Capítulo 23
Chad Garrett ladeó su maltratada gorra sobre la cabeza, y permitió que la luz del amanecer le iluminase la cara. Sobre el Atchafalaya el cielo relucía con suaves bandas de color. El anaranjado con el matiz de un melocotón maduro, cálido y estival. El rosado vibrante y sedoso como el reverso de una conchilla. El azul profundo y aterciopelado, que aparecía por última vez en la noche, adornado por un diamante que era el lucero del alba.
Sonrió para sus adentros ante la imagen que había descrito en sus pensamientos. Tenía un don natural para las palabras. Pensó que añadiría esa descripción a la composición que debía presentar en el colegio. La señora Cromwell lo castigaría con un resonante sermón por haber faltado de nuevo a la clase de inglés, pero se derretiría como si fuera manteca cuando él le entregase su cuento corto acerca del amanecer en el pantano y la paz que un hombre podía encontrar cuando estaba navegando. Ella prestaría mucha atención a la palabra nueva que él había comenzado a usar —estival—, y en todo eso había una imagen que casi le arrancó una sonrisa. La señora Cromwell tenía cincuenta y ocho años y usaba medias y vestidos con tela suficiente para las necesidades de una familia de cuatro personas.
Pero era una buena mujer, y Chad le profesaba la misma simpatía que al resto de sus profesores. Él era buen alumno, inteligente y capaz. Obtenía buenas calificaciones. Pero no se interesaba mucho por la escuela, y para desaliento de sus docentes y dolor de su madre, no tenía planes inmediatos relacionados con su propia educación una vez que se diplomara, en julio. Ahora estaba donde deseaba estar. En el pantano, observando la naturaleza, absorbiendo la belleza y la paz. Imaginaba que después de un año o dos tendría que ceder y asistir a la Universidad, y estudiar para convertirse en naturalista, o científico ambiental de alguna clase. Pero, por el momento, todo lo que deseaba hacer era simplemente existir. Imaginaba que tendría dieciocho años una sola vez. Más valía que gozara el momento.
Era el hijo de su padre en más sentidos que el que se desprendía de su cuerpo grande, de sus huesos anchos y la cara cuadrada y atractiva. Hap Garrett conocía el valor del placer. Generalmente sonreía y cerraba los ojos la mañana en que Chad no conseguía salir del cobertizo de los botes sin ser descubierto. Lo único que su padre deseaba recordarle era que él también había sido joven antaño, y tampoco le había interesado demasiado el álgebra superior.
Chad guió su bote de fondo plano hacia los bajíos, a lo largo de una ribera sombreada; un pedazo de cinta de plástico amarillo señalaba el lugar donde estaba una de sus redes. La captura era buena. Si tenía suerte hoy conseguiría unos doscientos dólares. El concepto económico de Chad debía interesar al señor Dinkle, a cuya clase faltaría a las diez.
Metió los cangrejos en un saco de cebollas, separando el cuerpo contorsionado de una serpiente de agua que se había ahogado; la arrojó a la orilla. Algún depredador hambriento vendría a devorarla. En el pantano nada se desperdiciaba. Chad imaginaba que si tenía verdadera suerte podría presenciar el reciclado de la Naturaleza, y eso tranquilizaría al señor Loop, que dictaba biología en la cuarta hora. Cerca de allí, junto a la orilla, había algo de lo cual se desprendía un hedor intenso, el olor nauseabundo y extrañamente dulzón de la muerte. Ese olor produciría el efecto de un faro.
Impulsado por la curiosidad, vadeó las aguas hasta la orilla, y ató el bote al tronco de un arbolillo. Aunque tal vez no le importara en absoluto cómo se mantenía el equilibrio del poder mundial, o cómo podía encontrar la raíz cuadrada de un número negativo, Chad deseaba conocer todos los detalles de la vida en el pantano.
Le pareció que algo había sido arrojado sobre la orilla. Las malezas estaban aplastadas y manchadas de sangre. Quizás un venado había tenido dificultades con un caimán mientras bebía en el arroyo. Tal vez había conseguido salir a tierra, pero después había muerto a causa de la pérdida de sangre y el shock. O tal vez era un gato montes que había atrapado un mapache, o una zarigüeya, o una nutria, y después de satisfacer su hambre había dejado el resto. Chad podía imaginar una docena de posibilidades.
