Mujeres enamoradas



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Llegaron al pequeño patio circundado por viejos mu­ros rojos, en cuyos huecos crecían enredaderas. La hier­ba era suave, fina y vieja, un suelo uniforme que alfom­braba el patio; el cielo estaba azul sobre las cabezas. Gerald lanzó el conejo al suelo. Se quedó acurrucado e inmóvil. Gudrun lo contempló con débil horror.

-¿Por qué no se mueve? -exclamó.

-Está al acecho -dijo él.

Ella le miró, y una leve sonrisa siniestra contrajo su rostro blanco.

-¡Vaya tonto! -exclamó-. ¿Verdad que es tonto de remate?

La vengativa burla de su voz hacía estremecerse el cerebro de él. Mirándole a los ojos ella reveló de nuevo el reconocimiento burlón, blanco-cruel. Había una liga entre ellos, abominable para ambos. Estaban implicados en misterios abominables.

-¿Cuántos rasguños tienes? -preguntó él, mostran­do un antebrazo blanco, fuerte y desgarado por araña­zos rojos.

-¡Verdaderamente qué vil! -exclamó ella, arreba­tándose con una visión siniestra-. Lo mío no es nada.

Levantó el brazo y mostró un rasguño profundamen­te rojo que surcaba la sedosa carne blanca.

-¡Qué diablo! -exclamó él.

Pero era como si él la hubiese conocido en el largo rasguño rojo de. su antebrazo, tan sedoso y suave. No deseaba tocarla. Habría tenido que formarse el propó­sito deliberado de tocarla. El arañazo largo, rojo y su­perficial parecía haberle desgarrado su propio cerebro, haber desgarrado la superficie de su conciencia última, dejando pasar lo siempre inconsciente, el impensable éter rojo del más allá, el obsceno más allá.

-¿No duele mucho, verdad? -preguntó solícito.

-Nada en absoluto -exclamó ella.

Y, de repente, el conejo, que había estado agazapa­do como si fuese una flor, tan quieto y suave, brotó a la vida. Comenzó a dar vueltas y vueltas al patio como si hubiese sido disparado desde un cañón, vueltas y vueltas como un peludo meteorito en un tenso círculo duro que parecía atar sus cerebros. Todos quedaron atónitos, sonriendo misteriosamente, como si el conejo estuviese obedeciendo algún encantamiento desconocido. Daba vueltas y vueltas volando sobre la hierba, como una tormenta bajo los viejos muros rojos.

Y entonces, de repente, se detuvo, dio unos pasos torpes por la hierba- y se sentó a reflexionar, arrugan­do la nariz como un trozo de pelusa en el viento. Tras considerar durante unos pocos minutos un macizo suave con un ojo negro abierto, que quizás estaba mi­rándoles y quizá no, dio unos tranquilos pasos hacia adelante y comenzó a mordisquear la hierba con ese movimiento malvado de un conejo cuando come rápida­mente.

-Está loco -dijo Gudrun-. Está loco con toda se- guridad.

El rió.

-La cuestión es -dijo- saber qué quiere uno de. cir con locura. No creo que esté loco como conejo.



-¿No crees? -preguntó ella.

-No. Eso es lo que es ser un conejo.

Hubo una sonrisa rara, débil, obscena, sobre su ros­tro. Ella le miró, le vio y supo que estaba iniciado como ella. Esto la frustró y la contravino, por el momento.

-Gracias a Dios no somos conejos -dijo ella con, una voz alta y áspera.

La sonrisa se intensificó un poco en el rostro de él.

-¿No somos conejos? -dijo él, mirándola fijamente.

El rostro de Gudrun se relajó lentamente hasta con. vertirse en una sonrisa de reconocimiento obsceno.

-Ah, Gerald -dijo de un modo fuerte, lento, casi viril.

-... Todo eso y más.

Sus ojos le miraban con escandalosa despreocupa­ción.

El sintió de nuevo como si ella le hubiese abofeteado..., o más bien como si le hubiese desgarrado el pe­cho lenta, definitivamente. Se volvió hacia un lado.

-¡Come, come, querido!

Winifred estaba conjurando suavemente al conejo, arrastrándose hacia adelante para tocarlo. El animal se alejó de ella con pasos torpes.

-Deja entonces que tu madre te acaricie el pelo, querido, porque es tan misterioso...

