Viaje Al Fin De La Noche



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También yo, Bardamu, era de esa opinión.

«En efecto, creo, profesor, que estaría bien...»

«¡Ah! También lo cree usted, Bardamu, ¡no es que yo se lo diga! Mire usted, en el hombre lo bueno y lo malo se equilibran, egoísmo por una parte, altruismo por otra... En los sujetos excepcionales, más altruis­mo que egoísmo. ¿Eh? ¿No es así?»

«Así es, profesor, exactamente así...»

«Y en el sujeto excepcional, dígame, Bardamu, ¿cuál puede ser la más elevada entidad conocida que pueda es­timular su altruismo y obligarlo a manifestarse indiscuti­blemente?»

«¡El patriotismo, profesor!»

«¡Ah! Ve usted, ¡no es que yo se lo diga! ¡Me com­prende usted perfectamente... Bardamu! ¡El patriotismo y su corolario, la gloria, simplemente, su prueba!»

«¡Es cierto!»

«¡Ah! Nuestros soldaditos, fíjese bien, y desde las pri­meras pruebas de fuego, han sabido liberarse espontánea­mente de todos los sofismas y conceptos accesorios y, en particular, de los sofismas de la conservación. Han ido a fundirse por instinto y a la primera con nuestra auténtica razón de ser, nuestra Patria. Para llegar hasta esa verdad, no sólo la inteligencia es superflua, Bardamu, ¡es que, además, molesta! Es una verdad del corazón, la Patria, como todas las verdades esenciales, ¡en eso el pueblo no se equivoca! Justo en lo que el sabio malo se extravía...»

«¡Eso es hermoso, profesor! ¡Demasiado hermoso! ¡Es clásico!»

Me estrechó las dos manos casi con afecto, Bestombes.

Con voz que se había vuelto paternal, tuvo a bien aña­dir, además, a mi intención: «Así voy a tratar a mis enfer­mos, Bardamu, mediante la electricidad para el cuerpo y el espíritu, dosis masivas de ética patriótica, auténticas in­yecciones de moral reconstituyente».

«¡Lo comprendo, profesor!»

En efecto, comprendía cada vez mejor.

Tras separarme de él, me dirigí sin tardanza a la misa con mis compañeros reconstituidos en la capilla recién construida y descubrí a Branledore, que manifestaba su elevada moral dando lecciones de entusiasmo precisa­mente a la nieta de la portera detrás del portalón. Ante su invitación, acudí al instante a reunirme con él.

Por la tarde, por primera vez desde que estábamos allí vinieron padres desde París y después todas las semanas.

Por fin había escrito a mi madre. Estaba contenta de volver a verme, mi madre, y lloriqueaba como una perra a la que por fin hubieran devuelto su cachorro. Sin duda creía ayudarme mucho también al besarme, pero en realidad permanecía en un nivel inferior al de la perra, porque creía en las palabras que le decían para arrebatarme de su lado. Al menos la perra sólo cree en lo que huele. Mi ma­dre y yo dimos un largo paseo por las calles cercanas al hospital, una tarde, fuimos vagabundeando por las calles sin acabar que hay por allí, calles con farolas aún sin pin­tar, entre las largas fachadas chorreantes, de ventanas abi­garradas con cien trapos colgando, las camisas de los po­bres, oyendo el chisporroteo de la chamusquina a mediodía, borrasca de grasas baratas. En el gran abando­no lánguido que rodea la ciudad, allí donde la mentira de su lujo va a chorrear y acabar en podredumbre, la ciudad muestra a quien lo quiera ver su gran trasero de cubos de basura. Hay fábricas que eludes al pasear, que exhalan to­dos los olores, algunos casi increíbles, donde el aire de los alrededores se niega a apestar más. Muy cerca, enmo­hece la verbenita, entre dos altas chimeneas desiguales; sus caballitos pintados son demasiado caros para quienes los desean, muchas veces durante semanas enteras, moco­sos raquíticos, atraídos, rechazados y retenidos a un tiempo, con todos los dedos en la nariz, por su abando­no, la pobreza y la música.

Todo son esfuerzos para alejar de aquellos lugares la verdad, que no cesa de volver a llorar sobre todo el mun­do; por mucho que se haga, por mucho que se beba, aun­que sea vino tinto, espeso como la tinta, el cielo sigue siendo igual allí, cerrado, como una gran charca para los humos del suburbio.

