Capítulo 22
Kenner encendió el quinto cigarrillo del día y aspiró una bocanada cargada de alquitrán y nicotina. Sentía los globos oculares como si se los hubiesen frotado con papel de lija. Sus cuerdas vocales parecían revestidas con madera. Varios picos de cortar hielo le perforaban el cerebro, y el estómago estaba repleto de ácido de la batería disfrazado de café. Comparado con él, un perro rabioso se sentía bastante cómodo. No estaba obteniendo resultados con el asesinato de la joven Gerrard, y eso lo irritaba más que nada, aunque no tanto como Laurel Chandler.
La miró a través de la bruma de humo que flotaba sobre el escritorio atestado, con los ojos convertidos en ranuras y la boca retorcida por la necesidad de rugir.
—¿Entonces usted cree que Baldwin mató a su hermana y a todas esas muchachas?
Laurel contuvo una maldición. Sus dedos se cerraron con fuerza en los brazos de la silla destinada a los visitantes.
—Eso no es lo que he dicho.
—Demonios, no —ladró Kenner, moviendo los pies—. Pero fue su intención.
—No es...
—Dios santo, precisamente esperaba escuchar esto...
—Entonces, ¿por qué no me escucha?
—... ¿verdad, Steve?
Danjermond, apoyado en un gabinete de color grisáceo, endureció el mentón al escuchar la abreviatura de su nombre. Kenner no lo vio. Había estado buscando la excusa que necesitaba para aliviar la presión. Primero, alguien tenía la audacia de matar a una mujer en su jurisdicción. Después, se había visto obligado a dejar en libertad a Tony Gerrard. Además, todas las pistas que parecían prometedoras habían terminado en nada. Y ahora esto. Expresó libremente su malhumor, y no le importó en absoluto que Laurel Chandler fuera una joven bien relacionada. El propio Ross Leighton decía que Laurel era una metomentodo, y que siempre lo había sido.
—Justamente, estaba esperando que llegase aquí, señalando a la gente y acusando a las personas.
—Sólo intento suministrarle información. Mi deber cívico...
—Escuche, amiga. —El alguacil la interrumpió, y se inclinó sobre el escritorio para sacudir la ceniza de su cigarrillo—. Usted intenta provocar problemas, exactamente como hizo en Georgia. Señalar con el dedo, desbocarse, lograr que su nombre aparezca en los diarios. ¿Tiene pruebas de alguna clase?
Laurel rechinó los dientes y volvió los ojos hacia Danjermond, preguntándose por qué demonios no hacía nada.
—Nunca dije que Baldwin matara a nadie. Sólo pensé que a usted le agradaría saber...
—Que es hasta cierto punto un pervertido. Un predicador. —Kenner la miró burlonamente, y sacudió la cabeza mientras exhaló el humo—. ¿Quiénes eran en Georgia? ¿Un dentista? ¿Un banquero? ¿Hay alguien de quien usted no sospeche que es pervertido?
—Bien, dudo de que usted lo sea —exclamó Laurel poniéndose de pie. Apoyó las manos sobre el escritorio atestado de Kenner y se enfrentó a él, una mirada contra otra—. ¿Por qué tiene que apelar a la perversidad cuando es evidente que está autorizado a maltratar a quien se le antoje?
Mientras Kenner le contestaba enfurecido, ella de nuevo volvió los ojos hacia Danjermond, que tenía el descaro de sentirse divertido por lo que ella hacía y decía. Lo adivinaba por la profundidad verdosa de sus ojos, por el modo en que las comisuras de los labios se elevaban apenas. Danjermond se apartó del lugar que ocupaba contra los archivos y se adelantó, con la atención fija en Kenner,
—Bien, Duwayne —dijo tranquilamente—. La señorita Chandler ha venido aquí con las mejores intenciones. Si cree que tiene información relacionada con el caso, usted debería escucharla.
—¡Información relacionada con el caso! —Kenner emitió un sonido despectivo y aplastó el cigarrillo en el atestado cenicero de plástico—. Savannah Chandler dice que el predicador goza atando a las mujeres. Savannah Chandler. ¡Dios mío, en este pueblo todos saben que tiene los tobillos tan flojos como la moral!
Enfurecida, viéndolo todo rojo, Laurel casi se arroja sobre la garganta de Kenner.
—¡Hijo de puta!
Kenner se encogió de hombros.
—Eh, no digo nada que no sea de conocimiento general.
—Pero no lo dice con mucho tacto —señaló Danjermond, frunciendo el entrecejo.
—Caray, no tengo tiempo para dármelas de David Niven. Tengo que resolver un asesinato. —Sacó otro Camel del paquete y lo encendió con un fósforo, manteniendo la mirada dura clavada en Laurel—. Señorita Chandler, deje la investigación a mi cargo.
—Muy bien —dijo Laurel entre dientes—. Pero probablemente sería útil que usted apartase la cabeza de su propio trasero para ver lo que sucede.
El color de Kenner pasó al rojo oscuro. Retiró el cigarrillo de los labios y lo sacudió frente a Laurel, de modo que llovió ceniza sobre la superficie del escritorio y la serie de papeles que había debajo.
—¿Quiere un pequeño consejo acerca del lugar en que puede encontrar a su hermana? Yo inspeccionaría por lo menos unas cuantas docenas de dormitorios.
—Y eso es también lo que podría haber dicho de Annie Gerrard, ¿verdad? —Laurel experimentó una breve sensación de triunfo cuando el proyectil dio en el blanco. Un músculo tembló en el mentón de Kenner, y el alguacil desvió la mirada.
