Mujeres enamoradas



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El nunca admitió que iba a morir. Sabía que era así, sabía que era el fin, pero ni siquiera a sí mismo se lo admitió. Odiaba mortalmente el hecho. Su voluntad era rígida. No podía soportar ser vencido por la muerte. Para él no había muerte. Y, sin embargo, sentía a veces una gran necesidad de gritar, y llorar, y quejarse. Le hubiese gustado llorarle a voz en grito a Gerald, para expulsarle con el horror de su compostura. Gerald era instintivamente consciente de esto, y retrocedía evitan­do cualquier cosa semejante. Esa falta de limpieza de la muerte le repelía demasiado. Uno debería morir rá­pidamente, como los romanos; uno debería ser el señor del destino propio a la hora de morir tanto como a la hora de vivir. Estaba convulso en manos de esta muerte de su padre, como en los anillos de la gran serpiente del Laoconte. La gran serpiente había cogido al padre, y el hijo era arrastrado al abrazo de la muerte horrenda junto con él. El se resistía siempre, y de algún extraño modo era una torre de fuerza para su padre.

La última vez que el moribundo pidió ver a Gudrun estaba gris por la muerte próxima. Pero debía ver a alguien, debía en los intervalos de conciencia estable­cer alguna conexión con el mundo viviente, o en otro caso se vería obligado a aceptar su propia situación. Afortunadamente, se pasaba la mayoría del tiempo atur­dido y medio ido. Y pasaba muchas horas pensando en tinieblas sobre el pasado, reviviendo por así decir sus viejas experiencias. Pero a veces era capaz de com­prender hasta el final lo que le estaba aconteciendo en el presente, la muerte que estaba sobre él. Y en esos momentos recurría al exterior pidiendo ayuda de quien fuese. Para comprender que esta muerte que estaba mu­riendo era una muerte más allá de la muerte, sin resu­rrección futura. Era una admisión que jamás debiera hacerse.

Gudrun quedó conmovido por su aspecto, por los ojos oscurecidos y casi desintegrados que permanecían todavía firmes e inconquistados.

-Bien -dijo él en su voz debilitada-. ¿Y cómo se están llevando Winifred y usted?

-Oh, realmente muy bien -repuso Gudrun.

Había leves espacios muertos en la conversación, como si las ideas invocadas fuesen sólo briznas alusi­vas flotando sobre el caos tenebroso de la muerte del enfermo.

-¿Responde bien el estudio?

-Espléndidamente. No podría ser más hermoso y perfecto -dijo Gudrun.

Esperó la próxima cosa que dijera él.

-¿Y cree que Winifred tiene hechuras de escultora? Era extraño lo vacías y sin sentido que resultaban las palabras.

-Estoy segura. Un día hará cosas buenas.

-¡Ah! Entonces su vida no se perderá completa­mente, ¿verdad?

Gudrun estaba más bien sorprendida.

-¡Desde luego que no! -exclamó suavemente.

-Está bien.

Gudrun esperó nuevamente lo que él dijese.

-Encontrará usted agradable la vida, que es bueno vivir, ¿verdad? -preguntó él con una sonrisa débil y digna de compasión que fue casi demasiado para Gudrun.

-Sí -sonrió ella, mintiendo al azar-, lo paso muy bien, según creo.

-Eso está bien. Una naturaleza feliz es una gran ventaja.

Gudrun sonrió de nuevo, aunque su alma estuviese seca de repulsión. ¿Había uno de morir así..., teniendo que extraerle la vida por la fuerza, mientras uno son­reía y daba conversación hasta el final? ¿No había otro camino? ¿Debía uno atravesar todo el horror de esta victoria sobre la muerte, el triunfo de la voluntad ínte­gra que no se rompería hasta desaparecer radicalmente? Uno debía, era el único camino. Ella admiraba la autoposesión y el control del moribundo muchísimo. Pero temía a la propia muerte. Estaba contenta de que el mundo cotidiano se mantuviese, contenta de no necesi­tar reconocer ninguna cosa más allá.

-¿Está bien aquí...? ¿No hay nada que podamos ha­cer por usted? ¿No hay nada que le parezca mal en su posición?

-Excepto que son ustedes demasiado buenos con­migo -dijo Gudrun.

-Ah, bien, la culpa es suya -dijo él, sintiendo una pequeña exaltación ante sus palabras.

