El libro de la serenidad



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Adoración



El maestro tenía un grupo de discípulos con una marcada e inco­rregible tendencia a adorar, incluso al propio mentor. Éste se veía obligado a decirles una y otra vez:

-No quiero que me demostréis ningún tipo de adoración ni de obediencia ciega ni mucho menos abyecta.

Tenía que regañarles a menudo, porque se empeñaban en ado­rarle y le rendían un culto excesivo. Pero un día el maestro decidió partir en peregrinación, los convocó y les dijo:

-Vaya nombrar a uno de vosotros mi suplente durante las se­manas que esté fuera. Él se encargará de vigilar la disciplina y de leeros los textos.

El mentor partió y el sustituto se hizo cargo de su papel. En unos días, el nuevo preceptor comenzó a comportarse de un modo altivo, distante e impositivo, mientras los discípulos empezaron a rendirle pleitesía y adoración. Y el maestro cada día estaba más pa­gado de sí mismo y se había vuelto exigente hasta lo indecible y en­greído.

Cuando el mentor regresó, los discípulos se quejaron de la so­berbia y altivez del sustituto. Entonces el maestro les reprendió se­riamente diciéndoles:

-Las dos partes sois responsables. Mi suplente ha desplegado toda su soberbia, vanidad y engreimiento, pero vosotros le ha­béis estimulado a ello con vuestro comportamiento mezquino e infantil.
Comentario
Todas las criaturas aspiran a sentirse bien y a ser felices, pero para lograr la integración interior es necesario no alumbrarse con lámparas ajenas, sino encender la propia luz. Para ello conviene es­timular nuestras potencias de crecimiento, libertad interior e inde­pendencia, superando la tendencia, a veces neurótica y mórbida por su gran intensidad, a rendir culto y adorar a otros seres huma­nos, lo que no denota carencias emocionales más o menos acen­tuadas. Se puede admirar a una persona por su impecable proce­der o por lo que aporta de noble a los demás o por sus capacidades de algún orden, pero la admiración, si no cae en el admirativismo ciego y obnubilante, no representa una tendencia idolátrica, e in­cluso es, si no va acompañada de envidia, una propensión lauda­ble; aun así, hay una gran distancia entre esa sana admiración y la inclinación a entronizar a otras personas y rendirles pleitesía, con­virtiéndolas en incuestionables modelos que adorar o imitar.

Esa inclinación responde a una falta de autoestima o seguridad, al deseo de desplazar a otros nuestra propia responsabilidad o a poner en manos de los demás pautas de orientación y referencia que debemos hallar en nosotros mismos.

Cuanto más confía una persona en sus propios recursos inter­nos y capacidades humanas, más maduro y controlado es su ego, más carencias emocionales ha superado y más equilibrio ha conse­guido para su mente, menos necesidad tiene de buscar ídolos, lí­deres o profetas; pero si existen innumerables conductores de ma­sas -cuando ni ellos mismos saben conducirse bien, pues habría que preguntarse quién reforma la mente del reformador-, es por­que tantas personas se dejan conducir y, además, veneran y obede­cen ciegamente a esos conductores, porque tienen que tomar la «luz» prestada, al no tener la propia. El individuo debe aprender a confiar en sus fuerzas psíquicas, a hallar respuestas y directrices dentro de sí mismo y no sólo en los demás, a trabajar interiormen­te para desplegar el lado más armónico del propio ser y no preci­pitarse en la necesidad compulsiva y fanática de hallar referentes en las palabras y los comportamientos de los líderes, que a menudo condicionan a los débiles de carácter y les roban su libertad inte­rior, mediatizando sus mentes y procederes.

El planeta está plagado de falsos maestros y líderes ciegos con­duciendo a otros ciegos para, como señala tan sabiamente Jesús, al final todos despeñarse. El culto y la obediencia abyecta a los teni­dos por «superhombres» sólo han creado y siguen creando todo tipo de mórbidas obsesiones, actitudes y comportamientos fanáti­cos e instinto de borreguismo. La persona tiene que apelar a su in­teligencia primordial y no ayudar con su infantilismo y minoría de edad emocional a esos conductores -sean políticos, sociales o «es­pirituales»- que sólo tratan de afirmar su desmesurado ego y ex­plotar a todo el que se ponga en su punto de mira.




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