Rosa Luxemburg Índice Prólogo 4 primera parte: El problema de la reproducción 5


CAPITULO XVI Rodbertus y su crítica de la escuela clásica



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CAPITULO XVI Rodbertus y su crítica de la escuela clásica



Rodbertus ahonda más que von Kirchmann. Busca las raíces del mal en los fundamentos mismos de la organización social y declara una guerra encarnizada a la escuela librecambista dominante. Sus ataques no van, ciertamente, contra el comercio libre de mercancías o contra la libertad industrial, que acepta plenamente, sino contra los manchesterianos, contra el laissez faire en las relaciones sociales in­teriores de la economía. En aquella época, después del primer período entusiasta de la escuela clásica, había alcanzado ya el predominio aquella apología descarada, cuya expresión más lograda se encuentra en el economista fabulosamente vulgar, ídolo de todos los filisteos, el señor Federico Bastiat con sus “armonías”. Pronto surgieron tras él los diversos Schulze pálidos imitadores en alemán del profeta francés de la armonía. Contra estos “comisionistas del librecambio” se dirige la crítica de Rodbertus. “Las cinco sextas partes de la nación [exclama en su Primera Carta Social a von Kirchmann (1850)] quedan hasta ahora excluidas, por la escasez de su renta, de la mayoría de los beneficios de la civilización y, además, sucumben de cuando en cuando a los más terribles zarpazos de miseria real, hallándose siempre ex­puestos a este riesgo amenazador. Son ellas, sin embargo, las creadoras de toda la riqueza social. Su trabajo comienza al salir el sol y termina cuando se pone; se prolonga hasta la noche misma, y nada puede alterar este destino. Sin poder aumentar su renta pierden incluso el tiempo que hubiera debido quedarles para el cul­tivo de su espíritu. Admitamos que el progreso de la civilización haya exigido hasta ahora tantos sufrimientos. De pronto, súbitamente brilla la posibilidad de modificar esta ne­cesidad triste en una serie de inventos admirables; inventos que hacen más que centuplicar la capacidad de trabajo humano. La riqueza nacional (el patrimonio nacional en relación con la población) aumenta a consecuencia de eso en proporción creciente. Y yo pregunto: ¿puede haber una consecuencia más natural, una demanda más justa que la de obtener también alguna ventaja de este creci­miento para los creadores de la antigua y la nueva riqueza? ¿No han de tener derecho a que se aumente su renta o se rebaje su jornada de trabajo; o a que pasen, cada vez, en mayor número, a las filas de aquellos afortunados que gozan principalmente de los frutos del trabajo? La economía política, o mejor dicho, la economía nacional, sólo ha podido realizar lo contrario. Mientras crece la riqueza nacio­nal, crece también el empobrecimiento de aquellas clases, son nece­sarias, incluso, leyes especiales que se opongan al aumento de la jornada de trabajo. Finalmente, el censo de las clases trabajadoras crece en proporción mayor que el de las otras. ¡Pero no es sólo esto! La capacidad de trabajo centuplicada que no ha podido dar alivio alguno a las cinco sextas partes de la nación, es, además, periódica­mente, el espanto de la última sexta parte y, en consecuencia, de la sociedad entera. ¡Qué contradicciones, pues, particularmente en el terreno económico! Y qué contradicciones en el terreno social en general. ¡La riqueza social aumenta y este aumento va acompañado de una acentuación de la pobreza! Aumenta el poder de creación de los medios de producción, y la consecuencia es su paro. La situación social pide la elevación del nivel material de vida de las clases tra­bajadoras a la misma altura que su situación política, mas la realidad responde con un rebajamiento mayor. La sociedad necesita que su riqueza crezca sin trabas, y los actuales directores de la producción tienen que ponerle obstáculos para no aumentar la pobreza. ¡Sólo hay una cosa en armonía! Al absurdo de la situación corresponde el de la clase dominante; absurdo, que consiste en buscar el funda­mento de este mal allí donde no se encuentra. El egoísmo, que con demasiada frecuencia se envuelve en el ropaje de la moral, denuncia, como causa del pauperismo, los vicios de los trabajadores. Atribuye a su supuesta mala administración y despilfarro lo que es obra de hechos