En tierra, el barro se agarra al cansancio y los flancos de la existencia están cerrados también, bien cercados por inmuebles y más fábricas. Son ya féretros las paredes por ese lado. Como Lola se había ido para siempre y Musyne también, ya no me quedaba nadie. Por eso había acabado escribiendo a mi madre, por ver a alguien. A los veinte años ya sólo tenía pasado. Recorrimos juntos, mi madre y yo, calles y calles dominicales. Ella me contaba las insignificancias relativas a su comercio, lo que decían de la guerra a su alrededor, en la ciudad, que era triste, la guerra, «espantosa» incluso, pero que con mucho valor acabaríamos saliendo todos de ella, los caídos para ella no eran sino accidentes, como en las carreras; si se agarraran bien, no se caerían. Por lo que a ella respectaba, no veía en la guerra sino una gran pesadumbre nueva que inten­taba no agitar demasiado; parecía que le diera miedo aquella pesadumbre; estaba repleta de cosas temibles que no comprendía. En el fondo, creía que los humildes como ella estaban hechos para sufrir por todo, que ésa era su misión en la Tierra, y que, si las cosas iban tan mal recientemente, debía de deberse también, en gran parte, a las muchas faltas acumuladas que habían cometido, los humildes... Debían de haber hecho tonterías, sin darse cuenta, por supuesto, pero el caso es que eran culpables y ya era mucha bondad que se les diera así, sufriendo, la ocasión de expiar sus indignidades... Era una «intocable», mi madre.

Ese optimismo resignado y trágico le servía de fe y constituía el fondo de su temperamento.

Seguíamos los dos, bajo la lluvia, por las calles sin edi­ficar; por allí las aceras se hunden y desaparecen, los pe­queños fresnos que las bordean conservan mucho tiempo las gotas en las ramas, en invierno, trémulas al viento, hu­milde hechizo. El camino del hospital pasaba por delante de numerosos hoteles recientes, algunos tenían nombre, otros ni siquiera se habían tomado esa molestia. «Habitaciones por semanas», decían, simplemente. La guerra los había vaciado, brutal, de su contenido de obreros y peo­nes. No iban a volver ni siquiera para morir, los inquilinos. También es un trabajo morir, pero lo harían fuera.

Mi madre me acompañaba de nuevo hasta el hospital lloriqueando, aceptaba el accidente de la muerte; no sólo consentía, se preguntaba, además, si tenía yo tanta resig­nación como ella. Creía en la fatalidad tanto como en el bello metro de la Escuela de Artes y Oficios, del que siempre me había hablado con respeto, porque, siendo joven, le habían enseñado que el que utilizaba en su co­mercio de mercería era la copia escrupulosa de ese sober­bio patrón oficial.

Entre las parcelas de aquel campo venido a menos existían aún algunos terrenos cultivados aquí y allá y, afe­rrados incluso a aquellos pobres restos, algunos campe­sinos viejos encajonados entre las casas nuevas. Cuando nos quedaba tiempo antes de regresar a la caída de la tar­de, íbamos a contemplarlos, mi madre y yo, a aquellos extraños campesinos empeñados en excavar con un hie­rro esa cosa blanda y granulosa que es la tierra, donde meten a los muertos para que se pudran y de donde pro­cede, de todos modos, el pan. «¡Debe de ser muy duro vivir de la tierra!», comentaba todas las veces al observar­los, mi madre, muy perpleja. En punto a miserias, sólo conocía las que se parecían a la suya, las de la ciudad, in­tentaba imaginarse cómo podían ser las del campo. Fue la única curiosidad que le conocí, a mi madre, y le bastaba como distracción para un domingo. Con eso volvía a la ciudad.

Yo no recibía la menor noticia de Lola, ni de Musyne tampoco. Las muy putas se mantenían claramente en el lado ventajoso de la situación, donde reinaba una consig­na risueña pero implacable de eliminación para nosotros, carnes destinadas a los sacrificios. Ya en dos ocasiones me habían echado así hacia los lugares donde encierran a los rehenes. Simple cuestión de tiempo y de espera. La suerte estaba echada.


