Mujeres enamoradas



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-Estás muy bien -dijo Birkin mirando la prenda.

-Era un caftán en Bokhara -dijo Gerald-. Me gusta.

-A mí también.

Birkin estaba silencioso, pensando lo escrupuloso que era Gerald en su vestuario y cuánto se gastaba también. Llevaba calcetines de seda, pasadores fina­mente labrados y ropa interior toda de seda. ¡Curioso! Esa era otra de las diferencias entre ellos. Birkin era descuidado y falto de imaginación respecto de su propia apariencia.

-Naturalmente -dijo Gerald como si hubiera es­tado pensando-, hay algo curioso en ti. Eres curiosa­mente fuerte. Uno no se lo esperaba, es bastante sor­prendente.

Birkin rió. Estaba mirando la hermosa figura del otro hombre, rubio y apuesto en la elegante prenda, y estaba medio pensando en la diferencia entre ellos..., tan diferentes; quizá tan distantes como el hombre de la mujer, aunque en otra dirección. Pero realmente era Ursula, la mujer, quien estaba ganando ascendencia so­bre el ser de Birkin en ese momento. Gerald se estaba apagando de nuevo, escapándose fuera de él.

-¿Sabes -dijo de repente- que fui y le propuse matrimonio a Ursula Brangwen esta noche?

Vio el brillante y vacío asombro invadir el rostro de Gerald.

-¿Lo hiciste?

-Sí. Casi formalmente..., hablando primero con el padre, como el mundo manda..., aunque eso fuese un accidente... o un infortunio.

Gerald se limitaba a mirarle asombrado, como sin entender del todo.

-¿Quieres decir que fuiste seriamente y le pediste al padre que te permitiese casarte con ella?

-Sí -dijo Birkin-, lo hice.

-Pero ¿qué?, ¿habías hablado con ella antes sobre el asunto, verdad?

-No, ni una palabra. De repente pensé en ir allí y

pedírselo..., y resultó que en vez de ella estaba su pa­dre..., por lo cual se lo pedí a él primero.

-¿Si podías casarte con ella? -concluyó Gerald.

-Síí, eso.

-¿Y no hablaste con ella?

-Sí. Ella vino después. Con lo cual se lo dije también.

-¡Vaya! ¿Y qué dijo ella entonces? ¿Eres ya un hom­bre comprometido?

-No..., ella sólo dijo que no deseaba verse forzada responder.

-¿Ella qué?

-Dijo que no deseaba verse forzada a contestar.

-¡Dijo que no deseaba verse forzada a contestar!

Anda, ¿qué quiso decir con eso?

Birkin se sacudió de hombros.

-No puedo decírtelo -repuso-. Supongo que en ese instante no deseaba ser molestada.

-¿Pero es realmente así? ¿Y qué hiciste tú entonces?

-Me fui de la casa y vine aquí.

-¿Viniste aquí directamente?

-Sí.

Gerald le miró asombrado y divertido. No lograba



asimilarlo.

-Pero ¿es esto realmente cierto, como me lo dices

ahora?

-Palabra por palabra. -¿Lo es?



Se reclinó en su silla, colmado de deleite y diversión.

-Bueno, eso está bien -dijo-. Así que viniste aquí a luchar con tu ángel bueno, ¿eh?

-¿Eso hice? -dijo Birkin.

-Bueno, eso parece. ¿No es eso lo que hiciste? Ahora era Birkin quien no podía seguir la pista al significado de Gerald.

-¿Y qué va a suceder? -dijo Gerald-. ¿Vas a man­tener la proposición abierta, por así decirlo?

-Supongo que sí. Me había prometido mandarles a todos al infierno. Pero supongo que se lo pediré de nuevo, dentro de un poco.

Gerald le contemplaba fijamente.

-¿Entonces la quieres? -preguntó.

-Pienso... que la amo -dijo Birkin mientras su rostro se ponía muy fijo e inmóvil.

Gerald lanzó destellos de placer durante un momen­to, como si se tratase de algo hecho especialmente para complacerle. Luego su rostro asumió una gravedad ade­cuada y asintió lentamente con la cabeza.

-Ya sabes -dijo él- que siempre creí en el amor..., en el verdadero amor. ¿Pero dónde lo, encuentra uno hoy en día?

-No lo sé -dijo Birkin.

-Muy rara vez -dijo Gerald.