19. BAJO LA LUNA

Tras su enfermedad, Birkin se marchó al sur de Francia durante algún tiempo. No escribió, nadie supo nada de él. Abandonada a la soledad, Ursula sentía que todo iba espaciándose. No parecía haber esperanza en el mundo. Uno era una minúscula piedrecita arrastrada por la creciente marca de nulidad. Ella misma era real y sólo ella misma..., justamente como una roca en un aluvión. El resto era nada en su totalidad. Ella estaba dura e indiferente, aislada en sí misma.

No había ahora sino indiferencia despreciativa, re­sistente. Todo el mundo se estaba hundiendo en una insípida nada gris, ella carecía de contacto y conexión alguna. Despreciaba y detestaba todo el espectáculo. Desde el fondo de su corazón, desde el fondo de su alma despreciaba y detestaba a la gente, a la gente adulta. Sólo amaba a los niños y a los animales; a los niños los amaba apasionada pero fríamente. Hacían que desease achucharles, protegerles, darles vida. Pero este mismo amor, basado sobre la piedad y la desesperación, era únicamente una servidumbre y un dolor para ella. Amaba ante todo a los animales, que eran singulares y asociales, como ella misma. Amaba a los caballos y va­cas del campo. Cada uno estaba solo y para sí mismo, era mágico. No se refería a ningún detestable principio social. Era incapaz de sentimentalismo y tragedia, cosas que ella detestaba profundamente.

Podía comportarse de modo muy afable y halagador, casi servil, con las personas a quienes encontraba. Pero no se abría a nadie. Todos notaban instintivamente su burla despreciativa del ser humano en sí mismo. Ella tenía un profundo rencor al ser humano. Aquello que mentaba la palabra «humano» era despreciable y repug­nante para ella.

Su corazón estaba casi por completo encerrado en esta tensión oculta, casi inconsciente del ridículo des­preciativo. Pensaba que amaba, pensaba que estaba llena de amor. Esta era la idea que se hacía de sí misma. Pero el extraño brillo de su presencia, un maravilloso esplendor de vitalidad intrínseca, era una luminosidad de repudio supremo, sólo repudio.

Con todo, en algunos momentos cedía y se suaviza­ba, deseaba amor puro, sólo amor puro. Lo otro, ese estado de repudio constante, infalible, era una tensión, un sufrimiento también. Se apoderó de ella nuevamente un terrible deseo de puro amor.

Salió una tarde, embotada por este sufrimiento esen­cial constante. Los que están abocados a la destrucción han de morir va. Saber esto alcanzaba una finalidad, un término en ella. Y la finalidad era liberadora. Si el destino se llevase a la muerte o al hundimiento a todos los que tenían las horas contadas, ¿por qué ne­cesitaba ella preocuparse ni repudiar más? Estaba libre de todo ello, podía buscar en cualquier parte una nueva unión.

Ursula se puso en camino hacia Willey Green, hacia el molino. Llegó a Willey Water. El lago estaba casi lleno de nuevo, tras su vaciamiento. Luego se desvió cruzando los bosques. Había caído la noche, estaba os­curo. Pero se olvidó de sentir miedo, ella que tenía fuentes tan grandes de temor. Entre los árboles, lejos de cualquier ser humano, había una especie de paz mágica. Cuanto más podía uno encontrar una soledad pura, sin mácula de gente, mejor se sentía. Ella estaba en realidad aterrorizada, horrorizada en su aprehensión de la gente.

Dio un respingo al notar algo sobre su mano derecha, entre los troncos de los árboles. Era como una gran presencia que la contemplase esquivamente. Ursula se estremeció violentamente. Era sólo la luna alzándose a través de los delgados árboles. Pero parecía muy mis­teriosa con su sonrisa blanca y mortífera. Y no había medio de evitarla. Ni de noche ni de día era posible escapar de un rostro siniestro, triunfante y radiante como el de esta luna con una sonrisa alta. Ursula se apresuró, acobardada ante el planeta blanco. Se limi­taría a ver el estanque del molino antes de volver a casa.

Como no deseaba cruzar el patio debido a los pe­rros, dio la vuelta siguiendo la ladera de la colina para descender sobre el estanque desde arriba. La luna tras­cendía en el espacio desnudo y abierto, ella padecía viéndose expuesta a ella. Había un tenue resplandor de conejos nocturnos cruzando la tierra. La noche era cla­ra como el cristal. Pudo oír la voz distante de una oveja.

