Mujeres enamoradas



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-Pero nos quedaremos inmóviles, ¿verdad? -dijo.

-Sí -dijo ella, como sumisamente.

Y continuó apoyándose contra él. Pero al poco se retiró y le miró.

-Debo irme a casa -dijo ella.

-Debes..., qué pena -repuso él.

Ella se inclinó hacia adelante y levantó la boca para ser besada.

-¿Estás realmente apenado? -murmuró ella, son­riendo.

-Sí -dijo él-, desearía que pudiésemos quedarnos como estábamos, siempre.

-¿Siempre? ¿Es eso cierto? -murmuró Ursula mien­tras él la besaba. Y entonces, a voz en grito, exclamó-: ¡Bésame! ¡Bésame!

Y se pegó estrechamente a él. El la besó muchas veces. Pero él también tenía su idea y su voluntad. Sólo deseaba una suave comunión, ninguna otra cosa, no la pasión ahora. Así que pronto se retiró ella, se puso el sombrero y se fue a su casa.

Sin embargo, al día siguiente Birkin se sintió pesa­roso y nostálgico. Pensó que quizás había obrado mal. Quizás había obrado mal yendo a ella con una idea de lo que él deseaba. ¿Era realmente sólo una idea, o era la interpretación de un anhelo profundo? Si era esto último, ¿cómo es posible que estuviese el hablando siempre de la plenitud sensual? Ambas cosas no con­cordaban muy bien.

De repente se vio enfrentado con una situación. Era así de simple: fatalmente simple. Por una parte, sabía que no deseaba ninguna experiencia sensual ulterior, algo más profundo y oscuro de lo que pudiera propor­cionar la vida ordinaria. Recordaba los fetiches africa­nos que había visto tan a menudo en casa de Halliday.

Le vino a la mente una estatuilla de unos dos pies de altura, una talla alta, esbelta y elegante de Africa Oc­cidental hecha en madera negra, brillante y suave. Era una mujer con el pelo recogido como una bóveda en forma de melón. Recordó la figura con intensidad: ella era uno de los íntimos de su alma. Su cuerpo era largo y elegante, su rostro estaba aplastado minúsculamente como el de un escarabajo, llevaba filas y filas de co­llares redondos y pesados, situados como una columna de tejos sobre su cuello. La recordaba: su elegancia asombrosamente culturizada, su rostro disminuido de escarabajo, el sorprendente cuerpo largo y elegante so­bre piernas cortas y feas, con nalgas protuberantes, tan voluminosas e inesperadas bajo sus esbeltos y largos riñones. Ella sabía lo que él no sabía. Tenía miles de años de conocimiento puramente sensual, puramente no espiritual tras de sí. Esa raza debía haber muerto hace miles de años, místicamente, desde que la relación entre los sentidos y la mente explícita se había roto, dejando la experiencia entera en una clase, en un tipo mística­mente sensual. Miles de años atrás lo que era inminen­te en él debió haber ocurrido entre esos africanos: la bondad, la santidad, el deseo de creación y felicidad productiva debió cesar, dejando el impulso específico por el conocimiento de un tipo -progresivo y sin men­te, mediante los sentidos; conocimiento detenido y fija­do en los sentidos; conocimiento místico en desintegra­ción y disolución; conocimiento como el que tienen los escarabajos, que viven puramente dentro del mundo de la corrupción y la disolución fría-. Por eso su rostro se parecía al de un escarabajo: por eso adoraban los egipcios al escarabajo pelotero, debido al principio del conocimiento en disolución y corrupción.

Podemos hacer un largo camino tras la pausa de la muerte: después del punto en que el alma se rompe en el intenso sufrimiento, se desgaja de su sujeción como una hoja que cae. Caemos desde la conexión con la vida y la esperanza, cesamos desde el puro ser integral, desde la creación y la libertad, y caemos en el largo, largo proceso africano de entendimiento puramente sen- sual, conocimiento en el misterio de la disolución.

Comprendía ahora que éste es un largo proceso..., tomaba miles de años, tras la muerte del espíritu crea­dor. Comprendía que había grandes misterios aún por revelar, misterios sensuales, sin mente, espantosos, mu­cho más allá del culto fálico. ¿Hasta dónde habían tras­cendido esos africanos el conocimiento fálico en su cultura invertida? Habían ido muy, muy lejos. Birkin re cordó de nuevo la figura femenina: el cuerpo alargado, largo, largo, las nalgas inesperadamente pesadas, el largo cuello aprisionado, el rostro con rasgos minúsculos como el de un escarabajo. Esto estaba mucho más allá de cualquier conocimiento fálico, eran sutiles realidades sensuales mucho más allá del horizonte de la investi­gación fálica.