Luego tras una pausa:

-Yo nunca lo he sentido..., no lo que yo llamaría amor. He ido detrás de mujeres... y me han atraído bastante algunas de ellas, pero nunca he sentido amor. No creo que haya sentido nunca tanto amor hacia una mujer como el que te tengo..., no amor. ¿Entiendes lo que quiero decir?

-Sí. Estoy seguro de que nunca has amado a una mujer.

-¿Sientes eso? ¿Y piensas que alguna vez me ena­moraré? ¿Entiendes lo que quiero decir?

Se puso la mano en el pecho, cerrando allí el puño como si fuese a sacar algo.

-Quiero decir eso..., eso..., no puedo expresar lo que es, pero lo conozco.

-¿Qué es entonces? -preguntó Birkin.

-Mira, no puedo ponerlo en palabras. En cualquier caso, quiero decir algo comprometedor, algo que no puede cambiar...

Sus ojos estaban brillantes y desorientados.

-¿Piensas que alguna vez sentiré eso por alguna mujer? -dijo ansiosamente.

Birkin le miró y sacudió la cabeza.

-No lo sé -lijo-. No podría decirlo.

Gerald. Había estado sobre el qui vive como esperan­do su destino. Ahora se reclinó en su silla.

-No -dijo él-, y yo tampoco.

-Somos distintos tú y yo -dijo Birkin-. No puedo saber tu vida.

-No -dijo Gerald-, yo tampoco. Pero te digo que... empiezo a dudarlo.

-¿Que llegues a amar alguna vez a una mujer?

-Bien.. , sí.... lo que llamarías verdaderamente amor...

-¿Lo dudas?

-Bien..., empiezo a dudarlo. Hubo una larga pausa.

-La vida tiene todo tipo de cosas -dijo Birkin-. No hay sólo un camino.

-Sí, yo creo eso también. Lo creo y te aseguro que no me importa lo que vaya a ser de mí..., no me impor­ta..., mientras sienta...

Se detuvo, y una mirada vacía, estéril, cruzó por su rostro para expresar su sentimiento:

-Mientras sienta que he vivido, de algún modo..., no me importa cómo, pero deseo sentirme...

-Cumplido -dijo Birkin.

-Bien, quizá es cumplido; no utilizo las mismas pa­labras que tú.

-Es lo mismo.


21. UMBRAL

Gudrun estaba en Londres, celebrando una pequeña exposición de sus obras en.la sala de un amigo y ha­ciendo algunas pesquisas, preparándose para escapar de Beldover. Pasase lo que pasase, dentro de muy poco estaría viajando. Allí recibió una carta de Winifred Crich adornada con dibujos.

«Padre ha estado también en Londres para que le viesen los médicos. Se quedó muy cansado. Ellos dicen que debe descansar mucho, por lo cual se pasa la ma­yor parte del tiempo en la cama. Me trajo un encanta­dor periquito tropical en porcelana de Dresde, así como un hombre arando y dos ratones trepando por un tallo. Los ratones son fayenza de Copenhague. Son los mejo­res, pero los ratones no brillan tanto, aunque son muy buenos y sus colas finas y largas. Todos brillan casi como el cristal. En el esmalte, naturalmente, pero no me gusta. A Gerald lo que más le gusta es el hombre arando, tiene los pantalones desgarrados y utiliza un buey, supongo que es un campesino alemán. Es todo gris y blanco, camisa blanca y pantalones grises, pero muy brillante y limpio. Al señor Birkin lo que más le gusta es la muchacha bajo el arbusto de espinos floreci­do con una oveja y narcisos pintados en la falda, que está en el cuarto de estar. Pero es una tontería, porque la oveja no es una oveja verdadera y es tonta igual­mente.

»Querida señorita Brangwen, ¿va a volver pronto? Por aquí la echamos mucho de menos. Incluyo un di­bujo de mi padre sentado en la cama. Dice que espera que no nos abandone. Oh, querida señorita Brangwen, estoy segura de que no será así. Vuelva y traiga los hu­rones, son las criaturas más encantadoramente nobles del mundo. Podríamos esculpirlos en madera de acebo, jugando contra un fondo de hojas verdes. Oh, hagámos­lo, porque son hermosísimos.

