El derecho administrativo


taciones genéricas, como las impuestas por la reglamentación



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taciones genéricas, como las impuestas por la reglamentación de alqui­

leres, de control de precios, o por la proximidad del dominio público

(servidumbres aéreas, carreteras, ferrocarriles, etc.), o sobre la propiedad

agraria (prohibiciones de determinados cultivos). La privación sin indem­

nización se justifica en la generalidad de las personas a que afectan dichas

limitaciones, a quienes sería financieramente imposible compensar ade­


cuadamente. Esta circunstancia la recoge la Ley, al exigir para quc sean indemnizables los daños ocasionados con motivo del funcionamiento nor­mal o anormal de los servicios públicos que afecten «a una persona o gn~po de personas» (art. 139.2 de la Ley de Régimen Jundico de las Admi­nistraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común).
Por el contrario, las servidumbres restringen no tanto el contenido general del derecho de propiedad, cuanto su exclusividad, por lo que las facultades de la propiedad vienen a quedar divididas entre el pro­pietario y el titular de la servidumbre de forma que, desde el punto de vista del propietario, la servidumbre consiste en un soportar algo. La servidumbre pública implica también la sujeción parcial del bien a un uso por parte de la colectividad, de ordinario una ocupación de bienes inmuebles, así como la realización de operaciones materiales concretas. Pero, como advierte GARRIDO, ese criterio diferenciador no ha sido siem­pre utilizado, ni mucho menos, por nuestras leyes que con frecuencia emplean los términos de servidumbre y limitación sin el menor rigor cient'fico.
No obstante, la dificultad del concepto de servidumbre no está tanto en marcar su frontera con las limitaciones jur~dicas y generales, que fijan los l~mites o contornos de toda una categor~a de bienes, cuanto de dife­renciarlo del ampl~simo concepto de expropiación que formula el ar­t~culo 1 de la Ley de Expropiación Forzosa, que considera tal ·Si la servidumbre es una restricción que implica el nacimiento de un derecho real sobre cosa ajena y además es indemnizable como cualquier otro supuesto de expropiación, y ésta ha dejado de definirse por la des­posesión total de un bien o derecho, resulta prácticamente imposible su diferenciación con la servidumbre forzosa cuando el titular es una Administración pública. La garant~a patrimonial de la propiedad que la expropiación comporta cubrir~a uno y otro supuesto. As~ lo reconoce la Sentencia de 27 de octubre de 1979, sobre imposición de una ser­vidumbre de paso en vuelo (instalación de un cable telefónico) sobre una finca de propiedad privada, que el Tribunal Supromo consideró una expropiación suficientemente tipificada en el amplio concepto del ar­t~culo l de la Ley, porque priva al propietario de ciertas facultades del dominio (edificar o cultivar ciertas especies) y le obliga a soportar algunas actividades del titular (tales como reparar el cable y vigilarlo).
Las nacionalizaciones de actividad, por las que las llevadas a cabo por particulares se declaran actividades públicas y se socializan (art. 128 de la Constitución), y que son cosa del pasado más que del presente, tamb~én presentan problemas, en cuanto es una medida que se sitúa a medio camino entre la expropiación estricta, caracterizada por la nota de la singularidad (GARCTA DE ENTERRiA y FERNÁNDEZ RODRIGUEZ), y la limitación definida por la nota de la generalidad. En principio, deben ser indemnizadas las cesaciones del ejercicio de actividades por paso de las mismas al sector público que impliquen cierre de empresas y pér­dida de clientela, porque cabe la individualización del daño y son por ello verdaderas expropiaciones a tenor del artículo 1 de la Ley de Expro­piación Forzosa que incluye las meras cesaciones de ejercicio.
No obstante, la jurisprudencia (Sentencias del Tribunal Supremo de 22 de mayo de 1970, 1 de febrero y 12 de noviembre de 1971 y 30 de septiembre de 1972) no reconoció derecho de indemnización a las empresas aseguradoras privadas cuando el Texto Articulado de la Ley de Seguridad Social de 21 de abril de 1966 dispuso el cese de sus actividades en favor del sector público.
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De otro lado, las expropiaciones parciales pueden originar por conexión un derecho a indemnización por las limitaciones que a partir de ellas se originan. As', el Tribunal Supremo en la Sentencia de 30 de marzo de 1982, sobre expropiación parcial de parte de una finca, y debido al uso como cementerio a que se destinaba el terreno expropiado, declara el derecho a la indemnización de los propietarios por no poder construir a partir de la expropiación dentro de un perímetro no inferior a quinientos metros (art. 50 del Reglamento de 20 de julio de 1974). En el mismo sentido, la Sentencia de 7 de marzo de 1979 declara el derecho de los expropiados para la construcción de la autopista del Atlántico a ser indem­nizados por la limitación del ius aedificandi que comportan sobre el resto de su propiedad las zonas de afección y servidumbre previstas en el articulo 20 de la Ley 8/1972, de 10 de mayo.
Una última cuestión obliga a plantear la hipótesis muy real de acu­mulación indefinida de limitaciones no indemnizables. ¿Cuál es el con­tenido esencial de la propiedad que debe ser respetado? Si no se esta­bleciere hmite alguno a esas limitaciones legales que se van sumando unas a otras, la propiedad puede aparecer desnuda como la margarita que se deshoja poco a poco, dejando en manos del propietario tan sólo el tallo y la espina del pago de los impuestos que toda titularidad comporta en mayor o menor medida. Por ello, no es posible aceptar que la pro­p~edad, en su manifestación más t~pica, sobre bienes inmuebles, pueda ser limitada o saqueada
indefinidamente por uno y otro concepto, pri­
vándole ayer del subsuelo minero, otro día del derecho a edificar, después de las aguas subterráneas, más adelante de la posibilidad de cultivar determinados productos, a lo que habría que sumar la imposición de deberes positivos de hacer bajo amenaza de expropiación, soportar cuan­tiosos impuestos directos y toda clase de servidumbres y limitaciones no indemnizables. Siendo una por una esas limitaciones absolutamente legítimas desde el punto de vista constitucional, habrá que pensar que existe un tope cuantitativo, de forma que, pese a tales configuraciones, limitaciones y gravámenes, exista siempre respecto de cada concreta pro­piedad un último aprovechamiento inatacable que justifique en términos económicos el interés del titular por el bien en cuestión y que aleje la propiedad de la imagen del animal disecado, que tiene la apariencia de los vivos, pero al que se ha privado de todas sus vísceras y facultades. En ese caso extremo parecería lógico que con motivo de la última, y ya insoportable, limitación que convierte la propiedad en un bien irren­table, se reconociese al titular el derecho de exigir la expropiación o una mínima indemnización.
El Tribunal Constitucional en la Sentencia 37/1987, de 26 de marzo, sobre la Ley del Parlamento de Andalucía 8/1984, de 3 de julio, de Refor­ma Agraria, parece rechazar la posibilidad de un vaciamiento total de los contenidos del derecho de propiedad y su reducción a una pura titu­laridad formal, algo así como si la única facultad del propietario fuera la de pasearse por sus campos. Por el contrario, declara que la traducción institucional de las exigencias de la función social de la propiedad que corresponde a los poderes públicos delimitar por tanto, la definic¿ón de la propiedad que en cada caso se infiera de las leyes o de las medidas adoptadas en virtud de las mismas puede y debe ser controlada por este Tnbanal Constitucional o por los órganos judiciales en el ámbito de sus respectivas competencias», los cuales en el ejercicio de ese control jurídico habrán de buscar «el contenido esencial o mfnimo de la propiedad pnvada entendido como recognoscibilidad de cada tipo de derecho dominical en el momento h~stórrco de que se trate y como practicabilidad o posibilidad efectiva de realización del derecho, sin que las limitaciones y deberes que se impongan al propietario deban ir más allá de lo razonable».
4. ORIGEN Y EVOLUCIÓN DEL PROCEDIMIENTO