—Sí, a Annie le agradaba dormir con diferentes hombres. Y ya vemos dónde la descubrieron.
Kenner le volvió la espalda y miró hacia afuera, a través de la ventana. Danjermond se acercó al extremo del escritorio y tomó suavemente del brazo a Laurel.
—Quizá sería mejor que usted y yo discutiéramos este asunto en mi oficina.
Sin ejercer demasiada presión, la empujó hacia la puerta y pasó con ella a la antecámara, donde Louella Pierce, la secretaria de Kenner, estaba sentada con una lima en la mano, absorbiendo cada detalle de la disputa para poder relatarlo golpe por golpe a todos los que quisieran escucharla en el comedor. Un par de agentes uniformados levantaron los ojos del papeleo que tenían sobre el escritorio, y en sus caras había muestras de regocijo.
Todavía envalentonada por la adrenalina, Laurel los miró hostil.
—¿Qué demonios están mirando?
Los hombres enarcaron el entrecejo y desviaron la mirada. Danjermond continuó caminando por el corredor, sin detenerse, llevando consigo a Laurel. El apretón sobre el brazo de la muchacha parecía engañosamente suave, pero cuando ella intentó separarse discretamente, no pudo.
—Señor Danjermond, le agradecería que me soltara—dijo en voz baja Laurel, con los ojos llameando fieramente mientras miraba al fiscal—. No me agradó la rutina del «policía bueno y el policía malo». No soy un civil aturdido que entra aquí para comunicar una carga completa de chismografía.
—No —dijo tranquilamente Danjermond sin modificar el paso o la expresión, aunque en su mirada había algo duro cuando volvió los ojos hacia ella—. Usted es una ex fiscal que tiene reputación de formular acusaciones que no puede fundamentar. ¿Cómo esperaba que reaccionase Kenner?
En el vestíbulo había bastante actividad. El tribunal se encontraba reunido en una sesión, pero además del grupo usual de empleados y abogados, había periodistas que revoloteaban como buitres esperando un trozo de carne arrancado al más reciente asesinato del Estrangulador del Bayou. Laurel adivinó la presencia de los periodistas. Se le apretó el estómago, y el vello de la nuca se le erizó cuando sintió esos ojos que la miraban, ojos iluminados por cierta siniestra expectación al verla caminar tomada del brazo con el fiscal de distrito de la región. Como en los viejos tiempos, se abalanzaron sobre ella tratando de activar las grabadoras, buscando los lápices y los cuadernos. Se acercaron como si fueran una avalancha, y el sonido brotó del grupo como si hubiera sido un televisor en el que de pronto se eleva el volumen.
—¡Señor Danjermond...!
—¡Señorita Chandler...!
—¿... hay alguna relación ...?
—¿... está ayudando a la investigación ...?
—¿... han encontrado nuevas pistas ...?
Danjermond continuó caminando, sereno como Moisés cuando atravesó el Mar Rojo.
—Sin comentarios. Por ahora no podemos formular ningún comentario. La señorita Chandler no tiene nada que decir.
Odiándose a causa de su actitud, Laurel se apoyó en Danjermond y aceptó que él soportase el peso principal del ataque de los medios. Él la llevó hasta su despacho, y mientras el fiscal formulaba un último y frustrante «Sin comentarios» en la puerta, ella pasó de prisa frente a la mirada curiosa de la secretaria de Danjermond, y entró en el silencio del santuario interior.
Los detalles de la oficina se le manifestaron sólo de manera periférica, paredes verdes, pesadas lámparas de bronce, sillones tapizados con cuero oscuro, el olor del líquido para lustrar muebles y del tabaco aromatizado, un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. Las cortinas estaban corridas, de modo que en la habitación reinaba la semipenumbra. La atmósfera del despacho podría haberla tranquilizado, pero ella se sentía afectada también por los recuerdos candentes, y los sentimientos y las recriminaciones que ella misma se formulaba. El modo en que ella había perdido los estribos con Kenner le recordaba demasiado lo que había sucedido en el Condado de Scott, las riñas con el alguacil, las peleas con los ayudantes y los colegas.
Respiró hondo y se detuvo, y se llevó las manos a las sienes. Como en un sueño, pudo ver cómo ella misma destrozaba su oficina, renegaba salvajemente, arrojaba y destrozaba cosas, y gritaba hasta que su ayudante Michael Hellerman había llamado a Bubba Vandross, de seguridad, pidiéndole que viniese a calmarla.
Después de meses de acercarse a ese abismo mental, finalmente se había derrumbado. Ahora no estaba en el límite, pero se había acercado mucho. La frustración provocada por la conversación con Kenner había activado un mecanismo. No podía controlar a ese hombre, y el control era lo que ella necesitaba especialmente después de la muerte de su padre.
Y los periodistas. Dios santo, ¿nunca podría esquivar la curva de las recurrencias? Si hubiese viajado a las Bermudas, y no al Bayou Breaux, ¿estaría ahora de pie en el despacho del magistrado, enredada en una intriga en la isla?
Respiró estremecida y trató de aliviar parte de la tensión que soportaba en los hombros. Necesitaba recomponerse, pensar las cosas. Tenía que encontrar a Savannah y disipar las sombras oscuras que acechaban en el fondo de su mente.
