El derecho administrativo



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SUMARIO: 1. LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSOADMINISTRATIVA.—2. LOS MODELOS ORGANICOS DE JUSTICIA ADMINISTRATIVA.—3. ÁMBITO DE LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSOADMINISTRATIVA.—A) Ámbito inicial y su desarrollo: del contencioso de derechos al control de la discrecionalidad.—B) Cons­titución de 1978: plena legitimación por interés y eliminación de ámbitos exen­tos.—C) Control de órganos y poderes públicos no administrativos.—D) El con­tenc~oso interadministrativo, control de legalidad.—E) Lo contenciosoadministrativo frente a lo civil, pcnal, laboral y militar. Materias conesas cuestiones projudicia­les.—F) Una competencia no contenciosa. La autorización de entrada a domici­lio.—G) El fracaso de la Justicia administrativa: agujeros negros en el ámbito de control y colapso por exceso de litigiosidad.~. LOS ÓRGANOS JURISDICCIO­NALES.—A) Clases.—B) La competencia objetiva 0 por razón de la materia.—C) La competencia territorial.—5. LAS PARTES EN EL PROCESO CONTENCIO­SOADMINISTRATIVO.—A) La asignación de la condición de demandante y demandado.—B) Capacidad para ser parte, capacidad procesal, representación y defensa.—C) La legitimación.~. OBJETO DEL RECURSO.—A) Actividad enjui­c~able y pretensiones en la impugnación de actos y reglamentos.—B) El recurso contra la inactividad de la Administración.—C) El recurso contra la vía de hecho.—D) El régimen de las pretensioncs.
1. LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSOADMINISTRATIVA
La Jurisdicción Contenciosoadministrativa es aquella, como ordena la Constitución (arts. 103 y 153), que tiene por objeto controlar la potestad reglamentaria y la legal¿dad de la actividad administrativa, as' como el some­t¿miento de ésta a los fines que la justif~quen, concepto que reitera la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción, de 13 de julio de 1998, al decir que «los Juzgados y los Tribunales del orden Contenciosoadmi­nistrativo conocerán de las pretensiones que se deduzcan en relación con la actunción de las Administraciones Públicas sujetas al Derecho Admi­nistrativo, con las disposiciones generales de rango inferior a la Ley y con los Decretos legislativos cuando excedan los l~mites de la delegación».
La Jurisdicción Contenciosoadministrativa o Justicia administrativa (como también la denominaremos para ser más claros y directos y menos redundantes, pues toda jurisdicción, por esencia, es contenciosa) cons­tituye, junto con la civil, penal y laboral uno de los cuatro órdenes juris­diccionales que tienen una estructura orgánica asentada en todo el terri­torio nacional, desde la provincia (Juzgados de lo Contencioso Admi­nistrativo) pasando por la Comunidad Autónoma (Salas de lo Conten­ciosoadministrativo de los Tribunales Superiores de Justicia) hasta el nivel estatal (Juzgados Centrales de lo Contenciosoadministrativo, Sala de lo Contenciosoadministrativo de la Audiencia Nacional, Sala de lo Contenciosoadministrativo del Tribunal Supromo).
En términos de sociología jur~dica hay dos rasgos sobresalientes en la Justicia administrativa: es una justicia de gran tensión pol~tica y es
una justicia que no enjuicia a los verdaderos responsables de la actividad administrativa, los pol~ticos o los funcionarios, sino a su fachada, los actos administrativos, y que no condena nunca a aquellos sino al conjunto de la cludadan~a, es decir, al Estado.