Quedaba ese camino, ese terrible proceso africano, a cumplir. Las razas blancas lo harían de modo distinto. Teniendo tras de sí el norte polar, la vasta abstracción de hielo y nieve, las razas blancas cumplirían el mis­terio de un conocimiento gélido-destructivo, una aniqui­lación nívea-abstracta. En cambio, los africanos del Oes­te, controlado por la ardiente muerte-abstracción del Sahara, se habían cumplido en destrucción solar, en el pútrido misterio de los rayos solares.

¿Era entonces eso todo cuanto quedaba? ¿Quedaba ahora algo sino desvincularse del feliz creador? ¿Había terminado nuestro tiempo de vida creadora? ¿Acaso sólo nos quedaba el extraño y terrible después del conoci­miento en disolución, el conocimiento africano, pero distinto en nosotros, que somos rubios y de ojos azules venidos del Norte?

Birkin pensó en Gerald. El era uno de esos extraños y maravillosos demonios blancos provenientes del Nor­te, cumplidos en el destructivo misterio de la escarcha. ¿Y estaba destinado a pasar y desaparecer en este co­nocimiento, este proceso único de escarcha-conocimien­to, muerte por frío absoluto? ¿Era él un mensajero, un presagio de la disolución universal en blancura y nieve?

Birkin estaba asustado. Estaba cansado, también, cuando alcanzó este punto de especulación. De repente su atención extraña, tensa, cedió; no pudo atender ya a esos misterios. Había otro camino, el camino de la li­bertad. Había la paradisíaca entrada en el ser puro, singular, el alma individual adoptando precedencia so­bre el amor y el deseo de la unión, más fuerte que nin­guno de los espasmos de la emoción, un estado encan­tador de orgullosa singularidad libre, que aceptaba la obligación de una conexión permanente con otros y con el otro, que se somete al yugo y al látigo del amor, pero que jamás enajena su propia y orgullosa singularidad individual, incluso cuando ama y se rinde.

Allí estaba el otro modo, el restante. Y debía apre­surarse a seguirlo. Pensó en Ursula, en lo sensible y delicada que era realmente, en su piel tan increíble­mente fina, como si careciese de piel alguna. Ella era realmente tan maravillosamente gentil y sensible. ¿Por que lo había olvidado él alguna vez? Debía ir donde ella al instante. Debía pedirle que se casase con él. De­bían casarse inmediatamente y así hacer una promesa definitiva, entrar en una comunión definitiva. Debía po­nerse en camino al instante y pedírselo, en ese mismo momento. No había tiempo que perder.

Se dirigió rápidamente hacia Beldover, apenas cons­ciente de su propio movimiento. Vio la ciudad sobre la ladera de la colina, recogida y como amurallada por las calles rectas y definitivas de los alojamientos de los mi­neros, que formaban un gran cuadrado, y le pareció como Jerusalén a su imaginación. El mundo era todo extraño y trascendente.

Rosalyn le abrió la puerta. Le miró levemente, como debía mirar una niña, y dijo:

-Oh, se lo diré a padre.

Con lo cual desapareció y dejó a Birkin en el vestí­bulo, mirando algunas reproducciones de Picasso traí­das últimamente por Gudrun. Estaba admirando la aprehensión casi embrujada, sensual de la tierra, cuan­do apareció Will Brangwen bajándose las mangas de su camisa.

-Bien -dijo Brangwen-, me pondré una chaqueta -y también él desapareció durante un momento.

Luego volvió y abrió la puerta del cuarto de estar diciendo:

-Ha de perdonarme, estaba trabajando un poco en el cobertizo. ¿Querrá entrar?