Pasó la mano sobre el cuero suave del bolso, y pensó en los distintos objetos que había guardado allí, el pendiente, el collar, la caja de fósforos. No había mostrado nada de todo eso a Kenner, pues sabía que en todo caso él habría pensado que esos objetos eran una prueba más de la inestabilidad mental de Laurel. Esas cosas podían provenir de cualquier parte. Incluso todas podían haber pertenecido a Savannah.
La caja de fósforos persistía en su mente. Jack la había examinado, moviéndola con sus ágiles dedos de músico. La expresión de Jack se había convertido en una máscara neutra al leer el nombre. Un bar secreto y exclusivo. Un lugar donde las máscaras eran usuales y podía tenerse lo que uno deseaba por un precio o un momento de emoción. Él había acudido a ese lugar mientras practicaba su investigación con destino a un libro.
Él le había sujetado los brazos sobre la cabeza, reteniéndola mientras unía los dos cuerpos...
A Jimmy Lee Baldwin le gustaba el juego de las ataduras... eso había dicho Savannah...
Savannah había permitido que la atasen...
La náusea se instaló en el estómago de Laurel, y ella se apoyó sobre un armario antiguo y cerró los ojos.
—¿Desea beber un brandy?
Ella irguió la cabeza cuando Danjermond cerró suavemente la puerta.
—Por supuesto, con fines medicinales —agregó el fiscal con la sombra de una sonrisa.
—No —dijo Laurel, afirmando las rodillas y cuadrando los hombros—. No, gracias.
Él hundió las manos en los bolsillos de sus pantalones grises, y se paseó frente a un estante cargado de tomos encuadernados en cuero.
—Perdóneme por el escaso apoyo que le ofrecí en la oficina de Kenner. Aprendí que el mejor modo de manipularlo consiste en abstenerse de manipularlo. —Miró de reojo a Laurel, como juzgándola—. Y reconozco que deseaba verla en acción. Usted es feroz, Laurel. Uno nunca lo sospecharía al verla tan delicada, tan femenina. Me agrada la paradoja. Seguramente usted sorprendió a muchos antagonistas.
—Soy eficaz en lo que hago. Si mis adversarios se sorprenden por eso, sencillamente son estúpidos.
—Sí, pero el hecho real es que la gente extrae ciertas conclusiones sobre la base del aspecto y los antecedentes sociales de una persona. Yo mismo he originado impresiones de ese carácter, porque vengo de una familia destacada.
Laurel enarcó el entrecejo.
—¿Intenta decirme que usted puede ser un retoño de la familia Danjermond, de los que poseen intereses en el mundo de la navegación, pero en el fondo es un buen muchacho? Me costaría creerlo.
—Lo que quiero decir es que uno no puede juzgar un libro porque su tapa sea bonita o fea. A decir verdad, uno nunca sabe lo que puede ocultarse detrás de la fealdad, o lo que puede acechar en el centro de la belleza.
Laurel pensó de nuevo en Savannah, su hermosa hermana, tirándose de los cabellos con Annie Gerrard en la Taberna de Frenchie, ensuciando con excrementos la pared del sanatorio Saint Joseph junto a la ventana de Astor Cooper, gritando obscenidades a la luz de la luna. Suspirando, cerró los ojos y se frotó la frente, como si de ese modo pudiese eliminar las dudas que agobiaban su cerebro.
—Haré lo que pueda para influir sobre Kenner —dijo Danjermond en voz baja. Ahora estaba detrás de Laurel, tan cerca que ella podía sentir su proximidad. Apoyó sus manos elegantes sobre los hombros de la joven y comenzó a darle un masaje metódicamente, para calmar la tensión. Laurel deseaba apartarse pero se mantuvo firme, sin saber muy bien si el gesto de Danjermond era compasión o dominio, sin saber si su propia respuesta implicaba coraje o asentimiento.
—De todos modos, no puedo prometer nada —siguió—. Me temo que el alguacil Kenner tiene un punto de vista válido en relación con la información acerca de Baldwin. Su hermana tiene lo que podríamos denominar un problema de credibilidad. Sobre todo si ahora ha desaparecido. Usted sabe muy bien cuáles son los problemas de credibilidad, ¿verdad, Laurel?
Laurel rechazó el contacto de Danjermond y se volvió para mirarlo, de nuevo dominada por la cólera.
—No necesito que me lo recuerde, y tampoco necesito todas las observaciones astutas que usted suele deslizar en nuestras conversaciones como si fuesen cuchillos. Y a propósito, ¿de qué lado está usted?
Él sonrió con esa sonrisa simétrica y neutra que siempre la irritaba.
—La justicia defiende el derecho. Pero la naturaleza prefiere la fuerza —señaló—. El derecho y la fuerza no siempre coinciden.
Permitió que esa afirmación misteriosa flotase en el aire mientras abría una hermosa caja de madera de cerezo depositada sobre el escritorio, y elegía un cigarro delgado y caro.
—La sala del tribunal a menudo se asemeja más a una jungla que a la civilización —dijo, mientras iniciaba el rito de cortar el extremo del cigarro—. La fuerza es esencial. Necesito saber cuan fuerte es usted si hemos de cooperar.
—No lo haremos —dijo Laurel sin rodeos, avanzando hacia la puerta.
Él se acomodó en su sillón de respaldo alto y movió el cigarro entre los dedos.
—Ya lo veremos.
—Tengo otras cosas que ver —respondió Laurel, irritada por la altiva confianza de Danjermond en el sentido de que ella no podría resistir la atracción de su ofrecimiento, o la seducción personal del fiscal—. Encontrar a mi hermana es una, ya que es evidente que el departamento del alguacil me prestará muy poca ayuda.
