Rosa Luxemburg Índice Prólogo 4 primera parte: El problema de la reproducción 5


CAPÍTULO XIII Say contra Sismondi



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CAPÍTULO XIII Say contra Sismondi

El artículo contra Ricardo publicado por Sismondi en la Revue Encyclopédique de mayo de 1824, atrajo por fin a la palestra al en­tonces prince de la science économique, al pretendido representante, heredero y popularizador de la escuela smithiana en el continente: J. B. Say. En julio del mismo año, Say, que habría ya polemizado contra la concepción de Sismondi en sus cartas a Malthus, replicó en la Revue Encyclopédique con un artículo titulado “Sobre el equilibrio entre el consumo y la producción”, al que Sismondi hizo seguir por su parte una breve dúplica. Así, la sucesión de los torneos polémi­cos se desarrollaba en realidad a la inversa de la línea genealógica de las teorías. Porque había sido Say el primero que había comuni­cado a Ricardo aquella doctrina del equilibrio, por la gracia de Dios, entre producción y consumo que el segundo había transmitido a su vez a Mac Culloch. En efecto, ya en 1803 había escrito Say en su Traité d’économie politique, libro I, capítulo XXII: “De los mercados”, el siguiente principio lapidario: “... se pagan productos con productos. Por consiguiente, cuando una nación tiene demasiados productos de una clase, el medio de darles salida es crear productos de otra clase.”92 Aquí tenemos la fórmula más conocida de la mixtificación que la escuela de Ricardo y la economía vulgar aceptaron como la piedra angular de la doctrina de la armonía.93 La obra principal de Sismondi era en el fondo una continuada polémica contra el principio. Ahora, en la Revue Encyclopédique, Say arremete con el arma del adversa­rio y da, en forma desconcertante, el siguiente viraje: “Si se advierte que toda sociedad humana, gracias a la inteligencia y a las venta­jas que le ofrecen las fuerzas de la naturaleza y las artes, puede producir de todas las cosas apropiadas para la satisfacción de sus necesidades y la multiplicación de sus goces una cantidad superior a la que esa sociedad es capaz de consumir, entonces yo preguntaría: ¿cómo es posible que no conozcamos ninguna nación completamente provista y que incluso en aquellas que pasan por florecientes las siete octavas partes de la población carezcan de una serie de productos considerados indispensables, no ya en sus familias ricas, sino en un hogar modesto? Vivo momentáneamente en un pueblo, situado en una de las comarcas más ricas de Francia. Sin embargo, sobre 20 casas hay 19 al entrar en las cuales sólo advierto una alimentación grosera y que carecen de todo lo que corresponde al bienestar de la familia, de todas las cosas que los ingleses llaman “confortables”94, etcétera.