La Justicia administrativa es, en efecto, una Jurisdicción tensa porque tiene la dura misión de controlar los actos de poder. Ésa es su tarea cotidiana. Cierto que otros órdenes jurisdiccionales pueden también enjui­ciar al Poder ejecutivo, a las Administraciones públicas, como la civil 0 laboral, ante las que también aquellas pueden ser parte; pero se trata de actuaciones episódicas y de cuestiones marginales relacionadas con la gestión del patrimonio privado o los contratos civiles o laborales de las Administraciones públicas o cuando éstas se disfrazan de sociedades anónimas 0 fundaciones. Cierto, también, que, junto a la Justicia admi­mstrativa, la Justicia penal es hoy una Jurisdicción tensa porque en ella se está dando la batalla en muchos países europeos contra la corrupción de la clase pohtica, sustanciándose una pugna sin precedentes entre los poderes judicial, de una parte, y ejecutivo, de otra, según los últimos episodios. En todo caso, el aspecto pol~ticamente conflictivo de la Justicia penal es m~nimo en relación con el número de asuntos de que conoce y es, además, confiemos, episódico y circunstancial, mientras en la Justicia administrativa la tensión con el poder es el pan de cada d~a. La persistencia de ese factor explicar~a que mientras la Justicia civil o penal han per­manecido inalteradas en sus estructuras y procedimientos desde su diseño decimonónico dentro del constitucionalismo, la Justicia administrativa, por el contrario, haya sufrido verdaderas revoluciones desde su original modelo y que tenga a la doctrina en constante celo e insatisfacción, siem­pre a la búsqueda de nuevos paradigmas.
Otra notable diferencia de la Justicia administrativa con la civil o penal está en la imputación del reproche jurídico de la condena y en sus consecuencias pecuniarias: mientras en la Justicia civil y penal es condenado y paga las consecuencias del fallo adverso el propio autor del acto o conducta inválida o ihcita objeto del proceso, en el proceso contenciosoadministrativo, el autor del acto administrativo que se enjui­cia, y, en su caso, se anala, resulta indemne, sale «ileso» del trance, en el que nunca comparece personalmente, y en su lugar se condena a la Administración, es decir, al conjunto de los ciudadanos. Ya había advertido HAURIOU que el proceso al acto y las acciones de responsabilidad contra las Administraciones públicas eran una forma de burlar la res­ponsabilidad personal de los pohticos y los funcionarios, y que en cierto modo se asemejaban a los procesos medievales en los que se condenaba a las cosas y a los animales. En la Justicia administrativa no se condena
nunca al responsable de la actividad administrativa enjuiciada sino a su fachada, al acto administrativo, y, al final, pagan unos terceros, los ciu­dadanos, que con sus impuestos satisfacen las condenas de responsa­bilidad civil de la Administración, lo que no ocurre en las sociedades mercantiles donde los socios siempre disponen de acciones de respon­sabilidad contra los administradores. En términos menos académicos y más directos: en la Justicia administrativa se condena a las Adminis­traciones públicas con una patada en el trasero de los ciudadanos.
¿Será acaso la inmunidad que el pol~tico y el funcionario disfrutan en la Justicia administrativa el precio satisfecho para que el Poder eje­cutivo se haya dejado juzgar hasta el fondo de su actividad por el Poder judicial? Sin duda alguna, como también poca duda ofrece que parte de ese precio ha consistido en los privilegios varios que la Administración mantiene en el proceso y que provocan una desigualdad procedimental que se manifiesta fundamentalmente en el carácter revisor del proceso administrativo, que estudiaremos en el siguiente capítulo.
2. LOS MODELOS ORGANICOS DE JUSTICIA ADMINISTRATIVA
La reticencias del Ejecutivo durante el primer constitucionalismo para

