Mujeres enamoradas



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Después de todo, ¿qué es lo que una mujer deseaba? ¿Era sencillamente éxito social, cumplimiento de ambi­ciones en el mundo social, en la comunidad humana? ¿Era siquiera una unión en el amor y en la bondad? ¿Quería ella «bondad»? ¿Quién sino un estúpido creería eso de Gudrun? Eso no era sino una visión superficial de sus deseos. Cruzad el umbral y la descubriréis com­pleta, completamente cínica en cuanto al mundo social y sus ventajas. Una vez dentro de la casa de su alma había una atmósfera intensa de corrosión, una oscuri­dad inflamada de sensación y una conciencia viva, sutil, crítica que veía al mundo distorsionado, horrendo.

¿Qué haría entonces, qué era lo próximo? ¿Acaso era la fuerza ciega y absoluta de la pasión aquello que la satisfacerla ahora? Eso no, más bien las emociones su­tiles de la sensación extrema en reducción. Era una vo­luntad intacta reaccionando contra la voluntad intacta de ella en una miríada de emociones sutiles de reduc­ción, las últimas actividades sutiles de análisis y des­composición desarrolladas en la oscuridad de ella, mientras la forma exterior, el individuo, permanecía absolutamente inmodificado, incluso sentimental en sus actitudes.

Pero entre dos personas específicas, cualesquiera dos personas sobre la tierra, el campo de pura experiencia sensitiva es limitado. El clímax de reacción sensual, una vez alcanzado en cualquier dirección se alcanza de modo definitivo, no tiene término ulterior. Sólo es po­sible la repetición, la separación de los dos protagonis­tas, la sujeción de una voluntad a la otra o la muerte.

Gerald había penetrado en todos los lugares externos del alma de Gudrun. El era para ella la instancia más crucial del mundo existente, el ne plus ultra del mundo del hombre tal como existía para ella. En él ella conocía el mundo y terminaba con él. Conociéndole definitiva­mente ella era el Alejandro en busca de nuevos mundos. Pero no había nuevos mundos, no había ya hombres, sólo había criaturas pequeñas y últimas, criaturas como Loerke. El mundo se había terminado ahora para ella. Sólo existía la sensación interna e individual de oscuri­dad dentro del ego, el obsceno misterio religioso de la reducción última, las actividades friccionales místicas de una reducción diabólica, desintegrando el cuerpo orgá­nico de la vida.

Todo esto lo sabía Gudrun en su subconsciente, no en su mente. Conocía su paso siguiente..., sabía que debería ponerse en movimiento cuando dejase a Gerald. Tenía miedo a Gerald, temía que pudiese matarla. Pero no pretendía ser asesinada. Un fino hilo seguía unién­dola a él. No debería ser la muerte de ella quien lo rompiese. Antes de quedar aniquilada, ella tenía que ir más lejos, le esperaba una experiencia más lejana, lenta y exquisita, impensables sutilezas de la sensación.

Gerald no era capaz para la última serie de sutile­zas. No era capaz de tocarle la médula. Pero allí donde sus golpes más toscos no lograban penetrar, la lámina fina e insinuante del entendimiento como de insecto de Loerke sí podía. Por lo menos era ya tiempo de que se pasase al otro, a la criatura, al artesano definitivo. Sabia que Loerke, en lo más profundo de su alma, es­taba desvinculado del todo, que para él no existían ni el cielo, ni la tierra, ni el infierno. No admitía pactos, no se adhería a nada. Era singular y, por abstracción el resto, absoluto en sí mismo.

En cambio, en el alma de Gerald se mantenía cierta vinculación con el resto, con la totalidad. Y ésta era su limitación. Era limitado, borné, sujeto en última instancia a su necesidad de bondad, rectitud, unidad con el propósito final. No le estaba permitido saber, que el propósito último podría ser la experiencia perfecta y sutil del proceso de la muerte mientras la voluntad se mantenía intacta. Y ésa era su limitación.

Había un triunfo expectante en Loerke desde que Gudrun negó su- matrimonio con Gerald. El artista pa­recía volar inmóvil, como una criatura alada esperan­do encontrar un lugar donde establecerse. Nunca se acercaba violentamente a Gudrun, jamás era inoportuno. Pero, impulsado por un instinto seguro en la oscuridad completa de su alma, correspondía a ella mística, im­perceptible pero palpablemente.