Él acercó al cigarro la llama de un encendedor y aspiró, impregnando la atmósfera con el denso aroma del tabaco.
—Laurel, yo no me preocuparía demasiado —dijo, con su hermosa cabeza envuelta en el humo del excelente habano—. Tal vez fue a N'Awlins, como sugirió su amante, o quizás esté gozando en los brazos de otro hombre. Ya aparecerá.
Pero, ¿en qué estado se encontraría cuando reapareciese? El interrogante era como un nudo en el pecho de Laurel. Si Savannah había saltado a un precipicio interior, ¿qué podría conservar después? Las posibilidades la inquietaron. Una cosa era segura; Savannah no sería la hermana en quien Laurel siempre había confiado. La niña que había en su interior lloró ante esa idea.
La funeraria de Prejean era típica de Acadiana. Construida durante los años sesenta, era un edificio bajo de ladrillos, con profusión de macizos de flores afuera y una extraña mezcla de esterilidad, tranquilidad y dolor adentro. Los suelos estaban alfombrados con moquetas lisas de nylon marrón, fabricadas para durar y amortiguar los sonidos de los zapatos de tacones altos. Los techos eran paneles acústicos a baja altura, que habían absorbido innumerables gritos de dolor y las condolencias murmuradas.
Prejean tenía dos velatorios para los momentos en que lamentablemente había mucho trabajo, y una amplia cocina que, si la gente hubiera sabido cómo se parecía a la sala de embalsamar, tal vez hubiera permanecido sin usar. Pero, como en todas las situaciones sociales de Luisiana meridional, se servía comida para reconfortar y para reafirmar la vida. Las amigas de T-Grace, los vecinos, los feligreses amigos de la Iglesia Católica de Nuestra Señora de los Siete Dolores, estaban en la cocina preparando café fuerte y bocadillos. Laurel sabía que Mamá Pearl había traído una torta de coco.
Los que habían venido a saludar a los Delahoussaye estaban reunidos en la sala de la Serenidad. El ataúd había sido puesto al frente de la habitación, bajo una cruz de roble lustrado. El ataúd cerrado estaba cubierto de crisantemos blancos y gardenias, como si se intentara desalentar a quien quisiera retirar la tapa. Las velas parpadeaban en los dos extremos, sostenidas en altos candelabros de bronce. La gente permanecía reunida en grupos de tres y cuatro personas al fondo de la sala, separándose de la muerte todo lo posible, al mismo tiempo que apoyaban con su presencia a la familia.
Adelante, los deudos más importantes estaban sentados en las filas de sillas de cromo y plástico, unidas unas con otras como piezas de un juego. Enola Meyette dirigía el rosario, un murmullo bajo en francés que subrayaba las conversaciones murmuradas y los sollozos ahogados.
T-Grace estaba sentada en el centro de la fila delantera, con un vestido negro que le sentaba mal, la cara hinchada, los cabellos rojos que caían a los costados como si hubiese recibido una descarga eléctrica, los ojos enormes y enrojecidos. La sostenía por el costado un corpulento hijo. A la derecha, Ovide estaba sentado en estado catatónico, con la boca floja y los hombros caídos bajo el peso del dolor.
El corazón de Laurel se sintió oprimido por ellos cuando se abrió paso entre la gente para saludarlos. Se arrodilló delante de T-Grace, y le aferró una mano huesuda que seguramente estaba tan fría como la de esa hija que yacía muerta en el ataúd.
—Lo siento mucho, T-Grace, Ovide —murmuró, y las lágrimas afluyeron automáticamente a sus ojos. Desde la niñez se le había enseñado que debía disimular cortésmente sus sentimientos. Incluso durante el funeral de su padre, Vivian le había recomendado, lo mismo que a Savannah, que llorasen con discreción, ocultando la cara con pañuelos para no ofrecer un espectáculo. Pero el día había sido demasiado largo, y ella estaba tan fatigada e irritada que apenas lograba contenerse.
T-Grace la miró y valerosamente trató de sonreír, y su boca de labios delgados se contrajo y tembló a causa del esfuerzo.
—Merci, Laurel. Siempre ha sido muy buena con nosotros.
Laurel le apretó la mano y contuvo las emociones que pugnaban por manifestarse.
—Ojalá pudiera hacer más —murmuró, sintiéndose impotente.
Se volvió hacia Ovide, tratando de decirle algo, pero sus ojos estaban fijos en el ataúd de su hija, enturbiados por una especie de sacudida, como si sólo ahora comenzara a entender que la ausencia de Annie sería de veras permanente.
Cuando la señora Meyette inició otra parte del rosario, Laurel se puso de pie y se alejó hacia el fondo de la habitación, inquieta e incómoda, como le sucedía siempre con los ritos de la muerte. Con la mirada examinó a la multitud buscando a Jack, pero no lo encontró. No supo si se sentía más decepcionada por T-Grace y por Ovide que por ella misma. Qué estupidez. ¿Cuántas veces le había dicho Jack que no debía contar con él?
¿Cuántas veces él había refutado sus propias afirmaciones?