inevitables, y, cuando no puede menos de reconocer la incul­pabilidad, eleva al rango de teoría la necesidad de la pobreza. Predica sin descanso a los obreros el ora et labora; considera como deber suyo la sobriedad y el ahorro, y, a lo sumo, agrega a la miseria del trabajador esa violación del derecho que constituyen las cajas de ahorro forzoso. No ve que un poder ciego convierte la oración del trabajador en una maldición contra el paro forzoso; que el ahorro es una impo­sibilidad o una crueldad y que, finalmente, la moral no surte nunca efecto en boca de quienes ha dicho el poeta “que beben en secreto vino y en público predican beber agua”.”103
Si estas valerosas palabras, escritas treinta años después de Sis­mondi y Owen, veinte años después de las acusaciones de los socia­listas ingleses de la escuela de Ricardo y, finalmente, después del movimiento cartista de la batalla de junio y (last but not least) de la publicación del Manifiesto Comunista, no pueden pretender una significación innovadora, en cambio, es imposible negarles su importancia en la fundamentación científica de tales acusaciones. Rod­bertus desarrolla aquí un sistema, que puede ser reducido a las siguientes proposiciones sintéticas:
La altura a que históricamente ha llegado la productividad del trabajo junto con las “instituciones del derecho positivo’, es decir, la propiedad privada, gracias a las leyes de un “comercio abandonado a sí mismo”, han producido una serie de fenómenos absurdos e in­morales. Son estos:
1.- El valor de cambio en lugar del “valor constituido”, “normal”, y con ello el actual dinero metálico en lugar de un dinero de pa­pel “de acuerdo con su idea” o “dinero de trabajo”. “La primera [verdad] es que todos los bienes económicos son producto de trabajo, o como se suele decir, que sólo el trabajo es productivo. Pero este principio significa ya que el valor del producto es siempre igual al costo de un trabajo, o, con otras palabras, que el trabajo podía cons­tituir ya hoy una medida de valor. La verdad es más bien “que éste no es todavía un hecho de economía pública, sino solamente una idea.”104
“Si el dinero pudiera constituirse según el trabajo que el pro­ducto ha costado, todavía cabría representárselo; sería como un recibo escrito sobre la materia más barata, sobre trapos, como una hoja arrancada de aquel libro de contabilidad general que contuviese el valor producido por cada cual, y que sirviese como crédito contra una cantidad de valor igual a la parte del producto nacional que llegase a la distribución. Si el valor, por cualquier circunstancia, no ha podido ser constituido o no puede serlo todavía, el dinero tiene que arrastrar consigo aquel valor que ha de liquidar, llevándolo como prenda o fianza, es decir, el dinero ha de consistir en un bien va­lioso, en oro o plata.”105 Pero, tan pronto como surge la producción capitalista de mercancías, se invierte el orden de todas las cosas. “La constitución del valor tiene que pesar, porque puede ser ya sólo valor de cambio.”106 Y “porque el valor no puede ser constituido, tampoco el dinero puede ser meramente dinero, ni responder plenamente a su idea”.107 “Si hubiera una compensación justa en el cambio, el valor de cambio de los productos tendría que ser igual a la cantidad de tra­bajo que hubiesen costado; habrían de cambiarse, en los productos, cantidades de trabajo siempre iguales.” Pero aun suponiendo que cada cual produjera justamente los valores de uso que otro necesita, “serían necesarios, ya que se trataba de conocimiento y voluntad hu­manos, un cálculo, compensación y fijación exactos de las cantidades de trabajo contenidas en los productos cambiados, y la existencia de una ley a las que se sometieran los que cambian.”108
Como es sabido, Rodbertus acentúa con insistencia su prioridad sobre Proudhon en el descubrimiento del “valor constituido”, prioridad que puede concederse tranquilamente. Esta “idea” era hasta tal punto un fantasma, que ya mucho tiempo antes de Rodbertus había producido teóricamente sus frutos en Inglaterra, y había sido ente­rrada en la práctica. Esta “idea” no era más que una transmutación utópica de la teoría de valor de Ricardo. Y ello ha sido demostrado suficientemente por Marx en su Miseria de la filosofía y por Engels en el prólogo a este mismo libro. No es menester, por tanto, insistir.