EXPROPIATORIO


Las anteriores cuestiones constituyen la primera línea defensiva de la propiedad privada y su importancia es manifiesta. Pero no menos lo
es el aspecto formal de la garantía expropiatoria que se refiere a los procedimientos administrativos arbitrados para que la Administración
Ipueda llevar a cabo la privación de la propiedad en favor de los intereses
públicos y de los ulteriores procesos que garantizan que ésta se realice

con arreglo a las condiciones materiales y formales que constitucional­

mente la legitiman. Efectivamente, más que al análisis de los límites

sustanciales de la propiedad privada frente a limitaciones, servidumbres,


;planes 0 normas que definen su ámbito, el art~culo 33.3 de la Constitución
invita a reflexionar sobre la firmeza y operatividad de los aspectos for­

males de la garantía que el instituto expropiatorio ha protagonizado desde

que, como procedimiento de espec~fica protección contra la desposesión

de la propiedad, se impuso en el Derecho moderno por el artículo 17

de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1879.

Un procedimiento con dos versiones: judicialista, que otorga al juez un



papel preponderante; y administrativo que lo margina.
A) Los origenes napoleónicos y judicialistas del procedimiento expropiatorio
Fue Napoleón quien, en Ley de 8 de marzo de lX10, precisó las fór­mulas procesales de defensa de la propiedad inmueble frente a los desa­poderamientos que originallan las obras públicas, diseñando por vez pri­mera la expropiación forzosa. Y lo hizo, además, en términos de notable contraste con su propia concepción del principio constitucional de sepa­ración de poderes entre la Administración y los Tribunales ordinarios. En efecto, si a la Jurisdicción administrativa se asignó una competencia prácticamente ilimitada en todas las cuestiones en que era parte la Admi­nistración, y en especial en materia contractual, sustrayendo esa compe­tencia a los Tribunales civiles, curiosa y paradójicamente este proceder antijudicialista iba a sufrir una notable excepción en la regulación de la expropiación forzasa. En esta cuestión Napoleón actuó como un liberal radical, forzando al Consejo de Estado a que preparase una ley cuyas ideas centrales hab~an de ser la máxima desconfianza hacia la Adminis­tración, tanto activa como contenciosa, y el otorgamiento de garantías eficaces a los propietarios. Para ello, no vio otra solución que la de no permitir la cesión forzosa de la propiedad, sino por sentencia judicial reca'­da en un proceso de naturaleza civil. No cedió Napoleón a la resistencia pasiva del Consejo de Estado, para quien estas ideas representaban un paso atrás en la recién conquistada independencia de la Administración frente a los Tribunales, ni se doblegó ante argumentos tan serios para un administrador cabal como la imprescindible urgencia de las obras públi­cas, 0 el riesgo de que la intervención del juez civil comportase la fijación de indemnizaciones excesivas. Frente a ambas objeciones sostuvo que la
intervención del juez civil no ten~a por qué paralizar la acción adminis­trativa, pues ello podr~a obviarse con la estructuración de un proceso civil sumario que podría durar d~as; pero siempre ante el juez civil, pues la propiedad, si no hay consentimiento del propietario, sólo puede ceder ante una sentencia judicial en la que, además, se fije la indemnización
Con el tiempo, la Ley napoleónica de 1810 habr~a de ser objeto de sustanciales modificaciones y siempre en razón de la urgencia o de las formas de fijación de la indemnización. Estas modificaciones dieron como resultado la conversión del juez civil otrora protagonista y actor principal del procedimiento—en mero espectador que preside los Jurados de Expro­piación creados por las Leyes de 7 de julio de 1833 y 3 de mayo de 1841, quedando en sus manos la facultad de decretar la transferencia de pro­piedad tras la simple constatación del cumplimiento de los trámites precisos para que el efecto traslativo se produjere, pero sin poder de anulación. Ya en este siglo, el procedimiento expropiatorio sufrirá una nueva degra­dación al generalizarse el procedimiento de urgencia por sendos Decretos de l 935. Sin embargo, cuando todo hac~a suponer que la concepción napo­leónica y judicialista de la expropiación estaba definitivamente abandonada, la Ordenanza de 28 de octubre de 1958, aprobada bajo la presidencia del General De Gaulle, vuelve a regular la expropiación forzosa sobre las bases sentadas por la Ley de 1810, devolviendo el instituto expropiatorio a sus or~genes napoleónicos. Dato sobresaliente de la nueva regulación, que completará la Ley de 26 de julio de 1962, es la creación dentro de la Jurisdicción civil de un proceso especial de expropiación con dos ins­tancias y el correspondiente recurso de casación. En esencia, pues, el pro­cedimiento expropiatorio tiene en Francia dos fases: una primera de carác­ter administrativo, que comprende tanto la declaración de utilidad pública como la necesidad de la ocupación, y otra, rigurosamente judicial ante el juez civil, constituida por la determinación del justiprecio y la declaración de la transferencia de la propiedad.
B) La recepción y evolución del procedimiento expropiatorio en el Derecho espanol