dejarse enjuiciar por el poder judicial han determinado, como dec~amos,

una evolución progresiva de la Justicia administrativa encarnada en suce­

sivos modelos que muestran el lento pero continuado abandono del inicial

rechazo a que la Administración fuera controlada por jucces comunes.

Un rechazo que en principio llevó a configurar la Justicia administrativa

como una Jurisdicción especial integrada en el poder ejecutivo y servida

por funcionarios (modelo napoleónico o francés). La presión pohtica

en favor de su traspaso a los jucces civiles dio origen a otros dos sistemas:

el sistema armónico español, que consistía en reunir a jucces y funcio­

narios en unos mismos Tribunales, y el italiano, instaurado en 1865 que

reparte la competencia entre la Jurisdicción civil y la administrativa, asig­

nando a la primera los conflictos sobre derechos y a la segunda los que

versan sobre intereses. Por último, y en eso estamos ahora, la eliminación

de las reticencias al control judicial pleno ha llevado a la creación dentro

del sistema judicial de un orden propio de la misma entidad y nivel

que los otros órdenes jurisdiccionales (civil, penal o laboral) para los

asuntos administrativos. De todo ello, salvo el modelo de reparto com­

petencial o italiano, hemos tenido experiencias en el Derecho español.

A la técnica de los fueros privilegiados o Jucisdicción especial admi­



nistrativa, separada del sistema común de jueces y Tribunales y serv~da

por funcionarios, responde, como declamos, el primer modelo moderno


de Justicia administrativa, el francés, integrado por un Consejo de Estado y Tribunales administrativos, cuyos componentes, no obstante la relativa ~ndependencia que disfrutan, no forman parte del sistema judicial común. Este modelo lo asumimos en España muy tempranamente, nada menos que en el artículo 58 de la Constitución de Bayona, que atribuyó al Consejo de Estado el conocimiento de las competencias de jurisdicción entre los Cuerpos adm¿nistrativos y judiciales, la parte contenciosa de la Admcnistración y de la citación a juicio de los agentes y empleados de la Administración» (art. 58).
Del modelo de Justicia retenida de Bayona, que ni siquiera tuvo la oportunidad de estrenarse, las Cortes de Cádiz pasan a encomendar todos los asuntos contenciosos de la Administración a la Justicia civil, en la que tampoco duranan mucho por las vicisitudes pohticas de la época. C'ertamente la atribución a los Tribunales ordinarios de los conflictos en que es parte la Administración, y que pasa por ser el sistema tradicional y vigente en los países anglosajones, encontró una formulación ejemplar en el Decreto de las Cortes de Cádiz de 13 de septiembre de 1813 y es el modelo defendido a lo largo del siglo x~x por los liberales más rad~calizados, que consiguieron reimplantarlo temporalmente a ra~z del Decreto, de 1868, de Unificación de Fueros.
Las Cortes Generales y Extraordinarias—dec~a la Exposición de Moti­vos del Decreto de 13 de septiembre de 1813—, debiendo fijar las reglas oportunas para que en los negocios contenciosos de la Hacienda Pública se administre justicia con arreglo a los preceptos constitucionales san­cionados en la Constitución política dc la Monarquía y teniendo presente que conforme a ella, por Decreto de 17 de abril del año próximo pasado, se suprimió el Consejo de Hacienda, han venido a decretar y decretan: 1. Todos los negocios contenciosos de la Hacienda Pública sobre con­tribuciones, pertenencias de derechos, reversión, amortización, generali­dades, correos, patrimonio real, contrabando, débito de los empleados en el cjcrcicio de sus funciones, y las demás causas y pleitos de que han conocido hasta ahora los intendentes y subdelegados de Rentas y el Consejo suprimido dc Hacienda, se proveerán en las Provincias, conforme al ar­tículo 262 de la Constitución, sustanciándose y determinándose por Jucces Letrados y en segunda y tercera instancia por las Audiencias respectivas así de la Península como de Ultramar; II. Sin embargo de esto, los asuntos contcnciosos que ocurran sobre liquidación de cuentas por la Contaduría Mayor, o sobre los que practique Junta Nacional de Crédito Público, se determinarán en vista y revista por la Audiencia de la capital donde reside la Corte, como radicadas en ésta, asistiendo con voz y voto consultivo un individuo de la Contaduría Mayor, 0 de la Junta Nacional, en los res­pectlvos casos; III. Las causas y pleitos sobre contratos generales y par­Üculares se ventilarán en sus respectivas instancias ante los jucces de letras
y las Audiencias que se hubiesen asignado en los contratos, y a falta de éste señalamiento ante los Juzgados y Tribunales del Territorio a que correspondan por las reglas generales de derecho. El art~culo x~ estableció la regla del salve et repete para las apelaciones de las sentencias de los jueces de Primera Instancia, de donde se infiere 4ue la Hacienda no tenla frente a los deudores fiscales, que negaban la procedencia de la exacción o se oponían al pago, otra alternativa que promover la oportuna acción civil ante aquellos.