2.- De la “economía de intercambio” resultaba la “degradación” del salario al rango de mercancía, en vez de ser una cuota fija de participación en el producto según el valor de costo. Rodbertus, con un atrevido salto histórico deriva su ley del salario directamente de la esclavitud, con lo cual considera el carácter específico que la producción de mer­cancías impone a la explotación como una mentira engañosa y lo condena desde el punto de vista moral. “Mientras los productores mismos eran propiedad de los no productores, mientras existía la es­clavitud, era exclusivamente la ventaja privada del ‘señor’ la que determinaba literalmente la magnitud de aquella parte (de la parti­cipación del obrero). Desde que los productores han alcanzado la plena libertad personal, pero nada más, ambas partes se ponen de acuerdo, previamente, acerca del salario. El salario es, como hoy se dice, objeto de un “contrato libre”, es decir, de la competencia. Con esto el trabajo es sometido, naturalmente, a las mismas leyes de valor de cambio a que se hallan también sometidos los productos; él mismo recibe valor de cambio; la magnitud del salario depende del juego de la oferta y la demanda.” Después de haber invertido así las cosas y haber deducido de la competencia, el valor de cambio de la fuerza de trabajo, a continuación deduce también, naturalmente, su valor de su valor de cambio: “Bajo el imperio de las leyes del valor de cambio, el trabajo recibe una especie de “valor de costo”, que ejerce una fuerza de atracción sobre su valor de cambio: el im­porte del salario. Es ésta la magnitud del salario necesaria para “man­tenerlo en uso”, es decir, otorgarle la fuerza para su propia prosecución, aun cuando sólo en su descendencia: el llamado “sustento necesario”.” Pero tampoco esto es en Rodbertus una fijación de leyes económicas objetivas, sino solamente de indignación moral. Rodbertus llama “cínica” a la afirmación de la escuela clásica, según la cual “el trabajo no tiene más valor que el del salario que recibe”, y se propone descubrir “la serie de errores que han conducido a esta con­clusión crasa e inmoral”.109 “Una apreciación tan deshonrosa como aquella que hacía estimar el salario como el sustento necesario, o como si se tratase de la reparación de una máquina, ha existido tam­bién respecto al trabajo convertido en mercancía de cambio. Ese prin­cipio de todos los bienes, de un “precio natural” o de “costo”, como si se tratase del producto mismo, ha puesto este precio natural, estos costos de trabajo, en la cantidad de bienes necesaria para volver a llevar el trabajo al mercado.” Este carácter de mercancía y la co­rrespondiente valoración de la fuerza de trabajo, no son más que extravíos malignos de la escuela del librecambio, y en vez de insistir como los discípulos ingleses de Ricardo sobre la contradicción que existe en el seno de la producción capitalista de mercancías entre la determinación del valor del trabajo y la determinación del valor por el trabajo, Rodbertus, como buen prusiano, acusa a la producción capitalista de mercancías de contradecirse… con el derecho político vigente. “¡Qué insensata, indescriptible contradicción la de aquellos economistas [exclama] que quieren que los obreros decidan su po­sición jurídica dentro de los destinos de la sociedad, y al mismo tiem­po siguen tratándoles económicamente como simples mercancías!”110
Sólo queda objetar: ¿Por qué los obreros consienten una injus­ticia tan insensata y patente? Objeción que Hermann, por ejemplo, presentaba contra la teoría del valor de Ricardo: “¿Qué hubieran debido hacer los obreros si al quedar en libertad no hubieran querido consentir aquella medida? Representémonos su situación. A los obre­ros se les dio la libertad desnudos o vestidos de harapos, sin más que su fuerza de trabajo. Con la desaparición de la esclavitud o de la servidumbre de la gleba, había desaparecido también la obligación jurídica del señor de alimentarlos o de cuidar de sus necesidades más elementales. Pero sus