Capítulo 29
Danjermond residía en una elegante y antigua casa de ladrillos, a tres puertas de distancia de Conroy Cooper. Otrora había sido parte de una fila de residencias, y el edificio tenía tres plantas, pero era muy estrecho. El resto de las casas había caído hacía mucho tiempo, y había dejado sólo un recordatorio alto y elegante de lo que habían sido otras épocas más amables. El jardín del frente estaba adornado por un par de robles, cubierto por una gran profusión de musgo y enredaderas. Las ramas entrelazadas de los árboles creaban una especie de dosel sobre el sendero que llevaba a una entrada principal, con su puerta pintada de laca negra, y arriba una especie de alero. La única luz que disipaba un poco la oscuridad provenía de una lámpara de bronce que estaba al costado de la puerta.
Laurel atravesó el jardín de Cooper y se aproximó por el fondo a la casa de Danjermond; de ese lado, las propiedades descendían gradualmente hacia el bayou. El vecindario era un lugar tranquilo, poblado principalmente por parejas de edad avanzada, cuyas familias habían alcanzado mucho tiempo antes la edad adulta y se habían alejado. Había unas cuantas luces en las ventanas hacia ambos lados de la calle, pero nadie se asomó para ver a Laurel cuando esta pasó por el alto seto que rodeaba el jardín del fondo de Danjermond.
Como en Belle Riviere, el pequeño jardín tenía senderos de ladrillos puestos allí más de cien años antes; el lugar se había convertido en un patio privado, con una pequeña fuente de piedra que gorgoteaba y buganvillas que trepaban por lo que quedaba de la pared de ladrillos original. Pero ahí terminaban las semejanzas. En ese jardín no había una maraña de vida vegetal, ni amontonamiento de mesas y sillas. El sector tenía un aire muy severo, y parecía casi vacío. Había un único banco negro de hierro forjado que ocupaba el centro, directamente detrás de la casa, frente a la fuente.
Laurel imaginó a Danjermond sentado allí, mirando fijamente, contemplando sin decir palabra, y un escalofrío le recorrió el cuerpo a pesar del calor de la noche. Tuvo la sensación más extraña... le pareció que podía sentir allí su presencia, pese a que sabía que él estaba lejos; y la idea de entrar en su casa le provocó una sensación de temor que le apretó el estómago como una piedra. Tenía la piel pegajosa a causa de la transpiración, y en algunos lugares se le pegaba la camisa al cuerpo y atraía a los mosquitos que ella rechazaba con gestos impacientes, mientras se obligaba a dar un paso y después otro en dirección a la casa. No tenía alternativa, y no disponía de mucho tiempo. Era absurdo demorarse sólo a causa del miedo.
En el momento mismo en que lo pensaba, algo se movió en los matorrales que crecían al fondo del jardín, y ella se deslizó con los ojos muy abiertos, y vio... nada. Un pájaro. Una ardilla. Su propia imaginación. Con el corazón que le latía en la base de la garganta, se volvió hacia la casa.
Había anochecido del todo. Las estrellas parpadeaban en el cielo, pero los puntos de luz no contribuían a iluminar el patio. El seto, un matorral que superaba de lejos el metro cincuenta de altura, impedía de un modo tan completo la visión del mundo circundante que Laurel tuvo que recordar que a cada lado había personas que veían la televisión en sus respectivas salas.
La puerta del fondo estaba cerrada con llave. En otros tiempos, nadie en Bajou Breaux habría soñado con la posibilidad de echar llave a una puerta. Pero después el crimen había venido a instalarse en el pueblo. Y más tarde había venido a instalarse Stephen Danjermond.
Mordiéndose el pulgar, Laurel descendió la escalera, tratando de idear otro modo de alcanzar su objetivo. La puerta del frente seguramente también estaba echada con llave, y por otra parte ella no podía arriesgarse por ese lado. Podía haber otra llave oculta en algún rincón, pero Laurel no quería perder tiempo buscándola. Las ventanas del primer piso estaban fuera de su alcance... pero no podía decirse lo mismo de las ventanas de la planta baja.
