Viaje Al Fin De La Noche



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«Sí -confirmó la señora Puta-, y a veces conduce a la esposa del ministro también...»

«¡Ah, sí! Y no acaba ahí la cosa...»

«¡Es terrible!», comentamos al unísono.

«¿Y los perros? -preguntó Voireuse para mostrarse educado-. ¿Qué han hecho de ellos? ¿Todavía los llevan a pasear por las Tullerías?»

«¡Los mandé matar! ¡Eran un perjuicio para la tien­da!... ¡Pastores alemanes!»

«¡Es una pena! -lamentó su mujer-. Pero los nuevos perros que tenemos ahora son muy agradables, son esco­ceses... Huelen un poco... Mientras que nuestros pastores alemanes, ¿recuerdas, Voireuse?... Se puede decir que no olían nunca. Podíamos dejarlos encerrados en la tienda, incluso después de la lluvia...»

«¡Ah, sí! -añadió el Sr. Puta-. No como ese jodio Voi­reuse con sus pies! ¿Aún te huelen los pies, Jean? ¡Anda, jodio Voireuse!»

«Me parece que un poco aún», respondió Voireuse.

En ese momento entraron unos clientes.

«No os retengo más, amigos míos -nos dijo el Sr. Puta, deseoso de eliminar a Jean de la tienda cuanto antes-. ¡Y que haya salud, sobre todo! ¡No os pregunto de dónde venís! ¡Ah, no! La Defensa Nacional ante todo, ¡ésa es mi opinión!»

Al decir Defensa Nacional, se puso muy serio, Puta, como cuando devolvía el cambio... Así nos despedían. La Sra. Puta nos entregó veinte francos a cada uno, al mar­charnos. Ya no nos atrevíamos a cruzar de nuevo la tien­da, lustrosa y reluciente como un yate, por nuestros za­patos, que parecían monstruosos sobre la fina alfombra.

«¡Ah! ¡Míralos, a los dos, Roger! ¡Qué graciosos es­tán!... ¡Han perdido la costumbre! ¡Parece que hubieran pisado una mierda!», exclamó la Sra. Puta.

«¡Ya se les pasará!», dijo el Sr. Puta, cordial y bona­chón y muy contento de librarse tan pronto de nosotros y por tan poco.

Una vez en la calle, pensamos que no llegaríamos de­masiado lejos con veinte francos cada uno, pero Voireuse tenía otra idea.

«Vente -me dijo- a casa de la madre de un amigo que murió cuando estábamos en el Mosa; yo voy todas las se­manas, a casa de sus padres, para contarles cómo murió su chaval... Son gente rica... Me da unos cien francos todas las veces, su madre... Dicen que les gusta escuchar­me... Conque como comprenderás...»

«¿Qué cojones voy a ir yo a hacer en su casa? ¿Qué le voy a decir a la madre?»

«Pues le dices que lo viste, tú también... Te dará cien francos también a ti... ¡Son gente rica de verdad! ¡Te lo digo yo! No se parecen a ese patán de Puta... Ésos no mi­ran el dinero...»

«De acuerdo, pero, ¿estás seguro de que no me va a preguntar detalles?... Porque yo no lo conocí a su hijo, eh... Voy a estar pez, si me pregunta...»

«No, no, no importa, di lo mismo que yo... Di: sí, sí... ¡No te preocupes! Está apenada, compréndelo, esa mujer, y como le hablamos de su hijo, se pone contenta... Sólo pide eso... Cualquier cosa... Está chupado...»

Yo no conseguía decidirme, pero deseaba con ganas los cien francos, que me parecían excepcionalmente fáciles de obtener y como providenciales.

«Vale -me decidí al final-. Pero siempre que no tenga que inventar nada, ¡eh! ¡Te aviso! ¿Me lo prometes? Diré lo mismo que tú, nada más... Vamos a ver, ¿cómo murió el chaval?»

«Recibió un obús en plena jeta, chico, y, además, de los grandes, en Garance, así se llamaba el sitio... en el Mosa, al borde de un río... No se encontró "ni esto" del muchacho, ¡fíjate! O sea, que sólo quedó el recuerdo... Y eso que era alto, verdad, y buen mozo, el chaval, y fuerte y deportista, pero contra un obús, ¿no? ¡No hay resistencia!»

«¡Es verdad!»

«Visto y no visto, vamos... ¡A su madre aún le cuesta creerlo hoy! De nada sirve que yo le cuente y vuelva a contar... Cree que sólo ha desaparecido... Es una idea ab­surda... ¡Desaparecido!... No es culpa suya, nunca ha vis­to un obús, no puede comprender que alguien se desintegre así, como un pedo, y se acabó, sobre todo porque era su hijo...»

«¡Claro, claro!»

