Mujeres enamoradas



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-Es muy soso recrearse en algo no mejor -rió Ursula.

-¡Muy soso! -repuso Gudrun-. Realmente, Ursula, es soso, ésa es justo la palabra. Una ansía altos vuelos y hacer discursos como Corneille por lo mismo.

Gudrun se estaba animando y excitando con su pro­pia sagacidad.

-Pavonearse -dijo Ursula-. Una desea pavonearse, ser el cisne entre gansos.

-Exactamente -exclamó Gudrun-, un cisne entre gansos.

-Están todos ellos tan ocupados jugando al patito feo -exclamó Ursula con risa burlona-. Y yo no me siento para nada un patito feo humilde y patético. Me siento un cisne entre gansos..., no puedo evitarlo. La hacen a una sentirse así. Y no me importa lo que ellos piensan de mí. Je m'en fiche.

Gudrun miró hacia Ursula con una rara e incierta envidia y desagrado.

-Naturalmente, lo único que se puede hacer es des­preciarlos a todos..., justamente a todos -dijo.

Las hermanas volvieron a su casa para leer, conver­sar y hablar, y para esperar al lunes y la escuela. Ursula se preguntaba a menudo qué otra cosa esperaba aparte del comienzo y el fin de la semana escolar y el comien­zo y el fin de las vacaciones. ¡Esto era toda una vida! A veces tenía períodos de tenso horror, cuando le pa­recía que su vida pasaría y desaparecería sin haber sido más que esto. Pero nunca lo aceptó realmente. Su espí­ritu era activo, su vida como un brote que crece regu­larmente pero que todavía no ha alcanzado la super­ficie.

5. EN EL TREN

Por entonces, Birkin fue llamado un día a Londres. No estaba fijado en una residencia. Tenía una habita­ción en Nottingham porque su trabajo estaba princi­palmente en esa ciudad. Pero estaba a menudo en Lon­dres o en Oxford. Se desplazaba mucho, su vida pare­cía incierta, sin ningún ritmo definido, ningún signifi­cado orgánico.

Vio sobre la plataforma de la estación de ferrocarril a Gerald Crich leyendo un periódico y esperando, evi­dentemente, el tren. Birkin se quedó a alguna distancia, entre la gente. Era contrario a su instinto abordar a nadie.

De cuando en cuando, de un modo peculiar, Gerald levantaba la cabeza y miraba alrededor. Aunque estaba leyendo con atención el periódico debía mantener un ojo vigilante sobre el medio externo. Parecía haber en él una conciencia dual. Estaba pensando vigorosamen­te en algo que leía en el periódico, y al mismo tiempo sus ojos corrían sobre las superficies de la vida circun­dante, sin perderse nada. Birkin, que le estaba obser­vando, quedó irritado por su dualidad. Observó también que Gerald siempre parecía distante de todos, a pesar de su rara actitud afable y social cuando se le estimu­laba.

En ese momento, Birkin se estremeció violentamen­te viendo esa mirada afable brillar desde el rostro de Gerald, que se acercaba extendiendo la mano.

-Hola, Rupert, ¿dónde vas?

-Londres. Tú también, supongo.

-Sí...

Los ojos de Gerald recorrieron el rostro de Birkin con curiosidad.



-Viajaremos juntos, si te parece bien -dijo.

-¿No sueles ir en primera? -preguntó Birkin. -No puedo soportar a la masa -repuso Gerald-.

Pero iremos bien en tercera. Hay un vagón restaurante, podemos tomar algo de té.

Los dos hombres miraron el reloj de la estación sin tener nada más' que decirse.

-¿Qué estabas leyendo en el periódico? -preguntó Birkin.

Gerald le miró rápidamente.

-Es gracioso lo que ponen efectivamente en los periódicos -dijo-. Aquí hay dos líderes... -prosiguió, tendiendo su Daily Telegraph- llenos del habitual fariseísmo periodístico -echando un vistazo a las colum­nas-, y aquí hay este pequeño, no sé cómo lo llama­rías, casi ensayo, apareciendo junto a los líderes y di­ciendo que debe brotar un hombre capaz de dar nuevos valores a las cosas, nuevas verdades, una nueva actitud ante la vida, porque en caso contrario seremos una ruina desvaneciente en pocos años, un país quebrado...

-Supongo que eso es un trozo de fariseísmo periodístico igualmente -dijo Birkin.