»Padre dice que podríamos tener un estudio. Gerald dice que fácilmente podríamos construir uno sobre los establos; bastaría poner ventanas en el tejado inclina­do, cosa sencilla. Entonces podría usted estar allí todo el día y trabajar, y podríamos vivir en el estudio como dos verdaderas artistas, como el hombre del cuadro que hay en el vestíbulo, con la sartén y los muros cu­biertos todos de dibujos. Deseo ser libre, vivir la vida libre de un artista. Hasta Gerald dijo a padre que sólo un artista es libre, porque vive en un mundo creati­vo propio.»

Gudrun captó la dirección de las intenciones familia­res en esta carta. Gerald deseaba vincularla a la casa de Shortlands, estaba usando a Winifred como pretexto. El padre sólo pensaba en su hija, veía una piedra de sal­vación en Gudrun, y Gudrun le admiraba por su pers­picacia. Además, la niña era realmente excepcional. Gudrun estaba bastante contenta. Se sentía bastante dispuesta a pasar los días en Shortlands si le daban un estudio. Le desagradaba ya profundamente la escue­la, deseaba ser libre. Si le proporcionaban un estudio, seria libre para continuar con su trabajo y podría es­perar el giro de los acontecimientos con una serenidad completa. Y estaba realmente interesada en Winifred, le gustaría entender a la muchacha.

En consecuencia, hubo una pequeña fiesta por parte de Winifred el día que Gudrun volvió a Shortlands.

-Deberías preparar un ramo de flores para dárselo a la señorita Brangwen cuando llegue -dijo Gerald sonriendo a su hermana.

-Oh, no -exclamó Winifred-, es una tontería.

-Para nada. Es una atención muy común y encan­tadora.

-Oh, es una tontería -protestó Winifred con toda la extremada mauvaise honre de sus años.

Sin embargo, le atraía la idea. Deseaba mucho lle­varla adelante. Vagó por los invernaderos contemplando con envidia las flores sobre sus tallos. Y cuanto más miraba y más ansiaba tener un ramo de las flores que veía, más le iba fascinando su pequeña visión de cere­monia y más consumidamente tímida y azorada se iba poniendo, hasta que casi se encontraba fuera de sí. No podía quitarse la idea de la cabeza. Era como si la im­pulsase algún desafío misterioso y como si no tuviese coraje suficiente para aceptar el reto. Con lo cual vagó nuevamente por los invernaderos, mirando las encanta­doras rosas en sus macetas, los virginales ciclámenes y los enjambres blancos místicos de una trepadora. La belleza, oh, la belleza de esas flores, y oh, el júbilo paradisíaco que le daría tener un ramo, perfecto y po­der dárselo a Gudrun el día siguiente. Su pasión y su indecisión completa casi la ponían enferma.

Al fin se deslizó junto a su padre.

-Papá... -dijo.

-¿Qué, preciosa?

Pero ella se retrajo en su sensible confusión, con las lágrimas casi brotándole de los ojos. El padre la miró y su corazón quedó calentado de ternura, una an­gustia de amor punzante.

-¿Qué quieres decirme, amor mío?

-¡Papá...! -los ojos de la niña sonrieron lacónica­mente-. ¿No será una tontería si le doy a la señorita Brangwen algunas flores cuando venga?

El hombre enfermo miró los ojos brillantes, conoce­dores, de su hija y le ardió de amor el corazón.

-No, querida, no es una tontería. Es lo que hacen con las reinas.

Esto no devolvía mucho la confianza a Winifred. Medio sospechaba que las propias reinas eran una ton­tería. Sin embargo, deseaba muchísimo su pequeña oca­sión romántica.

-¿Lo hago entonces? -preguntó.

-¿Darle algunas flores a la señorita Brangwen? Hazlo, pajarito. Dile a Wilson de mi parte que te dé lo que desees.

La criatura sonrió sutil e inconscientemente para sí, anticipando su camino.

-Pero no las cogeré hasta mañana -dijo.

-No hasta mañana, pajarito. Dame un beso en­tonces.

Winifred besó silenciosamente al enfermo y se des­lizó fuera del cuarto. Fue de nuevo a los invernaderos para informar al jardinero con sus modales altivos, pe­rentorios y simples de lo que quería, diciéndole todos los capullos y flores que había seleccionado.

-¿Para qué los quiere? -preguntó Wilson.

-Los quiero -dijo ella.

Deseaba que los sirvientes no hiciesen preguntas.

-Ay, ya lo he oído. Pero ¿para qué los quiere, para decoración de la casa, para enviar fuera o para qué?

-Los quiero para un ramo de presentación.