Nuestras leyes modernas sobre expropiación han sido directamente influidas por la legislación francesa y, aunque no siempre en tiempos coincidentes, han recogido también sus dos modelos, el judicial y el admi­nistrativo. As~ la Ley de 17 de julio de 1836 responde sólo en lmeas generales al sistema judicialista, limitándose la actividad del juez civil a nombrar al tercer perito que hab~a de fijar justiprecio, de no existir acuerdo entre la Administración y el propietario. El Reglamento de apli­cación de dicha Ley de 27 de julio de 1853, aprobado cuando ya estaba en funcionamiento la Jurisdicción administrativa, desvió hacia ésta la
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garantía del procedimiento de expropiación y de la correcta fijación de las indemnizaciones, reconociendo al expropiado un amplio recurso con­tenciosoadministrativo.
La inicial administrativización del instituto será deslegitimada por la Constitución de 1869, que impuso la intervención del juez, atribuyéndole tanto la determinación del justiprecio como la declaración de la trans­ferencia de la propiedad. ·decía el art. 1~1 podrá ser expropiado de sus bienes, sino por causa de utilidad común y en virtud de mandamiento judicial, que no se ejecutará sin previa indemnización regulada por el Juez con interrención del interesado.» Plenamente judicialista es, por tanto, la regulación del Decreto de 12 de agosto de 1869. Tras la fase relativa a la necesidad de ocupación (contra el que cab~a recurso contenciosoad­ministrativo), el Gobernador trasladaba el expediente al Juez de Primera Instancia del partido en que radicasen las fincas para que procediera a la tasación, siendo ejecutiva la providencia fijando el importe de la ~demnización. Expedido el mandamiento de pago, el Juez poma en pose­~ón de los bienes al expropiante.
La Exposición de Motivos de este Decreto resume magistralmente las dos concepciones sol~re la Expropiación forzosa, administrativa y judi­cial, claramente enfrentadas: «Obedec¿endo a principios distintos de los que se fundaba la Ley de 1836, el artículo /4 de la Constitución separa la esfera jundica de la administrativa; abandona el primer período al cuidado del Gob¿emo y en este punto subsisten por tanto la ley, la instnucción y el regla­mento vigentes; pero al comenzar el segundo período, cambia el sistema, y sólo por mandamiento judicial se realiza la ocupación, quedando sometido el justiprecio u lo que decida esta última Autondad. De aquí resultan dos modifiaociones importantísimas: la primera, en el justiprecio; la segunda, en el desahucio y posesión. Respecto a aquélla, el nuevo precepto constitucional no altera los trámites que prescribe el art~culo 7 de la Ley del 36, ni prejuzga tampoco cuáles sean éstos, pero completa dichas prescripciones exigiendo la sanción del Juez para que tenga fuerza ejecutiva la tasación de los peritos. Consiste la segunda en que el desahucio y la posesión no competen ya a la Autoridad gubemativa; debiendo, para ser válidos, proceder de manda­miento judicial, que deberá expedirse en vista de las actuaciones preparadas por la Administración en el primer penado. Consecuencia natural de este nuevo curso que el expediente de expropuación sigue es, por una parte, que todo poder de la Administrac¿ón en materia de tasac¿ones quede anulado y que sólo se le comunique lo resuelto a fin de que real¿ce el pago; y por otra parte desaparece as¿m¿smo, en lo que a just¿prec¿os se refiere, la com­petenc¿a contenc¿osoadm¿n¿strat¿va, que el art~culo 26 del Reglamentofijaba.»
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Sin embargo, la fase liberal y judicialista habr~a de durar muy poco, pues la Constitución de 1876 se cuidó de no aludir a la intervención
judicial (art. 10: «no se impondrá jamás la pena de confiscoc¿ón de bienes y nadie podrá ser pnvado de su propiedad sino por autondad competente y por causa justificada de utilidad pública, previa siempre la correspondiente indemnización»), retornando el instituto expropiatorio a parámetros admi­nistrativos mucho más manejables. En este sentido, la Ley de más larga vigencia, la de 1 de enero de 1879, administrativizó la expropiación forzosa de forma radical, reduciendo de nuevo la intervención del juez civil al mmimo y desairado papel de nombrar—en la fase de justiprecio—al tercer perito, euyo dictamen por lo demás no vinculaba a la Adminis­traeión. Ésta resolv~a sobre el justiprecio, tras ese dictamen no vinculante, de forma rigurosamente unilateral.
C) Las alteraciones producidas por razones de urgencia y la definitiva administrativización del modelo
El solemne modelo inicial del procedimiento expropiatorio, concebido sobre la idea de que la ocupación de los bienes no podía producirse antes de que se cumplieran los trámites de la declaración de utilidad pública de la obra a la que se destinaban los bienes, necesidad de ocu­pación de los terrenos en cuestión, justiprecio y pago, sufrió diversas modificaciones que tomando como causa y excusa la urgencia de las obras, justificaron la alteración del orden de los trámites del procedi­miento expropiatorio, de forma que los de justiprecio y pago se pos­posieron a la toma de posesión por la Administración expropiante. Apa­rece asf desde las primeras regulaciones de la expropiación forzosa un procedimiento especial—la expropiación urgente—que acabará des­plazando al procedimiento ordinario.
Es la Ley de 1879 la que prevé, por vez primera, la posibilidad de
que se ocupen los bienes expropiados antes de la fijación del justiprecio