Apartó la maraña de ramas y se detuvo aturdido. Entre la docena de posibilidades que había contemplado, no había incluido ésta. Por el resto de su vida vería esa cara en sus pesadillas, la belleza deformada grotescamente por la muerte y las realidades directas y duras de la naturaleza. Los ojos azules congelados para siempre en una mirada de asombro que llevó a Chad a pensar que esa mujer había presenciado su propio y terrible destino, y se había llevado consigo la imagen hasta el más allá.
A sus pies una mujer yacía muerta. Horriblemente muerta. Repulsivamente muerta. Desnuda y mutilada, con un pañuelo de seda blanca anudado al cuello y un pedazo de papel aprisionado en la mano rígida y sin vida.
Laurel despertó sola. El hecho no la sorprendió, y por eso se dijo que no podía sentirse decepcionada. Pero era lo que sucedía. Su cerebro le dijo que su actitud era absurda, que no tenía sentido práctico ni era inteligente concebir un futuro con Jack Boudreaux. Él soportaba excesivo número de espectros, traía demasiada carga emocional. Aunque el cerebro de Laurel nada podía hacer para desterrar sus recuerdos de la noche, la ternura de Jack, el anhelo de sus ojos, el latido de su corazón bajo la mano de Laurel. El corazón de la joven estaba decidido a aferrarse a esos recuerdos y a la tenue esperanza que los acompañaba. Un corazón absurdo y tonto.
Sabía que él se había ido con las primeras luces del alba. Exactamente como ella había hecho antes. Apoyó el brazo sobre el espacio vacío a su lado, y no encontró nada más que una sábana arrugada y un cubrecama retorcido. Ni siquiera persistía el calor de Jack, sólo el olor del hombre y del amor.
¿Qué haría ella con respecto a Jack? ¿Qué podía hacer? Ella no podía modificar la imagen de sí mismo que él tenía. Según estaban las cosas, Laurel ya soportaba una carga bastante pesada.
Y en ese momento pensó de nuevo en Savannah, y el estómago de Laurel se tensó como un puño al recordar que esa mañana debía conversar con la tía Caroline. Inquieta y ansiosa, descendió de la cama, se puso una camisa y unas bragas y fue a buscar su bolso y los tranquilizantes que allí guardaba. El bolso continuaba depositado en el banco del jardín, donde ella lo había dejado; el cuero fino estaba revestido con una gruesa capa de aterciopelado rocío. Lo limpió con el faldón de su camisa, y volvió a su cuarto para sentarse en la cama.
Qué descuido, pensó Laurel, mientras revisaba el bolso en busca de las tabletas. Sabía bien que no debía dejar un bolso por allí, sobre todo con un arma semiautomática. Un testimonio más del hecho de que Jack la perjudicaba, su mera presencia le paralizaba el cerebro.
En lugar de las tabletas, sacó el pendiente en forma de corazón, un pendiente que no tenía compañero ni explicación. El gancho se había enredado con la cadena del pequeño collar de oro, y ahora Laurel sacó también ese adorno, deseosa de desprender unos de otros los objetos y de desentrañar el misterio. Por lo menos durante unos minutos su mente tendría motivos para preocuparse, en lugar de continuar pensando en su hermana. Y eso retrasaría su conversación con Caroline.
Parecía que la cadena era muy larga, por la forma en que estaba doblada y en vista de los nudos que formaba; y también se dijo que veía muchos cabos sueltos. Pensó que era extraño, y observó como de pasada que el corazón le latía un poco más rápido, y que los dedos se mostraban torpes en la tarea. Tomó la mariposa de oro y tiró un poco más fuerte de la cadena, y sintió que comenzaba a jadear. Las lágrimas asomaron a sus ojos, no a causa de la frustración ni por razones visibles. Se dijo que era extraño, mientras intentaba resolver el enredo deslizando la uña de un dedo.
La mariposa y su collar se desprendieron del resto y cayeron sobre el regazo de Laurel, y ella pareció olvidarlos cuando unos dedos endurecidos por el dolor le aferraron el cuello y apretaron. Colgando de la mano temblorosa había una fina cadena de oro, y de la cadena, meciéndose suavemente, colgaba un pequeño corazón dorado.
Pertenecía a Savannah.
—Dios mío. Oh, Dios mío.