Admírese el descaro del distinguido Say. Había sido él quien había afirmado que en la economía capitalista no podía haber difi­cultades, ni excedentes, ni crisis, ni miseria, pues las mercancías se compraban mutuamente, y bastaba producir cada vez más para re­solverlo todo con entera satisfacción. En sus manos, este principio se había convertido en dogma de la teoría de la armonía, que sustenta la economía vulgar. Sismondi, en cambio, había protestado enérgica­mente, exponiendo lo insostenible de este criterio; había señalado que no es realizable cualquier cantidad de mercancías, sino que la renta de la sociedad en un momento dado (v + p) representaba el límite extremo de realización de la cantidad de mercancías. Pero como los salarios de los trabajadores se rebajaban al mínimo estricto para la existencia, y la capacidad de consumo de la clase capitalista tenía también sus límites naturales, el acrecentamiento de la producción llevaba al estancamiento del mercado, a una crisis y a una miseria aún mayor para las masas populares. Entonces viene Say y replica con ingenuidad magníficamente fingida: si usted afirma que pueden producirse demasiados productos, ¿cómo es posible que haya en nues­tra sociedad tantos menesterosos, tantos harapientos, tantos hambrientos? Explicadme, ¡oh Dioses Olímpicos!, este absurdo de la naturaleza. Say, cuya propia posición se basa sobre todo en el truco de prescindir de la circulación del dinero y operar con un cambio directo de mer­cancías, atribuye ahora a su adversario hablar de un exceso de productos, no en relación con los medios adquisitivos de la sociedad, sino con sus necesidades efectivas. Sin embargo, Sismondi no había dejado la menor duda precisamente sobre este punto cardinal de sus deducciones. En el libro II, capítulo XI de sus Nouveaux príncipes, dice expresamente: “Aun en el caso de que la sociedad cuente con un gran número de personas mal alimentadas, mal vestidas, mal alo­jadas, sólo apetece lo que puede comprar, pero sólo puede comprar con su renta.”
Algo más adelante, el propio Say lo reconoce, pero al mismo tiempo hace objeto a su contrincante de una nueva imputación: “Lo que falta en una nación [dice] no son los consumidores, sino los medios para comprar. Sismondi cree que estos medios serán más considerables si los productos son más escasos y, por lo tanto, más ca­ros y su elaboración reporta a los obreros un salario mayor.”95 Say intenta aquí reducir a la vulgaridad de su propio sistema, mejor dicho, de su propia charlatanería, la teoría de Sismondi, el cual había atacado los fundamentos mismos de la organización capitalista, la anarquía de su producción y todo su sistema de distribución. Trans­forma así los Nouveaux principes en un alegato en favor de la “ra­reza” de las mercancías y de los precios caros. Frente a ello entona un himno de alabanza a la marcha ascendente de la acumulación ca­pitalista, y afirma que siendo más animada la producción y más nu­merosos los obreros, aumentará el volumen de la producción y “las naciones estarán provistas mejor y su forma más general”, con cuyo motivo ensalza la situación de los países de mayor desarrollo indus­trial, comparada con la miseria medieval. Por el contrario, las “má­ximas” de Sismondi serían muy peligrosas para la sociedad burguesa: “¿Por qué pide la investigación de leyes que obligarían al empre­sario a garantizar la existencia de los obreros que emplea? Semejante investigación paralizaría el espíritu de empresa. Ya el mero temor de que el Estado pudiera inmiscuirse en contratos privados constituye un flagelo y pone en peligro el bienestar de una nación.”96 Frente a esta charlatanería apologética de Say, Sismondi retrotrae el debate una vez más a su base: “Indudablemente, yo no he negado nunca que Francia haya doblado su población y multiplicado su consumo desde los días de Luis XIV, como él me reprocha; sólo he afirmado que la multiplicación de los productos constituye un bien cuando esos productos son apetecidos, pagados, usados, y que constituye, en cambio, un mal cuando no se los apetece y toda la esperanza del productor consiste en quitarle los consumidores a una industria en competencia con la suya. He procurado mostrar que el curso natural de las naciones consiste en el aumento progresivo de su dicha y, por lo tanto, de su demanda de nuevos productos y de los medios para pagarlos. Pero las consecuencias de nuestras instituciones, de nuestra legislación, que han despojado a la clase trabajadora de toda propie­dad y toda garantía, han estimulado simultáneamente un trabajo des­ordenado que no está en proporción con la demanda ni con la ca­pacidad adquisitiva y que, a consecuencia de ello, intensifica aún más la miseria.” Y cierra el debate invitando al armónico satisfecho a reflexionar sobre la situación “que presentan los pueblos ricos, en los cuales la miseria pública aumenta incesantemente al mismo tiem­po que la riqueza material, y en los cuales la clase que lo produce todo se ve, día a día, colocada en condiciones de no poder gozar de nada”. Con esta disonancia estridente de las contradicciones capita­listas termina el primer combate en torno al problema de la acumu­lación del capital.
Si se lanza una ojeada al curso y a los resultados de esta primera controversia, se pueden comprobar dos puntos:
1.- A pesar de toda la confusión del análisis de Sismondi, se pone de manifiesto su superioridad, tanto frente a la escuela de Ricardo como frente al supuesto jefe de la escuela smithiana. Sismondi con­sidera las cosas desde el punto de vista de la reproducción, y, en lo posible, procura abarcar, en sus relaciones recíprocas dentro del pro­ceso total de la sociedad, conceptos de valor, como capital y renta, y elementos objetivos, como medios de producción y medios de con­sumo. En ello, del que más cerca se encuentra es de Adam Smith. Sólo que destaca conscientemente como el tono fundamental de su análisis las contradicciones del proceso total, que en Smith aparecen como contradicciones teóricas subjetivas, y formula el problema de la acumulación del capital como el punto medular y la dificultad fun­damental. En esto, Sismondi representa un progreso indudable sobre Smith. En cambio, Ricardo con sus epígonos, e igualmente Say, no salen en todo el debate de los conceptos de la