definitivo y una vez que las inconciliables valoraciones de las partes acre­

ditasen la falta de avenencia sobre el justiprecio. Ahora bien, como la

ocupación inmediata de las fincas expropiadas sólo se permitió inicialmente

sobre la base de que la Administración depositase un justiprecio provisional

calculado sobre la propia valoración del perito del expropiado, que pro­

ducía, además, un interés del 4 por 100 hasta el momento del percibo

de la indemnización definitiva (art. 48 del Reglamento de 13 de junio

de 1879 y arts. 36 y 38, respectivamente, de los Reglamentos de Expro­

piación de Guerra y Marina, aprobados por Reales Decretos de 10 de

marzo y 19 de febrero de 1881), fácil es comprender que bastaba con

que el perito del propietario exagerase convenientemente la valoración

para que se hiciese imposible el depósito del justiprecio y con ello la

ocupación anticipada. Para obviar este obstáculo la Ley sobre Expropiación


de Costas y Fronteras de 15 de mayo de 1902 permitió el cálculo del depósito con criterios de valoración fiscal, muy inferiores en la época a los valores reales, regla que se generaliza en la Ley de 30 de julio de 1904. La implantación de los valores fiscales hizo ya posible no sólo la constitución de los depósitos, sino que permitió también efectuar pagos provisionales a voluntad del expropiado. La técnica del depósito con arreglo a valores fiscales, tan favorable para la Administración expropiante, fue recogida por el Estatuto Municipal de 1924 (art. 186) y de ahí pasará a la Ley de 7 de octubre de 1939, y en fin al artículo 52 de la vigente Ley de Expropiación de 1954. El procedimiento de urgencia, al decir inge­nuo de su Exposición de Motivos, se limitaría ahora a supuestos muy excepcionales. Sin embargo, puesta en vigor la nueva ordenación, el pro­cedimiento de urgencia se generalizó con rapidez inusitada, porque nume­rosísimos Decretos concedieron el beneficio de la expropiación urgente a sectores enteros de actividad, clases de obras 0 de sujetos beneficiarios. Todo lo cual culminó con la declaración de urgencia de todas las obras incluidas en el Programa de Inversiones Públicas (Ley Aprobatoria del Plan de Desarrollo Económico y Social de 28 de diciembre de 1963).
La invocación, pues, de la urgencia y consiguiente aplicación del pro­cedimiento previsto como excepcional en el artículo 52 de la Ley puso fuera de combate y ha hecho prácticamente inaplicable el procedimiento ordinario. Y ello en el plazo récord de nueve años los que transcurrieron desde que se aprobó la Ley de Expropiación Forzosa de 1954 hasta la Ley del Plan de Desarrollo Económico y Social de 1963. Por ello, cuando se aborde, como luego se hará, el estudio del procedimiento de urgencia se ha de hacer con el convencimiento de que se trata no ya de un pro­cedimiento excepcional, sino del procedimiento ordinario y normal de la expropiación forzosa en nuestro país. Paradójicamente, el procedimiento ordinario es ahora el procedimiento excepcional.
La evolución del Derecho español y el modelo definitivamente triu..­fante con la Ley de Expropiación de 1954 muestra la colonización del procedimiento ordinario por el procedimiento de urgencia y, sobre todo la marginación definitiva del juez civil, a quien se sustituye por el Jurado de Exprop~ac~ón, mstitución nacida en Francia un siglo atrás, pero que había perdido allí toda credibilidad, como demuestra la reforma del Gene­ral De Gaulle de 1958, que retornó al modelo judicial. Trajimos, pues de Francia en 1954, la última importación, un procedimiento expropia­tor~o ya desahuciado.
La Constitución de 1978 respeta este sistema, pues al contrario que la Constitución de 1869—que forzó a un cambio de rumbo legislativo ~mponiendo claramente el procedimiento judicial—se muestra indife­rente ante el modelo procedimental, administrativo o judicial, de la expro­p~ación, que no define como institución administrativa ni judicial, limi­
tándose a consagrar el principio de la garantía patrimonial: «nadiedice su art. 33.3—podrá ser pr¿vado de sus bienes y derechos sino por causa just¿ficada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las le,ves».
En definitiva, con el desplazamiento del Juez ordinario, de un lado, y la postergación por razones de urgencia del justiprecio y pago a un trámite posterior a la ocupación de los bienes, por otro, se ha llegado a una evidente desnaturalización del instituto expropiatorio originario, inicialmente estructurado sobre la base de la intervención del juez civil y el rigor secuencial en la sucesión de las fases del procedimiento (de­claración de utilidad pública de la obra, necesidad de ocupación de deter­minados bienes, justiprecio, pago y toma de posesión). Esta evolución permite ahora afirmar que en el Derecho español la expropiación forzosa, más que una técnica defensiva de la propiedad contra la desposesión, está directamente al servicio de la potestad expropiatoria que, como las restantes potestades administrativas, se ejerce a través de la técnica de la decisión ejecutoria que permite a la Administración alcanzar direc­tamente su objetivo de apoderamiento de los bienes necesarios y resolver después, también unilateralmente, las reclamaciones y las indemnizacio­nes que puedan corresponder al expropiado, todo ello, bajo el control judicial posterior si los expropiados acuden a la Justicia administrativa. Pero eso no es todo: cuando este control judicial resulte incómodo o perturbador, el Estado puede incluso eliminarlo instrumentalizando la desposesión de los bienes mediante leyes singulares o de caso único, con lo cual el poder legislativo transmuta su inicial papel defensivo de la propiedad en un ballduzer capaz de arrasar la más mínima de las garantías. Y no sólo el Estado, sino también la más modesta de las Comu­nidades Autónomas—dotadas igualmente por la Constitución de poderes legislativos—, tiene a su alcance esa posibilidad que el Tribunal Cons­titucional ha reconocido como a continuación se expone.
5. LA LEY SINGULAR COMO TÉCNICA DE ELIMINACIÓN