Las palabras apenas quebraron el silencio de la habitación. Laurel permaneció sentada, temblando, y el sudor helado descendió por su columna vertebral. Pareció que los pulmones se convertían en masas de cemento que le aplastaban el corazón y eran incapaces de ensancharse en la respiración. Ella miró el colgante hasta que le ardieron los ojos, y distintos pensamientos cruzaron su mente como fragmentos de granada, papá de pie detrás de Savannah, a los doce años, asegurando la cadena, sonriendo y besándole la mejilla; Savannah a los veinte años, a los treinta, siempre usándola. Ella nunca se la quitaba. Jamás.
Ahora colgaba de la mano de Laurel, el minúsculo diamante luminoso y burlón, y el miedo la recorrió como una enfermedad y la debilitó y quebró. Las lágrimas desdibujaron la imagen del corazón cuando ella recordó la noche en que había ido a la habitación de Savannah. La sensación de quietud, de pérdida, una ausencia que nunca se vería compensada.
—Dios mío —dijo sofocándose de miedo, doblándose por la cintura. Apretó el puño y el collar contra la mejilla mientras las lágrimas ardientes se desprendían de sus pestañas.
No podía afrontar esto, no podía afrontar lo que en el fondo de su corazón sabía que era la verdad. Dios, no podía acudir a la tía Caroline y a Mamá Pearl... No podía acudir a Vivian... No deseaba estar aquí... Jamás hubiera debido regresar. Deseaba la presencia de Jack, sentir que él la abrazaba, deseaba que él fuera la clase de hombre en quien pudiera apoyarse...
Egoísta, débil, cobarde.
Las recriminaciones llegaron duras y afiladas como el estallido de un látigo. Tenía que hacer algo. No podía acurrucarse allí en la cama, semidesnuda y llorando, deseando que otro fuese fuerte en su lugar. Tenía que haber algo que ella pudiera hacer. No podía ser demasiado tarde.
—No. No. No —canturreó, apartándose del lecho.
Repitió varias veces la palabra mientras abría su guardarropa y los cajones, y sacaba un arrugado par de vaqueros sin soltar ni por un momento el collar. No era demasiado tarde. No podía ser demasiado tarde. Acudiría a Kenner y lo obligaría a comprender. Llamaría al maldito FBI. Encontrarían a Savannah. No podía ser demasiado tarde.
Una suerte de urgencia desordenada la impulsó mientras se ponía los arrugados vaqueros azules. En el centro de ese sentimiento estaba la futilidad, pero ella se negaba a admitirla o aceptarla. La situación no podía ser fútil. No podía perder a su hermana. No permitiría que eso sucediera. Tenía que haber algo que ella pudiera hacer. Maldición. ¡Eso no podía suceder!
Frenética, abrió la puerta del dormitorio y avanzó por el corredor y descendió la escalera, deslizando la mano sobre la baranda. En la otra sostenía el collar de Savannah. Sus mocasines repiquetearon sobre los peldaños, el pulso latió en sus oídos. No percibió el golpe de la puerta principal.
Caroline entró en el vestíbulo viniendo del comedor, vestida ya para la jornada con prendas negras y blancas. Miró a Laurel, y la inquietud la movió a fruncir el entrecejo, y su mano buscó automáticamente el picaporte de bronce.
Como si estuviera en un sueño, el tiempo se convirtió en algo extrañamente elástico, que se extendía y hacía más lento. Las percepciones de Laurel llegaron a ser dolorosamente agudas. Los retazos blancos en el vestido de Caroline le lastimaron los ojos, el olor del Chanel la impregnó, el crujido de los goznes de la puerta le lastimó los oídos. Cerró el puño y el corazón de oro le hirió la palma de la mano.
Kenner entró en el vestíbulo, delgado y sombrío, con los ojos entornados. La sombra de la muerte. El sombrero en la mano. Movió los labios, pero Laurel no pudo escuchar sus palabras por encima del retumbar de pronto amplificado de su pulso. Vio que Caroline palidecía y que sus ojos adquirían una expresión de agobio. Los dos se volvieron y miraron a Laurel, y el conocimiento de lo que sucedía le atravesó el corazón como un cuchillo.
—¡¡¡NO!!! —La negación brotó de su garganta como un alarido.
—¡¡¡NO!!! —gritó, tropezando en los últimos peldaños.