Como muchas residencias antiguas de la Luisiana meridional, ésta había sido construida en una planta baja utilizada para depositar cosas, y las áreas de vivienda estaban más arriba, a suficiente altura para evitar los inevitables desbordamientos de las aguas del bayou. Laurel inspeccionó la ventana más próxima, y comprobó que estaba bien cerrada y atascada por el tiempo y la pintura vieja. Rápidamente pasó del lado opuesto de los peldaños, y encontró una vieja puerta que se abría bajo el alero y que presumiblemente llevaba al depósito.
Cerró los dedos sobre el picaporte y trató de moverlo, y la mano le resbaló a causa del sudor. Los nervios quitaban fuerza a los dedos. Se limpió la palma de la mano en la pierna de los vaqueros, y lo intentó de nuevo, conteniendo la respiración mientras el viejo mecanismo se resistía; después, un esfuerzo más y la puerta se abrió con un crujido, mostrando un espacio lleno de telarañas y polvo. Y quién sabe qué más, pensó Laurel mientras sacaba una linterna del bolsillo trasero de los vaqueros. Un espacio oscuro y silencioso cerca del bayou. Probablemente no sería extraño que encontrase un par de serpientes venenosas... o algo más. La famosa escena de En busca del arca perdida surgió de las profundidades de su memoria y le recorrió la piel.
Estremeciéndose, endureció el cuerpo, respiró hondo y abrió la puerta... y una mano le cubrió la boca desde atrás. Un brazo le rodeó la cintura y parecía fuerte como el acero, y la obligó a apretarse contra un cuerpo delgado, sólido como piedra, y sin duda masculino.
El pánico estalló en Laurel, enviando adrenalina a sus venas y devolviendo la fuerza a sus brazos y sus piernas. Intentó desprenderse, trató de descargar puntapiés y de golpear con los codos, todo al mismo tiempo, retorciéndose violentamente bajo el abrazo de su aprehensor. Él dejó escapar un grito ahogado cuando el tacón de Laurel le golpeó en la canilla, pero la satisfacción que ella tuvo fue breve, pues el hombre la apretó todavía con más fuerza.
—¡Maldición, tite chatte, quédate quieta!
En un instante todo el espíritu combativo de Laurel se transformó en una incredulidad que la paralizó. Jack. Cayó inerte en brazos de Jack, y a su vez él aflojó el apretón. Jack había llegado. La había seguido. Y Jack la había atemorizado mortalmente.
Se revolvió en el abrazo de Jack, y con toda la fuerza posible lo golpeó con la linterna.
—¡Estúpido! —dijo por lo bajo—. ¡Me has asustado terriblemente!
Jack dio un salto hacia atrás para evitar otro golpe. La miró hostil, mientras se frotaba el lugar del brazo donde ella había golpeado.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó él con voz grave y baja.
Laurel a su vez lo miró.
—¿Y qué demonios haces tú aquí?
—Te he seguido —reconoció Jack de mala gana; todavía se maldecía por haberlo hecho. Si él no hubiese estado al pie del balcón, cuando ella había bajado por la escalera del fondo de Belle Riviere... Si él no se hubiese preguntado por el motivo de la actitud de Laurel, y no hubiese permitido que su imaginación contemplase las distintas posibilidades... Si él hubiese tenido un mínimo de la sensatez y el cerebro que Dios concedía a una cabra, habría regresado a su habitación para continuar trabajando.
—¿Por qué? —preguntó Laurel, mirándolo con los ojos llameantes, una mancha de suciedad en la punta de la nariz respingona.
—Porque era evidente que estabas buscando dificultades.
—¿Y qué te importa si es así? —rezongó Laurel—. Esta mañana me miraste a los ojos y me dijiste muy claramente que no deseabas que me entrometiese en tu vida. Decídete, Jack. Me quieres o no me quieres. Estás en esto o no estás.