¡Era aún tan fuerte y viviente! Pero la náusea de la muerte empezaba a insinuarse de nuevo sobre él, reac­cionando.

Gudrun volvió con Winifred. Mademoiselle había de­jado la casa; Gudrun pasaba buena parte del tiempo en Shortlands, y había venido un tutor a encargarse de la educación de Winifred. Pero no vivía en la casa, estaba conectado con la escuela.

Un día, Gudrun iba a ir en coche a la ciudad con Winifred, Gerald y Birkin. Era un día lluvioso y oscu­ro. Winifred y Gudrun estaban listas y esperando en la puerta. Winifred estaba muy silenciosa, pero Gudrun no lo había observado. De repente, la niña preguntó con una voz despreocupada:

-¿Piensa que mi padre va a morirse, señorita Brangwen?

Gudrun dio un respingo.

-No lo sé -repuso.

-¿De verdad que no lo sabe?

-Nadie lo sabe a ciencia cierta. Naturalmente, puede morir.

La niña meditó unos pocos momentos y luego pre­guntó:

-¿Pero piensa que se morirá?

Se lo planteaba casi como una pregunta de geografía o de ciencia, insistente, como queriendo forzar una admisión por parte del adulto: La criatura, observadora y levemente triunfante, era casi diabólica.

-¿Que si pienso que morirá? -repitió Gudrun-. Sí, lo pienso.

Pero los grandes ojos de Winifred estaban fijos so­bre ella y la muchacha no se movió.

-Está muy enfermo -dijo Gudrun.

Una pequeña sonrisa apareció en el rostro de Wini­fred, sutil y escéptica.

-Yo no lo creo -afirmó burlonamente la niña, ale­jándose por el camino.

Gudrun contempló la figura aislada y su corazón se detuvo. Winifred estaba jugando con un pequeño curso de agua, absorta, como si no se hubiese dicho nada.

-He hecho una presa adecuada -dijo desde la hú­meda distancia.

Gerald llegó a la puerta viniendo del vestíbulo.

-Es igual que elija no creerlo -dijo él.

Gudrun le miró. Sus ojos se encontraron e inter­cambiaron una comprensión irónica.

-Es igual -dijo Gudrun.

El la miró de nuevo, y un fuego centelleó en sus ojos.

-Es mejor bailar mientras Roma arde, ya que ha de arder, ¿no piensas? -dijo él.

Ella se sintió más bien repelida, pero, recomponién­dose, repuso:

-Oh..., desde luego, es mejor bailar que llorar.

-Así lo pienso.

Y ambos sintieron el deseo subterráneo de soltar amarras, de abandonar todo y hundirse, el deseo de un puro desenfreno, brutal y licencioso. Brotó una extra­ña pasión negra con pureza en Gudrun. Se sentía fuer­te. Sentía que sus manos eran tan fuertes como para rasgar de cuajo el mundo. Gudrun recordó los abando­nos de licenciosidad romana y se le calentó el corazón. Ella sabía que deseaba eso también..., o algo, algo equivalente. Ah, si lo que era desconocido y reprimido en ella se soltase de repente, qué acontecimiento or­giástico y satisfactorio sería. Y ella lo deseaba, tem­blaba levemente debido a la proximidad del hombre, que permanecía de pie justamente detrás de ella sugi­riendo la misma licenciosidad negra que brotaba en Gudrun. Ella la deseaba con él, deseaba con él ese fre­nesí no reconocido. La clara percepción de esto la pre­ocupó durante un momento, nítida y perfecta en su realidad definitiva. Entonces lo cortó por completo di­ciendo:

-Podríamos ir a la casita del guarda siguiendo a Winifred... y coger el coche allí.

-Podemos -repuso él acompañándola.

Encontraron a Winifred en la casa del guarda admi­rando la camada de cachorros blancos de pura sangre. La niña miró hacia arriba y hubo un matiz más bien feo y ciego en sus ojos cuando se volvió a Gerald y Gudrun. No deseaba verles.

-¡Mirad! -exclamó-. ¡Tres nuevos cachorros! Marshall dice que éste parece perfecto. ¿No es una ri­cura? Pero no es tan agradable como la madre.

Se volvió para acariciar a la bella bull-terrier blan­ca que permanecía inquieta junto a ella.