Se arrojó sobre Kenner y le golpeó el pecho con los puños.
Pensó oscuramente que era una escena surrealista, y una parte de su ser se separó extrañamente del torbellino del momento. Eso era imposible. Era inconcebible que ella estuviese gritando o golpeando a Kenner. Éste no podía ser el mundo real, porque en su campo visual de pronto todo se había agrandado como si ella estuviese contrayéndose cada vez más. Y el sonido de la voz de Caroline llegó a ella como a través de un manto de niebla.
—¡Laurel, no! Ella no está. Ella no está. ¡Santo Dios! ¡Está muerta!
Otro grito de angustia y dolor reverberó en el alto techo del vestíbulo. Con su visión periférica Laurel alcanzó a ver a Mamá Pearl con la cara contorsionada, extendiendo una mano hacia Caroline y la otra tanteando la pared como si estuviera ciega.
—Que Dios se compadezca, amo a esa niña. ¡Amo a esa niña como si fuese mi hija!
—Mamá no me ama —dijo Savannah con la voz vacía y triste quebrando el silencio de la fría noche otoñal.
Yacían juntas en la cama completamente despiertas, y la hora de dormir de Laurel había pasado hacía mucho rato. Ella se acurrucaba contra su hermana, consciente de que supuestamente tenía demasiada edad para hacer eso, pero temerosa de apartarse. Había pasado apenas una semana desde el funeral de papá, y ella también tenía conciencia de que la vida era algo precioso y al mismo tiempo precario.
Era un saber al que ningún niño debía llegar. El peso de esa conciencia era terrible. El temor que inspiraba la había acompañado noche y día. Ahora sabía que era posible que el mundo se derrumbase en una fracción de segundo. Todo lo que ella sabía, todo lo que amaba podían arrebatárselo sin previo aviso.
Saberlo la indujo a aferrarse con las dos manos a todo lo que ella amaba: las muñecas, los gatitos que la mamá gata había escondido en la casa flotante. El alfiler de corbata de papá. Savannah. Sobre todo deseaba aferrarse a Savannah, la persona que más la amaba después de papá, la persona que impedía que ella se sintiera sola.
—Te amo, hermana —dijo Laurel, temblando al percibir la desesperación en su propia voz—. Siempre te amaré.
—Lo sé, nena —murmuró Savannah, tocando los cabellos de Laurel—. Siempre nos tendremos la una a la otra. Y eso es lo único que importa.
Laurel se sentó en el último peldaño, aturdida y débil, con la mirada de desconcierto clavada en el pequeño colgante que sostenía con sus dedos. Y el sentimiento que ella había temido tanto todos esos años se insinuó sobre ella y la penetró, y se difundió en su interior como tinta, y abrió su corazón creando un abismo que se ensanchaba a medida que pasaban los segundos.
La hermana que la había amado, protegido y definido su mundo, ya no estaba. Y no importaba que ella tuviese treinta años, y que ahora en su vida hubiera otras personas que le interesaban. En ese momento, sentada sobre el peldaño, de nuevo tenía diez años y estaba sola. Su mundo se había derrumbado, y la cosa más preciosa que había en él le había sido arrebatada, dejando detrás nada más que un pequeño corazón de oro.
—Quiero verla.
Estaban sentados en la sala de Belle Riviere: Kenner, Danjermond, Laurel y Caroline. Una escena incongruente. La sala, con sus paredes rosadas y los muebles discretos y elegantes, un lugar sereno y confortable, ahora colmado de inquieta tensión y de gente que se había reunido para hablar de un crimen horrendo y brutal. Hombres para quienes esta muerte era parte de su profesión, y la familia que no podía aceptar la idea de que uno de sus miembros había sido apartado para siempre de la vida.
El llanto de Mamá Pearl llegó desde la cocina, rompiendo un silencio que persistía mientras Kenner y Danjermond se miraban. Laurel apretó los dientes y se levantó del sofá para pasearse.
Caroline estaba sentada en el extremo opuesto del sofá. Su aureola de control y poder había sido eliminada, arrastrada por una ola de impresión y dolor, y ahora ella se sentía impotente. Una reina que había sido súbitamente despojada de su fuerza. Por primera vez desde la muerte de su hermano se sentía completamente perdida, tan aturdida por la noticia que ni siquiera estaba segura de que eso era lo que en efecto sucedía. Pero sí, se trataba de eso. Habían encontrado muerta a Savannah. Asesinada. Esa era la terrible realidad; la fantasía era la idea de que sobre la base del deseo podía desecharse lo que había sucedido.
