Mujeres enamoradas



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Gerald estaba satisfecho. Sabía que los mineros de­cían odiarle. Pero él había dejado de odiarles hacía mucho. Cuando se cruzaban con él por la tarde, arras­trando cansadamente sus pesadas botas sobre el pavi­mento, con los hombros levemente distorsionados, no parecían apercibirse de él ni le saludaban de ningún modo; cruzaban en una corriente gris-negra de acepta­ción no emocional. No eran importantes para él salvo como instrumentos, ni él para ellos salvo como supremo instrumento de control. Tenían su ser como mineros y él tenía su ser como director. El admiraba sus cualida­des. Pero como hombres, como personalidades, eran sim­plemente accidentes, pequeños fenómenos esporádicos sin importancia. Y los hombres estaban de acuerdo con eso tácitamente. Porque Gerald estaba de acuerdo con ello incluso para sí mismo.

Había triunfado. Había convertido la industria en una pureza nueva y terrible. Había una producción de carbón mayor que nunca, el maravilloso y delicado sis­tema funcionaba casi perfectamente. Tenía un grupo de ingenieros de minas y electrónicos realmente com­petente y no le costaban tanto. Un hombre de alta educación costaba muy poco más que un obrero. Sus directores, que eran todos hombres excepcionales, no resultaban más caros que los viejos estúpidos y chapu­ceros de los tiempos de su padre, que eran simplemente mineros ascendidos. Su director principal, que cobraba 1.200 libras anuales, ahorraba a la firma por lo menos 500. Todo el sistema era ahora tan perfecto que Gerald resultaba apenas necesario.

Era tan perfecto que a veces le acometía un miedo extraño y no sabía qué hacer. Se mantuvo durante al­gunos años en una especie de trance de actividad. Lo que estaba haciendo parecía supremo, él era casi una divinidad. Era una actividad pura y exaltada.

Pero ahora había tenido éxito, había triunfado final­mente. Y una o dos veces últimamente, cuando estaba solo por la tarde, sin nada que hacer, se aterrorizó de repente sin saber por qué. Y fue al espejo y miró larga y detenidamente su propio rostro, sus propios ojos, buscando algo. Estaba asustado, tenía un miedo mortal, pero no sabía de qué. Miró su propio rostro. Allí estaba, bien formado y . saludable y como siempre, pero de al­guna manera no era real, era una máscara. No se atrevía a tocarlo, por miedo a que resultase ser simplemente una mascarilla. Sus ojos eran tan azules y agudos como siempre y no menos firmes en sus órbitas. Sin embargo, él no estaba seguro de que no fuesen falsas burbujas azules que estallarían en algún momento, dejando tras de sí una aniquilación transparente. Podía ver en ellos la oscuridad como si fuesen sólo burbujas de tinieblas. Tenía miedo de romperse un día, de convertirse en un puro murmullo sin sentido envolviendo una oscuridad.

Pero su voluntad se mantenía aún bien, era capaz de alejarse y leer, de pensar en cosas. Le gustaba leer libros sobre el hombre primitivo, libros de antropolo­gía y también obras de filosofía especulativa. Su mente era muy activa. Pero era como una burbuja flotando en la oscuridad. Podía estallar en cualquier momento, dejándole en el caos. No moriría. El sabía eso. Seguiría viviendo, pero el significado habría desaparecido de él, su razón divina se marcharía. Estaba asustado de un modo extrañamente diferente, estéril. Pero no podía reaccionar siquiera ante el miedo. Era como si sus cen­tros de sentimiento estuviesen secándose. Permanecía tranquilo, calculador y saludable, deliberado con bas­tante libertad incluso mientras sentía -ion un horror débil, pequeño pero finalmente estéril- que su razón mística estaba desintegrándose, cediendo su lugar ahora a esa crisis.

Y era una tensión. El sabía que no había equilibrio. Tendría que ir en alguna dirección, rápidamente, para encontrar alivio. Sólo Birkin alejaba claramente el mie­do de él, le ahorraba su rápida suficiencia en la vida gracias a esa impar movilidad y modificabilidad que pa­recía contener la quintaesencia de la fe. Pero Gerald debía siempre regresar de Birkin como de un servicio religioso, regresar al mundo exterior real del trabajo y la vida. Allí estaba, no se alteraba, y las palabras eran banales. Tenía que mantenerse en su cálculo con el mundo del trabajo y la vida material. Y se le hacía más y más difícil, había sobre él una presión extraña, como si en su mismo centro existiese un vacío, y fuera, una tensión horrible.