Del modelo de Justicia civil retornamos de nuevo al modelo francés de Justicia administrativa que había previsto la Constitución de Bayona y que efectivamente instauran, en 1845, las Leyes de creación del Consejo Real (después llamado de Estado) y los Consejos Provinciales, a imitación del Consejo de Estado y de los Consejos de Prefectura franceses (Leyes de 2 de abril y 6 de julio). Este sistema, de connotaciones autoritarias y centralizadoras, responde a una interpretación proadministrativa del principio de división de poderes, según la cual los jueces civiles no pueden conocer de los litigios en que es parte la Administración porque juzgar a la Administración es también administrar. Esta formulación recoge toda la carga de antijudicialismo presente en la Revolución Francesa, jus­tificada por el recuerdo negativo de la actitud conservadora de los Par­lamentos Judiciales del Antiguo Régimen, que llevaría al extremo de incriminar con graves penas a los jueces que conocieren de actos admi­nistrativos de cualquier naturaleza, y, después, ya en la fase napoleónica, a exigir la previa autorización administrativa para que los Tribunales civiles y penales conocieran de acciones contra los funcionarios. Además, se pretendía un autocontrol de la Administración al modo militar por lo que el Conseil d'Etat, creado por Napoleón en la Constitución del año vn, no tendrá poderes de decisión propios, sino simplemente de propuesta al Gobierno, que será quien retenga la facultad de decidir. La Justicia administrativa nace, pues, como un sistema de autocontrol, como una Justicia de la Administración sobre sí misma, respondiendo, como la Justicia militar de la época, al principio capital de que quien manda debe juzgar, carácter que conservará en Francia hasta la III Repú­blica, en que el sistema inicial de jurisdicción retenida será sustituida por el de jurisdicción delegada, con la Ley de 24 de mayo de 1872.
El modelo francés napoleónico de Justicia administrativa no tuvo el mismo éxito en nuestra patria que en la de origen, Francia, en la que todavía perdura. Combatido a sangre y fuego desde las trincheras liberales que ve~an la Justicia administrativa como un fuero o jurisdicción especial, servida por funcionarios y no por jucces, y por ello sospechosa de par­cialidad, la Justicia administrativa sucumbe en aras del mítico principio
de la unidad de fueros que enarboló la «gloriosa» Revolución de 1868 y que trajo después la Constitución de 1869 (Decretos de 13 y 16 de octubre y 26 de noviembre de 1868).
Tras la restauración canovista y la Constitución de 1876, la Ley San­tamaría de Paredes de 13 de septiembre de 1888 llega a una solución de compromiso entre el modelo funcionarial y el judicialista con el lla­mado sistema armónico, consistente en unos Tribunales en los que se integran Jucces de carrera y funcionarios. Los Tribunales provinciales de lo Contenciosoadministrativo se forman con un magistrado, que los preside, y por cuatro vocales, dos magistrados y dos diputados provinciales letrados, elegidos por sorteo anual. En el nivel superior no hay tal armo­ma, pues la Jurisdicción Contenciosoadministrativa se atribuyó al Tri­bunal de lo Contenciosoadministrativo, integrado en el Consejo de Esta­do, en el que no hay elementos estrictamente judiciales. Este Tribunal lo formaban un ex Ministro como Presidente y diez Ministros nombrados entre quienes tuvieran categoría para ser Consejeros de Estado (arts 12 y 15). La Ley Maura de 5 de abril de 1904 mantiene la composi¿ión mixta de los órganos provinciales de la Jurisdicción, pero trasladó este Tribunal del Consejo de Estado al Tribunal Supromo, creando en este último una Sala de lo Contenciosoadministrativo con iguales derechos y rango que las de lo civil y penal.
Un cuarto sistema, judicial especializado, justamente el más liberal y avanzado de Justicia administrativa, surge al fin durante el Régimen del General Franco con la Ley de 27 de diciembre de 1956. Esta Ley sustituida sin grandes alteraciones por la Ley vigente de 1998, supone la plena consolidación de un sistema judicialista, consecuencia de la defi­nitiva integración de los Tribunales Contenciosoadministrativos en el sistema judicial común. De aqu~ en adelante, en la Justicia administrativa no hay ya más que jueces, creándose—lo que es una gran novedad en la formación de los jueces españoles—la figura del magistrado espe­cialista de lo Contenciosoadministrativo, con excelentes resultados en los primeros tiempos del sistema. Como dice la Exposición de Motivos de la Ley, no sólo de los correspondientes concursos, que habrán de ser debidamente regulados por el Gobierno para que cumplan verdaderamente su finalidad espec~fica, sino también mediante oposición».