-Queridísima «lady Crich»» -dijo-. Eres tan her­mosa como un ángel sobre la Tierra. Angel..., ángel..., ¿no piensas que es lo bastante buena y hermosa como para ir al cielo, Gudrun? Irán al cielo, seguro..., y espe- cialmente mi querida «lady Crich». ¡Señora Marshalll

-¿Sí, señorita Winifred? -dijo la mujer aparecien­do en la puerta.

-Oh, hagan el favor de llamar a esta perrita «lady Winifred», si resulta ser perfecta. ¿Querrán? Dígale a Marshall que la llame «lady Winifred».

-Se lo diré..., pero temo que se trata de un cacho­rro caballero, señorita Winifred.

-¡Oh, no!

Se oyó el ruido de un coche.

-¡Allí está Rupert! -exclamó la niña corriendo ha­cia el portón.

Birkin, que conducía su coche, se detuvo fuera del portón de la casa.

-¡Estamos listos! -exclamó Winifred-. Quiero sen­tarme delante contigo, Rupert. ¿Puedo?

-Temo que te pondrás a jugar y te caerás -dijo él.

-No, no lo haré. Quiero sentarme en la parte delan­tera junto a ti. El motor me calienta muy bien los pies.

Birkin le ayudó a subir, divertido por mandar a Ge­rald a sentarse con Gudrun en la parte de atrás.

-¿Tienes alguna noticia, Rupert? -dijo Gerald en voz alta mientras corrían sobre los senderos.

-¿Noticias? -exclamó Birkin.

-Sí.


Gerald miró a Gudrun, que se sentaba a su lado, y dijo mientras se le estrechaban los ojos con la risa:

-Quiero saber si debemos felicitarlo, pero no con­sigo sacarle nada preciso.

Gudrun se sonrojó vivamente.

-¿Felicitarle por qué? -preguntó ella.

-Se mencionó un compromiso..., por lo menos él me dijo algo sobre el asunto.

Gudrun se arrebató oscuramente.

-¿Quieres decir con Ursula? -dijo desafiante.

-Sí. Es así, ¿verdad?

-No creo que haya compromiso alguno -dijo fría­mente Gudrun.

-¿Es así? ¿Sigues sin novedades, Rupert? -gritó.

-¿Dónde? ¿Matrimoniales? No.

-¿Cómo es eso? -chilló Gudrun.

Birkin echó una rápida mirada hacia atrás. Había irritación en sus ojos también.

-¿Por qué? -repuso-. ¿Qué piensas de ello, Gudrun?

-Oh -exclamó, decidida a lanzar también su pie­dra al estanque, ya que ellos habían empezado-, no creo que ella desee un compromiso. Naturalmente, es un pájaro que prefiere el arbusto a la jaula.

La voz de Gudrun era clara y con resonancias de gong. Le recordaba a Rupert la de su padre, tan fuerte y vibrante.

-Y yo -dijo Birkin con un rostro bromista pero decidido- quiero un contrato vinculante, no me siento interesado en el amor, y especialmente en el amor libre.
Ambos estaban divertidos. ¿Por qué esa confesión pública? Gerald pareció detenerse un momento, diver­tido.

-¿El amor no es suficiente para ti? -gritó.

-¡No! -gritó Birkin.

-Ja, bien, eso es pasarse de refinado -dijo Gerald, y el coche corrió sobre el barro.

-¿Qué pasa realmente? -dijo Gerald volviéndose hacia Gudrun.

Esto significaba asumir una especie de intimidad que irritaba a Gudrun casi como una afrenta. Le pa­recía que Gerald estaba insultándola deliberadamente, violentando la decente privaticidad de todos ellos.

-¿Qué? -dijo en su voz alta y repelente-. ¡No me lo preguntes a mí! No sé nada sobre el matrimonio último, te lo aseguro: ni siquiera sobre el penúltimo.

-¡Sólo la marca común ingarantizable! -repuso Ge­rald-. Justamente así..., lo mismo aquí. No soy exper­to en matrimonio y en grados de irrevocabilidad. Pa­reces una abeja que zumba sonoramente en la boina de Rupert.

-¡Exactamente! ¡Pero ése es exactamente su proble­ma! En vez de querer a una mujer por ella, desea que sus ideas se cumplan. Cosa que resulta insuficiente lle­vada a la verdadera práctica.

-Oh, no. Mejor buscar lo que es femenino en la mujer, como un toro en un portón.

Entonces él pareció brillar con tenue resplandor en sí mismo.

-Piensas que el amor es el billete, ¿no? -preguntó.