Había encontrado su alivio más satisfactorio en las mujeres. Tras consentirse un exceso con alguna mujer desesperada se mantenía bastante bien y olvidadizo. Lo malo del asunto era que le resultase tan difícil mante­ner su interés por las mujeres en los últimos tiempos.

Ya no se preocupaba por ellas. Una Pussum estaba bien a su manera, pero era un caso excepcional, e incluso ella importaba muy poco. No, en ese sentido las muje­res le resultaban inútiles ya. Sentía que su mente nece­sitaba estimulación aguda antes de poderse él excitar físicamente.

18. CONEJO

Gudrun sabía que era crítico para ella ir a Shortlands. Sabía que equivalía a aceptar a Gerald Crich como amante. Y aunque se retraía, por desagradarle esa situación, sabía que acabaría aceptando. Se engañaba a sí misma. Se decía atormentada, recordando la bofetada y el beso: «Después de todo, ¿qué es? ¿Qué es un beso? ¿Qué es incluso una bofetada? Es un instante, que se desvanece al instante. Puedo ir a Shortlands simple­mente durante un tiempo antes de irme, aunque sólo sea para ver cómo es.» Tenía una insaciable curiosidad por ver y conocer todo.

También deseaba saber cómo era realmente Winifred. Tras oír a la criatura llamando desde el vapor aque­lla noche, sentía alguna conexión misteriosa con ella.

Gudrun hablaba con el padre en la biblioteca. Lue­go él mandó llamar a su hija. Vino acompañada por la mademoiselle.

-Winnie, ésta es la señorita Brangwen, que tendrá la amabilidad de ayudarte a dibujar y modelar tus ani­males -dijo el padre.

La niña miró a Gudrun durante un momento con interés, antes de adelantarse, y ofreció la mano con el rostro vuelto. Había una completa sang froid e indife­rencia bajo la reserva infantil de Winifred, cierta dureza irresponsable.

-¿Cómo está usted? -dijo sin levantar el rostro.

-¿Cómo estás tú? -dijo Gudrun.

Entonces Winifred se apartó un poco y Gudrun fue presentada a mademoiselle.

-Tienen un buen día para su paseo -dijo made­moiselle animadamente.

-Bastante bueno -dijo Gudrun.

Winifred observaba desde su distancia. Estaba como divertida pero aún insegura respecto de esta nueva per­sona. Veía muchas personas nuevas, pero muy pocas llegaban a ser reales para ella. Mademoiselle era des­cartada en cualquier caso; la criatura sencillamente tra­taba con ella de un modo sereno y fácil, aceptando su pequeña autoridad con débil burla, condescendiendo por arrogancia e indiferencia infantil.

-Bien, Winifred -dijo el padre-. ¿No te alegras de que haya venido la señorita Brangwen? Ella hace animales y pájaros en madera y arcilla, y las gentes de Londres escriben sobre ellos en los periódicos ala­bándolos muchísimo.

Winifred sonrió levemente.

-¿Quién te lo contó, papá? -preguntó.

-¿Quién me lo contó? Hermione me lo contó, y Rupert Birkin.

-¿Los conoces? -preguntó Winifred a Gudrun, vol­viéndose hacia ella con leve desafío.

-Sí -repuso Gudrun.

Winifred se recompuso un poco. Había estado dis­puesta a aceptar a Gudrun como una especie de sir­vienta. Ahora veía que su relación habría de estar en términos de amistad. Eso le alegraba. Tenía demasia­dos inferiores a medias que toleraba con perfecto buen humor.

Gudrun estaba muy tranquila. Tampoco ella se to­maba esas cosas muy en serio. Una ocasión nueva era especialmente espectacular para ella. Sin embargo, Wi­nifred era una niña desapegada, irónica, que nunca se vincularía. A Gudrun le gustó e intrigó. Los primeros encuentros transcurrieron dentro de cierta patosería hu­millante. Ni Winifred ni su institutriz poseían gracia social alguna.

Sin embargo, pronto se encontraron en una especie de mundo artificial. Winifred no percibía los seres hu­manos si no eran como ella misma, juguetones y leve­mente irónicos. No aceptaba sino el mundo divertido, y las personas serias de su vida eran los animales, que tenía como mascotas. Sobre ellos descargaba, casi bur­lonamente, su afecto y su compañerismo de modo li­beral. Se sometía al resto del esquema humano con una débil indiferencia aburrida.