Birkin entró y se sentó. Miró el rostro brillante y colorado del otro hombre, el ceño estrecho, los ojos muy luminosos y los labios más bien sensuales, que se desplegaban amplios y expansivos bajo el mostacho cor­to y negro. ¡Qué curioso que eso fuese un ser humano! Lo que Brangwen pensaba ser ¡qué falto de sentido era, comparado con su realidad! Birkin sólo podía ver una colección extraña, inexplicable y casi sin pautas de pasiones, deseos, supresiones, tradiciones e ideas me­cánicas, todo ello mezclado sin afinidad y desunido en este hombre esbelto de rostro brillante y casi cincuenta años, que por entonces estaba tan indeciso como cuan­do tenía veinte y no menos increado. ¿Cómo podía ser el padre de Ursula cuando no se habría creado a sí mismo? No era un padre. A través de él se había trans­mitido un desliz de carne viviente, pero el espíritu no había provenido de él. El espíritu no había venido de ningún ancestro, había surgido de lo desconocido. Un niño es el hijo del misterio o es increado.

-El tiempo no está tan malo como estuvo -dijo Brangwen tras esperar un momento. No había cone­xión entre ambos hombres.

-No -dijo Birkin-. Fue luna llena hace dos días.

-¡Oh! ¿Cree entonces que la luna afecta al tiempo?

-No, no lo creo. Realmente, no sé lo bastante sobre el asunto.

-¿Sabe lo que dicen? La luna y el tiempo pueden cambiar juntos, pero el cambio de la luna no modificará el tiempo.

-¿Es así? -dijo Birkin-. No lo sabía.

Hubo una pausa. Entonces Birkin dijo:

-¿Le estoy interrumpiendo? En realidad vine para ver a Ursula. ¿Está ella en casa?

-No lo creo. Creo que se ha ido a la biblioteca. Lo comprobaré.

Birkin pudo oírle preguntando en el comedor.

-No -dijo él, volviendo-. Pero no tardará mucho. ¿Quería usted hablar con ella?

Birkin miró al otro hombre con ojos curiosamente tranquilos, claros.

-De hecho -dijo-, deseaba pedirle que se casara conmigo.

Un punto de luz apareció sobre los ojos marrón do­rado del hombre mayor.

-¿O-oh? -dijo mirando a Birkin y luego bajando los ojos ante la mirada tranquila, firme, del otro-. ¿Le esperaba entonces ella?

-No -dijo Birkin.

-¿No? No sabía nada de todo esto... -dijo Brangwen sonriendo incómodamente.

Birkin le devolvió la mirada y se dijo: «¡Vaya mane­ra de plantear las cosas!» En voz alta dijo:

-No, es quizá más bien repentino.

Ante lo cual, pensando en su relación con Ursula, añadió:

-Pero no sé...

-Bastante repentino, ¿verdad? ¡Oh! -dijo Brangwen más bien desorientado y molesto.

-De un modo, sí -repuso Birkin-, ...no-de otro.

Hubo una pausa momentánea, tras de la cual Brangwen dijo:

-Bueno, ella hace lo que le parece...

-¡Oh, sí! -dijo Birkin tranquilamente.

Una vibración se introdujo en la potente voz de

Brangwen cuando repuso:

-Aunque no me gustaría que se anduviese tampoco con demasiada prisa. De nada sirve mirar en torno des­pués, cuando es demasiado tarde.

-Oh, nunca será demasiado tarde -dijo Birkin­para eso.

-¿Qué quiere decir? -preguntó el padre.

-Si uno se arrepiente de haberse casado, el matri­monio ha terminado -dijo Birkin.

-¿Eso piensa?

-Sí.

-Ah, bien, ésa puede ser una manera de verlo.



Birkin, en silencio, pensó para sí: «Puede ser. En cuanto a tu modo de verlo, William Brangwen, necesita algo de explicación.»

-Supongo -dijo Brangwen- que sabe el tipo de personas que somos. ¿Sabe qué tipo de educación ha recibido Ursula?

«Ella -pensó Birkin para sí, recordando sus correc­ciones de la infancia- es la madre del gato.»

-¿Que si sé la educación que ha recibido? -dijo en voz alta.

Parecía molestar a Brangwen intencionadamente.

-Bien -dijo éste-, ella ha tenido lo que es correcto que tenga una chica... en la medida de lo posible, tanto como pudimos darle.

-Estoy seguro de que fue así -dijo Birkin, dete­niendo el discurso del otro.

El padre estaba empezando a exasperarse. Había algo naturalmente irritante para él en la mera presencia de Birkin.

-Y no deseo verla retrocediendo todo lo andado -dijo con una voz estruendosa.

-¿Por qué? -dijo Birkin.

Estas palabras explotaron en el cerebro de Brangwen como un tiro.