Tanto la Constitución de 1978 como la Ley Orgánica del Poder Judi­cial de 1985 no hicieron sino confirmar estas soluciones, por lo que el sistema de justicia administrativa especializada ha estado en vigor desde la Ley de 1956 y sigue vigente con la Ley 29/1998, de 13 de julio, regu­ladora de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa.


3. ÁMBITO DE LA JURISDICCIÓN

CONTENCIOSOADMINISTRATIVA


Los órdenes jurisdiccionales pueden responder a una finalidad garan­tista, que persigue la protección de los derechos subjetivos, tal el caso de la Justicia civil y laboral, o pretender directamente el control de la legalidad, el cumplimiento objetivo de la ley, como es el caso de la Justicia penal, aunque indirectamente, o al tiempo, y como utilidad marginal, proteja también los derechos subjetivos afectados por la infracción cri­minal (responsabilidad civil derivada del delito).
¿Es garantiste o controladora de la legalidad la Justicia administrativa española? La Justicia administrativa ha sido mutante y ahora persigue ambas finalidades. Nacida como un sucedáneo de la protección de dere­chos que de otra forma conocerían los jueces civiles, desarrolló lentamente una forma de control de la legalidad al margen de que la actividad admi­nistrativa encausada lesionara o no derechos subjetivos. En la actualidad, la Justicia administrativa española lo es, como la francesa, y en menor medida la alemana, una Justicia subjetiva o garantiste de derechos de una parte y, al tiempo, una justicia de control de la legalidad. Por ello su ámbito competencial se afirma en términos de generalidad sobre todos los conflictos que origina la actividad de las Administraciones públicas: «los Juzgados y Tribunales del orden contenc¿osoadministrativo conocerán de las pretensiones que se deduzcan en relac¿ón con la actunción de las Administraciones Públicas sujeta al Derecho administrativo, con las dis­posiciones generales de rango inferior a la Ley y con los Decretos Legislativos cuando excedan los Ifmites de la delegación» (art. 1 de la Ley Jurisdiccional).
A) Ámbito inicial y su desarrollo: del contencioso de derechos al control de la discrecionalidad
El primer constitucionalismo no sólo negó el control judicial a cargo de jueces comunes, como acabamos de ver, sino que dentro del modelo de justicia administrativa propio, redujo al mmimo su ámbito de fisca­lización, de competencia. Nada, en efecto, más lejos de la Justicia admi­
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nistrativa de los primeros tiempos y de los intermedios que una fórmula tan amplia y definidora de su ámbito competencial como el art~culo 1 de la Ley de la Jurisdicción. Llegar a la fórmula vigente, y además sin excepciones materiales, ha costado siglo y medio de evolución (18451998). Inicialmente la materia contenciosoadministrativa, suscep­tible de enjuiciamiento, se limitaba a determinados conflictos enumerados en las leyes de creación del Consejo Real o de Estado y de los Consejos Provinciales, caracterizados por ser conflictos de derechos y no de inte­reses. Se admitía, pues, únicamente, según la terminología francesa, un recurso de plena jurisdicción, cuyo objeto era una pretensión sustantiva frente a la Administración (reclamaciones tributarias, daños ocasionados por las obras públicas, impago de sueldos, incumplimiento de contratos administrativos, etc.), descartándose un recurso de simple anulación con­tra cualesquiera actos administrativos irregulares que surgirá en el con­tencioso francés como simple denuncia, admitida primero para fiscalizar la eventual incompetencia del órgano que hab~a dictado un acto y que después extenderá su enjuiciamiento a otros motivos (vicio de forma, desviación de poder, infracción de ley) reconducibles todos al original v~c~o de mcompetencia, pues, evidentemente, quien actúa fuera de las formas, el fin de la potestad o contra el ordenamiento actúa fuera de la competencia asignada que implica el respeto de todos esos límites.
