Mujeres enamoradas



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Se había producido una dimisión en el Gabinete; el ministro de Educación había abandonado su cargo de­bido a críticas adversas. Esto inició una conversación sobre educación.

-Naturalmente -dijo Hermione levantando el ros­tro como un rapsoda-, no puede haber razón, no puede haber excusa para la educación excepto el disfrute y la belleza del conocimiento en sí mismo -pareció absorta rumiando pensamientos subterráneos durante un minu­to, luego continuó-. La educación vocacional no es edu­cación, es el término de la educación.

Gerald, al borde de la polémica, olió el aire con de­leite y se preparó para la acción.

-No necesariamente –dijo-. Pero ¿no acaba sien­do la educación realmente como la gimnasia? ¿No es el fin de la educación la producción de una mente bien entrenada, vigorosa, enérgica?.

-Tal como el atletismo produce un cuerpo saluda­ble, dispuesto para cualquier cosa -exclamó la señorita Bradley muy de acuerdo.

Gudrun la miró con silencioso desprecio.

-Bien... -dijo Hermione-, no sé. Para mí, el placer de conocer es tan grande, tan maravilloso..., nada ha significado tanto para mí en toda mi vida como cierto conocimiento...; no, estoy segura..., nada.

-¿Qué conocimiento, por ejemplo, Hermione? -pre­guntó Alexander.

Hermione levantó su rostro y retumbó:

-M... m... m... no lo sé... Pero una cosa fueron las estrellas, cuando comprendí realmente algo sobre las estrellas. Uno se siente tan alzado, tan desatado... Birkin la miró con una furia blanca.

-¿Para qué quieres sentirte desatada? -dijo sarcás­ticamente-. No quieres estar desatada

Hermione retrocedió ofendida.

-Sí, pero uno tiene ese sentimiento ilimitado -dijo Gerald-. Es como subirte a la cumbre de la montaña y ver el Pacífico.

-Silencioso sobre una peña en Darién -murmuró la italiana levantando el rostro por un momento de su libro.

-No necesariamente en Darién -dijo Gerald mien­tras Ursula comenzaba a reír.

Hermione esperó que la polvareda pasase y dijo en­tonces, intocada:

-Sí, es la cosa mayor en la vida... saber. Es real­mente ser feliz, ser libre.

-El conocimiento es, naturalmente, libertad -dijo Mattheson.

-En tabletas comprimidas -dijo Birkin mirando el cuerpecito seco y tieso del barón.

Gudrun vio inmediatamente al famoso sociólogo como una botella plana que contuviera tabletas de li­bertad comprimida. Eso le gustó. Sir Joshua fue etique­tado y situado para siempre en su monte.

-¿Qué significa eso, Rupert? -cantó Hermione, con una tranquila repulsa.

-Estrictamente, sólo puedes conocer cosas conclui­das, del pasado. Es como embotellar la libertad del ve­rano pasado en los arándanos hechos conserva.

-¿Puede uno sólo tener conocimiento del pasado? -preguntó mordazmente el barón-. Por ejemplo, ¿po­dríamos considerar nuestro conocimiento de las leyes gravitatorias conocimiento del pasado?

-Sí -dijo Birkin.

-En mi libro hay una cosa hermosísima -dijo de repente la pequeña mujer italiana-. Cuenta que el hom­bre llegó a la puerta y lanzó sus ojos hacia abajo por la calle.

Hubo una risotada general en el grupo. La señorita Bradley fue y miró sobre el hombro de la condesa.

-¡Mire! -dijo la condesa.

-""Bazarov llegó a la puerta y lanzó sus ojos apresu­radamente hacia abajo por la calle» -leyó.

De nuevo se produjo una sonora risotada, cuya parte más sorprendente fue la del barón, que sonó como un estropicio de piedras en avalancha.

-¿Cuál es el libro? -preguntó rápidamente Ale­xander.

-Padre e hijos, de Turgeniev -dijo la pequeña fo­rastera, pronunciando nítidamente cada sílaba. Miró la cubierta para asegurarse.

-Una vieja edición americana -dijo Birkin.

-¡Ja!.... por supuesto..., traducido del francés -dijo Alexander con una buena voz declamatoria-. Bazarov ouvra la porte et jeta les yeux dans la rue.

Miró rápidamente en redondo al grupo.

-Me pregunto qué era el «apresuradamente» -dijo Ursula.