Él apretó los labios y volvió los ojos, más allá de Laurel, hacia la oscuridad del depósito bajo la casa. La deseaba. Ésa no era la cuestión, y nunca lo había sido. La cuestión era si la merecía, si se atrevía a afrontar la posibilidad de comprobarlo. Las respuestas aún lo esquivaban, estaban en su fuero íntimo bajo un manto oscuro, y él todavía no había reunido valor suficiente para mirar debajo. Era más fácil abstenerse, más sencillo permitir que ella se apartase de su vida.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó de nuevo, mirándola otra vez.
—Porque creo que sé quién mató a mi hermana. —Los dedos se cerraron en el cilindro de la linterna y los ojos se clavaron en la cara de Jack, y finalmente decidió zambullirse—. Stephen Danjermond.
Laurel contuvo la respiración esperando la respuesta de Jack, y rogando que él la creyese, segura de que no lo haría. Necesitaba que él la creyese. Dios, la necesidad era terrorífica, y tenía poco que ver con Danjermond. Tenía que ver con el mecanismo de su seguridad psíquica, que se había desintegrado bajo sus pies en Georgia, y con un hombre que había prometido apoyarla y después se había alejado.
Jack respiró hondo y se pasó los dedos por los cabellos, y tuvo la sensación de que ella le había golpeado la cabeza con un caño de plomo.
—¡Danjermond! —murmuró, incrédulo—. ¡Caramba, es el fiscal del distrito!
La mandíbula de Laurel se tensó para afrontar la primera oleada de desesperación.
—Sé lo que es. Sé exactamente que es.
Él maldijo larga y fluidamente en francés.
—¿Por qué? ¿Por qué crees que es el culpable?
—Porque de hecho me lo dijo —afirmó Laurel, volviéndole la espalda para proyectar la luz de la linterna bajo la escalera, y disimular su decepción—. No tengo tiempo de explicártelo. Me crees o no me crees. En cualquier caso, entraré en esta casa para buscar pruebas.
Jack tomó nota de la rigidez de los hombros de Laurel, tan suaves, tan delicados, tan a menudo soportando una carga que habría aplastado a una persona menos valerosa. Pensó en la carga que la había quebrado —su carrera, su credibilidad, su esposo— porque había creído que la justicia debía imponerse a toda costa. Y libraría también esta batalla, sola si era necesario, porque creía en ella.
Dieu, Jack no podía recordar cuándo había creído en otra cosa que no fuese la protección de su propio pellejo. No sabía qué veía Laurel en él que mereciese ser amado. Jack nunca sería digno de Laurel, pero nunca amaría más a una mujer.
Laurel soportó el silencio, negándose a permitir que el rechazo le destrozara el corazón. Ahora no disponía de tiempo para eso. Más tarde, después de que hubiese imaginado el modo de atrapar a Danjermond, afrontaría esta situación. Ahora tenía que hacer algo, y si debía hacerlo sola, que así fuera.
Trató de eliminar el nudo en la garganta y avanzó un paso hacia el espacio que se extendía bajo la casa. Jack apoyó una mano sobre el hombro de Laurel, y la obligó a retroceder.
—Querida, dame esa luz. Allí abajo puede haber serpientes.
Salieron al primer piso de la casa a través de una puerta escondida bajo la escalera principal. Laurel caminó casi de puntillas porque no quería dejar huellas en la arena y la suciedad. Jack estaba calzado con botas, y se las limpió en las perneras de sus vaqueros.
La casa estaba sumida en la oscuridad, y albergaba formas y sombras siniestras. En el aire flotaba el olor del líquido para dar brillo a los muebles y del tabaco perfumado. Un reloj de pie indicaba la hora en el recibidor, y desgranaba los segundos, con una especie de carrillón cada media hora. Las nueve y media.
—¿Qué buscamos? —preguntó Jack, manteniendo una mano sobre el hombro de Laurel por deferencia al instinto protector que ahora lo animaba.
—Trofeos —contestó Laurel, enviando sobre el suelo el angosto haz de luz de la linterna. Contuvo la respiración cuando una forma alta atrajo su mirada cerca de la puerta principal; pero se desentendió al identificar el perfil de un perchero—. Sabemos que el asesino conservaba joyas como recuerdo de sus crímenes, porque me envió algunas. Estoy segura de que conservó varias para él mismo.