necesidades habían quedado, y tenían que vi­vir. ¿De dónde iban a sacar para vivir? ¿Coger una parte del capital existente en la sociedad y producir con ella lo necesario para su sustento? Pero el capital de la sociedad pertenecía ya a otros, y los guardianes del “derecho” no lo hubieran consentido.” ¿Qué les que­daba hacer, pues, a los trabajadores? Sólo una alternativa: o derri­bar el derecho imperante de la sociedad o volver a unas condiciones económicas semejantes a las anteriores, aunque variase su situación jurídica; retornar a sus antiguos señores, los poseedores de la tierra y el capital, y percibir, como salario, lo que antes habían percibido como sustento. Para dicha de la humanidad y del Estado prusiano, los trabajadores fueron “bastante cuerdos” para no “sacar de sus carriles” a la civilización, prefiriendo someterse ricamente a las mi­serables exigencias de “sus antiguos señores”, Surgió, así, el sistema capitalista del salario y la ley del salario como “esclavitud aproxi­mada”, como un producto del abuso de poder de los capitalistas, así como de la docilidad pacífica de los proletarios, si hemos de atenernos a las innovadoras explicaciones teóricas del mismo Rodbertus, que, como se sabe, ha sido “saqueado” teóricamente por Marx. Con respecto a esta teoría del salario, es en todo caso indiscutible la “prio­ridad” de Rodbertus, pues los socialistas ingleses y otros críticos sociales habían analizado el sistema de salarios mucho menos gro­sera y primitivamente. Lo más original, en todo ello, es que Rod­bertus no utiliza todo el aparato de su indignación moral sobre el origen y leyes económicas del sistema de salarios para pedir, como consecuencia, la supresión de la espantosa injusticia, de la “contra­dicción insensata e indescriptible”. ¡De ninguna manera! Repetida­mente tranquiliza a sus congéneres para que no tomen seriamente sus rugidos contra la explotación: no es un león, sino simplemente Schnoch, el carpintero. Sólo es necesaria la teoría ética de la ley del salario para sacar de ella esta otra conclusión.
3.- De la determinación del salario por las “leyes de valor de cambio”, resulta que, con el progreso de la productividad del tra­bajo, la participación del obrero en el producto es cada vez menor. Hemos llegado aquí al punto de Arquímedes del “sistema” de Rod­bertus. La “cuota decreciente de salarios” es la más importante idea “original”, la que repite desde su primer escrito social (probable­mente en 1839) hasta su muerte y que “reclama” como su propiedad. Cierto que esta “idea” era una sencilla consecuencia de la teoría del valor de Ricardo; cierto es que se halla implícita en la teoría del fondo de salarios que dominó la economía burguesa desde los clásicos hasta la aparición de El Capital de Marx. Sin embargo, Rodbertus cree haber sido en este “descubrimiento” una especie de Galileo de la economía política, y recurre a su “cuota decreciente del salario” para explicar todos los males y contradicciones de la economía capi­talista. De la cuota decreciente de salario dedujo, pues, ante todo, el pauperismo, que para él constituye, junto con las crisis, “la cuestión social”. Y sería oportuno recomendar a la atención de los modernos debeladores de Marx, el hecho de que no ha sido Marx, sino Rod­bertus quien se halla mucho más cerca de ellos; él, Rodbertus, que ha formulado una teoría del empobrecimiento, y ello en la forma más grosera, haciendo de ella, a diferencia de Marx, no un fenómeno complementario, sino el punto central de la “cuestión social”. Véase, por ejemplo, su demostración del empobrecimiento absoluto de la cla­se obrera en la Primera Carta Social a von Kirchmann. Luego la “cuota decreciente del salario debe servir también para explicar el otro fe­nómeno fundamental de la ‘cuestión social’”: las crisis. Aquí, Rod­bertus acomete el problema del equilibrio entre consumo y produc­ción y toca el complejo entero de los puntos debatidos sobre los que había versado ya la contienda entre Sismondi y la escuela de Ricardo.