-Desde luego, mientras dura... Lo único que no se puede hacer es insistir en la permanencia -llegó la voz de Gudrun estridente por encima del ruido general.

-Matrimonio o no matrimonio, último o penúltimo, u simplemente tal y cual..., toma el amor cuando lo encuentres y como lo encuentres.

-Te guste o no te guste -añadió ella-. El matri­monio es un arreglo social; yo lo acepto, y nada tiene que ver con la cuestión del amor.

Los ojos de él estaban centelleando sobre ella todo el tiempo. Gudrun sentía como si él estuviese besándo­la libre y malevolentemente. Eso hacía que le ardiesen de rubor las mejillas, pero su corazón estaba libre y sin fallos.

-¿Piensas que Rupert está un poco desquiciado? -preguntó Gerald.

Los ojos de ella lanzaron un destello de reconoci­miento.

-Sí, en cuanto concierne á una mujer -dijo ella­lo creo. Hay cosa semejante á dos personas que se aman durante todas sus vidas... quizá. Pero el matri­monio no está ni aquí ni allá, incluso entonces. Si es­tán enamorados, muy bien. Si no..., ¿por qué lamen­tarse sobre el agua derramada?

-Sí -dijo Gerald-. Así es como lo pienso. Pero ¿qué hay sobre Rupert?

-No puedo explicármelo.... ni puede él, ni nadie. Parece pensar que si te casas puedes llegar a través del matrimonio á un tercer cielo, o algo así..., todo muy confuso.

-¡Mucho! ¿Y quién quiere un tercer cielo? De he­cho, Rupert ansía mucho estar seguro, atarse al mástil.

-Sí. También me parece que está equivocado en eso -dijo Gudrun-. Estoy segura de' que una amante tiene muchas más probabilidades de ser fiel que una esposa..., justamente porque es su propia amante. No..., él dice creer que un hombre y una mujer pueden ir más allá que ninguna otra pareja de seres..., pero no explica dónde. Pueden conocerse el uno al otro celestial e infernalmente, aunque particularmente esto se­gundo de un modo tan ' perfecto que van más allá del cielo y el infierno..., hacia... allí se interrumpe todo..., ninguna parte.

-Hacia el paraíso dice él -rió Gerald. Gudrun se encogió de hombros.

-¡Je m'en fiche de vuestro paraíso! -dijo ella.

-No siendo un mahometano -dijo Gerald.

Birkin estaba sentado inmóvil conduciendo el coche, bastante inconsciente de lo que decían. Y Gudrun, sen­tada inmediatamente detrás de él, notaba una especie de placer irónico exponiéndole de ese modo.

-El dice -añadió ella con una mueca de ironía­que uno puede encontrar equilibrio eterno en el matri­monio si acepta el unísono y se mantiene a pesar de todo separado, sin intentar fundirse.

-No me inspira -dijo Gerald.

-Justamente -dijo Gudrun.

-Yo creo en el amor, en un verdadero abandon, si eres capaz -dijo Gerald.

-Lo mismo me pasa á mí.

-Y lo mismo le pasa a Rupert también..., aunque esté siempre gritando.

-No -dijo Gudrun-. No se abandonará á la otra persona. No puedes estar seguro de él. Creo que ése es el problema.

-¡Pero desea el matrimonio! Matrimonio..., et puis?

-¡Le paradis! -bromeó Gudrun.

Mientras conducía, Birkin notó una especie de esca­lofrío por la columna vertebral, como si alguien estu­viese amenazando su cuello. Pero se encogió de hom­bros con indiferencia. Empezó á llover. Aquí había un cambio. Detuvo el coche y se bajó para poner la capota.

22. DE MUJER A MUJER

Llegaron a la ciudad y dejaron a Gerald en la esta­ción de ferrocarril. Gudrun y Winifred quedaron en tomar el té con Birkin, que esperaba también a Ursula. Sin embargo, la primera persona en aparecer por la tarde fue Hermione. Birkin estaba fuera, de manera que entró en el cuarto de estar y se quedó mirando sus libros y papeles, tocando el piano. Entonces llegó Ursula. Quedó sorprendida -desagradablemente- cuando vio a Hermione, de la cual no había oído hablar durante algún tiempo.

-Es una sorpresa verla -dijo.

-Sí -dijo Hermione-. Estuve en Aix...

-Oh, ¿por su salud?

-Sí.