Todos empezaron a hacer conjeturas.

Y entonces, para sorpresa general, entró la doncella apresuradamente con una gran bandeja de té. La tarde había pasado muy deprisa. Después del té todos esta­ban reunidos para dar un paseo.

-¿Les gustaría venir a dar un paseo? -dijo Her­mione a cada uno de ellos, uno a uno. Y todos ellos dijeron que sí, sintiéndose de alguna manera como pri­sioneros a quienes se ordena salir a hacer ejercicio. Sólo Birkin se negó.

-¿Vendrás a dar un paseo, Rupert?

-No, Hermione.

-¿Pero estás seguro?

-Bastante seguro.

Hubo una vacilación de segundos.

-¿Y por qué no? -cantó la pregunta de Hermione.

La respuesta había hecho que su sangre corriese agi­tadamente por el hecho de ser frustrada, aunque fuese en un asunto tan trivial. Ella pretendía que todos la acompañasen de paseo por el parque.

-Porque no me gusta ir en tropel, como una ma­nada -dijo.

La voz de ella tronó en su garganta durante un mo­mento. Luego dijo con una curiosa calma distraída:

-Entonces dejaremos al muchachito detrás, ya que está enfadado.

Y parecía realmente contenta mientras le insultaba. Pero eso se limitó a ponerle a él rígido.

Ella partió con el resto del grupo, volviéndose sólo para agitarle el pañuelo y hacer ruiditos de risa, can­tando:

-Adiós, adiós, muchachito.

-Adiós, bruja impúdica -se dijo él.

Todos cruzaron el parque. Hermione quería enseñar­les-los narcisos salvajes que crecían sobre una pequeña ladera.

-Por aquí, por aquí -cantaba a intervalos su pere­zosa voz. Y todos tenían que ir por ese lado.

Los narcisos eran hermosos, pero ¿quién pudo ver­los? Ursula estaba toda rígida de resentimiento por en­tonces, resentimiento ante el conjunto de la atmósfera. Gudrun, burlona y objetiva, contemplaba y registraba todo.

Miraba a la tímida cierva, y Hermione hablaba al ciervo como si él también fuese un muchacho a quien ella quisiera dirigir y acariciar. Era un macho, por lo cual ella debía ejercer algún tipo de poder sobre él. Volvieron a la casa a través de los estanques con pe­ces, y Hermione les habló de la pelea entre los cisnes machos, que habían luchado por el amor de la única dama. Ella estallaba de risa mientras contaba cómo el amante rechazado se había sentado con la cabeza es­condida bajo el ala sobre la arenilla.

Cuando estuvieron de vuelta en la casa, Hermione se plantó en el césped y cantó con una voz extraña, pe­queña y alta, capaz de llegar muy lejos:

-¡Rupert! ¡Rupert! -la primera sílaba era alta y lenta, la segunda caía rápidamente-. ¡R-u-u-u-pert!

Pero no hubo respuesta. Apareció una doncella.

-¿Dónde está el señor Birkin, Alice? -preguntó la suave y distraída voz de Hermione. Pero bajo la voz distraída ¡qué voluntad persistente, casi enfermiza!

-Creo que está en su cuarto, madame.

-¿Es así?

Hermione subió lentamente las escaleras y recorrió el pasillo cantando su pequeña y aguda llamada:

-¡Ru-u-u-pert! ¡Ru-u-u-pertl

Llegó a su puerta y tocó mientras seguía gritando:

-¡Ru-u-u-pertl

-Sí -sonó su voz al fin.

-¿Qué estás haciendo?

La pregunta era suave y curiosa.

No hubo respuesta. Entonces él abrió la puerta.

-Hemos vuelto -dijo Hermione-. Los narcisos es­tán tan bonitos.

-Sí -dijo él-. Los he visto.

Ella le contempló con su mirada larga, lenta, impa­sible.

-¿De verdad? -dijo. Y quedó mirándole. Pero es­timulada por encima de todas las cosas por el conflicto con él, cuando Birkin era como un muchacho enfadado, indefenso, y ella le tenía seguro en Breadalby. Pero por debajo ella sabía que la ruptura estaba llegando, y su odio hacia él era subconsciente e intenso.

-¿Qué estabas haciendo? -repitió con su tono sua­ve, indiferente.

El no contestó, y ella penetró casi inconscientemente en su cuarto. El había cogido un dibujo chino de gan­sos que había en el tocador y estaba copiándolo con mucha habilidad y viveza.