Habló con ella durante dos días, continuó las conver­saciones sobre el arte y la vida donde ambos disfruta. ban tanto. Alabaron las cosas pasadas, disfrutaron sen­timental e infantilmente con las perfecciones logradas del pasado. Amaban especialmente los finales del si­glo XVIII, el período de Goethe, Shelley y Mozart.

Jugaron con el pasado y con las grandes figuras del pasado, una especie de pequeño juego de ajedrez o de marionetas, todo para complacerse ellos mismos. Tenían a todos los grandes hombres como marionetas suyas, y ellos dos eran el dios del espectáculo, quienes maneja­ban todo. En cuanto al futuro, no lo mencionaban nun­ca, salvo que uno expusiese, riendo, algún sueño burlón sobre la destrucción del mundo por una ridícula catás­trofe de la inventiva humana: un hombre inventaba un explosivo tan perfecto que partía la Tierra en dos, y las dos mitades se lanzaban en diferentes direcciones a través del espacio para desolación de los habitantes; o bien las gentes del mundo se dividían en dos mitades y cada una de las mitades decidía que ella era perfec­ta y justa mientras que la otra mitad estaba equivocada y debía ser destruida, con lo cual se lograba otro fin del mundo. O bien se complacían en el temeroso sueño de Loerke, donde el mundo se enfriaba y caía nieve por todas partes, persistiendo sólo en la crueldad gélida criaturas blancas, osos polares, zorros blancos y hom­bres como horrendos pájaros de nieve.

Prescindiendo de esas historias, nunca hablaban del futuro. Lo que más les encantaba era crear imágenes burlonas de destrucción o montar representaciones sen­timentales de marionetas pasadas. Era un deleite sen­timental reconstruir el mundo de Goethe en Weimar, o el de Schiller con la pobreza y el amor fiel, o ver de nuevo a Jean-Jacques en sus estremecimientos, o a Voltaire en Ferney, o a Federico el Grande leyendo su propia poesía.

Hablaban durante horas de literatura, escultura y pintura, divirtiéndose con Flaxman, Blake y Fuseli, con ternura, y con Feuerbach y Bocklin. Sentían que les tomaría una vida entera revivir in petto las vidas de los grandes artistas. Pero preferían permanecer en los siglos XVIII y XIX.

Hablaban en una mezcla de lenguas. La base era francés en todo caso. Pero él terminaba la mayoría de sus frases con un disparate en inglés y una conclusión en alemán, y ella terminaba habilidosamente cualquier frase que le llegara. Disfrutaba especialmente con estas conversaciones. Estaban llenas de una expresividad rara, fantástica, de dobles sentidos, evasivas y sugestiva vaguedad. Era un verdadero placer físico para ella crear ese hilo de conversación a partir de los ovillos de di­ferentes colores representados por las tres lenguas.

Y durante todo el tiempo ambos esperaban, vacilan­do alrededor de la llama de alguna declaración visible. El lo deseaba, pero se echaba atrás debido a alguna re­nuencia inevitable. Ella lo deseaba también, pero pre­fería apartarlo, apartarlo indefinidamente, guardaba todavía cierta lástima hacia Gerald, cierta conexión con él. Y, peor aún, conservaba una compasión sentimental reminiscente hacia ella misma en conexión con él. De­bido a lo que había sido se sentía vinculada a él por lazos inmortales, invisibles..., debido a lo que había sido, por el hecho de que viniese a ella esa primera noche en su propia casa, tan dramáticamente, debido a...

Gerald se veía gradualmente sobrecogido por una sensación de asco ante Loerke. No le tomaba en serio, se limitaba a despreciarle, aunque sentía en las venas de Gudrun la influencia de la pequeña criatura. Eso era lo que le ponía loco, sentir en las venas de Gudrun la presencia de Loerke, el ser de Loerke fluyendo do­minante a través de ella.

-¿Qué te prenda tanto de ese pequeño gusano? -pre­guntó realmente atónito.

Porque él, varonil, era incapaz de ver algo atractivo o importante para nada en Loerke. Gerald esperaba encontrar alguna belleza o nobleza que explicase el so­metimiento de una mujer. Pero no veía allí nada, sólo una repulsividad como de insecto.

Gudrun se sonrojó profundamente. Esos ataques eran lo que nunca perdonaría.