Branledore, mi vecino de hospital, el sargento, gozaba, ya lo he contado, de una persistente popularidad entre las enfermeras, estaba cubierto de vendas y radiante de opti­mismo. Todo el mundo en el hospital envidiaba y copiaba su actitud. Al volvernos presentables y dejar de ser repul­sivos moralmente, empezamos, a nuestra vez, a recibir las visitas de gente bien situada en la sociedad y la adminis­tración parisinas. Se comentaba en los salones que el cen­tro neurológico del profesor Bestombes estaba convir­tiéndose en el auténtico foco, por así decir, del fervor patriótico intenso, el hogar. A partir de entonces los días de visita recibimos no sólo a obispos, sino también a una duquesa italiana, un gran fabricante de municiones y pronto la propia Ópera y los actores del Théatre Franjáis. Venían a admirarnos sobre el terreno. Una bella actriz de la Comedie, que recitaba los versos como nadie, volvió incluso a mi cabecera para declamarme algunos particu­larmente heroicos. Su pelirroja y perversa melena (la piel hacía juego) se veía recorrida al tiempo por ondas sor­prendentes que me llegaban en vibraciones derechas hasta el perineo. Como me interrogaba, aquella divina, sobre mis acciones de guerra, le di tantos detalles y tan emocio­nantes, que ya no me quitó los ojos de encima. Presa de emoción duradera, me pidió permiso para estampar en verso, gracias a un poeta admirador suyo, los pasajes más intensos de mis relatos. Accedí al instante. El profesor Bestombes, enterado de aquel proyecto, se declaró parti­cularmente favorable. Incluso concedió una entrevista con ocasión de ello y el mismo día a los enviados de una gran Revista ilustrada, que nos fotografió a todos juntos en la escalinata del hospital junto a la bella actriz. «El más alto deber de los poetas, en los trágicos momentos que vi­vimos -declaró el profesor Bestombes, que no dejaba es­capar ni una oportunidad-, ¡es el de devolvernos el gusto por la Epopeya! ¡Han pasado los tiempos de las manio­bras mezquinas! ¡Abajo las literaturas acartonadas! ¡Un alma nueva nos ha nacido en medio del gran y noble es­truendo de las batallas! ¡Lo exige en adelante el desarrollo de la gran renovación patriótica! ¡Las altas cimas prometi­das a nuestra Gloria!... ¡Exigimos el soplo grandioso del poema épico!... Por mi parte, ¡declaro admirable que en este hospital que dirijo llegue a formarse, ante nuestros ojos, de modo inolvidable, una de esas sublimes colabora­ciones creadoras entre el Poeta y uno de nuestros héroes!»

Branledore, mi compañero de cuarto, cuya imagina­ción llevaba un poco de retraso sobre la mía al respecto y que tampoco figuraba en la foto, concibió por ello una viva y tenaz envidia. Desde entonces se puso a disputar­me de modo salvaje la palma del heroísmo. Inventaba historias nuevas, se superaba, nadie podía detenerlo, sus hazañas rayaban en el delirio.

Me resultaba difícil imaginar algo más animado, añadir algo más a tales exageraciones y, sin embargo, nadie en el hospital se resignaba; el caso era ver cuál de nosotros, pi­cado por la emulación, inventaba a más y mejor otras «hermosas páginas guerreras» en las que figurar, sublime. Vivíamos un gran cantar de gesta, encarnando personajes fantásticos, en el fondo de los cuales temblábamos, ri­dículos, con todo el contenido de nuestras carnes y nues­tras almas. Se habrían quedado de piedra, si nos hubieran sorprendido en la realidad. La guerra estaba madura.

Nuestro gran amigo Bestombes seguía recibiendo las visitas de numerosos notables extranjeros, señores cientí­ficos, neutrales, escépticos y curiosos. Los inspectores generales del ministerio pasaban, armados de sable y pimpantes, por nuestras salas, con la vida militar prolon­gada y, por tanto, rejuvenecidos e hinchados de nuevas dietas. Por eso, no escatimaban distinciones y elogios, los inspectores. Todo iba bien. Bestombes y sus magníficos heridos se convirtieron en el honor del servicio de Sa­nidad.

Mi bella protectora del «Francais» volvió pronto una vez más, a hacerme una visita particular, mientras su poe­ta familiar acababa el relato, rimado, de mis hazañas. Por fin conocí, en una esquina de un corredor, a aquel joven, pálido, ansioso. La fragilidad de las fibras de su corazón, según me confió, en opinión de los propios médicos, ra­yaba en el milagro. Por eso lo retenían, aquellos médicos preocupados por los seres frágiles, lejos de los ejércitos. A cambio, había emprendido, aquel humilde bardo, con riesgo incluso para su salud y para todas sus supremas fuerzas espirituales, la tarea de forjar, para nosotros, «el bronce moral de nuestra victoria». Una bella herramien­ta, por consiguiente, en versos inolvidables, desde luego, como todo lo demás.