En el Derecho español, por el contrario, desde el principio se afirman como territorio del contenciosoadministrativo unos conflictos en que se ventilan derechos y por ello con acceso a la Jurisdicción administrativa, mientras que sobre las cuestiones simplemente «gubernativas» resuelve definitivamente la Administración. Esta distinción está presente en las leyes administrativas especiales (aguas, minas, montes, etc.) que enuncian tablas de conflictos o materias que clasifican en uno u otro grupo y permanece hasta que la Ley Santamaría de Paredes de 1888 defina, abs­tracta y genéricamente, con la técnica de la cláusula general, lo con­tenciosoadministrativo y admita el recurso contra todo acto que causa estado, que emane de facultades regladas y que verse sobre derechos admi­n¿strativos establecidos previamente en favor del demandante por una ley, un reglamento 0 un precepto administrativo. Si antes se decía, en positivo, cuál era la materia administrativa, ahora se definía restando de aquella cláusula general lo que se considera materia discrecional: los actos polí­ticos, las disposiciones de carácter general relativas a la salad e higiene públicas, la denegación de concesiones de toda especie y las que niegan gratificaciones o emolumentos no prefijados por Ley. Asimismo, se excluían de la jurisdicción las correcciones disciplinarias civiles y militares, excepto las que implicasen separación del servicio de los funcionarios
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inamovibles (arts. 4 y 5 del Reglamento aprobado por Real Decreto de 29 de diciembre de 1890).
El Estatuto Municipal de Calvo Sotelo, de 8 de marzo de 1924, amplió el ámbito del contenciosoadministrativo, al aceptar en materia municipal la legitimación por interés, introduciendo la distinción francesa entre recurso de anulación, que no tiene más efecto que la anulación del acto impugnado, y el de plena jurisdicción, que exige una legitimación por lesión de derechos subjetivos y que permite al Tribunal no sólo anular un acto administrativo, sino reconocer en favor del accionante una pre­tensión sustantiva. Asimismo, esta legislación abrió paso en nuestro sis­tema a la posibilidad de la impugnación de disposiciones generales de ámbito local. La influencia francesa distinguiendo dos tipos de recursos de anulación y de plena jurisdicción cristalizará, definitivamente, en la regulación establecida en el art~culo 388 del Texto Articulado y Refundido de Régimen Local de 1955: «El recurso contenciosoadministrativo será de dos clases: a) De plena jurisdicc¿ón, por lesión de un derecho admi­nistrativo del reclamante. b) De anulación, por incompetencia, vicio de forma o cualquier otra violación de leyes o disposiciones administrativas, siempre que el recurrente tenga un interés directo en el asunto.»