DE LA GARANTÍA EXPROPIATORIA


Como vimos, una singularidad del procedimiento expropiatorio en su diseño inicial es la exigencia de la intervención del poder legislativo, el cual es llamado a concurrir, al unísono con el judicial, en defensa de la propiedad y para controlar el ejercicio de la potestad eXpropiatoria por la Administración. Esa necesaria intervención del poder legislativo está ya presente en el artículo 17 de la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Cindadano, que recogió la exigencia de que la necesidad pública estuviese «legalmente constatada».
Pero, evidentemente, exigir la intervención puntual del legislador para acreditar la utilidad pública cada vez que fuera necesaria una expropiación era pedir demasiado. Por ello, el Parlamento se limitará a definir la utilidad pública, exigencia que se entendía cumplida cuando lo declarase genéricamente para las obras costeadas con fondos del Estado o cuando las obras se incluyesen en planes generales o en leyes especiales. En los demás supuestos, y sobre todo para las obras provinciales o muni­cipales, el trámite de la utilidad pública se cumplía mediante un expe­diente que permitia dar publicidad al proyecto justificativo de la obra y resolver las reclamaciones presentadas.
En todo caso, es claro que ni en las formulaciones constitucionales sobre el instituto expropiatorio, ni en la Ley de Expropiación de 1836, ni en las posteriores, se contempla la posibilidad de una expropiación legislativa singular y directa en que la ley misma produjese el traspaso de la propiedad en favor de la Administración y determinase el justiprecio. Por el contrario, esa hipótesis aparece descartada en la Ley de Expro­piacion vigente que, como las anteriores, reserva al legislador el pro­tagonismo en la vanguardia defensiva de la propiedad mediante la arti­culación por ley del trámite de declaración explícita o implícita de utilidad pública de la obra o finalidad a la que sirve la expropiación. La exigencia de ley no ha sido, pues, otra cosa que uno de los distintos trámites pro­tectores de la propiedad, todo lo contrario del empleo de la ley como fórmula abreviada y contundente para llevar a cabo la desposesión de los bienes, orillando el procedimiento administrativo, hipótesis descartada a título cle sanción por los más graves delitos, como acreditan las reiteradas prohibiciones constitucionales de la confiscación de bienes.
Tampoco la Ley de Expropiación Forzosa de 1954, ni el artículo 33.3 de la Constitución, admiten la expropiación legislativa singular y directa en que el efecto transmisivo de la propiedad se produce directamente ex lega, fórmula aceptada en la Ley Fundamental de Bonn, que expre­samente alude a la posibilidad de que la expropiación pueda ser efectuada «únicamente por ley o en virtud de una ley que establezca el modo y la cuantía de la indemnización» (art. 14). Y es que si nuestros cons­tituyentes, conocedores de la Ley Fundamental de Bonn y en la que tanto se inspiraron, no recogieron la expropiación legislativa, sino que reprodujeron la fórmula tradicional del constitucionalismo histórico sobre la garant~a expropiatoria de la propiedad es, sencillamente, porque recha­zaron las expropiaciones legislativas.
Además de su falta de previsión constitucional expresa, la ley expro­piatoria singular infringe las reglas de distribución constitucional de com­petencias, implica la omisión del trámite de audiencia previsto en la Cons­titución con carácter previo a la adopción de los actos limitativos de derechos o sancionadores (art. 105.3 CE), y, en fin, priva al expropiado de cualquier derecho de defensa judicial ulterior porque las leyes son judicialmente inatacables. Por todo ello no es aventurado afirmar que expropiar por ley es un modo inconstitucional de administrar.
En cuanto a la incompetencia, es evidente que la Constitución ha tasado las competencias de las Cortes Generales y de los Parlamentos autonómicos a los supuestos de elaboración de normas generales, al con­trol del Gobierno y de la Administración y a efectuar determinados nom­bramientos de altos cargos, como el Defensor del Pueblo, los miembros del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal Constitucional, etc. (arts. 54, 66, 108, 122.3, 152. 