¡No me iba yo a quejar, puesto que me había elegido entre tantos otros bravos innegables, para ser su héroe! Por lo demás, me favoreció, confesémoslo, espléndida­mente. A decir verdad, fue magnífico. El acontecimiento del recital se produjo en la propia Comédie-Francaise, durante una así llamada sesión poética. Todo el hospital fue invitado. Cuando apareció en escena mi pelirroja, tré­mula recitadora, con gesto grandioso y el talle torneado en los pliegues, vueltos por fin voluptuosos, del tricolor, fue la señal para que la sala entera, de pie, ávida, ofreciera una de esas ovaciones que no acaban. Desde luego, yo estaba preparado, pero, aun así, mi asombro fue real, no pude ocultar mi estupefacción a mis vecinos al oírla vi­brar, exhortar así, aquella amiga magnífica, gemir incluso, para volver más apreciable todo el drama que entrañaba el episodio por mí inventado para su uso particular. Evi­dentemente, su poeta me concedía puntos con la imagi­nación, hasta había magnificado monstruosamente la mía, ayudado por sus rimas floridas, con adjetivos formi­dables que iban a recaer solemnes en el supremo y admi­rativo silencio. Al llegar al desarrollo de un período, el más caluroso del pasaje, dirigiéndose al palco donde nos encontrábamos, Branledore y yo y algunos otros heri­dos, la artista, con sus dos espléndidos brazos exten­didos, pareció ofrecerse al más heroico de nosotros. En aquel momento el poeta ilustraba con fervor un fantásti­co rasgo de bravura que yo me había atribuido. Ya no re­cuerdo bien lo que ocurría, pero no era cosa de poca monta. Por fortuna, nada es increíble en punto a heroís­mo. El público adivinó el sentido de la ofrenda artística y la sala entera dirigida entonces hacia nosotros, gritando de gozo, transportada, trepidante, reclamaba al héroe.

Branledore acaparaba toda la parte delantera del palco y sobresalía de entre todos nosotros, pues podía taparnos casi completamente tras sus vendas. Lo hacía a propósito, el muy cabrón.

Pero dos de mis compañeros, que se habían subido a sillas detrás de él, se ofrecieron, de todos modos, a la ad­miración de la multitud por encima de sus hombros y su cabeza. Los aplaudieron a rabiar.

«Pero, ¡si se refiere a mí! -estuve a punto de gritar en aquel momento-. ¡A mí solo!» Me conocía yo a Branle­dore, nos habríamos insultado delante de todo el mundo y tal vez nos habríamos pegado incluso. Al final, para él fue la perra gorda. Se impuso. Se quedó solo y triunfante, como deseaba, para recibir el tremendo homenaje. A los demás, vencidos, no nos quedaba otra opción que pre­cipitarnos hacia los bastidores, cosa que hicimos y, por fortuna, fuimos festejados en ellos. Consuelo. Sin embar­go, nuestra actriz-inspiradora no estaba sola en su came­rino. A su lado se encontraba el poeta, su poeta, nuestro poeta. También él amaba, como ella, a los jóvenes solda­dos, muy tiernamente. Me lo hicieron comprender con arte. Buen negocio. Me lo repitieron, pero no tuve en cuenta sus amables indicaciones. Peor para mí, porque las cosas se habrían podido arreglar muy bien. Tenían mucha influencia. Me despedí bruscamente, ofendido como un tonto. Era joven.

Recapitulemos: los aviadores me habían robado a Lola, los argentinos me habían cogido a Musyne y, por último, aquel invertido armonioso acababa de soplarme mi soberbia comediante. Abandoné, desamparado, la Co­medie mientras apagaban los últimos candelabros de los pasillos y volví, solo, de noche y a pie, a nuestro hospital, ratonera entre barros tenaces y suburbios insumisos.


No es por darme pisto, pero debo reconocer que mi ca­beza nunca ha sido muy sólida. Pero es que entonces, por menos de nada, me daban mareos, como para caer bajo las ruedas de los coches. Titubeaba en la guerra. En pun­to a dinero para gastillos, sólo podía contar, durante mi estancia en el hospital, con los pocos francos que mi ma­dre me daba todas las semanas con gran sacrificio. Por eso, en cuanto me fue posible, me puse a buscar peque­ños suplementos, por aquí y por allá, donde pudiera en­contrarlos. Uno de mis antiguos patronos fue el primero que me pareció propicio al respecto y en seguida recibió mi visita.