El conocimiento de las crisis se hallaba apoyado naturalmente, en Rodbertus, en un material de hechos mucho más abundante que en Sismondi. En su Primera Carta Social inserta ya una descripción detallada de las cuatro crisis: 1818-19, 1825, 1837-39 y 1847. Gracias a una observación más amplia, Rodbertus pudo ver, aunque imper­fectamente, la esencia de las crisis con más profundidad de lo que les fue posible a sus predecesores. Así, ya en 1850, formula la perio­dicidad de las crisis; su retorno con intervalos cada vez más breves, y con mayor intensidad: “En proporción al aumento de la riqueza ha aumentado siempre lo horrible de estas crisis; se han hecho más numerosas las víctimas por ellas devoradas. La crisis de 1818-19, a pesar de haber despertado ya el espanto del comercio y las preocupa­ciones de la ciencia, fue relativamente insignificante comparada con la de 1825-26. La última infirió tales daños al patrimonio de Ingla­terra, que los más famosos economistas dudaban de que pudiera restablecerse totalmente. A pesar de esto, fue sobrepujada aún por la crisis de 1836-37. A su vez, las crisis de 1839-40 y 1846-47 produjeron mayores estragos que las precedentes. A juzgar por las experiencias de que disponemos hasta aquí, las crisis vuelven con intervalos cada vez más breves. Desde la primera hasta la tercera crisis transcurrie­ron 18 años; desde la segunda a la cuarta, 14; desde la tercera a la quinta, 12. Ya aumentan los síntomas de una próxima nueva desgra­cia, incluso cuando indudablemente, el año 1848 ha contenido su desencadenamiento.”111 Más adelante Rodbertus hace la observación de que, en general, los precursores de las crisis suelen ser un florecimiento extraordinario de la producción, grandes progresos técnicos de la in­dustria: “Todas las crisis han venido después de un período sobre­saliente de florecimiento industrial.”112 Utilizando la historia de las crisis, describe cómo “las mismas se producen sólo tras un acrecen­tamiento importante de la productividad”.113 Rodbertus combate la opinión vulgar que quiere reducir las crisis a dificultades de dinero y crédito, y critica toda la legislación equivocada de Peel sobre los billetes de Banco; fundamenta detalladamente su opinión en el ar­tículo: “Las crisis comerciales y las dificultades hipotecarias del año 1858”, en el que, entre otras cosas, dice: “Es pues, también equivocado considerar las crisis comerciales sólo como crisis de dinero, bolsa o crédito. Sólo se presentan así exteriormente, en su primera aparición.” También es notable el ojo penetrante de Rodbertus cuando aprecia la significación del comercio exterior en conexión con el problema de las crisis. Lo mismo que Sismondi, señala la necesidad de expansión para la producción capitalista, pero agrega al mismo tiempo que, con ello, sólo se consigue que crezcan las dimensiones de las crisis periódicas. “El comercio exterior [dice en Para el es­clarecimiento de la cuestión social, Segunda parte, cuaderno 1] guarda con los entorpecimientos del comercio interior una relación análoga a la de la beneficencia con el pauperismo; en último término, no ha­cen más que crecer con aquél.”114 Y en el artículo citado “Las crisis comerciales y dificultades hipotecarias del año 1858”: “Lo único que se puede em­plear para prevenir futuros desencadenamientos de las “crisis” es el arma de doble filo, que consiste en desarrollar el mercado ex­terior. La mayor parte de las veces el violento impulso hacia tal desarrollo no es más que la excitación enfermiza de un órgano da­ñado. Como en el mercado interior uno de los factores, la pro­ductividad, aumenta eternamente, y el otro, “el poder de compra”, se mantiene eternamente igual para la mayor parte de la nación, el comercio debe tratar de suplir con mercados exteriores la limitación del último. Lo que calma esta sed aplaza, al menos, una nueva aparición del mal. Cada nuevo mercado exterior equivale, por eso, a una tregua de la cuestión social. Del mismo modo ac­túan los colonizadores en países no cultivados. Europa se crea un mercado donde antes no lo había. Pero este medio