Se desvió por la ladera pronunciada y cubierta de árboles que había sobre el estanque, donde los alisos retorcían sus raíces. Le gustaba pasar a la sombra, le­jos de la luna. Allí se quedó, sobre la ladera derrumba­da, con la mano en el tronco áspero de un árbol, mi­rando el agua en su quietud perfecta donde flotaba la luna. Pero por alguna razón no le gustaba, no le pro­porcionaba nada.. Escuchó buscando el áspero rugido de la esclusa. Deseaba alguna otra cosa de la noche, deseaba otra noche, sin esa dureza de la luna brillante. Notaba que su alma gritaba en ella, lamentándose desoladamente.

Vio una sombra moviéndose junto al agua. Debía ser Birkin. Entonces es que había vuelto sin que nadie lo supiese. Ella lo aceptó sin hacerse observaciones, nada le importaba. Se sentó entre las raíces del aliso, difu­sas y veladas, escuchando el sonido de la esclusa como rocío que se destilase audiblemente en la noche. Las islas estaban oscuras y reveladas a medias, como los juncos; sólo algunas tenían un pequeño fuego de tenue reflejo. Un pez saltó secretamente, revelando la luz en el estanque. Le repelía este fuego de la gélida noche rompiendo constantemente en pura oscuridad. Deseaba que estuviese perfectamente oscuro, perfectamente, sin ruido alguno y sin movimiento. Birkin, pequeño y os­curo también, teñido el pelo con luz de luna, se acer­caba paseando. Estaba bastante próximo, pero no existía en ella. No sabía que ella estaba allí. ¿Y si él hi- ciese algo que no querría contemplado por nadie, con­siderándolo privado? Pero ¿qué importaba? ¿Qué impor­taban las pequeñas intimidades? ¿Qué podría importar lo que él hiciese? ¿Cómo pueden existir secretos si to­dos tenemos los mismos organismos? ¿Cómo puede ha­ber algún secreto cuando todo es conocido para todos?

El tocaba inconscientemente los cálices muertos de las flores mientras pasaba, hablándose inconexamente.

-No puedes irte -estaba diciendo-. No hay lugar donde ir. Sólo es posible retraerse sobre uno mismo.

Lanzó el cáliz de una flor muerta al agua.

-Una antífona..., ellos mienten y tú les cantas de vuelta. No habría verdad alguna si no hubiese menti­ras. Entonces uno no necesitaría aseverar nada...

Se quedó inmóvil mirando el agua, tirando los cá­lices de las flores.

-¡Cibeles.... maldita seas! ¡La maldita Siria Dea! ¿Le tendremos envidia? ¿Qué otra cosa hay?

Ursula deseaba reír estentórea e histéricamente, oyendo hablar a su voz aislada. Era tan ridículo.

El quedó mirando el agua. Luego se inclinó y cogió una piedra, que lanzó con fuerza al estanque. Ursula vio la luna brillante saltando y oscilando toda distor­sionada. Parecía disparar brazos de fuego como una ji­bia, como un pólipo luminoso palpitando fuertemente ante ella.

La sombra de él sobre el borde del estanque quedó contemplando unos pocos momentos, luego se agachó y buscó a tientas por el suelo. Hubo entonces de nue­vo un estallido de sonidos y de luz brillante, la luna había explotado sobre el agua y estaba volando disper­sa en copos de fuego blando y peligroso. Rápidamente, como pájaros blancos, los fuegos rotos se alzaron a lo largo del estanque volando en clamorosa confusión, ba­tallando con la manada de ondas oscuras que se abrían camino a la fuerza. Las ondas más lejanas de luz, es­capando, parecían tropezarse clamorosamente contra la orilla buscando escapatoria; las ondas de oscuridad lle­gaban pesadamente, corriendo por debajo hacia el cen­tro. Pero en el centro, en el corazón de todo ello, había todavía el temblor intenso, incandescente, de una luna blanca no destruida del todo, un cuerpo blanco de fuego retorciéndose, luchando y ni siquiera entonces abierto a la fuerza, no violado aún. Parecía reagruparse con espasmos extraños, violentos, en un esfuerzo ciego. Se estaba haciendo más fuerte, se estaba reafirmando la luna inviolable. Y los rayos se apresuraban en delgadas líneas de luz para retornar a la luna fortalecida, que se sacudía sobre el agua en triunfante reapropiación.