-Suena como si el hombre lo dijese en serio y bas­tante sinceramente -dijo Gerald.

-Dámelo -dijo Birkin, tendiendo la mano hacia el periódico.

El tren vino y fueron a una mesa junto a la ventana, en el vagón restaurante. Birkin echó una ojeada a su periódico y luego miró a Gerald, que le estaba espe­rando.

-Creo que el hombre es sincero -dijo-, si eso es algo.

-¿Y crees que es verdad? ¿Piensas que necesitamos realmente un nuevo evangelio? -preguntó Gerald. Birkin se encogió de hombros.

-Pienso que la gente que dice necesitar una nueva religión es la última en aceptar nada nuevo. Desde lue­go, quieren novedad. Pero mirar de frente esta vida que nos hemos cargado sobre los hombros y rechaza­do, aplastar absolutamente los viejos ídolos de nosotros mismos, no lo haremos jamás. Has de desear mucho librarte de lo viejo antes de que cualquier cosa nueva aparezca... incluso en el sí mismo.

Gerald le observaba detenidamente.

-¿Piensas que deberíamos romper con esta vida, sen­cillamente empezar y dejar volar? -preguntó.

-Esta vida. Sí lo creo. Necesitamos hacerla estallar por completo o arrugarnos dentro de ella como si fuese una segunda piel. Porque no se expandirá más.

Hubo una extraña sonrisita en los ojos de Gerald, una mirada de diversión, tranquila y furiosa.

-¿Y cómo propones empezar? Supongo que hablas de una reforma de todo el orden de la sociedad -pre­guntó.

Birkin tenía el ceño levemente fruncido y tenso. Tam­bién él se impacientaba con la conversación.

-No propongo para nada -repuso-. Cuando real­mente deseemos buscar algo mejor, aplastaremos lo vie­jo. Hasta entonces, cualquier especie de propuesta, o el mero hecho de hacerla, no es más que un juego can­sado para petulantes.

La sonrisita empezó a desvanecerse de los ojos de Gerald, y mirando con ojos tranquilos dijo a Birkin:

-Así, ¿piensas realmente que las cosas están muy mal?

-Completamente mal.

La sonrisa apareció de nuevo.

-¿En qué sentido?

-En todos los sentidos -dijo Birkin-. Somos tan condenadamente mentirosos. Nuestra única idea es men­tirnos a nosotros mismos. Poseemos el ideal de un mun­do perfecto, !impio, recto y suficiente. Así que cubrimos la Tierra con inmundicia; la vida es un grumo de traba­jo, como insectos correteando en la basura, a fin de que nuestro minero pueda tener un pianoforte en su piso y que tú puedas tener un criado y un automóvil en tu modernizada casa, y que, como nación, podamos ense­ñar el Ritz o el Empire, Gaby Deslys y los periódicos del domingo. Es muy triste.

A Gerald le tomó un poco de tiempo reajustarse tras esta tirada.

-¿Te gustaría que viviésemos sin casas..., retornar a la naturaleza? -preguntó.

-No me gustaría nada. La gente sólo hace lo que quiere hacer... y lo que es capaz de hacer. Si la gente fuera capaz de alguna otra cosa, habría alguna otra cosa.

Gerald reflexionó nuevamente. No iba a ofenderse con Birkin.

-¿No piensas que el pianoforte del minero, como lo llamas, es un símbolo de algo muy real, un verda­dero deseo de algo más elevado en la vida del minero?

-¡Más elevado! -exclamó-. Sí. Sorprendentes altu­ras de farisea grandeza. Lo hacen mucho más alto a los ojos de sus vecinos mineros. El se ve reflejado en la opinión de la vecindad, como en una niebla de Brocken, varios pies más arriba por la fuerza del pianoforte, y queda satisfecho. Vive por ese espectro de Brocken, su reflejo en la opinión humana. Tú haces lo mismo. Si tienes gran importancia para la humanidad, tienes gran importancia para ti. Por eso trabajas tanto en las minas. Si puedes producir carbón que permita cocinar cinco mil almuerzos cada día, eres cinco mil veces más importante que si sólo cocinases tu propio almuerzo.

-Así lo supongo -rió Gerald.

-¿No puedes ver -dijo Birkin- que ayudar a comer a mi vecino no es más que comer yo mismo? «Yo como, tú comes, él come, nosotros comemos, vosotros coméis, ellos comen», ¿y qué? ¿Por qué debe todo hombre decli­nar el verbo entero? A mí me basta con la primera per­sona del singular.