—Dios mío.
Ella iluminó la habitación del frente —una sala—, se apartó del umbral y continuó por el corredor, y dejó atrás un comedor pequeño y elegante y un cuarto de baño. Un gato robusto salió de la habitación contigua y pasó al lado de los dos intrusos rezongando, y finalmente se dirigió a la escalera. Laurel se detuvo para calmar los latidos de su corazón, que se habían acelerado enormemente, y después entró en el cuarto de donde había salido el gato.
Era un estudio en el verdadero sentido de la palabra. Los estantes de libros cubrían las paredes desde el techo, a tres metros y medio de altura, hasta el suelo de pino lustrado. Aquí, el olor del tabaco caro que Danjermond fumaba era más intenso, y el olor del líquido lustramuebles se subordinaba al de los sillones de cuero y al aroma levemente mohoso de los libros viejos. Un hermoso escritorio de madera de cerezo dominaba el espacio libre. Detrás, en un estante descansaba un perfeccionado equipo de música.
Laurel rodeó un sillón y echó una ojeada a la tapa del escritorio. Temía que fuese necesario subir al piso alto para encontrar lo que estaban buscando. El instinto le decía que un asesino conservaría objetos tan secretos e importantes en su cubil más privado, el dormitorio. Pero el estudio era también un lugar conveniente, y sin duda Danjermond pasaba mucho tiempo en el suyo.
Rodeó el escritorio y proyectó la luz sobre una caja de cigarros, una bandeja de correspondencia, un secante inmaculado. Con dos dedos sujetó un asa de bronce y trató de abrir el cajón central.
—Maldición, está cerrado.
Jack revisó los estantes a la escasa luz que penetraba por la ventana, buscando un título que sugiriese algo. La gente a menudo ocultaba cosas en los libros. Los vaciaba, y después los llenaba de tesoros y secretos. Supuso que no había tiempo suficiente para examinarlos todos, de modo que en cambio buscó un candidato probable, pero no había títulos como Los desnudos y los muertos, o La muerte súbita, o nada que pudiera interesar a un retorcido sentido del humor; eran sólo tomos referidos a la ley y el orden, obras clásicas, poesía.
—¿Dónde está Danjermond? —preguntó Jack, mientras miraba una primera edición de Conan Doyle.
Laurel probó los cajones del archivo, sin suerte.
—Está siendo agasajado por una pandilla de mujeres de la sociedad, que lo creen un hombre a quien pueden confiar la castidad de sus hijas debutantes.
Laurel consultó su reloj y maldijo. Necesitaban encontrar algo y muy pronto, antes de que la oportunidad se clausurase y se los dejara encerrados.
—¿Qué sucede si encontramos algo? —preguntó Jack, mientras subían al piso alto—. No puede decirse que tengamos orden de registro. Ningún juez de este país aceptará pruebas obtenidas con métodos tan ilegales.
—Lo único que necesito es algo —dijo Laurel mientras se deslizaba frente a una pequeña habitación de huéspedes y un armario destinado a recibir ropa blanca—. Un solo objeto que yo pueda llevar a Kenner y que pueda impresionarlo bastante. Mientras hablamos, probablemente está removiendo tu caso. Danjermond intenta reunir pruebas que demuestren tu culpabilidad.
La novedad paralizó a Jack. Había pensado que Kenner buscaba alguna prueba, por mínima que fuese, y no que un miembro del tribunal tuviese un plan.
—¿Cree realmente que puede achacarme la muerte de Savannah? ¿Y la de Annie?
—Y cuatro más. Y no creas que no encontrará el modo de lograrlo. Ese hombre tiene una mente retorcida y siniestra.
Jack pensó: y ella estaba decidida a impedirlo. Miró mientras ella proyectaba la luz de la linterna en otro dormitorio. Estaba arriesgando lo que quedaba de su reputación en parte para protegerlo.
—Caramba —murmuró Laurel, y abrió la puerta.