Tenía un pequinés llamado «Lulú», al que adoraba.

-Llevémonos a «Lulú» -dijo Gudrun- para ver si podemos hacernos con su «luluidad», ¿te parece?

-¡Querido! -exclamó Winifred corriendo hacia el perro, que se sentaba con tristeza contemplativa frente a la chimenea, y besando su prominente ceño-. Que­rido, ¿te dejarás dibujar? ¿Dibujará mamá su retrato?

Luego lanzó una risita alegre y volviéndose hacia Gu­drun dijo:

-¡Hagámoslo!

Cogieron papel y lápices y se prepararon.

-Preciosidad -exclamó Winifred abrazando al pe­rro-, siéntate mientras tu mamá te pinta un hermoso retrato.

El perro miró hacia ella con apesadumbrada resig­nación en sus ojos grandes, prominentes. Ella le besó con pasión y dijo:

-Me pregunto cómo será el mío. Seguro que ho­rroroso.

Mientras dibujaba reía para sí, exclamando de vez en cuando:

-¡Oh, querido, eres tan hermoso!

Y riendo otra vez corría a abrazar al perro en peni­tencia, como si le estuviese causando algún daño sutil. El se sentaba todo el tiempo con la resignación y el mal humor de milenios sobre su rostro oscuro y ater­ciopelado. La niña dibujaba lentamente, con una con­centración maligna en los ojos, inclinada hacia un lado la cabeza y dominada por una intensa fijeza. Era como si estuviese haciendo el hechizo de alguna brujería. De repente terminó. Miró al perro, luego al dibujo y por último exclamó con verdadero pesar por el perro, tra­viesamente exultante al mismo tiempo:

-Precioso mío, ¿qué te hicieron?

Llevó su papel al perro y lo mantuvo bajo su hocico. El animal volvió la cabeza hacia un lado, como afligido y mortificado, y ella besó impulsivamente su frente, aterciopeladamente prominente.

-¡Es un «Luli», un pequeño «Luli»! Mira su retrato, querida, mira el retrato que le ha hecho su madre.

Miró el papel y lanzó una risita. Luego, besando una vez más al perro, se levantó y fue hacia Gudrun con gesto grave, ofreciéndole la hoja.

Era un pequeño diagrama grotesco de un animalito grotesco, muy travieso y muy cómico. Una sonrisa len­ta invadió el rostro de Gudrun inconscientemente. Junto a ella, Winifred sonreía con júbilo, diciendo:

-¿Verdad que no se le parece? El es mucho más encantador. Es tan hermoso... Mmm, «Lulú», mi dulce cariño.

Y se abalanzó para abrazar al perrito irritado. El animal la miró con ojos de reproche, taciturnos, de­rrotado en la extremada vejez del ser. Entonces la niña voló de vuelta hacia su dibujo y rió con satisfacción.

-No se le parece, ¿verdad? -dijo a Gudrun.

-Sí, se le parece mucho -repuso Gudrun.

La criatura trataba su dibujo como un tesoro, lo lle­vaba con ella a todas partes y lo mostraba a todos con una vergüenza silenciosa.

-Mira -dijo poniendo el papel en la mano de su padre.

-¡Vaya, es «Lulú»! -exclamó él. Y miró con sor­presa, escuchando la risa casi inhumana de la criatura junto a él.

Gerald no estaba en la casa cuando Gudrun fue por primera vez a Shortlands. Pero la primera mañana de su retorno estaba esperándola. Era una mañana soleada y suave y él se demoraba en los senderos del jardín, mirando las flores que habían brotado durante su ausen­cia. Estaba limpio y cuidado, como siempre, afeitado, peinado su pelo rubio escrupulosamente con raya al lado, brillante al sol, con el mostacho rubio y ralo cui­dadosamente recortado y ese destello humorístico y afa­ble de sus ojos que resultaba tan engañoso. Iba vestido de negro, la ropa le caía bien sobre el cuerpo bien alimentado. Sin embargo, mientras se demoraba ante los macizos de flores bajo el sol matutino, había cierto aislamiento y miedo a su alrededor, una especie de ca­rencia.