-¡Por qué! Yo no creo en sus nuevos modos y nue­vas ideas. Jamás valdrán en mi caso.

Birkin le contempló con ojos firmes y sin emoción. Estaba alzándose el radical antagonismo en ambos hom­bres.

-Sí, pero ¿acaso son de última moda mis caminos e ideas? -preguntó Birkin.

-¿Lo son? -repuso Brangwen-. No estoy hablando de usted en particular -dijo-. Quiero decir que mis hijos han sido educados para pensar y actuar según la religión donde fui educado, y no deseo que se ale­jen de eso.

Hubo una pausa peligrosa.

-¿Y más allá de eso...? -preguntó Birkin.

El padre vaciló, estaba en una mala posición.

-¿Eh? ¿Qué quiere decir? Todo lo que deseo acla­rar es que mi hija... -pero cayó en el silencio, sobre­pasado por la fatuidad. Sabía que estaba de alguna ma­nera fuera de la pista.

-Naturalmente -dijo Birkin-, no deseo herir a na­die, ni influir sobre nadie. Ursula hará exactamente lo que desee.

Hubo un completo silencio, debido al radical fraca­so en el entendimiento mutuo. Birkin se sintió aburri-

-¡Oh, qué tal estás! -exclamó cuando vio a Birkin, toda asombrada y como cogida por sorpresa. El se la quedó mirando, sabiendo que ella era consciente de su presencia. Ursula tenía su aspecto extraño, radiante, como sin aliento y confundida por el mundo real, irreal para el, teniendo un mundo completo y brillante para ella sola.

-¿He interrumpido una conversación? -preguntó.

-No, sólo un silencio completo -lijo Birkin. -Oh -dijo Ursula vagamente, ausente.

La presencia le ellos no era vital para ella, estaba retraída, no les hacía entrar. Era un insulto sutil que nunca dejaba le exasperar a su padre.

-El señor Birkin vino a hablar contigo, no conmi­go -lijo su padre.

-¡Oh, vaya! -exclamó ella vagamente, como si no le concerniese.

Entonces, recogiéndose, se volvió hacia él con aspen to más bien radiante, pero aún bastante superficial, y dijo:

-¿Se trataba de algo en especial?

-Así lo espero -dijo él irónicamente.

-Para proponerte matrimonio, según parece -dijo su padre.

-Oh -lijo Ursula.

-Oh -se burló el padre, imitándola-. ¿No tienes. nada más que decir?

Ella dio un respingo como si hubiese silo violada.

-¿Viniste realmente a proponerme matrimonio? -preguntó a Birkin, como si se tratase le una broma.

-Sí -lijo él-. Supongo que vine a proponer ma­trimonio.

Parecía sentirse tímido ante 'las palabras.

-¿De veras? -exclamó ella con su destello vago.

El podría haber estado diciendo cualquier cosa. Ella parecía complacida.

-Sí -repuso él-. Lo deseaba..., deseaba que estu­vieras de acuerdo en casarte conmigo.

Ella le miró. Los ojos de él lanzaban destellos de luces mezcladas, deseando algo de ella, pero al mismo tiempo no deseándolo. Se redujo un poco, como si es­tuviese expuesta ante sus ojos y eso le fuese doloroso.

Ursula se oscureció, su alma se cubrió, apartándose. Había silo expulsada de su mundo propio, radiante y singular. Y tenía pavor al contacto, era casi antinatural para ella por aquellos tiempos.

-Si -lijo vagamente, con una voz ausente, le duda.

El corazón le Birkin se contrajo rápidamente, con un fuego súbito le amargura. Todo ello no significaba nada para ella. Se había equivocado una vez más. Ella estaba en un mundo propio fiado le sí. El y sus esperan­zas eran accidentales, violaciones para ella. La cosa lle­vaba al padre a un extremo le exasperación loca. Se había pasado toda la vida aguantando eso le ella

-Bien, ¿qué dices? -exclamó.

Ella dio un respingo. Luego miró a su padre, medio asustada, y dijo:

-No he hablado, ¿verdad? -como si temiera haber­se comprometido.

-No -lijo su padre, exasperado-. Pero no necesi­tas poner la cara de una idiota. Estás en tus cabales, ¿o no?

Ella refluyó sobre sí en hostilidad silenciosa.

-Estar en mis cabales, ¿qué quiere decir? -repitió con una voz hosca de antagonismo.