-¿Qué quieres decir? --repuso-. ¡Dios mío, que bendición no estar casada contigo!

Su voz de burla y desprecio le hirió profundamente. Pero se recobró.

-Dímelo, simplemente dímelo -insistió con una voz peligrosa, reducida-; dime qué te fascina en él.

-No estoy fascinada -dijo ella con una inocencia fría, repelente.

-Sí lo estás. Estás fascinada por esa pequeña cule­bra seca, como un pájaro presto a caer por su garganta. Ella le miró con negra furia.

-No elegí ser puesta en cuestión por ti -dijo ella.

-No importa si lo elegiste o no -repuso él-; eso no altera el hecho de que estás dispuesta a caer al suelo para besarle los pies a ese pequeño insecto. Y yo no quiero impedirlo..., hazlo, cae al suelo y bésale los pies. Pero quiero saber qué es lo que te fascina..., ¿qué es?

Ella quedó silenciosa, poseída de rabia negra.

-¿Cómo te atreves a intentar intimidarme? -ex­clamó-, ¿cómo te atreves, pequeño escudero, gallito?

-¿Qué derecho crees tener sobre mí?

El rostro de él estaba blanco y brillante; ella sabía por la luz de sus ojos que estaba en su poder, que él era el lobo. Y porque estaba en su poder le odiaba con un poder que, para su asombro, no le mataba. En su voluntad le mataba allí mismo, le borraba.

-No es una cuestión de derecho -dijo Gerald sen­tándose en una silla.

Ella observó el cambio en su cuerpo. Vio su cuerpo apretado, mecánico, moviéndose allí como una obsesión. Su odio hacia él estaba teñido de un desprecio fatal.

-No es una cuestión de derechos sobre ti..., aunque tenga algún derecho, recuérdalo. Quiero saber, sólo deseo saber qué te subyuga en esa pequeña hez de escultor, qué es lo que te arrastra como un humilde gusano en adoración hacia él. Quiero saber qué es lo que andas buscando.

Ella se mantenía contra la ventana, escuchando. En­tonces se dio la vuelta.

-¿De verdad quieres saberlo? -dijo en su voz más fluida y cortante-. ¿Quieres saber lo que hay en él? Es porque comprende algo a una mujer, porque no es estúpido. Por eso es.

Una sonrisa extraña, siniestra, como animal, apareció sobre el rostro de Gerald.

-¿Pero qué entendimiento es ése? -dijo él-. Es el entendimiento de una mosca, una mosca saltadora con una trompa. ¿Por qué habrías de arrastrarte abyecta­mente ante el entendimiento de una mosca?

Cruzó la mente de Gudrun la representación que Blake hacía dei alma de una mosca. Deseaba aplicársela a Loerke. También Blake era un payaso. Pero era nece­sario responder a Gerald.

-¿Piensas que el entendimiento de una mosca no es más interesante que el entendimiento de un estúpido? -preguntó.

-¡Un estúpido! -repitió él.

-Un estúpido, un estúpido vanidoso..., un Dummkopf -repuso ella, añadiendo la palabra alemana.

-¿Me llamas estúpido? -repuso él-. Y bien, ¿no preferiría yo ser el estúpido antes que la mosca que hay escaleras abajo?

Ella le miró. Cierta estupidez roma y ciega en él fa­tigaba su alma, sirviéndola de limite.

-Te delatas con eso último -dijo.

El se sentó y reflexionó.

-Me iré pronto -dijo.

Ella se volvió hacia él.

-Recuerda -dijo- que soy completamente indepen­diente de ti..., completamente. Tú haces tus planes y yo los míos.

El sopesó esto.

-¿Quieres decir que somos extraños desde este mo­mento? -preguntó él.

Ella se detuvo, sonrojándose. El le estaba tendiendo una trampa, forzándole la mano. Le dio la espalda.

-Extranjeros -dijo- jamás podremos serlo. Pero si deseas hacer algún movimiento que te aleje de mí, quiero que sepas que eres perfectamente libre de hacer­lo. No me tomes en cuenta para nada.

Hasta una suposición tan leve de que ella le necesi­tara y dependiese de él era suficiente para despertar su pasión. Allí sentado sintió que un cambio invadía su cuerpo. La corriente caliente y derretida ascendió invo­luntariamente por sus venas. Gruñó hacia dentro bajo su servidumbre, pero la amaba. Miró hacia ella con ojos transparentes, esperándola.