1 y 159, entre otros), y, por consiguiente, ni aquellas ni los Parlamentos de las Comunidades Autónomas pueden salirse de sus atribuciones sin infringir la propia Constitución. Por ello, y por mucho que pueda escandalizar que se niegue a las Cortes o a los Parlamentos autonómicos una competencia que está al alcance del más modesto de los Municipios, como la potestad expropiatoria directa, ésa es, no obstante, la realidad jur~dicoconstitucional. Y esto no debe sorprender por la sencilla razón de que el más humilde Municipio tiene competencia para expropiar y las Cortes y aquellos Parlamentos la tienen únicamente para autorizar expropiaciones, pero no para llevarlas a cabo directamente. Como tampoco la tienen los órganos legislativos para impo­ner multas de tráfico, revocar licencias de urbanismo, imponer un aper­cibimiento a un funcionario, o aprobar una ordenanza municipal, todas ellas competencias administrativas; ni tampoco, obviamente, para ejercer competencias judiciales y resolver el más sencillo de los pleitos o imponer y la más liviana de las penas.
Asimismo, la aprobación de leyes singulares y directas Imitadoras de los derechos de los ciudadanos o sancionadoras encuentra un l~mite infranqueable en la imposibilidad de incardinar en el procedimiento legis­lativo el inexcusable trámite de audiencia previa al ciudadano afectado por la expropiación, esencial trámite defensivo que garantiza el art~cu­lo 105 de la Constitución [<`la ley regulará... c) el procedimiento a través del cual deben produc¿rse los actos adm¿nistrat¿vos, garantizando, cuando proceda, la and¿enc¿a del ¿nteresado»/ y que han de observar cualesquiera poderes públicos. En estos casos, evidentemente, esa audiencia previa es una exigencia mínima e indispensable, pues, como ha proclamado el Tribunal Supromo en una jurisprudencia ya citada, constituye un dere­
cho elemental, esencial y hasta sagrado, porque un eterno principio de justicia exige que nadie pueda ser condenado sin ser o~do.
La expropiación legislativa singular y directa es inadmisible en tercer lugar porque, al producirse en los términos de indiscutibilidad e irre­sistibilidad propios de los actos legislativos impide toda defensa judicial frontal, burlando as' la garant~a judicial efectiva a que se refiere el ar­t~culo 24 de la Constitución. Toda posibilidad de enjuiciamiento queda, pues, al albur de que un Juez plantee frente a esa ley expropiatoria singular una cuestión de inconstitucionalidad, como ocurrió en el caso contemplado en la Sentencia constitucional número 166/1986, de 19 de diciembre, dictada en el asunto Rumasa, en que el Juez de Primera Instancia número 18 de los de Madrid, planteó cuestión de inconsti­tucionalidad sobre aquella expropiación legislativa, argumentado con toda lógica que «la categorfa de ley formal que tienen los preceptos cuestionados, no susceptibles de control jurisdiccional por el principio de sometimiento de los Tribunales y los Jueces al imperio de la Ley, impide a los expropiados recabar la tutela judicial de su derecho de propiedad frente a la expropiación y necesidad de la ocupación, dejándolos indefensos; con vulneración del
L artfculo 241 de la Constitución española». La cuestión de inconstitucio­nulidad fue rechazada por el Tribunal Constitucional en la citada sen­tencia como también lo fueron los recursos de amparo interpuestos frente a estas leyes singulares a pesar de que reconoce la gravedad del desafuero que estas leyes suponen. Sirva de ejemplo su razonamiento en el Auto 46/1993, de 8 febrero, en el cual, frente a una Ley del Parlamento de Canarias por la que se acordaba la expropiación de determinados edificios se afirma, después de recordar que, a diferencia del Derecho alemán, en el nuestro no hay amparo frente a leyes, que «cualquiera que sea el alcance de la actividad que los recurrentes califican como frecuente utilización por los poderes legislativos de Leyes singulares o de caso único, para revestir de rango legal a actos administrativos por su natu­raleza, invadiendo asf las funciones propias de otros de los Poderes del Estado, no es posible ignorar los requisitos de legitimación para recurrir establecidos en nuestra LOTC y en la Constitución y el objeto propio del recurso de amparo».
No es ésa, sin embargo, la opinión del Tribunal Constitucional for­mulada en la Sentencia 166/1986, asunto Rumasa, que afirma la com­petencia de las Cortes para dictar leyes singulares argüyendo que ·a pcsar de que no puede desconocerse que la Constitución encom¿enda la potestad legislativa del Estado a las Cortes Generales—art. 66.2—y la ejecutiva al Gob¿emo—art. 97—y, por tanto, esta separac¿ón debe ser normalmente respetada a f n de ev¿tar el desequ¿l¿br¿o ¿nst¿tuc¿onal que con­