-¿Estás copiando el dibujo? -dijo de pie junto a la mesa, mirando su trabajo-. Sí. ¡Qué hermosamente lo haces! Te gusta mucho, ¿verdad?

-Es un dibujo maravilloso -dijo él.

-¿No crees? Me encanta que te guste, porque siem­pre le he tenido cariño. Me lo dio el embajador chino.

-Lo sé.


-¿Pero por qué lo copias? -preguntó melodiosa y casualmente-. ¿Por qué no hacer algo original?

-Quiero conocerlo -repuso él-. Uno aprende más de China copiando este cuadro que leyendo todos los libros.

-¿Y qué aprendes tú?

Ella quedó atraída al punto, puso manos casi violen­tas sobre él para extraer sus secretos. Ella debía cono­cer. Era una espantosa tiranía, una obsesión en ella conocer todo lo que él conocía. El quedó silencioso du­rante un tiempo, odiando contestarla. Luego, forzado, comenzó:

-Sé a partir de qué centros viven..., lo que perci­ben y sienten..., la centralidad caliente y punzante de un ganso en el flujo de agua fría y barro..., el curioso calor amargo y punzante de la sangre de ganso entran­do en su propia sangre como una inoculación de fuego corruptor..., fuego del barro ardiente de frío..., el mis­terio del loto.

Hermione le contempló desde sus estrechas y pálidas mejillas. Sus ojos eran extraños y drogados, pesados bajo sus pesados y fláccidos párpados. Su estrecho busto se sacudió convulsivamente. El la miró a su vez, diabó­lico e incambiante. Ella se volvió con otra extraña con­vulsión, como de mareo, sintiendo la disolución esta­blecerse en su cuerpo. Porque con su mente ella era incapaz de comprender sus palabras; él la atacaba por debajo de todas sus defensas, la destruía con alguna insidiosa potencia oculta.

-Sí -dijo como si no supiera lo que estaba dicien­do-. Sí -y tragó e intentó recuperar su mente. Pero no lo conseguía, su ingenio había desaparecido, estaba descentrada. Aunque pusiese en acción toda su volun­tad, no lograba recobrarse. Sufría los espantos de la disolución, rota y desaparecida en una horrible corrup­ción. Y él estaba allí, mirándola impasible. Salió des­carriada, pálida y perseguida como un fantasma, como alguien atacado por las influencias sepulcrales que nos persiguen. Y desapareció como un cadáver sin presen­cia ni conexión. El permaneció duro y vengativo.

Hermione bajó a cenar extraña y sepulcral, pesados y llenos de oscuridad sepulcral, de fuerza, los ojos. Se había puesto un vestido de viejo brocado verdoso tieso que la ceñía mucho, haciéndola parecer alta y más bien terrible, mortífera. Bajo la alegre luz del cuarto de estar parecía horrenda y opresiva. Pero sentada a la media luz del comedor, bien derecha entre las velas ensom­brecidas de la mesa, parecía tan poder, una presencia. Escuchaba y atendía con una atención drogada.

El grupo era alegre y extravagante de aspecto; todos se habían puesto ropa de noche, excepto Birkin y Joshua Mattheson. La pequeña condesa italiana llevaba un traje de terciopelo naranja, oro y negro en suaves bandas anchas. Gudrun llevaba verde esmeralda con un extraño bordado; Ursula iba de amarillo recubierto por velo plateado mate; la señorita Bradley llevaba gris, rojo y azabache; fräulein März iba de azul pálido. Pro­porcionaba a Hermione una súbita sensación convulsiva de placer ver esos ricos colores bajo la luz de las velas. Era consciente de la conversación que discurría sin cesar, dominando la voz de Joshua; era consciente del incesante gorgoteo de la risa ligera y las respuestas femeninas; de los colores brillantes, de la mesa blanca y de la sombra por encima y por debajo, y parecía es­tar en un éxtasis de gratificación, convulsa de placer y a pesar de todo enferma, como una revenant. Tomó muy poca parte en la conversación, aunque la oyese toda, pues era toda suya.

Se fueron todos juntos al salón, como si fuesen una familia, fácilmente, sin ninguna atención a ceremonias. Fräulein preparó el café, todos fumaron cigarrillos o pipas de arcilla blanca que aparecieron en un paquete.

-¿Fumará? ¿Cigarrillos o pipa? -preguntaba con gracia fräulein.