Era un estafador por derecho propio, un hombre que jugaba un juego de ocultamiento con su personalidad. Distraía al interlocutor con la apariencia de un aventurero, y entretanto bajo una pantalla se escondía un corazón saturado de compasión, y bajo otra un caudal de dolor y culpabilidad. Las coberturas bailoteaban y se movían bajo las manos diestras del hombre. Ahora, todos las vemos, ahora, no las vemos. ¿Quién era el auténtico Jack? ¿Quizá él le permitiría acercarse lo suficiente para descubrirlo?
Se sentía un poco culpable porque pensaba en él durante un velorio, pero en ese momento habría dado casi cualquier cosa por sentir los brazos de Jack rodeándola, por oír su voz brumosa que murmuraba algo irreverente en su oído. Estaba cansada y preocupada, y deseaba muy intensamente compartir con alguien esos temores.
Una llamada a la Maison de Ville de Nueva Orleans le había asegurado que Savannah no se alojaba allí. Otra llamada a Le Mascarade no le había aportado nada más que una risa burlona. Los nombres de los clientes eran confidenciales. Había hablado con Ronnie Peltier, que cargaba sacos en la empresa de Alimentos y Semillas Collins. No había visto a Savannah desde el martes por la noche. Había llegado a su remolque con un ataque de malhumor, y se había marchado una hora o dos después. Afirmaba que desde esa ocasión no la había visto.
Laurel lo vio de pie con un grupo de amigotes en un rincón de la habitación, Taureau Hebert y Martin Verret y otros clientes habituales del bar. Parecían individuos jóvenes e incómodos con la corbata puesta. Los ojos de esos muchachos evitaban mirar el ataúd que estaba en la parte delantera de la sala.
—Es fascinante, ¿verdad?
Laurel se sobresaltó al sentir la voz de Danjermond, grave y suave en su oído. Estaba de pie a su lado, y su aspecto era tan pulcro como esa mañana; el traje inmaculado, la corbata bien anudada. Laurel se sentía arrugada y deprimida al lado de ese hombre, a pesar de que se había duchado y se había puesto una falda y una blusa limpias antes de venir. Ese efecto era motivo más que suficiente para evitar a Danjermond, por lo que a ella se refería.
—Los diferentes mecanismos defensivos que la gente utiliza para tratar con la muerte —dijo el fiscal, frunciendo levemente el entrecejo mientras su mirada pasaba sobre la reunión de los fieles y los deudos—. Una dosis de religión, unos chismes y algunas bromas, todo servido con café y un pedazo de torta.
—El rito reconforta a la gente —dijo Laurel tratando de apartarse de Danjermond, pero el fiscal la tenía encerrada entre su propia persona y una palmera en su maceta.
—Sí, es cierto —murmuró Danjermond, abarcando el panorama del dolor en el sector delantero de la sala con la mirada aguda de sus ojos verdes. T-Grace había comenzado a sollozar de nuevo, y sus hijos estaban reunidos alrededor. La señora Meyette elevó la voz, pero no modificó la cadencia en el recitado del Ave María.
—¿Viene usted con carácter oficial o sólo por curiosidad morbosa?
Él enarcó el entrecejo ante el sarcasmo.
—¿Usted preferiría que Kenner viniese a representar al distrito de Partout?
—Ni siquiera él se mostraría tan cruel.
T-Grace emitió una serie de gemidos desgarradores y dolorosos, y uno de sus hijos y Leonce Comeau medio la arrastraron fuera de la sala. Tras ellos fueron el anciano doctor Broussard, con su maletín negro, y el padre Antaya, cada uno dispuesto a administrar su propia forma de medicina.
—¿Todavía no hay noticias de su hermana? —preguntó Danjermond.
—No, pero si me disculpa, estoy viendo a alguien que quizá pueda ayudarme.
Utilizando técnicas depuradas en innumerables cócteles, Laurel se apartó de Danjermond antes de que el fiscal pudiese protestar, y pasó entre la gente en dirección al sector delantero de la sala. Se elevó el último Amén, y los que habían estado orando se incorporaron con movimientos rígidos y se oyó el repiqueteo de las cuentas mientras todos guardaban los rosarlos en bolsos, saquitos y bolsillos.
Leonce regresó a la sala con un gesto sombrío en la cara deforme y el cráneo calvo reluciente de sudor. Del bolsillo trasero del pantalón sacó un pañuelo rojo y se limpió la humedad. Se había puesto una chaqueta negra sobre la camisa también negra y los vaqueros, y la tenía arremangada hasta las codos, de modo que parecía más un artista o una estrella del rock que un deudo.
—Eh, chere, ¿dónde estabas? —dijo esbozando una sonrisa fatigada mientras apoyaba una mano sobre el brazo de Laurel—. ¿Jack está aquí?
—No.
Su mirada se desvió, de modo que ella no pudiese ver la esperanza que brillaba en sus ojos. Leonce volvió la mirada hacia el ataúd, una caja de roble lustrado bajo la cubierta de gardenias y crisantemos.
—Hubiera debido imaginarlo. Jack no asiste a los funerales. Supongo que ya ha visto muchos.
Laurel emitió un sonido neutro.
—¿Cómo está T-Grace?
—Está acostada en la oficina del viejo Prejean. —Sacudió la cabeza, todavía sorprendido—. Qué forma de gritar, ¿eh?
—Imagino que perder una hija es demasiado doloroso.
—Sí, eso creo. —Su mirada oscura se posó de nuevo en el ataúd, porque como era un poco supersticioso no deseaba darle la espalda—. Pobre Annie —murmuró—. Creo que se entretuvo con un hombre que no le convenía. Y todo lo que ella quería era pasar un rato agradable. Y adonde la llevó eso...