Birkin contemplaba inmóvil hasta que el estanque quedó casi tranquilo, hasta que la luna quedó casi se­rena. Entonces, satisfecho de haber conseguido tanto, buscó más piedras. Ella notó su tenacidad invisible. Y al momento las luces rotas se desparramaron en ex­plosión sobre el rostro de Ursula, aturdiéndola, y en­tonces, casi inmediatamente, vino el segundo tiro. La luna saltó blanca y estalló a través del aire. Dardos de luz brillante se dispararon desordenadamente, la oscu­ridad barrió el centro. No había luna, sólo un campo de batalla de luces rotas y sombras corriendo muy cer­ca unas de otras. Sombras oscuras y densas golpeaban una y otra vez el lugar donde había estado el corazón de la luna barriéndolo por completo. Los fragmentos blancos pulsaban arriba y abajo, sin encontrar lugar donde ir, separados y brillantes sobre el agua como los pétalos de una rosa que un viento ha desparramado muy lejos.

Sin embargo, una vez más encontraban entre deste­llos su camino hacia el centro, descubriendo el sende­ro ciegamente, envidiosos. Y de nuevo todo quedó quie­to mientras Birkin y Ursula contemplaban. Las aguas eran sonoras en la orilla. El vio a la luna reagrupándose insidiosamente, vio el corazón de la rosa entrelazándose vigorosa y ciegamente, llamando de vuelta a los frag­mentos desparramados, trayéndolos a casa con un pul­so y un esfuerzo de retorno.

Y no quedó satisfecho. Como en una locura, sintió que debía continuar. Cogió piedras grandes y las lanzó una tras otra al centro blanco, ardiente de la luna hasta que no hubo sino un ruido hueco de balanceo y se alzó un estanque sin luna, con apenas unos pocos copos des­garrados, dispersos y brillantes en la oscuridad, sin meta ni significado, una confusión oscurecida, como un caleidoscopio sacudido al azar. La noche hueca se ba­lanceaba sonoramente, y desde la esclusa llegaban des­tellos agudos y regulares de sonido. Copos de luz apa­recieron aquí y allá, centelleando atormentados entre las sombras lejos, en lugares extraños, entre la goteante sombra del sauce de la isla. Birkin quedó escuchando, satisfecho.

Ursula estaba aturdida. Su mente había desaparecido por completo. Notó que se había caído al suelo y esta­ba desparramada, como agua sobre la tierra. Permane­ció en las tinieblas inmóvil y gastada. Aunque incluso ahora era consciente, sin verlo, de que en la oscuridad había un pequeño tumulto de copos de luz refluyentes, un enjambre danzando secretamente en un rincón, ariemolinándose y agrupándose firmemente de nuevo. Estaban reuniendo un corazón nuevamente otra vez, volvían una vez más al ser. Los fragmentos se unieron gradualmente, alzándose, balanceándose, danzando, ca­yendo de nuevo como en pánico pero logrando abrirse camino a casa de nuevo persistentemente, aparentando escapar cuando habían avanzado, pero siempre lanzan­do destellos más próximos, un poco más próximos a la meta, aumentando el enjambre misteriosamente has­ta hacerse mayor y más luminoso, mientras rayo tras rayo caían dentro del todo hasta que una luna tosca, distorsionada y raída estuvo temblando de nuevo sobre las aguas, reafirmada, renovada, tratando de recobrarse de su convulsión, de superar la desfiguración y la agi­tación, de ser completa y compuesta, de estar en paz.

Birkin permanecía vagamente junto al agua..Ursula temía que lanzase piedras a la luna nuevamente. Se deslizó desde su asiento y bajó hacia él diciendo:

-No le tirarás ya más piedras, ¿quieres?

-¿Hace cuánto que estás ahí?

-Todo el tiempo. No tirarás más piedras, ¿verdad?

-Deseaba ver si lograba llevármela del estanque -dijo él.

-Sí, fue realmente horrible. ¿Por qué tienes que odiar a la luna? No te ha hecho ningún daño, ¿verdad?

-¿Era odio?

Y quedaron silenciosos durante unos pocos minutos.

-¿Cuándo volviste? -dijo ella.

-Hoy.

-¿Por qué no escribiste nunca?



-No encontraba nada que decir.

-¿Por qué no había nada que decir?

-No lo sé. ¿Por qué no hay narcisos en esta época?

-No.


Hubo de nuevo un espacio de silencio. Ursula miró la luna. Se había agrupado y estaba temblando leve­mente.