circulación simple de mercancías; para ellos sólo existe la fórmula M-D-M (mercancía-dinero-mercancía), que falsifican además en un cambio directo de mercancías, pretendiendo haber agotado con esta sabiduría estéril todos los problemas del proceso de reproducción y acumulación. Esto significa retroceder hasta antes de Smith, y frente a tal estrechez mental lleva Sismondi resuelta ventaja. Precisamente como crítico social muestra aquí mucho más sentido para las categorías de la economía burguesa que los apologistas jurados de esta economía, del mismo modo que más adelante, como socialista, Marx ha mostrado, hasta en los detalles, una comprensión infinitamente más perspicaz de la differentia specifica del mecanismo económico capitalista que toda la economía política burguesa. Cuando Sismondi (en el libro VII, capítulo VII) exclama contra Ricardo: “¡Cómo!, ¿la riqueza lo es todo y el hombre nada?”, se manifiesta no sólo la debilidad “ética” de su concepción pequeñoburguesa en comparación con la objetividad rigurosamente clásica de Ricardo, sino también la mirada del crítico que, aguzada por el sentimiento social, percibe las conexiones sociales vivas de la economía, y también, por tanto, sus contradicciones y difi­cultades; frente a ello se alza la rígida estrechez de la concepción abstracta de Ricardo y su escuela. La controversia sólo ha servido para subrayar que Ricardo y los epígonos de Smith no estaban en situación, no ya de resolver el enigma de la acumulación que Sis­mondi les había propuesto, sino ni siquiera de comprenderlo.
2.- Pero la solución del enigma se hizo imposible, porque toda la discusión se apartó hacia una vía secundaria y se centró en torno al problema de las crisis. El estallido de la primera crisis dominaba, como era natural, la discusión; pero, como era natural también, impidió que ambas partes se dieran cuenta del hecho que las crisis no constituyen el problema de la acumulación, sino meramente su forma específica exterior, meramente un elemento en la forma cíclica de la reproducción capitalista. Resultó de aquí que el debate tuvo que acabar en un doble quid pro quo: una de las partes deducía directamente de las crisis la imposibilidad de la acumulación; la otra, directamente del cambio de mercancías, la imposibilidad de las crisis. El curso ulterior de la evolución capitalista había de reducir por igual al absurdo ambas deducciones.
Pero con todo, la crítica de Sismondi continúa siendo de gran importancia histórica como la primera llamada teórica de alarma contra la dominación del capital; esa crítica muestra la descomposición de la economía clásica, incapaz de resolver los problemas que ella misma había engendrado. Al proferir su grito de angustia contra las consecuencias del régimen capitalista, Sismondi no era segura­mente un reaccionario en el sentido que le entusiasmase la situa­ción precapitalista, aunque en ocasiones se complazca en exaltar las formas patriarcales de producción en la agricultura y la industria frente al régimen capitalista. Contra semejante inculpación se de­fiende repetida y enérgicamente, por ejemplo, en su artículo contra Ricardo de la Revue Encyclopédique: “Oigo ya la objeción de que me opongo al perfeccionamiento de la agricultura, de las artes y a todos los progresos del hombre; de que prefiero sin duda la barbarie a la civilización, ya que el arado es una máquina y la azada otra aún más antigua, y que, con arreglo a mi sistema, el hombre sólo hubiera debido trabajar la tierra con sus manos. No he dicho nada parecido, y de una vez para siempre he de protestar contra que se imputen a mi sistema consecuencias que yo mismo no he sacado. No he sido com­prendido ni por los que me atacan, ni por los que me defienden, y con tanta frecuencia me he sentido ruborizado ante mis aliados como ante mis adversarios. Entiéndase bien: mis objeciones no se dirigen contra las máquinas ni contra el progreso de la civilización, ni contra las invenciones, sino contra la organización actual de la sociedad, una organización que, despojando a los trabajadores de toda propiedad que no sea la de sus brazos, no les proporciona la menor garantía contra la competencia, contra el comercio insensato que acaba siem­pre en daño suyo y que les condena irremisiblemente a la condición de víctima.” El punto de partida de la crítica de Sismondi lo consti­tuyen, sin duda, los intereses del proletariado y le asiste pleno dere­cho cuando formula así su tendencia fundamental: “Sólo deseo in­quirir los medios para asegurar el fruto del trabajo a aquel que realiza el trabajo; los provechos de la máquina, al que pone la maquina en actividad.” Verdad que cuando tiene que explicar más de­tenidamente la organización social a que aspira, elude la cuestión y reconoce su incapacidad: “Qué nos corresponde hacer, es una cues­tión de dificultad ilimitada que no tenemos hoy en modo alguno la intención de tratar. Deseamos convencer a los economistas, tan com­pletamente como lo estamos nosotros, sobre que su ciencia ha seguido hasta ahora un camino equivocado. Pero no tenemos confianza bas­tante en nosotros mismos para mostrarles el verdadero camino: sería pretender de nuestro espíritu un esfuerzo demasiado grande pedirle que exponga la organización de la sociedad tal corno debe ser: ¿Dónde habría un hombre bastante fuerte para imaginar una organización que aún no existe, para ver el porvenir, cuando ya cuesta bastante esfuerzo ver lo existente?” Esta confesión franca de su incapacidad para penetrar más allá del capitalismo en el porvenir, no es deshon­rosa seguramente para Sismondi hacia el año 1820, en una época en que el dominio del gran capital industrial acababa de traspasar el umbral de la historia y cuando la idea del socialismo sólo era posible en forma utópica. Pero como, de este modo, Sismondi no podía ir más allá del capitalismo ni tampoco retroceder, sólo le quedaba a su crítica el camino intermedio pequeñoburgués. El escepticismo res­pecto a la posibilidad del desarrollo pleno del capitalismo y, por tanto, de las fuerzas productivas, condujo a Sismondi a pedir diques contra la acumulación, a pedir que se moderase el paso de carga en la expansión del régimen capitalista. Y en esto estriba el lado reac­cionario de su crítica.97

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