La sugerencia inquietó a Laurel. Nadie deseaba que lo torturasen y asesinaran. Una mujer no merecía terminar como Annie, al margen de la clase de vida que hubiera llevado. El pensamiento desembocó en una serie de reflexiones acerca de Savannah, y Laurel sintió que se le oprimía el corazón.
—Leonce, ¿ha visto últimamente a Savannah?
Leonce volvió bruscamente la cabeza para mirar a Laurel, y unió las cejas de tal modo que la cicatriz pareció más larga y más profunda.
—Ah, sí, de eso tengo que hablarle —dijo con un gesto ominoso.
Nuevamente la tomó del brazo, y salió con ella por la puerta y se hundió en las sombras del vestíbulo que conducía a la habitación donde el señor Prejean practicaba su oficio, que era preparar a la gente para el más allá. Laurel sintió que se le erizaba el vello sobre la nuca, y dirigió una mirada nerviosa hacia el salón de la Serenidad.
Leonce apartó la mano de Laurel y retrocedió un paso, e inconscientemente se tocó la mejilla y las yemas de los dedos frotaron la cicatriz, como si de ese modo hubiera podido borrarla.
—El martes por la noche venía de Loreauville, a veces canto allí con una banda, ¿sabe?, y venía conduciendo por Tchoupitoulas, más o menos a una calle del asilo de St. Joe. Y entonces Savannah apareció corriendo por la hierba y cruzó la calle frente a mí. Casi la atropello. Me asomé por la ventanilla y le grité: «Eh, ¿qué te pasa, chere? ¿Estás loca, o algo parecido?».
Laurel sintió como si hubiesen arrojado una piedra sobre su cabeza desde mucha altura. Ése no era el relato que había deseado escuchar. Hubiera preferido que Leonce le dijese que había visto a su hermana viajando en automóvil a Lafayette para visitar algunos amigos, o partiendo con un amante para divertirse en Nueva Orleans. No deseaba que le confirmasen una sospecha que acentuaba todavía más su temor.
Leonce la observaba, esperando una respuesta. Laurel se las arregló para abrir la boca y pronunciar algunas palabras.
—¿Ella respondió?
—Oh, sí —rezongó Leonce—. Se acercó a la ventanilla y me preguntó por qué no me iba a la mierda. ¿Qué le parece?
—No me parece nada —murmuró Laurel. Respiró hondo y se pasó los dedos sobre los cabellos, y caminó describiendo un círculo alrededor de Leonce, mientras su mente trató de fusionar esa información con los restantes hechos y fragmentos que ya tenía acumulados. Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando los nervios del estómago se retorcieron alrededor de un Cálido nudo de miedo.
—Eh —dijo Leonce abriendo las manos—. Chere, no quise molestarla. Solamente pensé que debía saberlo. —Extendió la mano hacia Laurel, ofreciendo consuelo y consideración. Enroscó los dedos sobre el hombro de la joven y permitió que su pulgar rozara el pulso en la garganta de Laurel—. ¿Quiere que le traiga una copa, o prefiere que hablemos de esto? Le aseguro que soy un oyente muy atento.
Si la idea de escapar la atraía enormemente, la de escapar con Leonce no le interesaba. En los grandes ojos oscuros de Leonce había suficiente interés masculino como para desplazar la simpatía que él ofrecía. Y para decir la verdad, aunque eso la avergonzaba mucho, a Laurel no le gustaba mirarlo. La cicatriz atraía constantemente su atención: el tejido liso y reluciente, las grotescas acumulaciones de tejido cicatricial que deformaban levemente la ceja izquierda, la nariz y el labio.
—Podemos ir a algún lugar un poco más oscuro —dijo Leonce, y ahora su voz tenía un acento neutro y duro. Los dedos de Leonce apretaron un momento el hombro de Laurel, y después él retiró la mano.
Laurel experimentó una sensación inmediata de culpa.
—No, Leonce, no quise decir que...
—Laurel, ¿hay algún problema?
Danjermond estaba al fondo del corredor, parte de su cuerpo en la zona de luz, y parte en la sombra; su mirada tranquila se desplazaba lentamente de Laurel a Leonce y de nuevo a la joven. Leonce juró por lo bajo en francés y se alejó de Laurel, dirigiéndose a una salida lateral.
Laurel dejó escapar un suspiro y se acomodó las gafas sobre la nariz.
—Sí, todo está bien.
—Yo ya me retiraba —dijo Danjermond, sacando las llaves de su Jaguar y sosteniéndolas con dos dedos de la mano—. ¿Desea acompañarme a beber una copa o una taza de café?
Ella agitó la cabeza, sorprendida ante la incapacidad del fiscal para percibir el sentido de la palabra «no».
—Señor Danjermond, su tenacidad es sorprendente.
Él insinuó esa sonrisa felina. Laurel casi podía imaginar el ronroneo grave en la garganta.
—Como ya le dije, la Naturaleza recompensa la fuerza y la tenacidad.
—Esta noche no. —Laurel introdujo la mano en su bolso y separó la cadena del collar con la mariposa del manojo de llaves—. Vuelvo a mi casa.
Danjermond inclinó la cabeza de rasgos regulares, aceptando la situación.
—Otra vez será.
«Jamás», pensó Laurel mientras salía al estacionamiento.