Allí había un círculo de personas: sir Joshua, con su aspecto dieciochesco; Gerald, el joven inglés apuesto y divertido; Alexander, el político alto y apuesto, demo­crático y lúcido; Hermione, extraña como una larga Casandra, y las mujeres, brillantes de color, fumando debidamente todas ellas sus largas pipas blancas y sen­tándose en semicírculo en el confortable cuarto de es­tar, iluminado suavemente, alrededor de los leños que chisporroteaban sobre la chimenea de mármol.

La conversación era muy a menudo política o socio­lógica, e interesante, curiosamente anarquista. Había una acumulación de fuerza en el cuarto, poderosa y des­tructiva. Todo parecía ir siendo arrojado en el horno, y a Ursula le parecían todos brujos que ayudasen a servir el caldero. Hubo un frenesí y una satisfacción en ello, pero fue cruelmente agotadora para los recién llegados esa inmisericorde presión mental, esa, mentali­dad poderosa, devoradora, destructiva, que emanaba de Joshua, Hermione y Birkin y dominaba al resto.

Pero un mareo, una terrible náusea se posesionó de Hermione. Se produjo una pausa en la conversación, como si hubiese sido detenida por su voluntad incons­ciente pero todopoderosa.

-Salsie, ¿por qué no tocas algo? -dijo Hermione separándose completamente de lo anterior-. ¿No que­rrá alguien bailar? Usted bailará, Gudrun, ¿verdad? Me gustaría que lo hiciese. Anche tu, Palestra, ballerai?... si, per piacere.

Hermione se levantó y tiró lentamente de la banda bordada en oro que colgaba junto a la chimenea, col­gándose a ella durante un momento y soltándola luego de repente. Parecía una sacerdotisa, inconsciente, hun­dida en un pesado semitrance.

Entró un criado y pronto reapareció con los brazos llenos de trajes de seda, chales y pañuelos, en su mayo­ría cosas orientales que Hermione había coleccionado gradualmente con su gusto por hermosas ropas extrava­gantes.

-Las tres mujeres bailarán juntas -dijo.

-¿Qué será? -preguntó Alexander levantándose enér­gicamente.

-«Vergini delle rochette» -dijo al punto la condesa.

-Son tan lánguidas -dijo Ursula.

-Las tres brujas de Macbeth -sugirió fräulein útil­mente.

Finalmente decidieron hacer Naomi, Ruth y Orpah. Ursula era Naomi; Gudrun, Ruth, y la condesa, Orpah.

La idea era hacer un pequeño ballet, al estilo del ballet ruso de Pavlova y Nijinski.

La condesa fue quien se preparó de nuevo; Alexander fue hacia el piano y se despejó un espacio. Orpah, con hermosas ropas orientales, comenzó a bailar lenta­mente la muerte de su esposo. Entonces llegó Ruth y lloraron juntas, lamentándose; luego Naomi vino a con­solarlas. Todo ello se hizo sin palabras; las mujeres danzaron su emoción con gestos y movimientos. El pe­queño drama prosiguió durante un cuarto de hora.

Ursula estaba muy bien como Naomi. Todos los hom­bres habían muerto, sólo le quedaba permanecer sola con indomable decisión, sin exigir nada. Ruth, que ama­ba a las mujeres, la quería. Orpah era una viuda ani­mada, sensacional, sutil, que volvería a su vida anterior, una repetición. La interacción entre las mujeres era real y bastante asustadora. Era extraño ver cómo se colgaba Gudrun con pasión densa y desesperada de Ursula, aun­que sonriese contra ella con sutil malevolencia, cómo aceptaba silenciosamente Ursula, incapaz de conseguir nada más para sí o para la otra, pero peligrosa e indo­mable, refutando su pesar.

A Hermione le encantaba contemplar. Podía ver el rápido sensacionalismo, como de comadreja, de la con­desa; la adhesión última pero traicionera de Gudrun a la mujer en su hermana; la peligrosa indefensión de Ursula, como si fuese sopesada contra su voluntad y re­tenida.

-Ha sido muy bello -gritaron todos unánimemente.

Pero Hermione se estremeció en su alma, sabiendo lo que no podía saber. Gritó pidiendo más danza, y fue su voluntad quien puso a moverse burlescamente a la condesa y a Birkin como Malbrouk.