Miró a Laurel, y sintió que se le encogía el corazón. Caminó sobre la alfombra de Bruselas con el paso de un soldado, Cuadrando los hombros, alzando el mentón. También se había comportado así al morir Jeff: una niña que negaba obstinadamente la verdad y se encolerizaba. Tenía diez años, y exigía que la llevaran adonde estaba su padre, e insistía en que él no estaba muerto.
Podía recordar muy claramente la rabia, el miedo, el dolor. Vivian diciendo a las niñas que llorasen en voz baja, porque debían comportarse como auténticas señoritas. Caroline había subido a la habitación de Savannah para acompañarlas, y todas habían llorado, sintiendo que se les destrozaba el corazón.
Mientras acercaba a los ojos un pañuelo arrugado, deseó con toda su voluntad que fuera posible regresar y anular esos días terribles, traer de regreso a Jefferson, cambiar la historia. Si Jeff hubiese vivido, las vidas de todos podrían haber sido muy distintas; mucho más felices, mucho más simples.
—Quiero verla —repitió Laurel.
Caroline la miró, y sacudió con tristeza la cabeza en un gesto de reproche.
—Querida Laurel, no...
Laurel desvió la cara, aferrándose a su obstinación como a un salvavidas. Después de la reacción inicial a las noticias que Kenner había traído, ella había cerrado la puerta a su propio sufrimiento, guardándolo, reservándolo para más tarde. Por ahora, tenía que mostrarse fuerte, necesitaba mantener clara la cabeza... o enloquecer del todo.
Kenner se puso de pie, inquieto, desconcertado por lo que había visto esa mañana en Pony Bayou. Si llegaba a vivir cien años, su sueño se vería torturado constantemente por Annie Gerrard y Savannah Chandler, los cuerpos destrozados como si hubiesen sido experimentos de biología, descompuestos y manchados por los efectos de la muerte y el implacable sol del Sur.
—No creo que esa sea una idea muy apropiada —murmuró.
Laurel se volvió hacia él con las orejas enrojecidas y los ojos despidiendo fuego.
—Usted tampoco creyó que ella corría peligro. No pensó que ella pudiese estar en otro lugar que no fuese la cama, con uno de tantos hombres —dijo amargamente, acercándose al alguacil. Mirándolo a los ojos, contempló hostil la cara delgada y dura y los ojos muy juntos—. Alguacil, perdóneme si no consigo tener mucha fe en lo que usted piense.
Él desvió la mirada, incapaz de afrontar la acusación que veía en esos ojos. Su mirada se posó en una elegante mesa lateral sobre la cual había fotografías enmarcadas de las niñas Chandler, y una foto de Savannah en el colegio secundario atrajo su mirada. Kenner tenía una hija casi de la misma edad.
—El pariente más próximo tiene que realizar una identificación positiva —dijo Laurel, apelando al sentido práctico para encontrar una excusa. Ahora no se sentía muy práctica. La desesperación bullía en su interior. Tenía que ver ahora a su hermana, cuanto antes. Tal vez alguien había cometido un error. Quizá no era ella. Quizá Savannah en realidad no estaba muerta. Dios santo, no podía estar muerta. Se habían separado irritadas ambas, y habían dejado muchas cosas sin decir. No podía ser cierto...
—Laurel, ya tenemos una identificación —dijo Danjermond, y su voz grave y suave penetró en los pensamientos de Laurel. Estaba sentado en el trono de Caroline, su elegancia masculina perfectamente cómoda sobre el damasco rosado. Miró a los ojos a Laurel—. Su padrastro vino a la funeraria.
Fue como si él la hubiese abofeteado. La idea de que Ross Leighton había sido el primero de la familia en ver a Savannah la abrumó. Ese canalla había infligido a Savannah bastante degradación en el curso de la vida de la víctima. No hubieran debido permitirle que se le acercara en la muerte. Las lágrimas cálidas brotaron de los ojos de Laurel, y ella dio la espalda al fiscal del distrito.