Recordé con toda oportunidad que había trabajado en tiempos obscuros en casa de aquel Roger Puta, el joyero de la Madeleine, en calidad de empleado suplente, un poco antes de la declaración de la guerra. Mi tarea en casa de aquel joyero asqueroso consistía en «extras», en lim­piar la plata de su tienda, numerosa, variada y, en épocas de regalos, difícil de mantener limpia, por los continuos manoseos.

En cuanto acababa en la facultad, donde seguía estu­dios rigurosos e interminables (por los exámenes en los que fracasaba), volvía al galope a la trastienda del Sr. Puta y pasaba dos o tres horas luchando con sus chocolateras, a base de «blanco de España», hasta la hora de la cena.

A cambio de mi trabajo me daban de comer, abundantemente por cierto, en la cocina. Por otra parte, mi curre­lo consistía también en llevar a pasear y mear los perros de guarda de la tienda antes de ir a clase. Todo ello por cuarenta francos al mes. La joyería Puta centelleaba con mil diamantes en la esquina de la Rué Vignon y cada uno de aquellos diamantes costaba tanto como varios dece­nios de mi salario. Por cierto, que aún siguen brillando en ella, esos diamantes. Aquel patrón Puta, destinado a servicios auxiliares cuando la movilización, se puso a ser­vir en particular a un ministro, cuyo automóvil conducía de vez en cuando. Pero, por otro lado, y ello de forma totalmente oficiosa, prestaba, Puta, servicios de lo más útiles, suministrando las joyas del Ministerio. El personal de las altas esferas especulaba con gran fortuna con los mercados cerrados y por cerrar. Cuanto más avanzaba la guerra, mayor necesidad había de joyas. El Sr. Puta reci­bía tantos pedidos, que a veces encontraba dificultades para atenderlos.

Cuando estaba agotado, el Sr. Puta llegaba a adquirir una pequeña expresión de inteligencia, por la fatiga que lo atormentaba y sólo en esos momentos. Pero en reposo, su rostro, pese a la finura innegable de sus facciones, forma­ba una armonía de placidez tonta, de la que resultaba difí­cil no conservar para siempre un recuerdo desesperante.

Su mujer, la Sra. Puta, era una sola cosa con la caja de la casa, de la que no se apartaba, por así decir, nunca. La habían educado para ser la esposa de un joyero. Ambi­ción de padres. Conocía su deber, todo su deber. La pare­ja era feliz, al tiempo que la caja era próspera. No es que fuese fea, la Sra. Puta, no, incluso habría podido ser bas­tante bonita, como tantas otras, sólo que era tan pruden­te, tan desconfiada, que se detenía al borde de la belleza, como al borde de la vida, con sus cabellos demasiado peinados, su sonrisa demasiado fácil y repentina, gestos demasiado rápidos o demasiado furtivos. Irritaba intentar distinguir lo que de demasiado calculado había en aquel ser y las razones del malestar que experimentabas, pese a todo, al acercarte a ella. Esa repulsión instintiva que inspiran los comerciantes a los avisados que se acer­can a ellos es uno de los muy escasos consuelos de ser po­bres diablillos que tienen quienes no venden nada a nadie.

Así, pues, era presa total de las mezquinas preocupa­ciones del comercio, la Sra. Puta, exactamente como la Sra. Herote, pero en otro estilo, y del mismo modo que las religiosas son presa, en cuerpo y alma, de Dios.

Sin embargo, de vez en cuando, sentía, nuestra patro­na, como una preocupación de circunstancias. Así suce­día que se abandonara hasta llegar a pensar en los padres de los combatientes. «De todos modos, ¡qué desgracia esta guerra para quienes tienen hijos mayores!»

«Pero, bueno, ¡piensa antes de hablar! -la reprendía al instante su marido, a quien esas sensiblerías encontraban siempre listo y resuelto-. ¿Es que no hay que defender a Francia?»

Así, personas de buen corazón, pero por encima de todo buenos patriotas, estoicos, en una palabra, se que­daban dormidos todas las noches de la guerra encima de los millones de su tienda, fortuna francesa.