-¡Un ramo de presentación! ¿Quién va a venir...? ¿La duquesa de Portland?

-No.

-Oh, ¿no es ella? Bueno, si pone todo lo que ha mencionado tendrá un ramo muy extraño.



-Sí, quiero un ramo muy extraño.

-¡Lo quiere! Entonces no hay más que hablar.

Al día siguiente, con un vestido de terciopelo platea­do, y sujetando un vistoso ramo de flores en la mano, Winifred esperaba con aguda impaciencia en el cuarto de estudio, mirando hacia el camino en espera de Gudrun. Era una mañana húmeda. Bajo su nariz había la extraña fragancia de las flores del invernadero; el ramo era para ella un pequeño fuego, parecía tener un extraño fuego nuevo en su corazón. Esta leve sensación de aventura la agitaba como una droga.

Al fin vio a Gudrun llegando y bajó las escaleras para prevenir a su padre y a Gerald. Ellos, riendo ante su ansiedad y seriedad, fueron con ella al vestíbulo. El mayordomo llegó apresurándose a la puerta para aliviar a Gudrun de su paraguas y luego de su abrigo. El grupo de bienvenida se mantuvo retraído hasta que el visi­tante penetró en el vestíbulo.

Gudrun estaba arrebatada con la lluvia, el pelo se le había rizado en pequeños tirabuzones sueltos; era, como una flor recién abierta bajo la lluvia, apenas vi­sible el corazón y pareciendo emitir una calidez de sol retenido. Gerald se estremeció espiritualmente viéndola tan hermosa y desconocida. Llevaba un traje azul suave, y sus medias eran rojo oscuro.

Winifred avanzó con una formalidad rara, majes­tuosa.

-Nos alegramos tanto de que haya vuelto -dijo-. Aquí están sus flores.

Presentó el ramo.

-¡Mías! -exclamó Gudrun.

Quedó suspendida un instante y luego se sonrojó vi­vamente, como si hubiese sido cegada durante un mo­mento por una llama de placer. Entonces sus ojos, raros y llameantes, se levantaron y miraron al padre y a Gerald. Y de nuevo Gerald se hundió en su espíritu, como si fuese más de lo que podía soportar el que los ojos calientes y expuestos de ella descansasen sobre él. Había algo tan revelado, ella estaba revelada más allá de lo soportable ante sus ojos. Gerald volvió el rostro hacia un lado. Y notó que sería incapaz de mirarla fren­te a frente. Y tembló bajo el encarcelamiento.

Gudrun metió el rostro entre las flores.

-¡Pero qué hermosas son! -dijo con voz ahogada.

Entonces, con una pasión extraña, revelada de re­pente, se inclinó y besó a Winifred.

El señor Crich se adelantó tendiéndole la mano.

-Temía que fuese a escaparse de nosotros -dijo en broma.

Gudrun le miró con un rostro luminoso, pícaro, des­conocido.

-¡Vaya! -repuso ella-. No deseaba permanecer en Londres.

Su voz parecía implicar que le alegraba volver a Shortlands, su tono era cálido y sutilmente acariciador.

-Eso es bueno -sonrió el padre-. Como puede ver, es muy bien venida entre nosotros.

Gudrun sólo miró su rostro con ojos azul oscuro, cálidos, tímidos. Se veía arrastrada inconscientemente por su propio poder.

-Y tiene el aspecto de haber vuelto a casa con todos los triunfos -continuó el señor Crich mientras le su­jetaba la mano.

-No -dijo ella, brillando extrañamente-. No he tenido ningún triunfo hasta venir aquí.

-¡Ah, venga, venga! No vamos a escuchar ninguno de esos cuentos. ¿No hemos leído reseñas en el periódico, Gerald?

-Saliste muy bien parada -dijo Gerald estrechán­dole la mano-. ¿Vendiste algo?

-No -dijo ella-, no mucho.

-Da igual -dijo él.

Ella se preguntó qué quería él decir. Pero estaba toda aturdida por la recepción, arrastrada por esta pequeña ceremonia halagüeña.

-Winifred -dijo el padre-, ¿tienes un par de za­patos para la señorita Brangwen? Más le valdría cam­biárselos inmediatamente...

Gudrun salió con el ramo en la mano.

-Notable mujer -dijo el padre a Gerald cuando hubo desaparecido.

-Sí -repuso brevemente Gerald, como si no le gustase la observación.