Gudrun llegó rápidamente, sin ser vista. Iba vestida

de azul, con medias de lana amarilla, como los explo­radores. El miró con sorpresa. Sus medias siempre le desconcertaban, las medias amarillo pálido y los zapa­tos negros pesados, pesados. Winifred, que había estado jugando por el jardín con mademoiselle y los perros, vino volando hacia Gudrun. La criatura llevaba un traje de rayas blancas y negras. Su pelo era más bien corto, cortado en redondo y colgando uniformemente en su cuello.

-Vamos a dibujar a «Bismarck», ¿verdad? -dijo, metiendo la mano por el brazo de Gudrun.

-Sí, vamos a dibujar a «Bismarck». ¿Quieres?

-¡Oh, sí..., desde luego! Deseo terriblemente dibu­jar a «Bismarck». Tiene un aspecto tan espléndido esta mañana, tan fiero. Es casi tan grande como un león -y la criatura rió irónicamente ante su propia hipér­bole-. Es un verdadero rey realmente.

-Bon jour, mademoiselle -dijo la pequeña gober­nanta francesa saludando con una leve inclinación, una inclinación insolente, del tipo que repugnaba a Gudrun.

-Winifred, veut tant faire le portrait de «Bis­marck»...! Oh, mais toute la mátinee... «Bismarck», «Bismarck», toujours «Bismarck»! C'est un lapin, n'est­ce pas, mademoiselle?

-Oui, c'est un grand lapin blanc et noir. Vous ne l'avez pas vu? -dijo Gudrun en un francés bueno pero algo espeso.

-Non, mademoiselle, Winifred n'a jamais voulu me le faire voir. Tant de fois je le lui al demande Qu'est ce donc que ce «Bismarck», Winifred? Mais elle n'a pas voulu me le dire. Son «Bismarck», c'était un mystére.

-Oui, c'est un mystére, vraiment un mystére! La se­ñorita Brangwen dice que «Bismarck» es un misterio -exclamó Winifred.

-«Bismarck» es un misterio, «Bismarck» c'est un mystére, der «Bismarck» er ist ein wunder! -dijo Gu­drun con un encantamiento bromista.

-Ja, er ist ein wunder -repitió Winifred con rara ansiedad, bajo la cual se adivinaba una risa traviesa.

-Ist et auch ein wunder? -sonó la burla levemente insolente de mademoiselle.

-¡Doch! -dijo Winifred brevemente, indiferente.

-Doch ist er nicht ein König. Bismarck no era un rey, Winifred, como decías. Era sólo... il n'etait que

Chancelier.

-¿Qu'est ce qu'un Chancelier? -dijo Winifred con una indiferencia levemente despreciativa.

-Un Chancelier es un Canciller, y un Canciller es, según creo, una especie de juez -dijo Gerald acercán­dose y estrechando la mano de Gudrun-. Pronto le haréis una canción a Bismarck -dijo.

Mademoiselle esperaba, e hizo discretamente su in­clinación y su saludo.

-¿Así que no le dejan ver a «Bismarck», mademoi­selle? -dijo él.

-Non, monsieur.

-Ay, qué malvadas. ¿Qué va usted a hacerle, seño­rita Brangwen? Quiero que lo lleven a la cocina y lo guisen.

-Oh, no -exclamó Winifred.

-Vamos a dibujarle -dijo Gudrun.

-Pues lo dibujáis, lo partís en trozos y lo guisáis -dijo él con voluntaria fatuidad.

-Oh, no -exclamó Winifred con énfasis, soltando una risita.

Gudrun detectó el matiz burlón de él, le miró a la cara y sonrió. El sintió acariciados sus nervios. Sus ojos se encontraron, avisados.

-¿Te gusta Shortlands? -preguntó.

-Oh, mucho -dijo ella con despreocupación.

-Me alegro. ¿Has visto esas flores?

La condujo por el sendero. Ella le seguía con deci­sión. Winifred vino y la gobernanta se mantuvo dis­tante. Se detuvieron ante algunas flores venadas de salpiglosis.

-¿Verdad que son maravillosas? -exclamó ella mi­rándolas absorta.

Era extraño cómo su admiración reverencial y ex­tática de las flores acariciaba los nervios de él. Ella se inclinó y tocó los cálices con yemas infinitamente finas y delicadas al tacto. Verla le llenó de bienestar. Cuando volvió a incorporarse sus ojos miraron a los suyos, calientes con la hermosura de las flores.

-¿Qué son? -preguntó ella.

-Supongo que una especie de petunia -repuso él-. No las conozco realmente.

-Me son bastante nuevas -dijo ella.