La cama revelaba que esa habitación pertenecía a Danjermond, una cama de caoba maciza, con los postes cargados de tallas y un cobertor de terciopelo negro ribeteado de oro. El reverso del dosel estaba adornado con seda blanca fruncida. Jack levantó una mano y apartó a un lado un pedazo de la tela para mostrar un espejo. Laurel no formuló ningún comentario cuando Jack enarcó el entrecejo. No permitió que su mente imaginara escenas. No quería imaginar qué curso seguían los gustos sexuales de Danjermond, porque un pensamiento llevaría al siguiente, y a las muñecas delicadas aseguradas con cuerdas, y a los gritos pidiendo compasión, y...
—¿Te sientes bien, querida? —murmuró Jack. Ni siquiera intentó pasarle el brazo sobre los hombros para atraerla hacia él. Laurel había palidecido súbitamente, y tenía los ojos muy agrandados. Jack inclinó la cabeza y besó la sien de la joven—. Vamos, echemos una ojeada y salgamos cuanto antes de aquí.
Laurel consiguió asentir. Deseaba volverse hacia Jack y permanecer unida a él un momento, pero no tenían tiempo. Como si hubiese leído el pensamiento de Laurel, Jack la tocó con un gesto tranquilizador, y después se apartó.
Como todas las restantes habitaciones que ellos habían visto, ésta era inmaculada, mostraba una decoración impecable, pero de ella se desprendía un extraño frío, como si nadie viviese allí, o quien vivía no fuese humano. No había nada fuera de su lugar. Cada mueble parecía valer una fortuna. Al parecer, nada tenía un valor sentimental. No había fotografías de la familia, ni pequeños recuerdos de la juventud de Danjermond. Un estante de libros entre las ventanas sostenía otra colección de obras antiguas, primeras ediciones de materiales eróticos, que se remontaban al Renacimiento europeo. Pero nada más: ni joyas, ni armas, ni fotografías.
La decepción se apoderó de Laurel. Ella hubiera debido saber muy bien que pensar que Danjermond le facilitaría las cosas era infantil; de todos modos, había confiado. Ahora, esa esperanza desaparecía como arena entre los dedos. Si la prueba que necesitaba no estaba allí, podía encontrarse en cualquier lugar del Atchafalaya.
Y con la decepción llegó la duda. ¿Se había equivocado? ¿Y si el asesino era Baldwin, o Leonce? O Cooper. O un forastero anónimo, una cara desconocida.
No. Cerró el último cajón de la cómoda y se incorporó, y se frotó las sienes con los dedos. No estaba equivocada. No se había equivocado en el Condado de Scott. No estaba equivocada ahora. Stephen Danjermond era un asesino. Lo sabía, lo sentía, siempre había experimentado un sentimiento de cautela cuando estaba con él. Era un asesino, y creía que podía asesinar y quedar impune.
Si no podía encontrar un modo de comprometerlo, Laurel sabía que debía hallar otro. Y cuanto más tiempo le llevase, más mujeres morirían, y de más tiempo dispondría Danjermond para armar la acusación destinada a incriminar a Jack. Cuanto más tiempo jugase con ella su juego, más posibilidades tenía de destruir la credibilidad y la confianza de Laurel, su convicción de que existía una ley superior a la supervivencia del más apto.
—Vamos —murmuró Laurel, mientras enganchaba un dedo en una presilla del pantalón de Jack, apartándolo del estante—. Dudo de que regrese de la cena antes de que pase una hora más, pero no podemos correr riesgos.
—Espera.
Jack sintió algo parecido a un golpe en el corazón cuando el haz de la linterna recorrió la colección de libros. Tres obras encuadernadas en cuero rojo descolorido, una al lado de la otra, sobre el extremo izquierdo del estante superior. Le Petite Mort, volúmenes I, II y III. Es decir La pequeña muerte. Sus ojos ya los habían dejado atrás cuando comprendió que era una colección de materiales eróticos. Erótica —la pequeña muerte— el orgasmo. El título no parecía impertinente, pero mientras desplazaba el haz de luz sobre las encuadernaciones, un sexto sentido le tensó las entrañas como un puño.