El cielo mostraba matices púrpuras y anaranjados hacia el oeste. La luz sobre el aparcamiento parpadeaba con una serie de zumbidos y chasquidos. Abrió la puerta del Acura y se sentó detrás del volante, pensando que prefería someterse a la tortura del sillón del dentista antes que salir con Stephen Danjermond. Una cita con él equivaldría a aceptar que el fiscal le explorase el cerebro con agujas. Se preguntó si ese hombre jamás había mantenido una conversación que no se desarrollara simultáneamente en tres planos. Quizá en su infancia, si es que alguna vez había sido niño. La familia Danjermond probablemente miraba con malos ojos a la niñez, exactamente como había hecho Vivian, la madre de Laurel.
«Qué extraño, —pensó Laurel—, que compartieran ese pasado y sin embargo fuesen tan distintos uno del otro».
Pero por otra parte ella ya había visto, en un ejemplo que tenía un carácter inmediato, que las experiencias compartidas no garantizaban reacciones compartidas. Ella y Savannah difícilmente hubieran podido ser menos parecidas. Millares de adolescentes soportaban el acoso de los padrastros o de otros hombres en su vida, y no todas reaccionaban como Savannah. Las estadísticas demostraban que los niños de quienes se abusaba en definitiva se convertían en hombres abusadores; pero ella no podía imaginar a Jack golpeando a un niño... había llorado por el niño que había perdido incluso antes de conocerlo.
Jack. Laurel se preguntó dónde estaba, si estaba llorando a solas la pérdida de una amiga o si estaba vaciando una botella de whisky y diciéndose que no tenía amigos. Bebía demasiado, y ella se inquietaba demasiado. Cierta vez había leído en alguna parte que el amor no siempre era conveniente; pero nunca había aceptado creer que podía ser desesperado. Jack juraba que no quería enredos emocionales. Y ahora que las tensiones presionaban sobre ella en muy variadas direcciones, Laurel no se sentía con fuerza suficiente para convencer a Jack de lo contrario.
Esa noche tampoco tenía fuerza suficiente para afrontar a la tía Caroline; pero las circunstancias no le proporcionaban otras alternativas viables. Había resistido todo lo posible, y ahora se vería obligada a sentarse con su tía y a revelarle todo lo que sabía y todo lo que temía en relación con su hermana.
El miedo ahora era como un peso muerto sobre su estómago, y Laurel aceleró el automóvil y se dirigió a Belle Riviere, sin prestar la más mínima atención a los ojos que la contemplaban con expresión perversa desde la protección de la oscuridad.
La casa estaba en sombras. Laurel se acercó a la puerta principal, experimentando un culpable sentimiento de alivio. Pese a que era necesario hablar con Caroline acerca de Savannah, Laurel no podía dejar de sentir cierta satisfacción porque se le concedía una pausa. El día ya había sido bastante largo y bastante fatigoso.
La nota sobre la mesa del comedor decía que Caroline había ido a Nueva Iberia a pasar la noche con unos amigos. Mamá Pearl seguramente aún continuaba en la funeraria de Prejean, colaborando en la cocina hasta que el último visitante hubiese bebido la última taza de café.
Laurel se apoyó un momento en la mesa del vestíbulo, tratando de asimilar el silencio. La antigua casa la envolvía, sólida y densa, segura, con su coro de crujidos y gemidos, con los sonidos conocidos y casi siempre reconfortantes. Pero esa noche el coro de ruidos lo único que conseguía era acentuar la sensación de soledad que la agobiaba.
Se sentía sola. Abandonada. Culpable porque había permitido que su hermana cayese en el abismo de la locura.
Debatiéndose con estos sentimientos, salió por la puerta del vestíbulo y pasó al jardín. Inquieta, caminó sobre los senderos de baldosas, permaneciendo cerca de la galería. Un momento después se sentó en un banco, ocupando el rincón y depositó el bolso sobre el asiento, a su lado.
Iluminado por la luz de la luna, el jardín era un lugar misterioso. Las formas oscuras que se agazapaban y escondían, las largas sombras que acallaban los roces de la vegetación. De día era un lugar de vegetación frondosa y muy bella, un lugar que necesitaba que se lo podase. Para eso había venido ella a Belle Riviere... para dedicarse tranquilamente a la jardinería. Para gozar recibiendo las atenciones de Mamá Pearl, y devorar los alimentos que ella preparaba; para contemplar la fuerza inconmovible y el pragmatismo de la tía Caroline; para recibir el apoyo de Savannah.
No llores, nena. Papá ha muerto, pero siempre nos tendremos la una a la otra.
Qué egoísta había sido. Siempre había aprovechado el consuelo y la protección de Savannah. Había temido demasiado perder el amor de su madre, y por eso no había defendido a su hermana. Se había sumergido en las actividades escolares, el colegio, la facultad de derecho, el trabajo, mientras Savannah debía soportar sus crueles recuerdos con su autoestima destrozada.
Supera tu pasado. Déjalo atrás. Olvida. Ella afirmaba haber aplicado ese criterio, y siempre la había irritado que Savannah no pudiera o no quisiera hacerlo. Tal vez todo lo que su hermana había necesitado era apoyarse en alguien, una persona que la ayudase, que la sostuviese en lugar de ridiculizarla; pero Laurel se había alejado para participar en las batallas de terceros.
—Lo siento, hermana —murmuró, y las lágrimas descendieron por sus mejillas—. Lo siento mucho. Por favor, vuelve a casa, porque quiero decírtelo personalmente.
La única respuesta que obtuvo fue el grito de un búho, que llegó del bosque que estaba más allá de L'Amour. Después, el silencio.