Al señor Crich le gustaba que Gudrun se sentase con él media hora. Por lo general, estaba ceniciento y enfer­mizo, vacío de vida. Pero tan pronto como mejoraba le gustaba hacer creer que estaba igual que antes, bas­tante bien y en mitad de la vida, no la del otro mundo, sino en mitad de una vida fuerte y esencial. Y Gudrun contribuía perfectamente a esta creencia. Con ella, él podía conseguir, mediante estimulación, esas preciosas medias horas de fuerza, exaltación y libertad para donde parecía vivir más de la que había vivido jamás.

Ella se aproximó a él, que permanecía apoyado con­tra las anaquelerías de libros. El rostro de Crich era como cera amarilla, oscurecidos y como sin visión los ojos. Su barba negra, surcada ahora de gris, parecía brotar de la carne cerúlea de un cadáver. Sin embargo, la atmósfera que le rodeaba era enérgica y muy anima­da. Gudrun se plegó a esto perfectamente. Para su ima­ginación él era sencillamente un hombre común. Sólo por debajo de su conciencia aparecía su aspecto más bien terrible fotografiado en el alma de ella. Gudrun sabía que, a pesar de su animación, los ojos no podían variar desde su oscurecida ausencia; eran los ojos de un hombre que está muerto.

-Ah, aquí está la señorita Brangwen -dijo enderezándose de repente cuando ella entraba anunciada por el mayordomo-. Thomas, póngale allí una silla a la señorita Brangwen.

Miró el rostro suave y lozano de ella con placer. Le proporcionaba la ilusión de la vida.

-Ahora se tomará un vaso de coñac y un poquito de pastel. Thomas...

-No, gracias -dijo Gudrun.

Y tan pronto como dijo esto su corazón se hundió horriblemente. El enfermo pareció caer en un abismo de muerte ante su negativa. Ella debía seguirle, sin contradicción. Un instante después estaba sonriendo con su sonrisa más bien pícara.

-No me gusta mucho el coñac -dijo ella-. Pero me gusta casi cualquier otra cosa.

El hombre enfermo se asió instantáneamente a la oportunidad.

-¡Coñac, no! ¡No! ¡Otra cosa! ¿Qué entonces? ¿Qué hay, Thomas?

-Oporto... Curaçao...

-Me encantaría algo de Curaçao -dijo Gudrun mi­rando confiadamente al enfermo.

-Le gustaría. Bien, Curaçao entonces, Thomas..., y ¿un poco de pastel o una galleta?

-Una galleta -dijo Gudrun. No deseaba nada, pero era sabia.

-Sí.


El esperó hasta que ella estuvo sentada con una pe­queña copa y su galleta. Entonces quedó satisfecho.

-¿Ha oído hablar del plan -dijo con cierta excita­ción- de un estudio para Winifred sobre los establos?

-¡No! -exclamó Gudrun, aparentando gran sorpresa.

-¡Oh...!, ¡pensé que Winnie se lo había dicho en su carta!

-Oh..., si..., desde luego. Pero creí que era quizá sólo una idea suya...

Gudrun sonrió sutil, indulgentemente. El enfermo rió también, jubiloso.

-Oh, no. Es un verdadero proyecto. Hay un cuarto bueno bajo el tejado de los establos.... con techos incli­nados. Habíamos pensado convertirlo en un estudio.

-¡Verdaderamente, qué agradabilísimo sería! -ex­clamó Gudrun con excitado calor.

El pensamiento de los techos inclinados la estimu­laba.

-¿Así lo piensa? Bien, puede ser hecho.

-¡Pero qué perfectamente espléndido para Winifred! Desde luego, es justamente lo que hacía falta si ella piensa trabajar seriamente. Una debe tener su propio taller, en otro caso nunca dejará de ser un amateur.

-¿Es eso así? Sí. Naturalmente, me gustaría que lo compartiese con Winifred.

-Muchas gracias.

Gudrun sabía ya todas esas cosas, pero debía pare­cer tímida y muy agradecida, como abrumada.

-Naturalmente, lo que a mí me gustaría más es que pudiese abandonar su trabajo en la escuela y usara el estudio para su trabajo..., mucho o poco, según pre­fiera...

Miró a Gudrun con ojos oscuros, vacantes. Ella le devolvió la mirada como si estuviese llena de gratitud. Esas frases de un hombre moribundo eran muy comple­tas y naturales, llegaban como ecos a través de su boca muerta.