no hace, en substancia, más que entretener el mal. Cuando los nuevos merca­dos están llenos, la cuestión vuelve a su antiguo punto de partida: al factor limitado del poder de compra que se halla frente al factor ilimitado de la productividad, y lo único que se ha hecho ha sido apartar la nueva crisis del mercado menor para que aparezca en el mayor, en dimensiones aún más amplias y con choques aún más violentos. Y, como la tierra es limitada y, por tanto, ha de cesar alguna vez la conquista de nuevos mercados, tiene que cesar tam­bién el simple aplazamiento de la cuestión. Tiene que ser resuelta, definitivamente, algún día.”115
También ha tenido en cuenta la anarquía de la producción ca­pitalista privada, como factor de las crisis, pero considerándola sólo entre otros factores, no como la verdadera causa de las crisis en general, sino como fuente de un determinado género de crisis. Así, acerca de la aparición de las crisis en el famoso punto de von Kirch­mann dice: “Ahora bien, no quiero asegurar que este género de pa­ralización del mercado se dé también en la realidad. El mercado es hoy grande, las necesidades y ramas de la producción son mu­chas, la productividad es importante, los síntomas de la apetencia son oscuros y engañosos, los empresarios desconocen mutuamente la extensión de su producción; por consiguiente, puede acontecer, fácilmente, que éstos se equivoquen al medir una determinada ne­cesidad de mercancías y llenen con exceso el mercado.” Rodbertus declara también categóricamente que estas crisis sólo pueden ser remediadas con una organización planificada de la economía, una “inversión total” de las actuales relaciones de propiedad, la reunión de todos los medios de producción “en manos de una única autoridad social”. Cierto que también aquí se apresura a añadir, para tranqui­lidad de los ánimos, que prejuzgar la posibilidad de semejante situa­ción es posible, “pero en todo caso sería la única posibilidad de im­pedir esta clase de paralizaciones del mercado’’. Subraya, pues, aquí que hace responsable a la anarquía de la producción actual, sólo de una forma determinada parcial de las crisis.
Rodbertus se burla del principio del equilibrio natural entre pro­ducción y consumo de Say-Ricardo, y lo mismo que Sismondi pone el acento sobre el poder adquisitivo de la sociedad, que hace depen­der, a su vez, como éste, de la distribución de la renta. Sin embargo, no acepta la teoría de las crisis de Sismondi, sobre todo en sus conclu­siones finales, y se sitúa en resuelta oposición frente a ella. Mientras Sismondi veía la fuente del mal en la extensión ilimitada de la pro­ducción, sin tener en cuenta la limitación de la renta, y en conse­cuencia, dedicándose al encauzamiento de la producción, Rodbertus defiende, a la inversa, la extensión más fuerte e ilimitada posible de la riqueza, de las fuerzas productivas. Para él la sociedad necesita aumentar su riqueza sin ninguna clase de obstáculos. Quien rechaza la riqueza de la sociedad, rechaza su poder, su progreso; con éste, su virtud. Quien pone obstáculos a su incremento, los pone a su pro­greso. Todo aumento del saber, querer y poder de la sociedad va unido a un aumento de la riqueza.116
Desde este punto de vista, Rodbertus fue un ardoroso defensor del sistema de los Bancos de emisión, que consideraba como base imprescindible para la rápida e ilimitada expansión de la actividad de inversión de capitales. Tanto su artículo sobre las dificultades hi­potecarias del año 1858, como el trabajo publicado ya en 1845 sobre la crisis monetaria prusiana, están consagrados a esta demostración. Pero en ellas se dirige polémicamente contra las amonestaciones de Sismondi, tomando aquí también la cosa primeramente a su manera ético-utópica. “Los empresarios [declama] no son esencialmente más que funcionarios económico-políticos, que no hacen más que cumplir con su deber para hacer trabajar, poniendo en tensión todas las fuerzas, los medios de producción nacionales que les ha confiado la institución de la propiedad. El capital, lo repito, pues, sólo existe para la producción.”