El silencio absoluto. Se le erizó el vello de la nuca, y se sentó con el cuerpo erguido, tratando de ver en la noche, conteniendo la respiración e intentando escuchar más allá del rumor de las pulsaciones en los oídos.
Imaginó que podía sentir unos ojos fijos en ella, mirándola desde el otro lado del portón del fondo; pero sólo alcanzó a distinguir los barrotes de hierro. Imaginó a su hermana corriendo a través de la noche, dominada por la cólera, impregnada de dolor.
—¿Savannah?
Los grillos cantaron, las ranas contestaron desde el bayou y una densa bruma se deslizó sobre la orilla.
La impresión de maldad le recorrió la piel como un gusano. Con los ojos fijos en el portón, se inclinó sobre su propio bolso y buscó la pistola.
—Si quieres dispararme, tite chatte, tendrás que volverte.
Laurel gritó y se volvió, y vio a Jack de pie a menos de un metro de distancia. El corazón brincó en su pecho.
—¿Cómo demonios has entrado aquí?
—La puerta del frente estaba abierta —dijo él encogiéndose de hombros—. Querida, deberías tener más cuidado. Últimamente andan por ahí muchos lunáticos.
—Sí —dijo Laurel, ignorando el acento humorístico de las palabras de Jack. Estaba demasiado asustada para jugar—. Me pareció que oí algo del lado externo del portón.
Frunciendo el entrecejo, Jack pasó al lado de Laurel y fue a mirar. Volvió, denegando con la cabeza.
—Nada. ¿Qué crees que era? ¿Alguien escondido entre los arbustos?
Laurel pensó: Savannah, temerosa de que pudiera haber sido ella, aliviada porque no había sido.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Una pregunta oportuna. Jack hundió las manos en los bolsillos de los vaqueros y se paseó por el borde de la galería. Había pasado la noche caminando a lo largo del bayou, tratando de distanciarse todo lo posible de la funeraria de Prejean. No podía soportar el espectáculo de un velatorio, y sin embargo los distintos aspectos del mismo ocupaban su pensamiento: el ataúd, el perfume sofocante de las flores, el canturreo del rosario. En vista de lo que ahora sentía, era como si hubiese estado allí.
—No sé —murmuró volviéndose hacia Laurel.
Mentira. Lo sabía demasiado bien. Necesitaba a Laurel, deseaba sentirla en sus brazos porque ella era real y estaba viva, y él la amaba. Dieu, qué estúpido, qué cruel que él se enamorase de una persona tan valiosa. Ni siquiera podía decírselo, porque sabía que eso no duraría. Nada bueno perduraba una vez que él lo tocaba.
—Vi tu automóvil —dijo, con la voz tensa y áspera—. Vi la luz...
Los anchos hombros de Jack se elevaron y descendieron. Se volvió para caminar, pero la mano pequeña de Laurel se apoyó en su brazo y lo retuvo con la misma eficacia con que hubiera podido hacerlo un ancla. Él miró la cara angelical de Laurel y sintió que no podía respirar. Laurel había dejado sus gafas sobre la mesa del vestíbulo, y ahora miró a Jack con esos ojos azules que reflejaban la necesidad acuciante de su alma.
—A decir verdad, no me importa —dijo ella en voz baja.
Poco importaba que ellos hubiesen reñido, o que ella no tuviese ninguna esperanza en relación con el futuro de los dos. Era simplemente la noche, y ella se sentía muy sola y tenía mucho miedo.
Elevó los ojos hacia la cara en sombras de Jack, percibiendo los ángulos duros, el mentón partido, los ojos que habían visto tanto sufrimiento. No era la cara del amante bondadoso y seguro que ella siempre había imaginado; pero en todo caso ella lo amaba, y allí, de pie y doloridos, ella lo necesitaba con tanta intensidad que le parecía que podía llegar a morir del deseo.
—Dime que te quedarás —murmuró Laurel—. Sólo esta noche.
Él hubiera debido negarse. Hubiera debido alejarse. Hubiera sido mejor que no se acercara a la casa; pero por lo demás nunca había sido muy eficaz cuando se trataba de hacer las cosas bien. Y no podía mirar a los ojos a Laurel y negarse.
—No deberías desearme —murmuró Jack, sorprendido ante la actitud de Laurel.
Laurel alzó una mano y apretó los dedos sobre los labios de Jack.
—Jack, no me digas qué malo eres. Muéstrame qué bueno puedes ser.
Él cerró los ojos para rechazar una oleada de dolor, se inclinó hacia adelante y con los labios rozó la mejilla de Laurel. Era la respuesta que ella necesitaba. Lo tomó de la mano, subió con él la escalera del fondo y ambos entraron en la habitación iluminada por la luna.
Se desvistieron en silencio, pacientemente. Hicieron el amor del mismo modo, zambulléndose en el deseo, ahondando en la experiencias, saboreando la ternura. Contactos gentiles. Besos suaves y profundos. Caricias sensuales como la seda. La unión de los cuerpos y de dos almas heridas. La tensión para alcanzar juntos la clase de éxtasis que desterraba las sombras. Un estallido luminoso y dorado de placer. El intento desesperado de atraparlo mientras se dispersaba como polvo de estrellas a través de los dedos.
Y cuando todo terminó y Laurel yació dormida en brazos de Jack, él contempló la oscuridad y deseó con todo lo que quedaba de su corazón que no le fuera necesario separarse de ella.
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