Ella se dio cuenta al instante y quedó conmovida por una fría repulsión. ¿Cómo podía mirarla con esos ojos transparentes, cálidos, esperanzados, que la aguar­daban incluso entonces? ¡Lo que se habían dicho no era bastante para ponerles en mundos separados, para man­tenerles eternamente distantes! Y, con todo, él estaba todo transfigurado y excitado, esperándola.

Eso la confundía. Volviendo la cabeza dijo:

-Siempre advertiré de antemano cualquier cambio que decida...

Y con esto salió del cuarto.

El quedó suspendido en un afilado rechazo de de­cepción que parecía destruir gradualmente su entendi­miento. Pero persistía en él el estado inconsciente de paciencia. Permaneció inmóvil, sin pensamientos o co­nocimiento, durante largo tiempo. Luego se levantó y bajó las escaleras para jugar al ajedrez con uno de los estudiantes. Su rostro era abierto y claro, con cierto inocente laissez-aller que turbaba a Gudrun más que nada, haciéndola sentirse temerosa ante él, aunque le disgustase profundamente por eso mismo.

Fue después de esto cuando Loerke -que nunca le había hablado en tono personal- empezó a preguntarle sobre su estado.

-No está casada para nada, ¿verdad? -preguntó él.

Ella le miró de lleno.

-Para nada -repuso ella con su tono mesurado.

Loerke rió, arrugando de modo extraño el rostro. Una fina guedeja de pelo se desparramaba sobre su frente; ella observó que su piel era de color marrón claro, como sus manos y sus muñecas. Y sus manos parecían prensiles. Parecía como el topacio, tan extrañamente amarronado y diáfano.

-Bien -dijo él.

Pero seguía necesitando cierta audacia para pro­seguir.

-¿Era hermana suya la señora Birkin? -preguntó.

-Sí.


-¿Y está ella casada?

-Está casada.

-Entonces, ¿tiene usted padres?

-Si -dijo Gudrun-, tenemos padres.

Y le contó breve, lacónicamente, su posición. El la observó detenidamente, con curiosidad todo el tiempo.

-¡Vaya! -exclamó con cierta sorpresa-. ¿Y herr Crich es rico?

-Sí, es rico, propietario de minas de carbón. -¿Cuánto ha durado su amistad con él? -Algunos meses.

Hubo una pausa.

-Sí, estoy sorprendido -acabó diciendo él-. Pen­saba que los ingleses eran tan... fríos. Y ¿qué piensa hacer cuando se vaya de aquí?

-¿Que qué pienso hacer? -repitió ella.

-Sí. No puede volver a la enseñanza. No -se en­cogió de hombros-, eso es imposible. Déjelo a la canaille incapaz de hacer ninguna otra cosa. Usted, por su parte, ya lo sabe, es una mujer maravillosa, eine seltsame fräu. Por qué negarlo. Por qué discutirlo. Es una mujer extraordinaria, ¿por qué tendría que seguir el curso normal, la vida ordinaria?

Gudrun se sentaba mirándose las manos, ruborizada. Le complacía lo que él decía con tanta sencillez, que ella era una mujer notable. El no lo diría por halagar­la..., era demasiado obstinado y objetivo por naturaleza. Lo decía como diría que una escultura era notable, por­que sabía que era así.

Le agradaba por eso oírselo decir. Otras personas te­nían pasión por hacer todo de un grado, de una pauta. En Inglaterra era chic ser perfectamente ordinario. Y era un alivio para ella que la reconociesen como ex­traordinaria. No necesitaba entonces preocuparse por las normas comunes.

-Lo que pasa -dijo ella- es que no tengo ningún dinero.

-¡Ah, dinero! -exclamó él levantando los hombros-. Cuando uno es mayor, el dinero se desparrama al servi­cio de uno. Sólo falta cuando se es joven. No se preocu­pe por el (linero..., eso está siempre a mano.

-¿Es así? -dijo ella riendo.

-Siempre. El, Gerald, le dará una suma si se lo pide...

Ella se sonrojó profundamente.

-Se lo pediría a cualquier otra persona -dijo con cierta dificultad- antes que a él.

Loerke la miró detenidamente.