Con un movimiento lento, levantó el panel de vidrio de la vitrina, y lo mantuvo abierto. Los tres volúmenes abandonaron simultáneamente el estante. Los «libros» se abrieron, y no eran materiales eróticos, sino pruebas.
El sentimiento apretó con fuerza la garganta de Laurel cuando ella orientó la luz de la linterna de modo que iluminase una maraña de aros y collares. Más de seis piezas. Muchas más. Con las lágrimas asomando a los ojos, acercó un par de pinzas que había sacado del bolsillo y retiró un pesado pendiente de oro. Un ancho círculo de oro cincelado que colgaba de un arco más pequeño de hilos finamente entrelazados de oro antiguo.
—Esto es... —El tiempo presente se le atascó en la boca. Tragó saliva y lo intentó de nuevo—. Pertenecía a Savannah. Los compró en Nueva Orleans. Un regalo que ella misma se hizo en su cumpleaños. Llevaba puesto el otro pendiente cuando la encontraron.
Jack guardó silencio mientras él y Laurel miraban la pieza de oro volverse y reflejar la luz. No había palabras adecuadas para aliviar el dolor que él percibía en la voz de Laurel. Con movimientos lentos, Jack cerró la caja y la devolvió a su lugar en el estante. Laurel permaneció allí de pie, con la mirada clavada en el pendiente y los ojos sombríos. Jack le pasó el brazo sobre los hombros e inclinó la cabeza sobre la de Laurel.
—Ya lo tienes, querida. Es lo mejor que podía sucederte.
—Ojalá eso fuese suficiente —murmuró Laurel. Entregó la linterna a Jack, y depositó el pendiente en una bolsa de plástico.
Echaron una última ojeada a toda la habitación para asegurarse de que habían dejado las cosas exactamente como estaban, y después Laurel caminó hacia el corredor, y la luz de la linterna se proyectaba sobre el suelo frente a ellos hasta que el haz de luz recayó sobre un par de zapatos negros, elegantes y bien lustrados.
El primer instinto de Laurel fue huir, pero no tenían escapatoria. Él estaba entre ellos y el comienzo de la escalera. Detrás de Laurel, Jack juró por lo bajo.
Con un movimiento lento, ella levantó la linterna y recorrió la raya impecable de los pantalones negros de etiqueta, y continuó su camino hasta que el haz de luz se clavó en el cañón de un silenciador de la pistola de nueve milímetros que él sostenía en una mano, y en el par de pequeñas zapatillas de lienzo que él sostenía en la otra.
—Laurel, creo que son suyas —dijo Danjermond en el mismo tono de voz que usaba siempre—. Muy considerado de su parte quitárselas.
—¿Qué sucedió con la Liga de las Mujeres Votantes? —preguntó ella, y una parte distinta de su mente se dijo que no podía mostrar tanta serenidad. El ritmo de sus pulsaciones se había desbocado. La sangre le latía en las orejas, y era extraño que ella pudiese escuchar su propio pensamiento. Y ahora estaba preguntando por la cena de Danjermond, como si esas hubieran sido las circunstancias más normales.
Danjermond frunció el entrecejo, tratando de desviar los ojos de la luz que ahora le iluminaba la cara.
—En vista de las tragedias recientes, me pareció inadecuado permitir que las festividades continuaran como de costumbre.
—Un gesto generoso por su parte.
Una sonrisa menuda y felina curvó los labios del fiscal.
—Cuando quiero, puedo ser un hombre muy generoso.
—¿Y eso fue lo que «decidió» con mi hermana? —preguntó amargamente Laurel, y la voz le tembló de rabia, y la mano izquierda tembló también, con fuerza suficiente para mover el pequeño recipiente de plástico que sostenía el pendiente de Savannah.
Él inclinó la cabeza en un gesto de reproche, pero su mirada se clavó directamente en la prueba y la cólera se disipó como si hubiese sido vapor arrojado al aire.
—Vamos, Laurel, ¿realmente espera que conteste a esa pregunta?
—Bien puede hacerlo —dijo Jack, abandonando la protección del cuerpo de Laurel. Avanzó un paso y se desvió hacia la izquierda de Danjermond, obligándolo a dividir su atención entre los dos—. Ahora también nos matará a nosotros, ¿verdad?
