, ¿verdad? -pre­guntó Gerald.

-Sí, Gerald, eres una de las muy pocas personas de quienes espero eso.

-Pues entonces temo no poder estar a la altura de tus espectativas aquí en ningún caso. Piensas que las personas debieran actuar justamente como desearían.

-Pienso que así lo hacen siempre. Pero me gustaría que deseasen lo puramente individual en ellos mismos, lo que les hace actuar singularmente. Y a ellos sólo les gusta hacer lo colectivo.

-Y a mí -dijo ácidamente Gerald- no me gustaría estar en un mundo de personas que actuaran individual y espontáneamente, como dices. Todos estarían cortan­do la garganta de todos en cinco minutos.

-Eso significa que a ti te gustaría cortar la gar­ganta de todos -dijo Birkin.

-¿Cómo se deduce eso? -preguntó irritadamente Gerald.

-Ningún hombre -dijo Birkin- corta la garganta de otro salvo que lo desee y salvo que el otro hombre lo desee también. Esta es una verdad completa. Hacen falta dos personas para un crimen: un criminal y una víctima. Y una víctima es alguien a quien se puede ma­tar. Y un hombre a quien se puede matar es un hombre que con una pasión oculta pero profunda desea ser muerto.

-A veces dices puros disparates -dijo Gerald a Birkin-. De hecho, ninguno de nosotros quiere que le cor­ten el cuello, y a la mayoría de las otras personas les gustaría cortárnoslo en uno u otro momento...

-Es una fea forma de mirar las cosas, Gerald -dijo Birkin-, y no me sorprende que tengas miedo de ti mismo y de tu propia infelicidad.

-¿Cómo que tengo miedo de mí mismo? -dijo Gerald-, y no creo ser infeliz.

-Pareces tener al acecho un oscuro deseo de que te

rebanen el gaznate, e imaginas que todo hombre tiene un cuchillo en la manga para ti -dijo Birkin.

-¿En qué te basas? -dijo Gerald.

-En ti -dijo Birkin.

Hubo una pausa de extraña enemistad entre ambos hombres, muy próxima al amor. Siempre les sucedía lo mismo; su conservación les llevaba siempre a una mor­tal proximidad de contacto, a una intimidad extraña, pe­ligrosa, que no era odio o amor, ni ambas cosas. Se se­pararon con despreocupación aparente, como si fuese una ocurrencia trivial. Sin embargo, el corazón de cada uno estaba herido por el del otro. Ardían uno con otro, interiormente. Jamás lo admitirían. Pretendían mante­ner su relación como una amistad casual y sin compli­caciones, no iban a ser tan poco viriles y naturales como para permitir ningún incendio pasional entre ellos. No creían ni por lo más remoto en una relación pro­funda entre hombres, y su falta de creencia impedía cualquier desarrollo de su poderosa pero reprimida afi­nidad amistosa.
3. AULA

Un día de escuela se estaba terminando. En el aula, la última lección progresaba apacible y fija. Era botá­nica elemental. Los pupitres estaban cubiertos de amen tos, avellana y sauce, que los niños habían estado di­bujando. Pero el cielo se había oscurecido a medida que se aproximaba el fin de la tarde: apenas había luz para dibujar nada más. Ursula estaba de pie frente a la clase, llevando con preguntas a los niños a compren­der la estructura y el significado de los amentos.

Un rayo de luz denso y color cobre penetró por la ventana del oeste, inundando los perfiles de las cabezas de los niños con oro rojo y cayendo sobre el muro opues­to. Sin embargo, Ursula apenas se dio cuenta, estaba ocupada, llegaba el fin del día, el trabajo proseguía como una marca pacífica que se remansa y a la que toca retirarse.

Ese día había transcurrido de modo semejante a mu­chos otros, en una actividad que semejaba un trance. Al final había un poco de prisa por terminar lo que tenía entre manos. Estaba urgiendo a los niños con pre­guntas, a fin de enseñarles todo lo que debían saber, cuando sonó la campana. Estaba de pie, en sombra, frente a la clase, con amentos en la mano, y se inclinó hacia los niños absorta en la pasión de instruir.