La Ley de 27 de diciembre de 1956, en la misma línea de progreso, estableció la competencia jurisdiccional sobre una amplia cláusula general (dice el art. 1— de las pretensiones que se deduzcan en relación con los actos de la Admi­nistración Pública sujetos al Derecho administrativo y con las disposiciones de categor~a inferior a ley»), y admite el recurso contra reglamentos, tanto directo como indirecto, e incorpora al sistema general la legitimación por interés, aunque, dogmáticamente, rechace la distinción francesa, que ya hab~a asumido nuestra legislación local, entre recurso de anulación y de plena jurisdicción. Como dice la Exposición de Motivos, «la Ley no considera que el fundamento de la procedencia de la acción conten­ciosoadministrativa sea distinto, según los casos. Esencialmente es siempre el mismo: que el acto no sea conforme a derecho. Tanto la incompetencia, como el vicio de forma, la desviación de poder o violación de ley—causa que propiamente comprende las anteriores—,pueden servir de fundamento a las pretensiones de analación y a las de plena jurisdicción, y, en cualquiera de las hipótesis, la sentencia estimatoria siempre contiene idéntico pronun­ciamiento básico: la declaración de ilicitud del acto y, en su caso, su anu­lación. Sobre esta unidad sustancial, las diferencias que pueden señalarse no son sufcientes para confgurar dos recursos autónomos, máxime no siendo cualitativas, sino sólo de grado».
Importante novedad asimismo de la Ley de 1956 fue la admisión del control de la discrecionalidad, sin negar por ello la existencia de
una cierta potestad discrecional en el actuar de la Administración. La razón de esa ampliación de las facultades de enjuiciamiento estriba, como d~ce la Exposición de Motivos, en que «la discrecionalidad no puede refe­rirse a la totalidad de los elementos de un acto, a un acto en bloque, ni tiene su origen en la inexistencia de normas, al supuesto de hecho, ni es un prcus respecto de la cuestión de fondo de legitimidad o ilegitimidad del acto. La discrecionalidad, por el contrario, ha de referirse siempre a alguno o algunos de los elementos del acto, con lo que es evidente la admisibilidad de la impugnación jurisdiccional en cuanto a los demás elementos; la deter­minación de su existencia está vinculada al examen de la cuestión de fondo de tal modo que únicamente al juzgar acerca de la legitimidad del acto cabe concluir sobre su discrecionalidad; y, en fin, ésta surge cuando el Orde­namiento jur¿dico atribuye a algún órgano competencia para apreciar, en un supuesto dado, lo que sea de interés público».
B) Constitución de 1978: plena legitimación por interés y eliminación de ámbitos exentos
La notabilísima ampliación de la materia administrativa y de las téc­nicas del control judicial que supuso la Ley Jurisdiccional de 1956 man­tuvo, no obstante, zenas exentas del control judicial, entre las que se cuentan los actos poNticos y una lista de actos excluidos por su art~culo 40 (policía sobre prensa, radio, cinematografía y teatro, ascensos y recom­pensas militares, expedientes gubernativos militares), precepto, a su vez, que dejaba abierta la puerta a otras exclusiones por leyes especiales. Pues bien, estas últimas barreras a un enjuiciamiento pleno de la actividad administrativa son las que hace saltar la Constitución con los artículos 24, que consagra el derecho a la garantía judicial efectiva, y 106, que enco­miendan sm excepción alguna a los Tribunales el control de la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa. La conse­cuencia de esta regulación constitucional es obvia: han quedado inva­lidadas por inconstitucionalidad sobrevenida las materias que el artícu­lo 40 de la Ley de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa de 1956 exceptuaba del control contenciosoadministrativo; y a partir de aquí ya no es posible establecer exención alguna, legal o reglamentaria, a dicho control.

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