-¿Te vino bien estar solo? -preguntó.

-Quizá. No mucho, que yo sepa. Pero dejé atras bas­tante. ¿Hiciste tú algo importante?

-No. Miré a Inglaterra y pensé que había terminado con ella.

-¿Por qué Inglaterra? -preguntó él sorprendido.

-No lo sé, resultó así.

-No es una cuestión de naciones -dijo él-, Fran­cia es mucho peor.

-Sí, lo sé. Sentí que había terminado con todo ello. Fueron a sentarse sobre las raíces de los árboles, a la sombra. Y al quedar silenciosos él recordó la her­mosura de sus ojos, que a veces estaban llenos de luz, como la primavera, inflamados con una maravillosa promesa. Por eso le dijo lentamente, con dificultad:

-Hay en ti una luz dorada que desearía que me dieses.

Es como si él hubiese estado pensando en esto du­rante algún tiempo.

Ella quedó atónita. Parecía presta a alejarse de un salto. Pero también estaba complacida.

-¿Que clase de luz? -preguntó.

Pero él estaba tímido y no dijo nada más. Así que el momento pasó. Y un sentimiento de pesar invadió gradualmente a Ursula.

-Mi vida está incumplida -dijo ella.

-Sí -repuso él secamente, no deseando escuchar eso.

-Y me siento como si nadie pudiese realmente amar­me -dijo ella.

Pero él no respondió.

-Sé que piensas -dijo ella lentamente- que yo sólo deseo cosas físicas. No es verdad. Deseo que sir­vas mi espíritu.

-Lo sé. Sé que no deseas cosas físicas por sí mis­mas. Pero yo deseo que me des tu espíritu..., esa luz dorada que eres tú..., que no conoces..., dámela...

Tras un momento de silencio ella repuso:

-¡Pero cómo puedo hacerlo, no me amas! Sólo de­seas tus propios fines. No deseas servirme a mí, pero deseas que yo te sirva. ¡Es tan unilateral!

Fue para él un gran esfuerzo mantener esta conver­sación y presionar por la cosa que deseaba de ella, la rendición de su espíritu.

-Es diferente -dijo él-. Las dos clases de servicio son tan diferentes. Yo te sirvo de otra manera..., no a través de ti misma..., en alguna otra parte. Pero deseo que estemos juntos sin preocuparnos por nosotros mis­mos..., estar realmente juntos porque estamos juntos, . como si fuese un fenómeno, no una cosa que debamos mantener mediante nuestro propio esfuerzo.

-No -dijo ella, meditando-. Tú eres sencillamen­te egocéntrico. Nunca tienes ningún entusiasmo, nunca te brota ninguna chispa hacia mí. Te deseas a ti mis­mo, realmente, y tus propios asuntos. Y deseas senci­llamente que yo' esté allí, que te sirva.

Pero esto sólo consiguió hacer que él se cerrase a ella.

-Ah, bien -dijo él-, las palabras no importan, en cualquier caso. La cosa existe entre, nosotros o no.

-Ni siquiera me amas -exclamó ella.

-Te amo -dijo él irritadamente-. Pero deseo...

Su mente vio de nuevo la encantadora luz dorada de primavera, transparentándose en sus ojos como a través de alguna maravillosa ventana. Y deseaba que ella estuviese con él allí, en ese mundo de orgullosa indiferencia. Pero ¿de qué le servía decir que deseaba compañía en la orgullosa indiferencia? ¿De qué servía hablar, en cualquier caso? Debería suceder más allá del sonido de las palabras, era sencillamente ruinoso intentar actuar sobre ella mediante convicción. Era un ave del paraíso que jamás podría ser enjaulada, debía volar por sí misma hasta el corazón.

-Siempre pienso que voy a ser amada... y luego

me dejan. Tú no me amas, lo sabes. No deseas servir­me. Sólo te deseas a ti mismo.

Un escalofrío de rabia recorrió las venas de Birkin oyendo repetir «No deseas servirme». Todo el paraíso desapareció de él.

-No -dijo él, irritado-, no deseo servirte, porque no hay nada allí que servir. Lo que tú deseas que yo sirva es nada, mera nada. No eres ni siquiera tú, es simplemente tu mera cualidad femenina. Y yo no daría un penique por tu ego femenino..., que es una muñeca de trapo.

-¡Ja! -rió ella en tono de burla-. Eso es todo lo que piensas de mí, ¿verdad? ¡Y encima tienes la des­vergüenza de decir que me amas!