Oyó -pero sin percibirlo el clic de la puerta. Miró de repente. Vio el rostro de un hombre en la franja de luz color cobre próxima a ella. Brillaba como el fuego contemplándola, esperando que ella se diese cuenta. Ursula quedó terriblemente sorprendida. Pensó que iba a desmayarse. Todo su miedo reprimido y subconsciente brotó a la existencia con angustia.

-¿La he asustado? -dijo Birkin dándole la mano-. Pensé que me había oído entrar.

-No -mintió ella, apenas capaz de hablar.

El rió, diciendo que lo sentía. Ella se preguntó por qué parecía él divertido.

-Está tan oscuro -dijo él-. ¿Encendemos la luz?

Y moviéndose a un lado conectó la potente luz eléc­trica. El aula era nítida y dura, un lugar extraño tras la magia suave y difusa que la llenaba antes de venir él. Birkin se volvió con curiosidad para mirar a Ursula. Sus ojos eran redondos e interrogativos, desconcerta­dos; su boca temblaba levemente. Parecía una persona despertada de repente. Había una belleza viva y tierna, como una cálida luz de amanecer brillando desde su rostro. El la contempló con un nuevo placer, sintiéndose alegre en su corazón, irresponsable.

-¿Están ustedes estudiando los amentos? -pregun­tó mientras cogía una avellana del pupitre de un alum­no situado frente a él-. ¿Están ya tan adelantados? No los había observado este año.

Miró absorto la espiga de avellana en su mano.

-!También los rojos¡ -dijo mirando los destellos que provenían del capullo hembra.

Caminó entonces entre los pupitres para ver los li­bros de los alumnos. Ursula contempló sus medios movimientos. Había una fijeza en él que apresuraba las actividades del corazón de ella. Ursula parecía apar­tada en un silencio detenido, contemplándole mientras se movía en otro mundo concentrado. Su presencia era tan apacible, casi como un vacío en el aire corpóreo.

De repente él levantó el rostro hacia ella, y el co­razón de Ursula se aceleró ante el eco de su voz.

-Déles algunos lápices de pastel, ¿quiere? -dijo él-, para que puedan hacer rojas las flores del gineceo y amarillas las andróginas. Yo las pintaría sencillamen­te con tiza, añadiéndoles sólo el rojo y el amarillo. El contorno apenas importa en este caso. Sólo hay un he­cho a destacar.

-No tengo lápices de pastel -dijo Ursula.

-Algunos habrá en alguna parte... basta encontrar los rojos y amarillos.

Ursula envió a un muchacho a buscarlos.

-Ensuciará los libros -dijo a Birkin, sonrojándose profundamente.

-No mucho -dijo él-. Es preciso destacar estas cosas. Lo que debe grabarse es el hecho que se desea enfatizar, no la impresión subjetiva. ¿Cuál es el hecho? Pequeños estigmas rojos y puntiagudos en la flor hem­bra, amento amarillo colgante masculino, polen amari­llo volando de uno a otra. Registre pictóricamente el hecho, como hace un niño cuando dibuja un rostro: dos ojos, una nariz, boca con dientes... así...

Y dibujó una figura en la pizarra.

En ese momento otra visión apareció a través de los paneles acristalados de la puerta. Era Hermione Roddice. Birkin fue y la abrió.

-Vi tu coche -dijo ella-. ¿Te importa que haya entrado a buscarte? Me gustaba verte aplicado a tu deber.

Ella le miró durante largo tiempo, íntima y jugueto­na, y luego emitió una risita corta. Sólo entonces se volvió hacia Ursula, que, con toda la clase, había estado contemplando la escenita entre los amantes.

-¿Qué tal está usted, señorita Brangwen? -cantó Hermione a su manera extraña, musical, que sonaba casi a broma-. ¿Le importa que entre?

Sus ojos grises, casi sardónicos, permanecían en el ínterin sobre Ursula, como si la estuviese evaluando.

-Oh, no -dijo Ursula.

-¿Está usted segura? -repitió Hermione con com­pleta sangre fría y un descaro raro, medio intimidador.