—El alguacil Kenner y yo comprendemos lo que usted sufre, Laurel —dijo—, pero el tiempo aquí es fundamental si queremos atrapar al asesino de su hermana. Necesitamos hablar de ese collar que usted encontró. Usted ha sido fiscal. Por lo tanto comprende, ¿verdad, Laurel?
Sí, comprendía. El trabajo. La profesión. Danjermond y Kenner se apoderarían de la muerte de Savannah y la reducirían a hechos y cifras. Era su trabajo. Antes había sido también el trabajo de Laurel.
—El collar era de Savannah —dijo Laurel—. Nunca se lo quitaba. Esta mañana apareció en mi bolso.
—¿Tiene idea de la identidad de la persona que pudo dejarlo allí?
—Supongo que alguien lo depositó en ese lugar, pero no vi cuando sucedió.
—¿Usted cree que el asesino lo dejó ahí?
El asesino. El estómago de Laurel se contrajo, y le envió un hilo de bilis a la garganta. Sintió que se ahogaba y respiró con un jadeo, llevándose una mano a la base del cuello.
—Otra persona no hubiera podido quitárselo a Savannah. Para ella era todo en el mundo. Jamás se lo habría quitado por propia voluntad.
Danjermond se puso de pie y se acercó para mirar a Laurel, las manos en los bolsillos de los pantalones grises. La expresión de Danjermond era la misma que ella había visto cien veces en la sala del tribunal, una expresión que la propia Laurel había afinado hasta la perfección, sutil incredulidad, con el fin de impresionar al testigo.
—Usted cree que el asesino le quitó el collar a Savannah y se las arregló para meterlo en el bolso sin que usted lo supiera... ¿con qué propósito?
Laurel recibió con agrado el acceso de cólera. La distrajo, concentró su atención en algo cuyo desenlace ella podía modificar: una discusión. Se acercó a la mesa Sheraton y con movimientos bruscos e irritados escarbó en el bolso que había dejado allí, y arrojó a un lado pañuelos de papel, una cajetilla de cigarrillos, una caja de fósforos. Con un solo movimiento eligió el pendiente en forma de corazón y el collar con la mariposa, y depositó las dos cosas en una bandeja de plata, y después se volvió para mirar de nuevo a Danjermond.
—Por la misma razón que se aseguró de que yo encontrase estas cosas.
La idea la conmovió profundamente. El asesino, que era un psicópata, había decidido enviar a Laurel sus trofeos. ¿Por qué? ¿Para irritarla, para desafiarla? Ella no deseaba el desafío. Ella no había venido a la región para enredarse en episodios retorcidos y siniestros. El pensamiento de que alguien intentaba llevarla precisamente a eso, le provocó el deseo de salir de allí y correr y alejarse todo lo posible, y con la mayor rapidez posible.
Danjermond extrajo del bolsillo de su chaqueta un fino lapicero de oro, y escarbó en los artículos como si hubiera sido un hombre de ciencia, frunciendo el entrecejo. El ojo de Kenner vio el collar con la mariposa y lanzó una serie de coloridas maldiciones.
—Mierda. —Empujó a un costado a Danjermond y se inclinó para mirar fijamente el material que Laurel Chandler había sacado de su bolso—. Esto perteneció a Annie Gerrard. Tony se lo regaló. Cuando recibió los efectos personales de Annie, preguntó por este collar. —Su mirada dura y fría se volvió hacia Laurel—. Maldición, ¿por qué no me lo trajo?
—¿Por qué tendría que haberlo hecho? —replicó Laurel—. Lo encontré en un sobre depositado en el asiento de mi automóvil. ¿Por qué debía haber supuesto que un asesino me lo envió? ¿Por qué debía creer que usted haría algo más que reírse en mi propia cara?
—¿Dónde encontró el pendiente? —preguntó, pese a que sabía muy bien que debía pertenecer a otra víctima. El asesino había conservado un recuerdo de cada una.
—Lo encontré en la mesa del vestíbulo. Savannah me dijo que lo había hallado en mi automóvil. —Se sentía violada al pensar en ello. El animal que había asesinado a su hermana, que había destruido por lo menos a media docena de mujeres, también se había metido en su automóvil, tocado las cosas que Laurel tocaba, dejando detrás recuerdos de sus crímenes. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo ante la idea, y Laurel sintió que el escalofrío le llegaba a la médula.