-Escuchaste lo que se te preguntó, ¿no? -gritó el padre, rabioso.

-Naturalmente que lo escuché.

-Entonces, ¿es que no puedes responder? -tronó el padre.

-¿Por qué habría le hacerlo?

Ante la impertinencia le esta respuesta, Brangwen se puso tieso. Pero no dijo nada.

-No -lijo Birkin, tratando le salvar la situación-, no hay necesidad le responder inmediatamente. Puedes hacerlo cuando quieras.

Los ojos le ella lanzaron destellos de una luz po­derosa.

-¿Por qué habría le decir algo? -gritó-. Vosotros hacéis esto por vuestro propio impulso, no tiene nada que ver conmigo. ¿Por qué queréis forzarme los dos?

-¡Forzarte!, ¡forzarte! -gritó el padre con rabia amarga, rencorosa-. ¡Forzarte! Vaya, es una pena que no podamos forzarte a tener algún sentido y alguna

do. El padre de ella no era un ser humano coherente, era un cuarto lleno de viejos ecos. Los ojos del hombre más joven descansaron sobre el rostro del más viejo. Brangwen levantó los suyos y vio a Birkin mirándole. Su rostro estaba cubierto de rabia inarticulada, humi­llación y sentimiento de inferioridad en fuerza.

-Lo de las creencias es una cosa -dijo-. Pero preferiría ver a mis hijas muertas mañana que tenerlas a disposición del primer hombre que venga a llamarlas con un silbido.

Una luz extraña y dolorosa apareció en los ojos de Birkin.

-En cuanto a eso -dijo-, sólo sé que es mucho más probable que sea yo quien esté a disposición de la mujer, en vez de lo contrario.

Hubo de nuevo una pausa. El padre estaba de algún modo desorientado.

-Lo sé -dijo-, ella hará lo que desee..., como siem­pre. Me he esforzado al máximo por ellas, pero eso no importa. Harán lo que les parezca, y si consiguen evi­tarlo harán exclusivamente lo que les parezca a ellas. Pero harían bien tomando en cuenta a su madre y a mí...

Brangwen estaba pensando en sus propios pensa­mientos.

-Y le diré esto. Preferiría enterrarlas que verlas caer en muchos caminos relajados como los que ahora se ven por todas partes. Preferiría enterrarlas.

-Sí, pero ya ve -dijo Birkin lentamente, más bien cansado, aburrido otra vez por este nuevo giro-, ellas no nos darán ni a usted ni a mí la oportunidad de en­terrarlas, porque no están para eso.

Brangwen le miró con una súbita llamarada de ra­bia impotente.

-Mire usted, señor Birkin -dijo-, no sé para qué ha venido aquí y no sé qué está pidiendo. Pero mis hi­jas son mis hijas... y es asunto mío cuidar de ellas mientras pueda.

El ceño de Birkin se frunció súbitamente, sus ojos se concentraron en la burla. Pero quedó perfectamente tieso e inmóvil. Hubo una pausa.

-No tengo nada contra su matrimonio con Ursula -dijo a la larga Brangwen-. No tiene nada que ver conmigo, ella hará lo que quiera piense yo lo que piense.

Birkin se giró, mirando por la ventana y abando­nando la atención. Después de todo, ¿de qué servía eso? Era inútil mantenerlo. Se quedaría sentado hasta que Ursula volviese a casa, le hablaría y luego se iría. No aceptaría problemas a manos del padre. Era todo in­necesario, y no necesitaba haberlo provocado.

Los dos hombres se sentaban en completo silencio, Birkin casi inconsciente de su propio paradero. Había venido a pedirle que se casase con él...; bueno, pues entonces seguiría esperando y se lo pediría. En cuanto a lo que ella dijese, aceptara o no, no pensó sobre ello. Diría lo que había venido a decir y que eso era todo lo que sabía. Aceptaba la insignificancia total de esa casa para él. Pero ahora todo parecía predestinado. Sólo podía ver una cosa por delante, nada más. En cuanto al resto, estaba completamente absuelto por el momen­to. Debía abandonarse al hado y al azar para que re­solviesen las cuestiones.

Al final oyeron la puerta. Vieron que Ursula subía las escaleras con un montón de libros bajo el brazo. Su rostro era brillante y abstraído, como de costumbre, con esa mirada de no estar del todo allí, no del todo presente ante los hechos reales, que irritaba tanto a su padre. Tenía una enloquecedora facultad de crear una luz propia que excluía la realidad, y dentro de la cual ella parecía radiante como bajo los rayos del sol.