-Debes empezar con cosas materiales -dijo Gerald. Birkin Ignoró esta afirmación.

-Y hemos de vivir por algo, no somos sencillamen­te ganado que pueda pastar y sentirse satisfecho con eso -dijo Gerald.

-Dime -dijo Birkin-, ¿para qué vives?

El rostro de Gerald quedó sorprendido.

-¿Que para qué vivo? -repitió-. Supongo que vivo para trabajar, para producir algo en la medida que soy un ser de propósitos. A partir de esto, vivo porque estoy vivo.

-¿Y cuál es tu trabajo? Conseguir extraer tantas más toneladas de carbón de la tierra cada día. Y cuan­do tengamos todo el carbón que necesitamos, y todo el lujoso mobiliario, y los pianofortes, y cuando todos los conejos estén guisados y comidos, y cuando todos este­mos calientes y con nuestros estómagos llenos escu­chando a la damita tocar el pianoforte, entonces ¿qué? ¿Qué pasará entonces, cuando hayáis hecho un verdade­ro buen comienzo con vuestras cosas materiales?

Gerald se sentaba riendo ante las palabras y el hu­mor burlón del otro hombre. Pero estaba pensando tara bién.

-No hemos llegado allí todavía -repuso-. Mucha gente está esperando todavía el conejo y el fuego donde guisarlo.

-¿Así que, mientras consigues el carbón, deberé ca­zar el conejo? -dijo Birkin, mofándose.

-Algo así -dijo Gerald.

Birkin le contempló estrechamente. Vio la callosidad perfectamente bienhumorada, incluso una extraña y res­plandeciente malicia en Gerald, brillando a través de la plausible ética productivista.

-Gerald, más bien te odio.

-Ya lo sé -dijo Gerald-. ¿Por qué?

Birkin se quedó absorto inescrutablemente durante algunos minutos.

-Me gustaría saber si eres consciente de odiarme -acabó diciendo-. ¿Me has detestado alguna vez cons­cientemente? ¿Me has odiado con odio místico? Hay momentos en que te odio estelarmente.

Gerald quedó más bien apocado, incluso un poco desconcertado. No sabía del todo qué decir.

-Naturalmente, puedo odiarte a veces -dijo-. Pero no soy consciente de ello..., quiero decir nunca aguda­mente consciente.

-Tanto peor -dijo Birkin.

Gerald le miró con ojos curiosos. No lograba enten­derle del todo.

Hubo entre los dos hombres silencio durante algún tiempo, mientras el tren avanzaba. En el rostro de Birkin había una pequeña tensión irritable, un nudo agudo del entrecejo, penetrante y difícil. Gerald le contempla­ba cautelosa, cuidadosamente, más bien calculadoramente, porque no podía decidir a dónde iba.

De repente, los ojos de Birkin miraron derechos e irresistibles a los del otro hombre.

-¿Cuál es la meta y el objetivo de la vida según tú, Gerald? -preguntó.

Gerald se apocó de nuevo. No podía imaginarse las intenciones de su amigo. ¿Estaría tomándole el pelo? ¿O no?

-En este momento no me 'sería fácil improvisar una respuesta -repuso con humor levemente irónico.

-¿Piensas que vivir es toda la realidad y la finali­dad de la vida? -preguntó Birkin con una seriedad directa y atenta.

-¿De mi propia vida? -dijo Gerald.

-Sí.


Hubo una pausa de verdadero desconcierto.

-No lo sé -dijo Gerald-. No lo ha sido hasta ahora.

-¿Qué ha sido tu vida hasta ahora?

-Oh..., descubrir cosas por mí mismo... y conseguir experiencias... y hacer que las cosas marchen.

Birkin frunció el ceño como acero finamente mol­deado.

-Encuentro -dijo- que uno necesita una actividad realmente singular... llamaría el amor una actividad singular pura. Pero realmente no amo a nadie..., no ahora.

-¿Has amado realmente a alguien alguna vez? -pre­guntó Gerald.

-Sí y no -repuso Birkin.

-¿No finalmente? -dijo Gerald.

-Finalmente..., finalmente, no -dijo Birkin. -Ni yo -dijo Gerald.

-¿Y quieres? -dijo Birkin.

Gerald miró los ojos del otro con una mirada larga, chispeante, casi burlona.

-No sé -dijo.