-Bien -dijo él-. Pues que sea a otra persona. Pero no vuelva a esa Inglaterra, a esa escuela. No, eso es estúpido.

Hubo una pausa de nuevo. El temía pedirle sin más que se fuese con él, no estaba seguro siquiera de que la desease, y ella temía que se lo pidiese. El protegía su propio aislamiento, era muy cauteloso a la hora de pen­sar en compartir su vida, siquiera durante un día.

-El único otro lugar que conozco es París -dijo ella- y no puedo aguantarlo.

Miró con sus ojos amplios y fijos de lleno hacia Loerke. El bajó la cabeza y desvió el rostro.

-¡París, no! -dijo-. Entre la _religión d'amour y el último ismo y el nuevo giro hacia Jesús sería mejor que uno se pasase todo el día en un carrusel. Pero venga a Dresde. Tengo allí un estudio..., puedo darle un trabajo...; oh, eso sería bien fácil. No he visto nin­guna de sus cosas, pero creo en usted. Venga a Dresde..., es una ciudad agradable para vivir, con una vida todo lo buena que se puede esperar de una ciudad. Tendrá usted de todo allí, sin la majadería de París ni la cer­veza de Munich.

El estaba sentado, mirándola fríamente. Lo que a ella le gustaba de él es que le hablaba de modo sencillo y llano, como para sí mismo. Era un camarada artesano, ante todo un compañero para ella.

-No..., París continuó él- me pone enfermo. Pah..., l'amour. Lo detesto. L'amour, l'amore, die liebe..., lo detesto en todas las lenguas. Mujeres y amor, no hay mayor tedio -exclamó.

Ella quedó ligeramente ofendida. Sin embargo, era su propio sentimiento básico. Los hombres y el amor..., no había mayor tedio.

-Pienso lo mismo -dijo ella.

-Un aburrimiento -repitió él-. No importa que lleve este sombrero u otro. Así sucede con el amor. No necesito para nada llevar sombrero, sólo por convenien­cia. Tampoco necesito amar, salvo por conveniencia. Le diré, gnädige fräu -dijo inclinándose hacia ella y ha­ciendo entonces un gesto rápido y raro, como de apartar­se algo-, gnädige fräulein, no importa, le diré que daría todo, todo, todo su amor por un pequeño compañerismo en la inteligencia...

Sus ojos brillaron oscura, malignamente.

-¿Me entiende? -preguntó con una débil sonrisa-. No me importaría que ella tuviese cien años, mil..., a mí me daría lo mismo siempre que pudiese entender.

Cerró los ojos con un pequeño chasquido.

Gudrun quedó de nuevo algo ofendida. ¿No pensaba él entonces que ella era guapa?

Rió de repente.

-Me faltan todavía unos ochenta años para estar a la altura de sus deseos -dijo-. Soy lo bastante fea, ¿no es cierto?

El la miró con el ojo súbito, crítico, evaluador de un artista.

-Es hermosa -dijo-, y me alegra. Pero no es eso..., no es eso -exclamó con un énfasis que la halagaba-. Se trata de que tiene cierto ingenio, es el tipo de entendimiento. En cuanto a mí, soy pequeño, chétif, insignificante. ¡Bien! No me pida entonces que sea fuer­te y guapo. Pero es el yo -dijo él acercándose de modo extraño los dedos a la boca-, es el yo quien está bus­cando una amante, y mi yo está esperando al tú del amante que case con mi específica inteligencia. ¿Me en­tiendes?

-Sí -dijo ella-, entiendo.

-En cuanto a lo otro, ese amour -dijo haciendo un gesto con la mano como de apartar algo molesto- carece de importancia, no tiene importancia. ¿Importa que beba vino blanco esta noche o que no beba? No importa, no importa. Lo mismo sucede con ese amor, ese amour, ese baiser. Sí o no, soit ou soit pas; hoy, mañana o nunca; es todo lo mismo, no importa..., no más que el vino blanco.

Terminó con una rara inclinación de la cabeza, en un gesto desesperado de negación. Gudrun le contempló fijamente. Había palidecido.

De repente ella alargó la mano y tomó una de las suyas.

-Es cierto -dijo en una voz más bien alta, vehe­mente-, eso es cierto para mí también. Lo que im­porta es el entendimiento.