Quedaron de pie, juntos, en una falsa intimidad, un contacto nervioso. Y él estaba enamorado de ella.

Ella era consciente de la proximidad de mademoi­selle como si fuera un pequeño escarabajo francés, ob­servador y calculador. Se alejó con Winifred, diciendo que irían a buscar a «Bismarck».

Gerald las vio marcharse mirando todo el tiempo el cuerpo suave, lleno y quieto de Gudrun en su sedosa cachemira. Qué sedoso, rico y suave debía ser su cuer­po. Una oleada de aprecio invadió su mente; ella era la más deseable, la más hermosa. Sólo quería llegar a ella y nada más. El era sólo eso, un ser que debía lle­gar a ella y serle entregado.

Al mismo tiempo captaba con finura y agudeza las formas nítidas y frágiles de mademoiselle. Parecía algún escarabajo elegante con tobillos finos, subida sobre sus tacones altos, perfectamente correcta en su traje negro brillante, recogido el pelo oscuro de modo admirable. ¡Qué repulsivos eran su integridad y su dogmatismo! Le daba náuseas.

Sin embargo, admiraba a esa mujer. Era perfecta­mente correcta. Y casi le molestaba que Gudrun viniese vestida de colores chillones, como un guacamayo, cuan­do la familia estaba de luto. ¡Menudo guacamayo era! Contempló el modo lento en que ella levantaba los pies del suelo. Y sus tobillos eran amarillo pálido, y su ves­tido, azul profundo. Sin embargo, a él le gustaba. Le gustaba mucho. Sentía el reto hasta en su atuendo mis­mo..., ella desafiaba al mundo entero. Y él sonrió como ante la nota de una trompeta.

Gudrun y Winifred atravesaron la casa para llegar a la parte de atrás, donde se encontraban los establos y las construcciones adyacentes. Todo estaba quieto y desierto. El señor Crich había salido en coche a dar una vuelta corta, el hombre de los establos acababa de llevarse el caballo de Gerald. Las dos muchachas fue­ron a la conejera que había en un rincón y miraron al gran conejo negro y blanco.

-¡Verdad que es guapo! ¡Oh, mírale escuchando! ¿Verdad que tiene aspecto de tonto? -rió ella rápida­mente, añadiendo luego-: Oh, dibujémosle escuchan­do, hagámoslo, escucha con tanto interés..., ¿verdad, querido «Bismarck»?

-Es muy fuerte. Es realmente muy fuerte.

La niña miró a Gudrun con la cabeza inclinada a

un lado, con una extraña desconfianza calculadora. -Pero lo intentaremos, ¿no?

-Sí, si quieres. ¡Pero pega unas patadas de miedo!

Cogieron la llave para abrir la puerta. El conejo es­talló en una salvaje carrera por la conejera.

-A veces pega unos arañazos terribles -exclamó Winifred excitada-. Oh, mírale, ¿no es maravilloso? -el conejo se subía por las paredes de la conejera en su agitación-. ¡«Bismarck»! -exclamó la niña, cada vez más excitada-. ¡Qué horrible eres! Eres bestial.

Winifred miró hacia Gudrun con cierto recelo en su salvaje excitación. Gudrun sonreía irónicamente con la boca. Winifred hizo un extraño ruido musical de indes­criptible excitación.

-Ahora está quieto -exclamó, viendo que el conejo se agazapaba en el rincón más lejano de la jaula-. ¿Le cogemos ahora? -susurró excitada, misteriosamente, mirando a Gudrun y aproximándose mucho-. ¿Le coge­mos ahora? -rió maliciosamente para sí.

Abrieron la puerta de la conejera. Gudrun metió el brazo y cogió al conejo grande y lustroso por las largas orejas, mientras permanecía aún agazapado. Aplastó en­tonces sus cuatro patas y empujó hacia atrás. Hubo un largo sonido como de rascar mientras Gudrun tiraba, y un instante después lo tenía en el aire, debatiéndose salvajemente, con el cuerpo volando como un muelle enroscado y liberado mientras daba latigazos suspen­dido por las orejas. Gudrun sujetó la tempestad blanca y negra lo más lejos de sí que pudo, volviendo el rostro. Pero el conejo tenía una fuerza mágica, todo cuanto ella podía hacer era mantenerlo asido. Casi perdió su sangre fría.

-«Bismarck», «Bismarck», te estás comportando te­rriblemente -dijo Winifred con una voz más bien asus­tada-. Oh, suéltale, es bestial.