-Yo sí... Quiero amar -dijo Birkin.

-¿De verdad?

-Sí. Quiero la finalidad del amor.

-La finalidad del amor -repitió Gerald. Y esperó un momento.

-¿Sólo una mujer? -añadió.

La luz de la tarde que inundaba de amarillo los cam­pos encendió el rostro de Birkin con una resolución tensa, abstracta. Gerald seguía sin comprender.

-Sí, una mujer -dijo Birkin.

Pero a Gerald le sonó insistente más que confiado.

-No creo que una mujer y sólo una mujer llegue a ser alguna vez mi vida -dijo Gerald.

-¿No su centro y su núcleo..., el amor entre tú y una mujer? -preguntó Birkin.

Los ojos de Gerald se estrecharon con una sonrisa rara y peligrosa mientras contemplaba al otro hombre.

-Nunca me siento del todo así -dijo.

-¿No? ¿Dónde está entonces el centro de la vida para ti?

-No sé..., eso es lo que quiero que alguien me cuen­te. Por lo que puedo entender, no centra para nada. Es algo artificialmente «unido» por el mecanismo social.

Birkin reflexionó como si quisiera romper algo.

-Ya sé -dijo- que no centra. Los viejos ideales están más muertos que los clavos..., no hay nada allí. Me parece que sólo queda esa unión perfecta con una mujer, una especie de último matrimonio, y que no hay nada más.

-¿Y quieres decir que si no hay la mujer no hay nada? -dijo Gerald.

-Más bien eso..., viendo que no existe Dios.

-Entonces estamos forzados a ello -dijo Gerald.

Y se volvió para mirar por la ventana el paisaje dorado que iba desapareciendo.

Birkin no podía dejar de percibir lo hermoso y mili­tar que era su rostro, con cierto coraje para ser indi­ferente.

-¿Piensas que tenemos pocas probabilidades? –dijo Birkin.

-Si hemos de construir nuestra vida a partir de una mujer, una mujer y sólo una mujer, sí lo creo –dijo Gerald-. No creo que construya jamás mi vida así, a ese precio.

Birkin le miró casi enfadado.

-Eres un descreído nato -dijo.

-Sólo siento lo que siento -dijo Gerald. Y miró de nuevo a Birkin casi burlonamente, con sus ojos azules, viriles e intensamente iluminados. Los ojos de Birkin estaban llenos de rabia en ese momento, pero pronto se tornaron preocupados, dubitativos, y luego llenos de risa y de un afecto cálido, rico.

-Me preocupa mucho, Gerald -dijo frunciendo el ceño.

-Ya lo veo -dijo Gerald descubriendo los dientes en una risa varonil, rápida, militar.

Gerald era atraído inconscientemente por el otro hombre. Deseaba estar cerca de él, deseaba estar dentro de su esfera de influencia. En Birkin había algo muy afín a él. Sin embargo, más allá de esto no se daba mucha cuenta. Gerald se sentía en posesión de verdades más sólidas y duraderas que ninguna de las conocidas por el otro hombre. Se sentía mayor, más conocedor. Lo que amaba en su amigo era el calor y la vitalidad rápidamente cambiantes, la expresión brillantemente cá­lida. Lo que disfrutaba era el rico juego de palabras y el rápido intercambio de sentimientos. Nunca conside­ró el contenido real de las palabras: no necesitaba que le ayudasen a pensar.

Birkin sabía esto. Sabía que Gerald quería apreciarle sin tomarle en serio. Y esto era la causa de su dureza y frialdad. Mientras el tren avanzaba él estaba sentado mirando los campos y Gerald desapareció, se convirtió en nada para él.

Birkin miró el paisaje a última hora de la tarde e iba pensando: «Bueno, si la humanidad es destruida, si nuestra raza es destruida como Sodoma y hay esta hermosa tarde, con la tierra y los árboles luminosos, estoy satisfecho. Lo que informa todo está allí y jamás puede perderse. Después de todo, ¿qué es la humani­dad sino simplemente una expresión de lo incompren­sible? Y si la humanidad desaparece, eso sólo signifi­cará que esta específica expresión se ha completado y concluido. Lo que es expresado y lo que ha de ser ex­presado no pueden disminuirse. Allí está, en la tarde brillante. Que la humanidad desaparezca..., ya es hora.