-Oh, no, me encanta terriblemente -rió Ursula un poco excitada y sorprendida porque Hermione parecía presionarla aproximándose mucho, como si fueran ín­timas, y, con todo, ¿cómo podían ser íntimas?

Esta fue la respuesta que quería Hermione. Se vol­vió satisfecha hacia Birkin.

-¿Qué estás haciendo? -cantó a su manera casual, inquisitiva.

-Amentos -repuso él.

-¡Vaya! -dijo ella-. ¿Y qué se aprende sobre ellos?

Hablaba todo el tiempo de un modo burlón y medio insolente, como si estuviese tomando a broma todo el asunto. Cogió una ramita del amento, interesada por la atención que le dispensaba Birkin.

Hermione era una figura extraña en la clase, con su vieja capa grande de tela verdosa con un dibujo en oro mate. El cuello alto y la parte interior de la capa esta­ban forrados de piel oscura. Debajo llevaba un vestido de bella tela color lavanda festoneado en piel, y su som­brero bien encajado estaba hecho de piel y de la tela mate verde y oro. Ella era alta y extraña; parecía salida

de algún cuadro nuevo, pintoresco.

-¿Conoces las pequeñas flores rojas de ovario que producen las nueces? ¿Las has observado alguna vez? -preguntó él. Y se aproximó, indicándoselas sobre la espiga que ella mantenía.

-No -repuso ella-. ¿Qué son?

-Son las pequeñas flores que producen semillas, los largos amentos sólo producen el polen que las fertiliza.

-¡De modo que así es¡ -dijo Hermione mirando de cerca.

-Las nueces provienen de esos pequeños trocitos rojos, si reciben polen de los largos colgantes.

-Pequeñas llamitas rojas, pequeñas llamitas rojas -murmuró Hermione para sí. Y durante algunos mo­mentos quedó mirando sólo los pequeños capullos de donde salían los -destellos rojos de los estigmas.

-¿Verdad que son hermosos? Me parecen tan her­mosos -dijo ella acercándose a Birkin y apuntando hacia los filamentos rojos con su dedo largo, blanco.

-¿Los hablas visto antes alguna vez? -preguntó él.

-No, nunca antes -repuso ella.

-Desde ahora los verás siempre -dijo él.

-Ahora los veré siempre -repitió ella-. Muchas gracias por enseñármelo. Me parecen tan hermosas esas llamitas rojas...

Su enfrascamiento era extraño, casi rapsódico. Tan­to Birkin como Ursula estaban en suspenso. Las peque­ñas flores ropas pistiladas tenían alguna atracción ex­traña, casi místico-apasionada para ella.

La lección terminó, los libros fueron apartados y la clase despedida al fin. Pero Hermione seguía sentada a la mesa con la barbilla en la mano, el codo sobre la mesa y su rostro largo y blanco alzado, sin atender a nada. Birkin se había ido a la ventana y miraba desde el cuarto brillantemente iluminado hacia el exterior gris, desco­lorido, donde la lluvia caía silenciosamente. Ursula se llevó sus cosas al armario.

Tras algún tiempo, Hermione se levantó y se apro­ximó a ella.

-¿Su hermana ha vuelto a casa? -dijo.

-Sí -dijo Ursula.

-¿Le gusta estar de vuelta en Beldover?

-No -dijo Ursula.

-No, me asombra que pueda soportarlo. Cuando estoy aquí tengo que usar toda mi fuerza para sopor­tar la fealdad de este distrito. ¿Por qué no vienen a verme? ¿Por qué no viene con su hermana a pasar unos días en Breadalby? Hágalo...

-Muchas gracias -dijo Ursula.

-Entonces le escribiré -dijo Hermione-. ¿Piensa que vendrá su hermana? Me alegraría tanto. Pienso que es maravillosa. Pienso que parte de su trabajo es realmente maravilloso. Tengo dos aves acuáticas su­yas, esculpidas en madera y pintadas. ¿A lo mejor las conoce?

-No -dijo Ursula.

-Pienso que son perfectamente maravillosas... como un relámpago de instinto...