Gudrun quedó un momento atónita por la tormenta que había brotado al ser en su mano. Entonces se arre­bató y cayó sobre ella como una nube de rabia densa. Quedó de pie, conmovida como una casa en una tem­pestad y totalmente sobrepasada. Su corazón estaba de­tenido con furia ante la estupidez bestial de esta lucha; sus muñecas estaban heridas feamente por las garras de la bestia, una densa crueldad brotó en ella.

Gerald apareció cuando estaba intentando sujetar al volandero conejo bajo el brazo. El vio con sutil reco­nocimiento su adusta pasión de crueldad.

-Deberías dejar que alguno de los hombres hiciese eso por ti -dijo él, apresurándose.

-¡Oh, es tan horrible! -exclamó Winifred, casi fre­nética.

El tendió su mano nerviosa y fuerte, cogiendo al co­nejo por las orejas y alejándolo de Gudrun.

-Tiene una fuerza temible -exclamó ella con una voz aguda parecida al grito de una gaviota, extraña y vengativa.

El conejo se hizo una pelota en el aire para luego abrirse con un latigazo hasta adoptar la forma de un arco. Parecía realmente demoníaco. Gudrun vio que el cuerpo de Gerald se apretaba, que una aguda ceguera llegaba a sus ojos.

-Conozco a estos rufianes de antiguo -dijo él.

La bestia larga y demoníaca lanzó un nuevo latigazo, desparramándose sobre el aire como si volase, algo se­mejante a un dragón, y luego cerrándose de nuevo, in­concebiblemente poderosa y explosiva. El cuerpo del hombre, crispado con el esfuerzo, vibraba fuertemente. Entonces se apoderó de Gerald una ira súbita, aguda. Con la rapidez del rayo sacó y disparó su mano libre hacia abajo como un águila, golpeando al conejo en el cuello. Al mismo tiempo llegó el grito horrendo y como no terrenal de un conejo ante el temor de la muerte. El animal se estremeció inmensamente, le desgarró las muñecas y las mangas con una convulsión final, todo su vientre lanzó un destello blanco en un remolino de patas, pero un instante después él lo tenía atrapado bajo el brazo. El animal temblaba, al acecho. El rostro de Gerald brillaba con una sonrisa.

-Quién pensaría que había toda esa fuerza en un conejo -dijo mirando a Gudrun.

Y vio los ojos de ella, negros como la noche, en su rostro pálido, casi no terrenal. El grito del conejo tras el violento forcejeo parecía haber rasgado el velo de la conciencia de Gudrun. El la miró y se intensificó el destello blanquecino, eléctrico, de su rostro.

-No le quiero realmente -cantaba Winifred-. No le cuido como hago con «Lucy». Es realmente odioso.

Una sonrisa torció el rostro de Gudrun mientras se recobraba. Sabía que se había revelado.

-¿Verdad que hacen un ruido espantoso cuando gri­tan? -exclamó ella, con esa nota alta en la voz seme­jante al grito de una gaviota.

-Abominable -dijo él.

-No debiera ser tan tonto cuando tienen que sacar­lo -estaba diciendo Winifred, mientras con la mano se acercaba cautelosamente al conejo retenido bajo el bra­zo de Gerald, inmóvil, como si estuviese muerto.

-No está muerto, ¿verdad, Gerald? -preguntó.

-No, debería estarlo -dijo él.

-¡Sí que debería estarlo -exclamó la niña, rubori­zándose de repente con la diversión. Y tocó al conejo con más confianza-. El corazón le está latiendo tan rápido. ¿Verdad que es gracioso? De verdad que sí.

-¿Dónde le queréis? -preguntó Gerald.

-En el pequeño patio verde -dijo ella.

Gudrun miró a Gerald con ojos extraños, oscureci­dos, tensos de conocimiento subterráneo, casi suplican­tes, como los de una criatura que está a su merced pero que es en última instancia el vencedor. El no sabía qué decirle. Sentía el infernal reconocimiento mu­tuo. Y sentía que debía decir algo para cubrirlo. Tenía el poder del relámpago en sus nervios, ella parecía un recipiente suave de su fuego blanco mágico,- espantoso. El estaba inseguro, sentía desfallecimientos de miedo.

-¿Te hizo daño? -preguntó.

-No -dijo ella.

-Es un animal insensible -dijo él, desviando el rostro.


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