-Y en cuanto a sus ingresos..., ¿no le importaría aceptar de mí lo que estaba cobrando del Comité de Educación? No deseo que pierda en el cambio.

-Oh -dijo Gudrun-, si tengo el estudio y puedo trabajar allí me será fácil ganar suficiente dinero, real­mente.

-Bien -dijo él, complacido siendo el benefactor-, ya veremos en cuanto a todo eso. ¿No le importaría pasar sus días aquí?

-Si hubiese un estudio donde trabajar -dijo Gu­drun-, no podría pedir nada mejor.

-¿Realmente?

El estaba muy satisfecho, pero se estaba fatigando ya. Ella pudo ver la semiconciencia gris y horrenda del mero dolor y la disolución invadiéndole de nuevo, la tortura llegando a la vaciedad de sus ojos oscurecidos. No había terminado aún este proceso de muerte. Ella se levantó suavemente diciendo:

-Quizá se duerma. Debo cuidar de Winifred.

Salió, diciendo a la enfermera que le había dejado solo. Día a día el tejido del enfermo se reducía más y más, el proceso se hacía más y más próximo, acer­cándose al último nudo que mantenía al ser humano en su unidad. Pero este nudo estaba duro y sin relajar, la voluntad del moribundo no cedía. Podía estar muerto en nueve décimas partes, pero la décima restante per­manecía inmodificada hasta que él también se desga­rrara. Con la voluntad, él mantenía firme su unidad, pero el círculo de su poder se reducía más y más, se reduciría al final a un punto y luego sería barrido.

Para pegarse a la vida debía pegarse a las relaciones humanas y aprovechar cualquier oportunidad. Winifred, el mayordomo, la enfermera, Gudrun, significaban todo para él, eran los últimos recursos. En presencia de su padre, Gerald se ponía rígido de repulsión. Lo mismo sucedía, en menor grado, con todos los demás niños, excepto Winifred. No podían ver cosa distinta de la muerte cuando miraban a su padre. Era como si les venciese algún desagrado subterráneo. No podían ver él rostro familiar, escuchar la voz familiar. Estaban abru­mados por la antipatía ante la muerte visible y audible. Gerald no podía respirar en presencia de su padre. Debía salir inmediatamente. Y por eso, del mismo modo, el padre no podía soportar la presencia de su hijo. Lanza­ba una irritación final por el alma del moribundo.

El estudio se preparó, Gudrun y Winifred se mudaron allí. Disfrutaron mucho ordenándolo y disponiéndolo. Y ahora apenas necesitaban estar para nada en la casa. Comían en el estudio y vivían allí tranquilas. Porque la casa estaba empezando a ser horrorosa. Había dos en­fermeras de blanco paseando silenciosamente, como he­raldos de la muerte. El padre estaba confinado a su cama, había un ir y venir de hermanas, hermanos y niños sotto-voce.

Winifred era la visita constante de su padre. Todas las mañanas después del desayuno iba a su cuarto, cuan­do él estaba levantado e incorporado en la cama, para pasar media hora con él.

-¿Estás mejor, papaíto? -preguntaba invariable­mente.

Y él contestaba invariablemente:

-Sí, creo que estoy un poco mejor, encanto.

Ella le sujetaba una mano entre las dos suyas, amo­rosa y protectoramente. Y esto le era muy querido a él.

La niña solía entrar de nuevo por regla general a la hora de almorzar, para contarle el curso de los aconte­cimientos, y todas las noches -cuando las cortinas es­taban corridas y el cuarto resultaba acogedor- pasaba largo tiempo con él. Gudrun se había ido,' Winifred es­taba sola en la casa; lo que más le gustaba era estar con su padre. Hablaban y charlaban al azar, él siempre como si se sintiese bien, igual que cuando no estaba en la cama. Por lo mismo, Winifred, con el instinto sutil de una criatura para evitar las cosas dolorosas, se comportaba como si no pasase nada serio. Suspendía instintivamente su atención y era feliz. Pero su alma tan remota sabía tanto como los adultos: quizá más.

Su padre estaba complacido con esa mentira piadosa, aunque cuando se iba se hundía bajo la miseria de su disolución. Pero había aún esos momentos brillantes, si bien a medida que su fuerza se desvanecía iba debi­litándose también su facultad de atención, y la enfer­mera tenía que mandar fuera a Winifred para salvarle del agotamiento.


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