El la miró casi asustado, furtivo. Luego asintió con un poco de hosquedad. Ella le soltó la mano: él no le había respondido para nada. Y permanecieron sentados en silencio.

-Usted sabe -dijo él mirándola de repente con ojos oscuros, solemnes, proféticos-, su destino y el mío correrán juntos hasta que...

Y se interrumpió con una pequeña mueca.

-¿Hasta cuándo? -preguntó ella palideciendo, po­niéndosele blancos los labios.

Era terriblemente susceptible a esas profecías malig­nas, pero él se limitó a sacudir la cabeza.

-No lo sé -dijo él-, no lo sé.

Gerald no volvió de esquiar hasta la noche, perdió el café y el pastel que ella se tomó a las cuatro. La nieve estaba en perfecto estado y él caminó largamente, solo, entre las cordilleras nevadas sobre sus esquíes; subió tan alto que pudo ver la cumbre del paso a cinco mi­llas, con la hostería de Marienhütte sobre la cresta del puerto, medio enterrada en nieve, y más allá, hasta el valle profundo y el color oscuro de los pinos. Uno po­día irse a casa por ese camino, pero Gerald se estreme­ció de náusea ante el pensamiento de casa; uno podía bajar en sus esquíes hasta allí y llegar hasta la antigua carretera imperial bajo el puerto. Pero ¿por qué ir a ninguna carretera? Se rebelaba ante el pensamiento de encontrarse de nuevo en el mundo. Debía quedarse allí, en la nieve, para siempre. Había sido feliz allí solo, viajando rápidamente sobre los esquíes, dando rápidos saltos y cruzando las rocas oscuras surcadas por venas de nieve brillante.

Pero notaba algo gélido congregándose en su corazón. El extraño ánimo paciente e inocente que había persis­tido en él durante algunos días estaba desapareciendo, quedaría de nuevo presa de las horribles pasiones y tor­turas.

Así que bajó con desgana, quemado por la nieve y exilado por ella hasta la casa situada en el hueco, entre los nudillos de las cumbres montañosas. Vio sus luces amarillas y se detuvo, deseando no necesitar enfrentar­se a esas personas, escuchar el tumulto de voces y notar la confusión de otras presencias. Estaba aislado, como si hubiese un vacío alrededor de su corazón o una lámina de hielo puro.

Tan pronto como vio a Gudrun algo dio una sacudi­da en su alma. El aspecto de ella era más bien altivo y soberbio, sonriendo lenta y graciosamente a los alema­nes. En el corazón de Gerald brotó un deseo súbito de matarla. Pensó en el absoluto y voluptuoso cumplimiento que sería matarla. Su mente había estado ausente toda la tarde, exilada por la nieve y su pasión. Pero mantenía constante esa idea en su interior, la idea de la consu­mación perfecta y voluptuosa que sería estrangular­la, estrangular cada chispa de vida de ella hasta que quedase completamente inerte, suave, relajada para siempre; un montón suave yaciendo muerto entre sus manos, absolutamente muerto. Entonces la poseería de modo definitivo y final; habría una irrevocabilidad per­fectamente voluptuosa.

Gudrun no percibía lo que él estaba sintiendo; pare­cía tranquilo y amigable, como de costumbre. Su ama­bilidad hizo incluso que ella se sintiese brutal con él.

Entro en su cuarto, donde él estaba parcialmente desvestido. No noto el destello curioso y alegre de puro odio con el que la miro. Gudrun quedo cerca de la puer­ta, con la mano detrás.

-He estado pensando, Gerald -dijo con una des­preocupación insultante-, que no volveré a Inglaterra.

-Oh -dijo él-, ¿dónde irás entonces?

Pero ella ignoro su pregunta. Tenía su propia afir­mación lógica que hacer y debía hacerla tal como la pensaba.

-No puedo ver de qué serviría volver -continuó-. Todo ha terminado entre tú y yo...

Se detuvo para dejarle hablar. Pero él no dijo nada. Solo se estaba hablando a sí mismo, diciendo: «¿Está terminado? Creo que sí. Pero no está concluido. Re­cuerda, no está concluido. Hemos de añadirle alguna especie de conclusión. Debe haber un cierre, debe haber irrevocabilidad.»

Así se hablaba él, pero en voz alta no dijo nada.

-Lo que fue fue -continuo ella-. No me arrepiento

de nada. Espero que tú no te arrepientas de nada...


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