lleva la intromis¿ón de uno de dichos poderes en la función propia del otro», de la misma forma que el Gobierno puede dictar a t~tulo excepcional decretosleyes (art. 86) en supuestos de extraordinaria y urgente nece­sidad, ·la adopción de leyes singulares debe estar circunscrita a aquellos casos excepcionales que, por su extraordinaria trascendencia y complejidad, no son remediables por los instrumentos normales de que dispone la Admi­nistración, constreñida a actuar con sujeción al principio de legalidad, ni por los instrumentos normativos ordinarios, haciéndose por ello necesario que el legislador interrenga singularmente, al objeto exclusivo de arbitrar solución adecuada a una situación singular». A este razonamiento cabría objetar que mientras los decretosleyes están expresamente previstos en la Constitución no lo están las leyes singulares de contenido idéntico a los actos administrativos.
Sobre la necesidad de la audiencia y procedimiento previos frente a cualesquiera actos de poder limitativos de derechos, el Tribunal sostiene que dicho trámite es ·en beneficio de los ciudadanos (...) estableciendo el respeto y sumisión a normas generales de procedimiento legalmente prces­tablecidas, caya observancia impida expropiaciones discriminatorias o arbi­trarias». Pero el Tribunal Constitucional confunde el procedimiento admi­nistrativo previo al efecto expropiativo, previsto en los artículos 33.3 y 105 de la Constitución, con el eventual procedimiento que, a posteriori del traspaso de la propiedad y de la desposesión de los bienes por efecto fulminante de la ley singular de expropiación, pudiera ésta arbitrar para valorar los bienes expropiados.
Por último, a juicio del Alto Tribunal, no existe tampoco privación del derecho de recurso por la Ley 7/1983, pues la falta de recursos directos hubiere lugar».
Es evidente, sin embargo, que este paqucte reaccional, sucedáneo del derecho a la tutela judicial efectiva, integrado por un derecho de petición ante el Juez para que plantee la cuestión de inconstitucionalidad y el ofrecimiento de un inexistente recurso de amparo frente a una ley singular es, sin duda, un fraude argumental, como demuestran en su voto particular los Magistrados discrepantes de la mayoría: «para demostrar—dicen los Magistrados RUBIO LLORENTE Y TRUYOL SERRA— lo insostenible de esta tesis basta con recordar que en nuestro Derecho ni la Jurisdicción consti­tucional forma parte del Poder Judicial, ni cabe recurso de amparo frente a las leyes, ni puede reducirse el derecho fundamental a la tutela judicial efechva a la posibilidad de pedir a un Juez o Tribunal que plantee ante el Tribunal Constitucional una cuestión de inconstitucionalidad en términos abstractos, basada en las dadas que albergue el órgano proponente y sin que exista siquiera la posibilidad de que el autor de la petición (titular del derecho) comparezca ante nosotros en defensa de su tesis. Si la salvaguarda del derecho fundamental garantizado por el artículo 24.1 de la Constitución sólo fuera posible en el caso de exprc~piación legislativa por las razones que ofrece la mayoría, sería necesario concluir que toda ley singular de expro­piación lo viola y que, por consiguiente, no cabe en nuestro Derecho esta forma de expropinción».
En general, el planteamiento que hace el Tribunal Constitucional es ab initio inadecuado y fraudulento. Ya lo es en términos abstractos por no distinguir las leyes singulares beneficiosas que, por ejemplo, reconocen una pensión a un benefactor de la patria 0 a un heroico servidor del orden público, de las desfavorables, Imitadoras de derechos que expropien o que imponen sanciones o penas; como no es lo mismo tampoco una ley singular que hahilita al Gobierno para realizar alguna de esas ope­raciones Imitadoras o sancionadoras que una ley que produce por sí misma, ope legis, esos efectos. Y máxime cuando, según queda dicho, a los efectos de la cuestión planteada por el Juez, sólo la constitucionalidad de la ley Imitadora o sancionadora y de efecto directo era relevante. Pues bien hurtando al razonamiento estas elementales distinciones, el Tribunal Cons­titucional comienza por reconocer que las leyes, en principio, tienen una vocación a la generalidad que viene protegida en nuestra Ley Fundamental por el principio de igualdad en la ley establecido en el artículo 14, por lo que la ley singular es función ejecutiva, constituyendo su dictado una intervención del legislador en el ámbito del poder gobernante y admi­nistrador. Pero como de ambas reglas tiene al parecer la culpa el principio de división de poderes, se trata inmediatamente de desvirtuarlo, para lo que el Tribunal establece acl hoc su particular teoría de que «la evolución histórica del sistema de división de poderes ha conducido a una flexi­bilización», lo que permite sostener a seguidas «la existencia de una cierta fungibilidad entre el contcnido de las decisiones propias de cada una de dichas funciones», reconocicndo, en definitiva, la licitud de que el legislador adopte «decisiones singulares cuando así lo requieren situaciones singu­
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lares, al igual que es lícito a la Administración completar la función nor­mativa de aquél mediante el ejercicio de su poder reglamentario».
En definitiva, el Tribunal Constitucional en base a la «flexibilidad» y «fungibilidad» del principio de división de poderes ha alumbrado una nueva categoría de actos administrativos que bien podrían bautizarse como «leyesdecretos», pues si se habla de decretosleyes para significar a las normas con valor de ley, pero de origen gubernamental, las «leyesde­cretos» servirían de ahora en adelante para denominar estas actuaciones singulares en que las Cortes Generales llevan a cabo actos administrativos en supuestos de «extraordinaria y urgente necesidad» y en los que se manifieste además, imaginamos, la previa impotencia del Gobierno. Pero en nuestra opinión, este extraordinario hallazgo de la figura de la «leyde­creto» es inconstitucional e innecesario inconstitucional, en primer lugar, por falta de reconocimiento explícito en la Constitución, de la misma forma que lo tienen los decretosleyes, sin que sea hcito recurrir a la analogía para alterar el reparto de funciones y competencias que la Constitución establece; y, en todo caso, innecesario, pues para dar respuesta a esos supuestos de extraordinaria y urgente necesidad la Constitución ha previsto precisamente el decretoley, no siendo la «leydecreto» otra cosa que el mismo calcetín pero vuelto del revés. En efecto, ni un solo caso podría citarse en que un supuesto de extraordinaria y urgente necesidad no pueda afrontarse con un decretoley, como efectivamente se hizo en el mismo asunto Rumasa con el Decretoley 2/1983, de 23 de febrero, siendo la ley enjuiciada en esta sentencia una simple cobertura dictada a postenon ante la eventual inconstitucionalidad de aquel decretoley. Esto significa que la ley expropiativa singular, esta «leydecreto» Rumasa, no era más que una construcción ad hac, un mecanismo de reserva para salvar un decretoley presuntamente inconstitucional y, por ende, un evidente fraude a la regulación constitucional de la figura de los decretosleyes.