-Sus pequeñas tallas son extrañas -dijo Ursula.

-Perfectamente hermosas... llenas de pasión primi­tiva...

-¿No es sorprendente que le gusten siempre cosas pequeñas? Siempre debe trabajar con cosas pequeñas, cosas que uno puede ponerse en la mano, como pája­ros o animales minúsculos. Le gusta mirar por el lado equivocado de los gemelos y ver así el mundo. ¿Por qué piensa usted que será así?

Hermione miró hacia Ursula con esa mirada larga, despegada y espía que excitaba a la mujer más joven.

-Sí -acabó diciendo Hermione-. Es curioso. Las cosas pequeñas parecen ser más sutiles para ella...

-Pero no lo son, ¿verdad? Un ratón no es para nada más sutil que un león, ¿verdad?

Hermione miró otra vez a Ursula con ese largo es­crutinio, como si estuviese siguiendo alguna línea pro­pia de pensamientos y apenas atendiese al discurso de la otra.

-No lo sé -repuso.

-Rupert, Rupert -cantó suavemente, atrayéndole a ella. El se aproximó en silencio.

-¿Son más sutiles las cosas pequeñas que las gran­des? -preguntó ella con un extraño gruñido de risa en su voz, como si le estuviese tomando el pelo con la pregunta.

-No sé -dijo él.

-Odio las sutilezas -dijo Ursula.

Hermione la miró lentamente.

-¿Es así? -dijo.

-Siempre pienso que son un signo de debilidad -dijo Ursula alzada en armas, como si estuviese ame­nazado su prestigio.

Hermione no la tomó en consideración. De repente su rostro se arrugó, su ceño se frunció con pensamien­to, pareció retorcida en un dificultoso esfuerzo de ex­presión.

-¿Piensas realmente, Rupert -preguntó como si Ursula no estuviese presente-, piensas realmente que vale la pena? ¿Piensas realmente que los niños son mejores por haber sido despertados a la conciencia?

Un relámpago oscuro cruzó el rostro de él, una furia silenciosa. Tenía las mejillas hundidas y pálidas, su rostro casi no era terrenal. La mujer le perturbaba vi­vamente con una pregunta seria y trascendental.

-No son despertados a la conciencia -dijo él-. La conciencia les llega, quieran que no.

-¿Pero crees que son mejores por verla acelerada, estimulada? ¿No sería mejor que permaneciesen incons­cientes de la avellana; no sería mejor que la conocie­sen como una totalidad, sin toda esta separación en partes, todo este conocimiento?

-¿Tú preferirías no saber que las pequeñas flores rojas están allí esperando el polen? -preguntó áspera­mente él. Su voz era brutal, burlona, cruel.

Hermione permaneció con el rostro levantado, abs­traído. El quedó irritado silenciosamente.

-No lo sé -repuso balanceándose levemente-. No lo sé.

-Pero conocer es todo para ti, es toda tu vida -in­terrumpió él.

Ella le miró lentamente.

-¿Y si lo es?

-Conocer es tu todo, ésa es tu vida... sólo tienes eso, este conocimiento -exclamó él-. Sólo hay un árbol, sólo hay un fruto en tu boca.

Ella estuvo de nuevo silenciosa por algún tiempo.

-¿Tú crees? -acabó diciendo con la misma tran­quilidad imperturbable. Y luego en un tono de interro­gación irónica-: ¿Qué fruto, Rupert?

-La eterna manzana -repuso él exasperado, odian­do sus propias metáforas.

-Sí -dijo ella.

Tenía aspecto de agotamiento. Hubo silencio duran­te unos momentos. Entonces, recomponiéndose con un movimiento convulsivo, Hermione reanudó la conversa­ción con voz cantarina, despreocupada.

-Pero, dejándome aparte, Rupert, ¿piensas que los niños son mejores, más ricos y más felices con todo este conocimiento? ¿Piensas que lo son realmente? ¿Aca­so es mejor dejarlos sin tocar, espontáneos? Quizá les convendría ser animales, simples animales, rudos, vio­lentos, cualquier cosa antes que esta autoconciencia, esta incapacidad para ser espontáneos.


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