Más tarde, con mayor objetividad: “¿O se quiere que ellos [los empresarios] conviertan en crónicos los daños casuales, empleando, desde el principio y constantemente, fuerzas menores a las que poseen realmente, para conseguir de esta manera un grado más bajo de vio­lencia a cambio de una duración incesante del mal? Aun cuando fuésemos bastante insensatos para darles este consejo, no podrían se­guirlo. ¿Cómo iban a reconocer aquellos productores mundiales estos límites, ya enfermizos, del mercado? Todos producen sin saber nada unos de otros, en los rincones y cabos más diversos de la Tierra para un mercado alejado centenares de millas, con fuerzas tan gigantescas que la producción de un mes basta para traspasar aquellos limites: ¿cómo cabe pensar que una producción tan escindida y no obstante tan poderosa pueda alcanzar a tiempo su equilibrio exacto? ¿Dónde están, por ejemplo, las instituciones, las oficinas de estadística que les ayuden en semejante labor? Pero lo más grave es que lo único que posee la sensibilidad del mercado es el precio con sus altas y bajas. Sólo que el precio no es como un barómetro que anuncia, de ante­mano, la temperatura del mercado, sino como el termómetro, que no hace más que medirla. Tan pronto como baja el precio, se ha traspasado el límite y ha venido el mal.”117 Estas observaciones, entre ambas diferencias esenciales en la concepción de las crisis, dirigidas indudablemente contra Sismondi, revelan las diferencias esenciales que existían entre ambos en la concepción de las crisis. Por eso, cuando Engels dice en el Anti-Dühring que la explicación de las crisis por deficiencia de consumo enunciada por Rodbertus procede de Sis­mondi, en rigor se equivoca. Rodbertus sólo tiene de común con Sismondi la oposición contra la escuela clásica, así como la explica­ción de las crisis, en general, por la distribución de la renta. Pero también en este punto Rodbertus sigue sus manías peculiares. No es el nivel bajo de las rentas de la masa obrera lo que determina la sobreproducción, ni tampoco la capacidad limitada de consumo de los capitalistas, como decía Sismondi, sino simplemente el hecho que la renta de los trabajadores representa, con el progreso de la productividad, una parte cada vez menor del valor del producto. Rodbertus advierte claramente a su contradictor que las paralizacio­nes del mercado no proceden de la escasez de la participación de las clases trabajadoras: “Represéntese usted [le dice a von Kirchmann] estas participaciones tan pequeñas que sólo les sirvan a sus poseedores para cubrir las necesidades mínimas de la vida; pero si usted se limita a fijar las participaciones en la cuota que representan dentro del producto nacional y luego hace que aumente la producti­vidad, tendrá el recipiente fijo de valor capaz de recoger un contenido cada vez mayor, el bienestar constantemente creciente de las clases trabajadoras. Por el contrario, si se representa la participación de las clases trabajadoras todo lo grande que se quiera, pero de modo que aumentando la productividad desciendan, representando una cuota cada vez menor del producto nacional, estas participaciones hasta que no hayan retrocedido a su escasez actual, podrán prote­ger a sus poseedores de privaciones demasiado grandes, pues el con­tenido productivo será siempre considerablemente mayor que hoy; pero tan pronto como comiencen a bajar vendrá la insatisfacción que culmina en nuestras crisis comerciales y que, sin culpa de los capita­listas, sólo se producen porque éstos ajustan las dimensiones de su producción a las medidas dadas por la participación.”118
Por con­siguiente, la verdadera causa de las crisis es la “cuota decreciente del salario”, y el único remedio contra ellas es la disposición legal, según la cual la participación de los trabajadores en un producto nacional debe representar una cuota fija e inmutable. Hay que comprender bien de esta grotesca ocurrencia para dar el valor que merece a su conte­nido económico.

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