Asimismo, la justificación de estas «leyesdecretos» en función de haberse producido «una evolución histórica que ha conducido a una flexi­bilización del principio de división de poderes» resulta en todo caso una manipulación de la realidad histórica y política. Pues, de una parte, la evolución de las relaciones entre los poderes públicos por una exigencia cada vez mayor de clarificación a que ha obligado el Estado de Derecho se caracteriza por caminar hacia una mayor precisión y rigidez en la defi­nición de las competencias de los poderes públicos, definición que ahora, y no antes, está judicialmente garantizada por el sistema de conflictos de competencias ante el Tribunal Constitucional. De otro lado, más que una ampliación de competencias administrativas o ejecutivas de los Par­lamentos, bien parece haberse producido el fenómeno inverso de permisión al ejecutivo del ejercicio de competencias legislativas, como acreditan las leyes de plenos poderes, los decretosleyes y los reglamentos indepen­dientes de la Constitución francesa de 1958; pero en ningún caso esa evo­lución ha sido en sistema constitucional alguno por el sendero de reconocer
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al Parlamento competencias ejecutivas salvíficas en casos excepcionales y urgentes ante la supuesta impotencia del Poder ejecutivo, lo que no tiene sentido alguno en un sistema parlamentario, como el nuestro, de predominio político del Gobierno, en cuyas manos está la competencia para dictar decretosleyes. Tampoco es posible justificar la «leydecreto» expropiatoria en que esta figura vendría a ser una compensación de la facultad del Gobierno de dictar normas generales mediante el ejercicio de la potestad reglamentaria. Por el contrario, aquí no cabe compensación alguna, dado que esa potestad tiene una justificación explícita, precisa e incondicionada en las propias leyes que autorizan su ejercicio con carácter general según lo dispuesto en el artículo 97 de la propia Constitución: «el Gobierno ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes». Por ello, insinuar sin apoyo en precepto alguno de la Constitución, como hace el Tribunal Constitucional, que la función ejecutiva y la potestad reglamentaria del Gobierno necesitan y pueden ser complementadas con leyes singulares—con «leyesdecre­tos»—es una osadía hermeneútica y otra forma de desconocer toda la filosofía, regulación y funcionalidad politica y administrativa de los decre­tosleyes, que justamente están para cubrir con medidas de efecto legislativo cualquier supuesto excepcional y urgente.
6. CONCEPTO Y OBJETO DE LA EXPROPIACIÓN
La Ley de 16 de diciembre de 1954, reguladora de la expropiación forzosa, define la expropiación como «cualqu¿er forma de privación de la propiedad o de derechos e intereses patrimonuales leg~timos cualesquiera que fueran las personas 0 Entidades a que pertenecen, acordada impera­tivamente, ya implique venta, permuta, censo, arrendamiento, ocupación temporal o mera cesación de su ejercicio» (art. 1.1).
Con esta amplia formulación se ha pasado de la tradicional consi­deración de la propiedad inmueble necesaria para las obras públicas como objeto prácticamente único del procedimiento expropiatorio, a definir como expropiación cualquier alteración de una situación jurídica patri­monial, real u obligacional, y, por consiguiente, también sobre bienes muebles e incorporales. No se comprenden, sin embargo, los derechos de la personalidad y los familiares, bienes extracomercium.
No es necesario que la privación del derecho sea plena. Basta con que prive de una parte del haz de facultades o utilidades que tal plena propiedad sobre una cosa o derecho comprenden, es decir, es expro­piación aunque la privación supooga únicamente la imposición de ·censo, un arrendamiento, la ocupación temporal o la mera cesación en el ejercicio de un derecho».
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La garantía expropiatoria incluye también la privación de intereses patrcmoniales leg~timos, concepto que cubre los gastos originados por las expropiaciones que dan lugar al traslado de poblaciones, como los debidos al cambio forzoso de residencia, gastos de viaje, transporte, jornales per­didos, reducción del patrimonio familiar y quebrantos por la interrupción de actividades profesionales (art. 89). De otro lado, la jurisprudencia ha formulado una interpretación amplia del concepto de intereses patri­moniales legítimos, incluyendo el derecho de los precaristas a ser parte en el expediente expropiatorio y ser indemnizados (Sentencias de 22 de marzo y 19 de noviembre de 1957); también la cesación de una actividad, pues, como indica la STS de 11 de marzo de 1985, la expropiación com­prende no sólo la materialidad del bien expropiado (en este caso, una finca rústica), sino también la actividad que en el mismo se realiza (la extracción de arcilla, utilizada para la industria cerámica que tenía en funcionamiento la sociedad expropiada).
El objeto expropiado ha de ser en todo caso una propiedad privada, excluyéndose la posibilidad de expropiación sobre bienes de dominio público, aunque no de bienes privados de un Ente público, como los bienes de propios de un Ayuntamiento (Sentencias de 18 de enero de 1985 y 15 de diciembre de 1986). No obstante, la inexpropiabilidad, como la inalienabilidad de los bienes demaniales, dura mientras dura la afec­tación del bien a un uso (carretera) o a un servicio público (palacio consistorial); nada obsta, pues, a que con motivo de una obra pública, una Administración se vea en la necesidad de expropiar un bien demanial de otra y que con este motivo se produzca una previa o simultánea desafectación.
7. LOS SUJETOS DE LA EXPROPIACIÓN FORZOSA
Son sujetos de la expropiación al expropiante, al beneficiario y al expropiado. Es expropiante el titular de la potestad expropiatoria; bene­ficiario, el sujeto que representa el interés público o social para cuya realización está autorizado a instar de la Administración expropiante el ejercicio de la expropiación, adquiriendo el hien o derecho expropiados y pagando el justiprecio; y expropiado, el propietario o titular de derechos reales o intereses económicos directos sobre la cosa expropiable, que ha de ser indemnizado mediante el justiprecio (art. 3.1 del ReglamentO de la Ley de Expropiación Forzosa).

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