Las explosiones creativas no cesarán, sencillamente es­tarán allí. La humanidad no encarna ya la expresión de lo incomprensible. La humanidad es una carta sin destinatario. Habrá una nueva encarnación de un nue­vo modo. Dejemos que la humanidad desaparezca lo antes posible.»

Gerald le interrumpió preguntando:

-¿Dónde vas a quedarte en Londres?

Birkin levantó los ojos.

-Con un amigo, en Soho. Pago parte de la renta de la casa y paro allí cuando me apetece.

-Buena idea la de tener un lugar más o menos tuyo -dijo Gerald.

-Sí. Pero no me preocupa mucho. Me cansa la gen­te que me veré obligado a encontrar allí.

-¿Qué tipo de gente?

-Arte..., música..., bohemia londinense la bohe­mia más mezquina y calculadora que jamás existió. Pero hay unas pocas personas decentes, en algunos aspectos. Son realmente individuos que rechazan concienzudamen­te el mundo..., quizás viven sólo en el gesto de rechazo y negación..., pero al menos se atienen negativamente a algo.

-¿Qué son? ¿Pintores, músicos?

-Pintores, músicos, escritores, modelos, gente joven avanzada, cualquiera abiertamente contrario a las con­venciones y que no pertenezca específicamente a ningu­na parte. Suelen ser tipos jóvenes provenientes de la Universidad y chicas que están viviendo sus propias vi­das, como ellas dicen.

-¿Todos libres? -dijo Gerald.

Birkin vio que había despertado su curiosidad.

-En un sentido. Muy atados en otro. Todos sobre la misma nota de escándalo.

Miró a Gerald y vio que sus ojos azules se encen­dían con una llamita de deseo curioso. Vio también qué apuesto era. Gerald era atractivo, su sangre parecía fluida y eléctrica. Sus ojos azules ardían con una luz intensa aunque fría; había cierta belleza, una hermosa pasividad en todo su cuerpo, en su molde.

-Podríamos vernos algo..., estaré en Londres dos o tres días -dijo Gerald.

-Sí -dijo Birkin-, no quiero ir al teatro, ni al music-hall...; mejor sería que vinieses y vieses qué tal te va con Halliday y su gentío.

-Gracias..., me gustaría -rió Gerald-. ¿Qué vas a hacer esta noche?

-Prometí encontrarme con Halliday en el Pompa­dour. Es un mal sitio, pero no hay otro. -¿Dónde está? -preguntó Gerald.

-Piccadilly Circus.

-Oh, sí..., bueno, ¿debo aparecer por allí?

-Desde luego, podría divertirte.

Estaba cayendo la tarde. Habían cruzado Bedford. Birkin contempló el paisaje y quedó lleno de una espe­cie de desesperación. Siempre sentía eso cuando se aproximaba a Londres. Su desagrado ante la humani­dad, la masa de humanidad, equivalía casi a una enfer­medad.
«Donde e! tranquilo fin coloreado de la tarde ríe millas y millas... »
iba murmurándole como un condenado a muerte. Gerald, que estaba muy sutilmente alerta, despiertos todos sus sentidos, se inclinó hacia adelante y preguntó son­riendo:

-¿Qué estabas diciendo?

Birkin le miró, sonrió y repitió:
«Donde el tranquilo fin coloreado de la tarde sonríe millas y millas, sobre pastos donde el algo gregario yace medio dormido...»
También Gerald miró el paisaje. Y Birkin, que por alguna razón se encontraba ahora cansado y desanimado, le dijo:

-Siempre me siento condenado cuando el tren está entrando en Londres. Me noto tan desesperado y afli­gido como si fuese el fin del mundo.

-¡Vaya! -dijo Gerald-. ¿Y te asusta el fin del mundo?

Birkin se sacudió lentamente de hombros.

-No sé -dijo-. Así es cuando cuelga inminente y no acaba de caer. Pero la gente me da un mal senti­miento..., muy malo.

Hubo una forzada sonrisa en los ojos de Gerald.

-¿Es así? -dijo. Y contempló al otro hombre crí­ticamente.

A los pocos minutos el tren estaba atravesando a la carrera la desgracia del desparramado Londres. Todos los del vagón estaban alerta, esperando escapar. Al fin estuvieron bajo el inmenso arco de la estación, en la tremenda sombra de la ciudad. Birkin se acorazó..., estaba dentro ahora.

Los dos hombres fueron juntos en un taxi.