Las dos mujeres se miraron. Ursula aborrecía el ros­tro largo, grave y cabizbajo de Hermione. Había en él algo de la estupidez y la propia estima no ilustrada de un caballo. «Tiene cara de caballo -se dijo Ursula-, corre entre anteojeras.» Parecía como si Hermione, se­mejante a la luna, tuviese sólo un lado de su moneda. No había reverso. Contemplaba todo el tiempo desde el mundo estrecho, pero para ella completo, de la con­ciencia inmediata. En la oscuridad no existía. Como la luna, una mitad de ella estaba perdida para la vida. Su yo estaba todo en su cabeza, no sabía lo que era correr o moverse espontáneamente, como un pez en el agua o una comadreja sobre la hierba. Para ella era preciso conocer siempre.



Pero Ursula padecía la unilateralidad de Hermione. Sólo sentía la fría evidencia de Hermione, que parecía rebajarla a nada. Hermione, que cavilaba y cavilaba hasta quedar exhausto con el dolor de su esfuerzo de conciencia, gastada y ajada en su cuerpo, que obtenía tan lenta y trabajosamente sus conclusiones definitivas y estériles de conocimiento, podía en presencia de otras mujeres -a quienes consideraba simplemente femeni­nas- llevar las conclusiones de su amarga certeza como joyas que le conferían una distinción incuestionable, que la establecían en un orden superior de la vida. Era mentalmente apta para condescender con mujeres como Ursula, a quienes consideraba puramente emocionales. Pobre Hermione, su única posesión era esta dolorosa certeza, su única justificación. Debía tener confianza allí, pues Dios sabe que se sentía rechazada y deficiente en todo lo demás. En la vida del pensamiento, del es­píritu, era una de las elegidas. Y deseaba ser universal. Pero había un cinismo devastador en su fondo. No creía en sus propios universales..., eran fingidos. No creía en la vida interior..., era un truco, no una realidad. No creía en el mundo espiritual..., era una mera preten­sión. En última instancia, creía en Mammon, la carne, y en el diablo..., al menos éstos no eran fingidos. Era una sacerdotisa sin creencia, sin convicción, amaman­tada en un credo gastado y condenada a la reiteración de misterios que para ella no eran divinos. Sin embar­go, no había escapatoria. Era una hoja de un árbol moribundo. ¿Qué podía hacer entonces sino seguir lu­chando por las verdades viejas y ajadas, morir por la creencia vieja y gastada, ser una sacerdotisa sagrada e inviolable de misterios desacralizados? Las viejas gran­des verdades habían sido verdaderas. Y ella era una hoja en el viejo y gran árbol del conocimiento que ahora se marchitaba. En consecuencia, ella debía ser fiel a la vieja y última verdad, aunque el cinismo y la burla tuvieran lugar en el fondo de su alma.

-Me alegro tanto de verla -dijo a Ursula con su voz lenta, semejante a un encantamiento-. Tengo en­tendido que usted y Rupert se han hecho bastante amigos.

-Oh, sí -dijo Ursula-. El está siempre por algún lugar del fondo.

Hermione se detuvo antes de responder. Captaba per­fectamente la jactancia de la otra mujer; parecía ver­daderamente vulgar.

-¿No está? -dijo lentamente, con ecuanimidad per­fecta-. ¿Y cree que se casarán?

La pregunta era tan tranquila y suave, tan simple, desnuda y desapasionada que Ursula se retrajo, en par­te, y, en parte, se sintió atraída. Casi le complacía como una perversidad. Había cierta ironía desnuda deliciosa en Hermione.

-Bueno -repuso-, él lo desea terriblemente, pero yo no estoy tan segura.

Hermione la contempló con sus ojos lentos y tran­quilos. Anotó esta nueva expresión de jactancia. ¡Cómo envidiaba a Ursula cierta positividad inconsciente!, ¡in­cluso su vulgaridad!

-¿Cómo que no está segura? -preguntó con su fá­cil canturreo.

Estaba perfectamente cómoda, quizás incluso feliz en esta conversación.

-¿No le ama realmente?

Ursula se sonrojó un poco ante la suave impertinen­cia de la pregunta. Sin embargo, no podía ofenderse de modo definitivo. Hermione parecía tan tranquila y sensatamente franca. Después de todo, era más bien grande poder ser sensato.

-El dice que no desea amor -repuso.

-¿De qué se trata entonces?

Hermione era lenta y uniforme.

-El desea realmente que yo le acepte en matri­monio.