Gerald estaba excitado por la desesperada adhesión de Gudrun a Naomi. La esencia de esa temeridad y bur­la femenina, subterránea, penetraba su sangre. Le era imposible olvidar su gravedad levantada, ofrecida, des. garrada, temeraria pero burlona. Y Birkin, contemplan­do como un cangrejo ermitaño desde su agujero, había visto la brillante frustración e indefensión de Ursula. Ella era rica, llena de poder peligroso. Era como un capullo extrañamente inconsciente de poderosa feminei­dad. Se sentía inconscientemente arrastrado hacia ella. Ella era su futuro.

Alexander tocó algo de música húngara y bailaron todos, cautivados por el espíritu. Gerald se encontraba maravillosamente feliz en movimiento, moviéndose ha­cia Gudrun, bailando con pies que no podían aún esca­par del vals y los dos pasos, pero notando arder la fuerza a lo largo de sus miembros y su cuerpo, libre de cautividad. No sabía aún cómo bailar su danza con­vulsiva, especie de rag-time, pero sabía cómo empezar. Birkin, cuando pudo liberarse del peso de los presen­tes, que le desagradaban, bailó rápidamente y con ver­dadera jovialidad. Y cómo le odió Hermione por esa jovialidad irresponsable.

-Ahora veo -exclamó excitadamente la condesa,

contemplando su movimiento puramente jovial-. El se­ñor Birkin es un cambiante.

Hermione la miró lentamente y se estremeció, sa­biendo que sólo una extranjera podría haber visto y dicho eso.

-Cosa vuol 'dire, Palestra? -preguntó canturreando.

-Mire -dijo la condesa en italiano-. El no es un hombre, es un camaleón, una criatura de cambio.

-No es un hombre, es un traidor, no es de los nues­tros -se dijo la conciencia de Hermione.

Y su alma sufría en el negro sometimiento a él, de­bido a su capacidad para escapar, para existir de modo distinto al de ella, porque no era consistente, no era un hombre, era menos que un hombre. Ella le odiaba con una desesperación que conmovía y demolía, de tal manera que sufría una aguda disolución como si fuese un cadáver y no era consciente de nada, excepto la horrible enfermedad corruptora que estaba ocurriendo dentro de ella, cuerpo y alma.

Estando la casa llena, Gerald recibió el cuarto más pequeño -realmente un vestidor-, que comunicaba con el dormitorio de Birkin. Cuando todos cogieron sus velas y subieron las escaleras, donde las lámparas ar­dían con llama mínima, Hermione capturó a Ursula y se la '.levó a su propio dormitorio para hablar con ella. Una especie de presión cayó, sobre Ursula en el dormi­torio grande y extraño. Hermione, terrible y germinal, parecía solicitar algo de ella, hacer alguna petición. Es­taba mirando algunas camisas indias de seda espléndi­das y sensuales, casi corruptas. Hermione se aproximó, su busto tembló, y Ursula quedó por un momento vacía, poblada únicamente por el pánico. Y por un momento los ojos ojerosos de Hermione vieron el miedo sobre el rostro de la otra, hubo de nuevo una especie de cho­que, un derrumbamiento. Ursula recogió una camisa de rica seda roja y azul, hecha para una joven princesa de catorce años, y estaba exclamando mecánicamente:

-¿Verdad que es maravillosa? ¿Quién se atrevería a juntar dos colores tan fuertes como éstos...?

Entonces penetró silenciosamente la doncella de Hermione, y Ursula, abrumada por el espanto, escapó trans­portada por un poderoso impulso.

Birkin se fue directo a la cama. Se estaba sintiendo feliz y somnoliento. Estaba feliz desde que bailara. Pero Gerald quería hablar con él. Con ropa de dormir, Gerald se sentó sobre la cama de Birkin cuando el otro ya estaba dentro e insistió en hablar.

-¿Quiénes son las dos Brangwen? -preguntó Gerald.

-Viven en Beldover.

-¡En Beldover! ¿Quiénes son entonces?

-Profesoras en la escuela.

Hubo una pausa.

-¡Vaya! -acabó exclamando Gerald-. Me pareció haberlas visto antes.

-¿Te decepciona? -dijo Birkin.

-¡Cómo que si me decepciona! No..., pero ¿por que las tiene aquí Hermione?

-Conoció a Gudrun en Londres..., la más joven, con el pelo más oscuro..., que es una artista..., hace escul­tura y modelado.

-Entonces no es profesora de la escuela, sólo la otra.