-¿No te sientes uno de los condenados? -preguntó Birkin mientras se sentaban en una pequeña cápsula que corría velozmente, contemplando la repulsiva gran calle.

-No -rió Gerald.

-Es verdadera muerte -dijo Birkin.

6. "CREME DE MENTHE"

Volvieron a encontrarse en el café varias horas des­pués. Gerald penetró por la puerta giratoria al cuarto grande y de techo muy alto, donde los rostros y las cabezas de los bebedores aparecían vagamente a través de la niebla de humo, se reflejaban más vagamente aún y repetían ad infinitum en los grandes espejos de los muros, con lo cual uno parecía penetrar en un mundo difuso y vago de bebedores nebulosos murmurando den­tro de una atmósfera de humo azulado de tabaco. Sin embargo, la felpa roja de los asientos proporcionaba sustancia dentro de la burbuja de placer.

Gerald se movió con su paso lento, observador, re­luciente-atento entre las mesas y las gentes, cuyos som­breados rostros se levantaban a su paso. Parecía estar entrando en algún extraño elemento, pasando a una nue­va región iluminada entre un gentío de almas licencio­sas. Se sentía complacido y entretenido. Miró sobre to­dos los rostros vagos, evanescentes, extrañamente ilu­minados que se inclinaban sobre las mesas. Entonces vio a Birkin levantarse y hacerle señas.

En la mesa de Birkin hacía una muchacha de pelo ru­bio y corto peinado siguiendo la moda artista, colgando derecho y curvándose levemente para dentro hacia sus orejas. Era pequeña y estaba delicadamente hecha, con ojos azules grandes, inocentes, y la piel clara. Había una delicadeza casi floral en toda ella y, al mismo tiem­po, cierta atractiva grosería de espíritu que encendió

instantáneamente una pequeña chispa en los ojos de Gerald.

Birkin, que parecía enmudecido, irreal, sin presencia, la presentó como señorita Darrington. Ella le dio la mano con un movimiento brusco, indeseado, mirando todo el tiempo a Gerald de modo oscuro, expuesto. Una incandescencia vino sobre él cuando se sentó.

Apareció el camarero. Gerald miró los vasos de los otros dos. Birkin estaba bebiendo algo verde. La seño­rita Darrington tenía una pequeña copa de licor prácti­camente vacía.

-¿No querrá usted más...?

-Brandy -dijo ella bebiéndose la última gota y des jando el vaso.

El camarero desapareció.

-No -dijo ella a Birkin-. El no sabe que he vuelto. Quedará aterrorizado cuando me vea aquí.

Ella pronunciaba sus erres como uves dobles, ce­ceando, con una pronunciación levemente infantil que era al mismo tiempo afectada y sincera para con su carácter. Su voz era monótona y sin timbres.

-¿Dónde está él entonces? -preguntó Birkin.

-Está haciendo un show privado en casa de lady Snellgrove -dijo la muchacha-. Warens está allí tam­bién.

Hubo una pausa.

-Bueno, entonces -dijo Birkin de un modo des­apasionadamente protector-, ¿qué piensas hacer?

La muchacha se detuvo hoscamente. Odiaba la pre­gunta.

-No pretendo hacer nada -repuso-. Buscaré algún alojamiento mañana.

-¿A quién acudirás? -preguntó Birkin.

-Iré primero donde Bentley. Pero creo que estará enfadado conmigo por escaparme.

-¿Eso proviene de la Madonna?

-Sí. Y si entonces él no me quiere, sé que puedo obtener trabajo con Carmarthen.

-¿Carmarthen?

-Frederick Carmarthen... hace fotografías.

-Chiffon y hombros...

-Sí. Pero es terriblemente decente.

Hubo una pausa.

-¿Y qué vas a hacer con Julius? -preguntó él.

-Nada -dijo ella-. Simplemente lo ignoraré.

-¿Has terminado del todo con él?

Pero ella se volvió, apartó hoscamente el rostro y no respondió a la pregunta.

Otro joven llegó con prisa hasta la mesa.

-¡Hola, Birkin! Hola, Minette, ¿cuándo volviste? -dijo ávidamente.

-Hoy.


-¿Lo sabe, Halliday?

-No lo sé. Tampoco me importa.

-¡Ja! ¡Ja!, ¿verdad que hay viento todavía en ese rincón? ¿Os molesta si vengo a esta mesa?

-Estoy hablando con Wupert, ¿te importa? -con­testó ella tranquila pero apelante, como un niño.


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