En los burdeles que frecuentaba de vez en cuando, el Sr. Puta se mostraba exigente y deseoso de que no lo to­maran por un pródigo. «Yo no soy un inglés, nena -avi­saba desde el principio-. ¡Sé lo que es trabajar! ¡Soy un soldadito francés sin prisas!» Tal era su declaración preli­minar. Las mujeres lo apreciaban mucho por esa forma sensata de abordar el placer. Gozador pero no pardillo, un hombre. Aprovechaba el hecho de conocer su mundo para realizar algunas transacciones de joyas con la ayu­dante de la patrona, quien no creía en las inversiones en Bolsa. El Sr. Puta progresaba de forma sorprendente des­de el punto de vista militar, de licencias temporales a prorrogas definitivas. No tardó en quedar del todo libre, tras no sé cuántas visitas médicas oportunas. Contaba como uno de los goces más altos de su existencia la contempla­ción y, de ser posible, la palpación de pantorrillas hermo­sas. Era un placer por el que al menos superaba a su es­posa, entregada en exclusiva al comercio. Con calidades iguales, siempre encontramos, al parecer, un poco más de inquietud en el hombre, por limitado que sea, por co­rrompido que esté, que en la mujer. En resumen, era un artistilla en ciernes, aquel Puta. Muchos hombres, en punto a arte, se quedan siempre, como él, en la manía de las pantorrillas hermosas. La Sra. Puta estaba muy con­tenta de no tener hijos. Manifestaba con tanta frecuencia su satisfacción por ser estéril, que su marido, a su vez, acabó comunicando su contento común a la ayudante de la patrona. «Sin embargo, por fuerza tienen que ir los hi­jos de alguien -respondía ésta, a su vez-, ¡pues es un de­ber!» Es cierto que la guerra imponía deberes.

El ministro al que servía Puta en el automóvil tampoco tenía hijos: los ministros no tienen hijos.

Hacia 1913, otro empleado auxiliar trabajaba conmigo en los pequeños quehaceres de la tienda; era Jean Voireuse, un poco «comparsa» por la noche en los teatrillos y por la tarde repartidor en la tienda de Puta. También él se contentaba con sueldos mínimos. Pero se las arreglaba gracias al metro. Iba casi tan rápido a pie como en metro para hacer los recados. Conque se quedaba con el precio del metro. Todo sisas. Le olían un poco los pies, cierto es, mucho incluso, pero lo sabía y me pedía que le avisara, cuando no había clientes en la tienda, para poder entrar sin perjuicio y hacer las cuentas con la Sra. Puta. Una vez cobrado el dinero, lo enviaban al instante a reunirse con­migo en la trastienda. Los pies le sirvieron mucho duran­te la guerra. Tenía fama de ser el agente de enlace más rápi­do de su regimiento. Durante la convalecencia, vino a verme al fuerte de Bicetre y fue incluso con ocasión de esa visita cuando decidimos ir juntos a dar un sablazo a nuestro antiguo patrón. Dicho y hecho. En el momento en que llegábamos por el Bulevard de la Madeleine, esta­ban acabando de instalar el escaparate...

«¡Hombre! ¿Vosotros aquí? -se extrañó un poco de vemos el Sr. Puta-. De todos modos, ¡me alegro! ¡En­trad! Tú, Voireuse, ¡tienes buen aspecto! ¡Eso es bueno! Pero tú, Bardamu, ¡pareces enfermo, muchacho! ¡En fin! ¡Eres joven! ¡Ya te recuperarás! A pesar de todo, ¡tenéis potra, chicos! Se diga lo que se diga, estáis viviendo mo­mentos magníficos, ¿eh? ¿Allí arriba? ¡Y al aire! Eso es Historia, amigos, ¡os lo digo yo! ¡Y qué Historia!»

No le respondíamos nada al Sr. Puta, le dejábamos de­cir todo lo que quisiera antes de darle el sablazo... Con­que continuaba:

«¡Ah! ¡Es duro, lo reconozco, estar en las trincheras!... ¡Es cierto! Pero, ¡aquí, verdad, también es duro de lo lin­do!... ¿Que a vosotros os han herido? ¡Y yo estoy reven­tado! ¡Hace dos años que hago servicios de noche por la ciudad! ¿Os dais cuenta? ¡Imaginaos! ¡Absolutamente reventado! ¡Deshecho! ¡Ah, las calles de París por la no­che! Sin luz, chicos... ¡Y conduciendo un auto y muchas veces con el ministro! ¡Y, encima, a toda velocidad! ¡No os podéis imaginar!... ¡Como para matarse diez veces to­das las noches!...»


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