Danjermond meditó un momento la pregunta, y finalmente decidió mostrarse magnánimo y suministrarles una respuesta.
—C'est vrai, Jack, como usted mismo podría decir. No corresponde a mi plan, pero a veces es necesario incorporar modificaciones.
—Qué lástima que le traigamos tantas molestias —dijo sarcásticamente Jack avanzando un poco más, lo suficiente para atraer la atención plena de Danjermond. El cañón del arma acompañó el movimiento de Jack.
—Es suficiente, Jack, no se acerque más.
—¿O qué? —se burló Jack—. ¿Disparará? De todos modos disparará. El que está muerto está muerto.
—No, no, mon ami —ronroneó Danjermond—. Ciertamente es distinta la muerte instantánea que verse obligado a rogar que a uno lo maten. Su cooperación podría significar la diferencia para la señorita Chandler.
Jack sopesó las posibilidades, y la conclusión a la cual llegó no le pareció muy grata. Danjermond se proponía matarlos. Sólo Dios sabía qué clase de infierno había planeado para ellos. Había asesinado a por lo menos seis mujeres, y lo había hecho de un modo brutal y horrible. Hacía mucho que Jack había dejado de preocuparse por lo que pudiera sucederle a él mismo, pero la idea de que algo así le sucediera a Laurel era intolerable. No podía permanecer impotente y permitir ese desenlace. No estaba dispuesto a seguir el juego a un loco.
Sin apartar la mirada de Danjermond, aferró el brazo de Laurel y lo levantó bruscamente, enviando el haz de luz sobre la cara de Danjermond, y al mismo tiempo torciendo el cuerpo para cubrir a Laurel y empujarla hacia un lado.
Danjermond maldijo y alzó un brazo para protegerse de la luz que le cegaba. La pistola en su mano disparó, y la explosión quedó reducida por el silenciador a un chasquido extrañamente suave. Un ancho jarrón chino depositado sobre un soporte junto a la pared voló en pedazos, enviando fragmentos de porcelana en todas direcciones. El agua cayó al suelo como una cascada, y los tallos de las plantas se cruzaron como palillos en desorden.
Impulsada por el peso de Jack, Laurel cayó de lado sobre las rodillas. La linterna cayó de su mano y golpeó el piso, rodando fuera del alcance de la joven y enviando láminas de luz ámbar a la pared. Trató de recuperarla, pero Jack estaba frente a ella, y Danjermond poco después de Jack, y era evidente que el combate entre ellos no había terminado, ni mucho menos.
Con la cabeza inclinada, Jack buscó a Danjermond, y hundió el hombro duro en el pecho de su antagonista. Los dos aterrizaron en el suelo de madera lustrada, a pocos centímetros del comienzo de la escalera, y comenzaron a luchar por el control de la pistola. Jack se apoderó del brazo de Danjermond y lo golpeó con fuerza contra el piso, pero antes de que pudiese aflojar la mano que sostenía el arma, un dolor muy intenso le cortó el costado izquierdo, y durante un momento eliminó otros pensamientos, y anuló su fuerza.
Aullando de dolor y rabia, se volvió para buscar el origen. Una astilla irregular de porcelana blanca sobresalía de su costado, y la mano de Danjermond la sostenía, como si hubiera sido el mango de un cuchillo; la sangre manaba entre los dedos del fiscal. Cuando Jack trató de arrancar el cuchillo improvisado, Danjermond alzó la pistola y golpeó a Jack en la sien.
En un abrir y cerrar de ojos el equilibrio del poder se desplazó. Jack trató de mantenerse encima mientras se le oscurecía la conciencia, pero el mundo se balanceó e inclinó bajo su cuerpo. Y de pronto los dos hombres comenzaron a rodar, sobre el agua y la porcelana rota, sintiendo el dolor, quemándoles los músculos y latiéndoles el corazón.