Hermione quedó silenciosa durante algún tiempo, contemplando a Ursula con ojos lentos, pensativos.

-¿Es así? -acabó diciendo, sin expresión. Entonces, interesándose:

-¿Y qué es lo que usted, desea? ¿No desea el ma­trimonio?

-No..., no realmente. No deseo dar el tipo de su­misión sobre la que él insiste. El desea que yo me rin­da.. , y yo, sencillamente, no me siento capaz de hacerlo.

Hubo de nuevo una larga pausa antes de que Her­mione repusiera:

-No, si no lo desea.

Hubo entonces silencio nuevamente. Hermione se estremecía con un extraño deseo. ¡Ah, si solamente él le hubiese pedido a ella que le sirviese, que fuese su esclava! Se estremeció de deseo.

-Pues es que yo no puedo...

-Pero exactamente en qué...

Habían comenzado ambas al mismo tiempo y se de­tuvieron las dos. Entonces, suponiendo prioridad de palabra, Hermione reanudó como cansinamente:

-¿A qué quiere él que se someta?

-El dice que desea que yo le acepte no-emocional­mente y de- modo definitivo... Realmente no sé qué quiere decir. El dice que desea que su parte demoníaca esté emparejada físicamente, no el ser humano. Ya ve, un día dice una cosa y al otro día dice otra distinta..., y siempre se está contradiciendo...

-Y siempre piensa en sí mismo y en su propia in­satisfacción -dijo lentamente Hermione.

-Sí -exclamó Ursula-. Como si él fuese el único interesado. Eso lo hace demasiado imposible.

Pero empezó a retractarse inmediatamente.

-El insiste en que yo acepte Dios sabe qué en él -siguió diciendo-. El desea que yo le acepte como... como un absoluto... Pero a mí me parece que no desea dar nada. No desea una verdadera intimidad cálida..., no la aceptará..., la rechaza. No me dejará realmente pensar y no me dejará sentir..., odia los sentimientos.

Hubo una larga pausa, amarga para Hermione. ¡Ah, si solamente él le hubiese pedido eso a ella! El la con­ducía al pensamiento, la conducía inexorablemente al pensamiento y luego la detestaba por ello.

-El desea que yo me hunda -siguió diciendo Ur­sula- para que no tenga ningún ser propio...

-¿Por qué no se casa entonces con una odalisca? -dijo Hermione en su suave canturreo-, si eso es lo que quiere.

Su rostro largo parecía irónico y entretenido.

-Sí -dijo Ursula vagamente.

Después de todo, lo peor es que él no deseaba una odalisca, que no deseaba una esclava. Hermione hubie­se sido su esclava-: había en ella un horrible deseo de postrarse ante un hombre..., aunque fuese ante un hombre que la adorase y la admitiese como la cosa su­prema. Birkin no deseaba una odalisca. Deseaba una mujer que tomase algo de él y que se diese en la me­dida suficiente para tomar de él las últimas realidades, los últimos hechos, los últimos hechos físicos, físicos e insufribles.

Y si ella lo hiciese, ¿la reconocería él? ¿Sería él ca­paz de reconocerla a través de todo o la usaría senci­llamente como su instrumento, utilizándola para su pro­pia satisfacción privada, sin admitirla? Eso es lo que habían hecho los otros hombres. Habían querido su propio espectáculo y no la admitieron nunca, transfor­maron todo lo que ella era en pura nada. Tal como Hermione se traicionaba ahora en cuanto mujer. Her­mione era como un hombre, sólo creía en las cosas de ¡os hombres. Traicionaba a la mujer en sí misma. Y Bir­kin, ¿la reconocería o la negaría?

-Sí -dijo Hermione cuando cada una de las muje­res salió de su propia ensoñación separada-. Sería un error.. , pienso que sería un error...

-¿Casarse con él? -preguntó Ursula.

-Sí -dijo Hermione lentamente-. Pienso que usted necesita un hombre... marcial, de voluntad fuerte... -Hermione extendió la mano y la apretó con intensi­dad rapsódica-. Debería tener un hombre como los viejos héroes..., necesita quedarse detrás de él cuando se va a la batalla, necesita ver su fuerza y oír su gri­to... Necesita un hombre físicamente fuerte, de volun­tad viril, no un hombre sensible...

Hubo un corte, como si la pitonisa hubiese proferido el oráculo, y la mujer continuó luego con una voz fa­tigosamente rapsódica:


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