-Ambas. Gudrun da clases de arte, y Ursula es maestra.

-¿Y qué es el padre?

-Instructor de trabajos manuales en las escuelas.

-¡Realmente!

-¡Las barreras de clase se están derrumbando!

Gerald se sentía siempre incómodo ante el tono le­vemente burlón del otro.

-¡Su padre es instructor de trabajos manuales en una escuela! ¿Y a mí qué me importa?

Birkin rió. Gerald miró su rostro mientras reía amar­go e indiferente sobre la almohada, y no pudo mar­charse.

-Supongo que no verás mucho más a Gudrun. Es un pájaro inquieto, se habrá ido en una semana o dos -dijo Birkin.

-¿Dónde irá?

-Londres, París, Roma... Dios sabe. Siempre espero que se escape a Damasco o a San Francisco; es un ave del paraíso. Dios sabe qué tiene que ver con Beldover. Va por contrarios, como los sueños.

Gerald reflexionó unos pocos momentos.

-¿Cómo la conoces tan bien? -preguntó.

-La conocí en Londres -repuso él-, en el grupo del Algernon Strange. Habrá oído hablar de Minette, Libídnikov y el resto, aunque a lo mejor no les conoce personalmente. Ella nunca fue de ese grupo realmen­te..., es más convencional de alguna manera. Supongo que la conozco hace un par de años.

-¿Y gana ella dinero aparte de sus clases? -pre­guntó Gerald.

-Algo... irregularmente. Puede vender sus tallas. Tiene cierto reclamo.

-¿Por cuánto?

-Una guinea, diez guineas.

-¿Y son buenas? ¿Qué son?

-A veces pienso que son maravillosamente buenas. Suyos son los aguzanieves del vestidor de Hermione, los has visto, tallados en madera y pintados.

-Pensé que era también una talla salvaje.

-No, suya. Eso es lo que hace: pájaros y animales, a veces gente pequeña extraña con ropa cotidiana; real­mente maravillosos cuando resultan. Tiene una especie de humor bastante inconsciente y sutil.

-¿Crees que algún día podrá ser una artista cono­cida? -reflexionó Gerald.

-Podría. Pero no creo. Abandona el arte si cualquier otra cosa se apodera de ella. Su espíritu de contradic­ción impide que lo tome en serio... Ella nunca debe ser demasiado seria, siente que así podría perderse. Y no quiere perderse..., está siempre a la defensiva. Eso es lo que no puedo soportar en las gentes de su tipo. Por cierto, ¿cómo terminaron las cosas con Minette después de que me fui? No he oído nada.

-Oh, más bien mal. Halliday se puso inaguantable, y me pude salvar por poco de pegarle saltos sobre el estómago en una verdadera pelea pasada de moda.

Birkin estaba silencioso.

-Naturalmente -dijo-. Julius es algo demente. Por una parte, ha padecido manía religiosa, y por otra, le fascina la obscenidad. O bien es un puro criado que lava los pies de Cristo o bien está haciendo dibujos obscenos de Jesús, acción y reacción, y entre las dos cosas no hay nada. Está realmente loco. Quiere un puro lirio, otra chica con un rostro de Botichelli por un lado, y por el otro ha de tener a Minette, sencillamente para envilecerse con ella.

-Eso es lo que no logro entender -dijo Gerald-. ¿Ama o no ama a Minette?

-Ni la ama ni deja de amarla. Ella es la ramera, la efectiva ramera del adulterio para él. Y él ansía lan­zarse sobre su inmundicia. Entonces se levanta e invoca en nombre del lirio de la pureza a la muchacha de ros­tro infantil, y así disfruta toda la gama. Es la vieja his­toria, acción y reacción, sin nada entre medias.

-No le he visto -dijo Gerald tras una pausa- in­sultar tanto a Minette. Ella me choca por lo infame.

-Pues a mí me parecía que te gustaba -exclamó Birkin-. Yo siempre le tuve cariño. También es cierto que nunca tuve nada que ver con ella a nivel personal.

-Sí que me gustó un par de días -dijo Gerald-. Pero una semana hubiese sido demasiado. En la piel de esas mujeres hay cierto olor que acaba siendo indes­criptiblemente desagradable... aunque al principio te guste.

-Lo sé -dijo Birkin. Luego añadió, más bien con mal humor-. Pero es mejor que te vayas a la cama, Gerald. Dios sabe qué hora será.


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