Jack consiguió cerrar la mano sobre el cuello de Danjermond y comenzó a apretar, pero el fiscal del distrito estaba encima y se alejaba cada vez más. Levantaba en el aire el arma. Laurel podía haber gritado, pero lo único que Jack conoció con certeza fue el brusco chasquido de una bala entrando en el suelo a varios milímetros de su cabeza, mientras él soltaba la tráquea de Danjermond y de un golpe apartaba la pistola.
Jack se incorporó, tratando de invertir las posiciones. El dolor le atravesó el costado y repiqueteó en su cabeza. Intentó ignorarlo y se debatió gracias a la adrenalina, aferrando, empujando y tironeando. La espalda de Danjermond golpeó la balaustrada blanca, finamente torneada, que defendía el descanso del segundo piso, y la madera crujió y conmovió toda la baranda, y la pistola saltó de su mano y corrió sobre el suelo hacia la escalera.
Laurel pegó un salto hacia atrás, mientras los dos hombres luchaban, y deseó hacer algo; pero la pistola estaba en el lado opuesto del pasillo, y la linterna había caído al suelo, bajo el enredo de los cuerpos masculinos que jadeaban y se esforzaban. Miró alrededor buscando algo, cualquier cosa que ella pudiera usar como arma, y no encontró nada; pero no estaba dispuesta a resignarse.
Haz algo, haz algo, canturreó mentalmente, volviéndose y corriendo de regreso hacia el dormitorio de Danjermond. Tenía que encontrar un arma, algo con lo cual pudiese golpearlo, apuñalarlo, lo que fuese.
Jack descargó la izquierda sobre la cara de Danjermond, y después intentó elevarse y adelantarse, pugnando por recuperar la pistola que estaba fuera de su alcance. Con la punta de los dedos tocó el silenciador y alejó todavía más la pistola, que se deslizó a través del charco de agua y los vidrios rotos. Concentrado en su propósito, de nuevo trató de aferrar el arma, y cerró los dedos alrededor de la lámina de goma de la culata.
Al mismo tiempo, Danjermond encontró la linterna. Cuando Jack se incorporó y comenzó a volverse con la pistola en la mano, Danjermond logró arrodillarse y descargó la linterna como si hubiese sido un garrote. Alcanzó a Jack con un golpe cruel en el costado de la cabeza, y ésta giró bruscamente; a causa del impacto, la visión se le enturbió hasta convertirse en una mancha grisácea. Las conexiones cerebrales se interrumpieron. El arma se desprendió de su mano y cayó por la escalera, disparando un proyectil inútil que se hundió en la pared.
Jack trató de incorporarse, de parar el segundo ataque, pero los mensajes nunca llegaron a los músculos adecuados. El golpe cayó sobre él, y Jack se hundió en la oscuridad.
Laurel salió del dormitorio con una pesada lámpara en las manos, blandiéndola como un garrote para descargarla en la cabeza de Danjermond. Pero él le aferró el brazo cuando Laurel entró en el corredor, y la mirada de la joven se posó en Jack, y la lámpara cayó al suelo.
—¡Jack! —gritó Laurel al verlo inerte al final de la escalera, con un lado de la cara manchado de sangre. Los pensamientos recorrieron veloces su mente durante los instantes que ella permaneció de pie, mirando el cuerpo inmóvil en el corredor oscuro, él había muerto, Laurel lo había perdido, y estaba sola con un asesino.
Comenzó a adelantarse, pero Danjermond la detuvo.
—Cuidado, —dijo en voz baja, y su respiración sibilante brotó de los pulmones en un jadeo. Ella alcanzaba a percibir el olor de su transpiración y el matiz de la costosa colonia que él usaba. También olía a sangre, y sólo deseaba que fuese la del propio Danjermond—. No querrá pisar los vidrios —murmuró el fiscal.
—Usted está loco —lo acusó Laurel, y su voz era un murmullo áspero y tembloroso. Se volvió para mirarlo, y contuvo la respiración al ver el perfil siniestro de esos rasgos, iluminados por el resplandor anaranjado de la luz de la linterna.
—No —dijo a su vez Danjermond, sonriendo apenas, con los fríos ojos verdes fijos en los de Laurel, imperturbable—. No estoy loco.
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