Se levantó rabiosa para irse a casa.

-Deseas la ignorancia paradisíaca -dijo ella, dán­dose la vuelta para mirarle mientras él se mantenía sentado apenas visible en la sombra-. Sé lo que eso significa, gracias. Deseas que yo sea tu cosa, que jamás te critique y que jamás tenga nada propio que decir.

-¡Deseas que sea una mera cosa para ti! ¡No, gracias! Si deseas eso, hay muchas mujeres que te lo darán. Hay muchas mujeres que se tumbarán para que camines sobre ellas...; vete con ellas pues, si eso es lo que de­seas..., vete con ellas.

-No -dijo él sobrepasado por la ira-. Deseo que abandones tu voluntad afirmativa, tu asustada y apren­siva autoinsistencia; eso es lo que deseo. Deseo que confíes en ti misma tan implícitamente como para po­der dejarte ir.

-¡Dejarme ir! -repitió ella con burla-. Yo puedo dejarme ir bien fácilmente. Eres tú quien no sabe de­jarse ir, eres tú quien se cuelga de sí mismo como si fuese su único tesoro. Tú..., tú eres el profesor de escue­la dominical..., tú..., el predicador.

La cantidad de verdad encerrada en esto hizo que él se pusiese rígido y dejase de prestarle atención.

-No quiero decir que te dejes ir al modo extático dionisíaco -dijo él-. Sé que puedes hacer eso. Pero yo odio el éxtasis, dionisíaco o cualquier otro. Es como dar vueltas en una jaula de ardilla. Yo deseo que no te preocupes por ti misma, que simplemente estés allí

y no te preocupes por ti misma, no insistas..., que seas feliz, segura e indiferente.

-¿Quién insiste? -se burló ella-. ¿Quién sigue in­sistiendo? ¡No seré yo!

Había una amargura cansada y burlona en su voz.

El quedó silencioso durante algún tiempo.

-Lo sé -dijo-. Mientras cualquiera de nosotros le insita al otro estaremos completamente equivocados.

Pero henos aquí, el acuerdo no llega.

Se sentaban inmóviles bajo la sombra de los árboles junto a la ladera. La noche era blanca a su alrededor, ellos se encontraban en la oscuridad, apenas conscientes. Gradualmente, la fijeza y la paz cayeron sobre ellos.

Ella puso a tientas una mano sobre la suya. Sus manos

se cogieron suave y silenciosamente en paz. -¿Me amas realmente? -dijo ella.

El rió.

-Llamo a eso tu grito de guerra -repuso divertido.



-¡Caramba! -exclamó ella, divertida y realmente asombrada.

-Tu insistencia..., tu grito de guerra... «Una Bran­gwen, una Brangwen un viejo grito de guerra. El tuyo es: «¿Me amas?, ríndete, bellaco, o muere.»

-No -dijo ella, suplicante-, no es así. No es así.

-Pero debo saber que me amas, ¿no?

-Muy bien entonces, ya lo sabes y asunto concluido.

-¿Pero es así?

-Sí, es así. Te amo. Y sé que es definitivo. Es de­finitivo, con lo cual no hay nada más que decir so­bre ello.

Ella quedó silenciosa durante algunos momentos, en deleite y duda.

-¿Estás seguro? -dijo situándose alegremente jun­to a él.

-Seguro. , de modo que va está .., acéptalo y asun­to concluido.

Ella estaba acurrucada muy cerca de él.

-¿Asunto concluido qué? -murmuró alegremente.

-Preocuparse -dijo él.

Ella se acercó aún más. El la mantuvo cerca besán­dola suave, gentilmente. Era tal paz y libertad celes­tial. sencillamente rodearla y besarla gentilmente, sin tener ningún pensamiento, deseos o voluntad, simple­mente estar inmóvil con ella, estar perfectamente inmó­viles y juntos en una paz que no era sueño, sino satis­facción en el júbilo. Estar satisfechos en el júbilo, sin deseo o insistencia de ninguna especie, esto era el cielo: estar juntos en feliz quietud.

Ella se apoyó en él durante largo tiempo y él besó su pelo, su rostro, sus orejas, gentilmente, suavemente, como rocío que cayese. Pero este aliento cálido en sus orejas trastornó de nuevo a Ursula, despertó los viejos fuegos destructivos. Se pegó a él y él notó que la san­gre de ella cambiaba como el azogue.


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