Kenner se enderezó, todavía jurando por lo bajo. No podía creer que eso estuviera sucediendo en su jurisdicción. El gobernaba allí con mano de hierro y ojo de águila. ¿Cómo era posible que hubiera sucedido todo eso? Se sentía como un fanático de la limpieza que había encendido una luz y encontrado cucarachas en su cocina.
—Precintaré el automóvil —declaró, atravesando la habitación en busca de un teléfono—. Buscaremos huellas digitales, y pediremos a los muchachos del laboratorio de Lafayette que busquen pruebas. Y también me llevaré el bolso.
Laurel asintió.
Kenner escupió entre dientes y se volvió hacia Caroline.
—Necesito usar el teléfono y llevarme estos adornos, que son pruebas. ¿Tiene bolsas de plástico?
—No lo sé —murmuró Caroline, poniéndose de pie, nuevamente conmovida por este extraño sesgo de los acontecimientos. Jugueteó con las perlas oscuras que adornaban su cuello, tratando sin éxito de pensar claramente—. Imagino que habrá algunas en la cocina —murmuró, y su mirada se volvió nerviosamente hacia Laurel, hacia Kenner, hacia Danjermond, y después hacia atrás, como si uno de ellos pudiera ofrecerle la respuesta—. Pearl sabrá decirnos. Le preguntaré.
Salieron y cruzaron el vestíbulo. Cuando la puerta de la sala se abrió y después se cerró, el sonido de los gemidos de Mamá Pearl se elevó y después cayó. Laurel permaneció de pie, mirando fijamente el pendiente barato y de mal gusto, sus fragmentos de cristal de color. Una mujer lo había usado creyendo que era bonito, se lo había puesto para sentirse especial, y había muerto con ese adorno. ¿Había perecido de una muerte brutal, como Savannah, sufriendo horriblemente, sola con su torturador, rogando que la mataran? Las lágrimas afluyeron a los ojos y a la garganta de Laurel. Las contuvo apelando a su fuerza de voluntad.
—Laurel, ¿por qué le enviaron a usted estas cosas? —La voz de Danjermond cubrió a Laurel como un manto de seda, pero la pregunta le quemó como ácido.
—No lo sé —murmuró Laurel.
—¿Por qué la distinguió de este modo? ¿Se trata de alguien que usted conoce? ¿Usted es una persona a la que ese individuo desea?
Ella se estremeció ante la idea, y trató de aferrarse a su propia lógica.
—Yo... yo no encajo en el esquema.
—No, no encaja. —Danjermond enganchó el mentón de Laurel con un dedo y le elevó la cara, como si creyera que podía leer las respuestas en los ojos de la joven—. Laurel, ¿desea atraparlo? ¿O él quiere demostrarle que no pueden descubrirlo?
Ella encontró la mirada de esos ojos verdes, sintió que la exploraban, percibió su poder. Se apartó de los ojos, se apartó de la persona sacudiendo la cabeza, sintiéndose demasiado dolorida como para soportar esa clase de interrogatorio.
—No lo sé. Y no quiero saberlo.
Él enarcó el entrecejo.
—¿No desea que lo descubran?
—Naturalmente, sí —dijo ella vehemencia. Se apartó de él y volvió, y se pasó la mano sobre los cabellos que aún no había peinado esa mañana—. Quiero que lo atrapen —dijo, y la voz le tembló a causa del ansia—. Quiero que lo juzguen y lo condenen y lo sentencien a una muerte peor que todo lo que los tribunales pueden dictaminar.
Se detuvo y miró hostil a Danjermond, y lo odió por la serenidad y el control de sí mismo que manifestaba.
—Si pudiera, yo sería la persona que le clavaría la estaca en el corazón con mis dos manos.
Él sonrió apenas al ver tanto fuego, al contemplar esa fuerza, al tomar nota de la convicción de Laurel.
—Entonces, primero tiene que atraparlo.
—Ésa es la tarea de Kenner, y también la suya —dijo Laurel, retrayéndose de nuevo tanto mental como físicamente—. No la mía.
Danjermond alzó el pendiente con el extremo de su lápiz de oro, y lo observó mientras giraba en el aire y reflejaba la luz como un adorno navideño.
—Laurel, no creo que él estuviese de acuerdo.
Dostları ilə paylaş: |