Oyeron que iba al comedor y dejaba sobre la mesa su manojo de libros.

-¿Me trajiste esa revista? -exclamó Rosalyn.

-Sí, traje una. Pero olvidé qué ejemplar querías.

-Ya sabía que te pasaría -exclamó Rosalyn c un en­fado-. Me sorprendes poco.

Entonces oyeron que decía algo en un tono más bajo.

-¿Dónde? -exclamó Ursula.

La voz de la hermana se apagó nuevamente.

Brangwen abrió la puerta y llamó con su voz fuer­te y bronca:

-¡Ursula!

Ella apareció tras un momento, con el sombrero puesto aún.

decencia. ¡Forzarte! Tú te las arreglarás para eso, cria­tura obstinada.

Ella se mantenía suspendida en mitad del cuarto, brillándole el rostro con luz trémula y peligrosa. Estaba colocada en un desafío satisfecho. Birkin la miró. Tam­bién él estaba enfadado.

-Pero nadie te está forzando -dijo con una voz muy suavemente peligrosa también.

-Oh, sí -exclamó ella-. Los dos queréis forzarme

a algo.


-Eso es una ilusión tuya -dijo él irónicamente.

-¡Ilusión! -exclamó el padre-. Una estúpida ter­ca, eso es lo que es.

Birkin se levantó diciendo:

-Sea como sea, lo dejaremos por ahora.

Y sin decir más salió de la casa.

-¡Estúpida! ¡Estúpida! -gritó el padre a Ursula con extrema amargura.

Ella dejó el cuarto y fue escaleras arriba, canturrean­do en voz baja. Pero se encontraba terriblemente agi­tada, como después de alguna espantosa pelea. Desde su ventana pudo ver a Birkin caminando por la calle. Andaba con tal rabia alegre que la mente de ella vagó sobre él. Era ridículo, pero ella le tenía miedo. Era como si ella hubiese escapado de algún peligro.

El padre se sentaba en el piso de abajo, impotente en la humillación y el disgusto. Era como si estuviese poseído por todos los demonios, tras uno de esos in­descriptibles conflictos con Ursula. La odiaba como si su única realidad estuviese en odiarla hasta el último grado. Tenía todo el infierno en su corazón. Pero se fue para escapar de sí mismo. Sabía que debía deses­perarse, ceder, abandonarse a la desesperación y terminar.

El rostro de Ursula se cerró, ella se acorazó contra todos. Retrocediendo sobre sí misma, se hizo dura y suficiente como una joya. Era brillante e invulnerable, libre y feliz, . perfectamente liberada en su autoposesión. El padre tuvo que aprender a no ver su feliz des­preocupación para no volverse loco. Ella era tan radian­te con todas las cosas en su posesión de la hostilidad perfecta.

Pasaba días y días así, en este estado luminoso y franco de espontaneidad aparentemente pura, tan esen­cialmente olvidadiza de la existencia de cosa distinta de ella misma, pero tan presta y fácil en su interés. Ah, era cosa amarga para un hombre estar cerca de ella, y el padre maldecía su paternidad. Pero debía aprender a no verla, a no saber.

Ella era perfectamente estable en su resistencia cuan­do se encontraba en ese estado: tan brillante, radiante y atractiva en su pura oposición, tan pura realmente, aunque todos los demás desconfiasen y se sintiesen dis­gustados en todos los aspectos. Era su voz, curiosamen­te clara y repelente, la que la aislaba. Sólo Gudrun estaba de acuerdo con ella. Fue en esos tiempos cuan­do resultó más completa la intimidad entre las dos hermanas, como si fuesen - una sola en la inteligencia. Sentían un vínculo fuerte y luminoso de entendimiento entre ellas que sobrepasaba cualquier otra cosa. Y du­rante todos esos días de ciega abstracción luminosa y de intimidad de sus dos hijas, el padre parecía respi­rar un aire de muerte, como si se le estuviese destru­yendo en su ser mismo. Estaba irritable hasta el extre­mo de la locura, no podía descansar, sus hijas parecían estar destruyéndole. Pero él se encontraba inconexo e indefenso contra ellas. Se veía obligado a respirar el aire de su propia muerte. Maldecía a las hijas en su alma, y sólo deseaba que fuesen alejadas de él.


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