«En fin, hace quince días que no he ido a verlos... Pero vas a ver, cuando llegue, me recibe en seguida, la madre, en el salón, y, además, es que es una casa muy bonita, pa­rece un teatro, de tantas cortinas como hay, alfombras, espejos por todos lados... Cien francos, como compren­derás, no deben de significar nada para ellos... Como para mí un franco, poco más o menos... Hoy hasta puede que me dé doscientos... Hace quince días que no la he visto... Vas a ver a los criados con los botones dorados, chico...»

En la Avenue Henri-Martin, se giraba a la izquierda y después se avanzaba un poco y, por fin, se llegaba ante una verja en medio de los árboles de una pequeña alame­da privada.

«¿Ves? -observó Voireuse, cuando estuvimos justo de­lante-. Es como un castillo... Ya te lo había dicho... El pa­dre es un mandamás en los ferrocarriles, según me han contado... Un baranda...»

«¿No será jefe de estación?», dije en broma.

«Vete a paseo... Míralo, por ahí baja... Viene hacia aquí...»

Pero el hombre de edad al que señalaba no llegó en se­guida, caminaba encorvado en torno al césped e iba ha­blando con un soldado. Nos acercamos. Reconocí al sol­dado, era el mismo reservista que había encontrado la noche de Noirceur-sur-la-Lys, estando de reconocimien­to. Incluso recordé al instante el nombre que me había dicho: Robinson.

«¿Conoces a ese de infantería?», me preguntó Voi­reuse.

«Sí, lo conozco.»

«Tal vez sea amigo de ellos... Deben de hablar de la madre; ojalá que no nos impidan ir a verla... Porque es ella más bien quien suelta la pasta...»

El anciano se acercó a nosotros. Le temblaba la voz.

«Querido amigo -dijo a Voireuse-, tengo el dolor de comunicarle que después de su última visita mi pobre mujer sucumbió a nuestra inmensa pena... El jueves la habíamos dejado sola un momento, nos lo había pedido... Lloraba...»

No pudo acabar la frase. Se volvió bruscamente y se alejó.

«Te reconozco», dije entonces a Robinson, en cuanto el anciano se hubo alejado lo suficiente de nosotros.

«Yo también te reconozco...»

«Oye, ¿qué le ha ocurrido a la vieja?», le pregunté en­tonces.

«Pues que se ahorcó ayer, ¡ya ves! -respondió-. ¡Qué mala pata, chico! -añadió incluso al respecto-. ¡La tenía de madrina!... Mira que tengo suerte, ¡eh! ¡Eso es lo que se dice giba! ¡La primera vez que venía de permiso!... Y hacía seis meses que esperaba este día...»

No pudimos reprimir la risa, Voireuse y yo, ante la desgracia de Robinson. Desde luego, era una sorpresa de­sagradable; sólo, que eso no nos devolvía nuestros dos­cientos pavos, que hubiera muerto, a nosotros que íba­mos a inventarnos una nueva bola para el caso. De repente, no estábamos contentos, ni unos ni otros.

«Conque te las prometías muy felices, ¿eh, cabroncete? -lo chinchábamos, a Robinson, para tomarle el pelo-. Creías que te ibas a dar una comilona de aúpa, ¿eh?, con los viejos. Quizá creyeras que te la ibas a cepillar tam­bién, a la madrina... Pues, ¡vas listo, macho!...»

Como, de todos modos, no podíamos quedarnos allí mirando el césped y desternillándonos de risa, nos fui­mos los tres juntos hacia Grenelle. Contamos el dinero que teníamos entre los tres, no era mucho. Como teníamos que volver esa misma noche a nuestros hospitales y depósitos respectivos, teníamos lo justo para cenar en una taberna los tres y después tal vez quedara un poqui­to, pero no bastante, para ir de putas. Sin embargo, fui­mos al picadero, pero sólo para tomar una copa abajo.

«A ti me alegro de verte -me anunció Robinson-, pero anda, que la tía ésa, ¡la madre del chaval!... De todos mo­dos, cuando lo pienso, ¡mira que ir a ahorcarse el día mismo que yo llego!... No me lo puedo quitar de la cabe­za... ¿Acaso me ahorco yo?... ¿De pena?... Entonces, ¡yo tendría que pasar la vida ahorcándome!... ¿Y tú?»

«La gente rica -dijo Voireuse- es más sensible que los demás.»

Tenía buen corazón, Voireuse. Añadió: «Si tuviera seis francos, subiría con esa morenita de ahí, junto a la má­quina tragaperras...»

«Ve -le dijimos nosotros entonces-, y después nos cuentas si chupa bien...»

Sólo, que, por mucho que buscamos, no teníamos bas­tante, incluida la propina, para que pudiera tirársela. Te­níamos lo justo para tomar otro café cada uno y dos co­pas. Una vez que nos las soplamos, ¡volvimos a salir de paseo!

En la Place Vendóme acabamos separándonos. Cada uno se iba por su lado. Al despedirnos, casi no nos veía­mos y hablábamos muy bajo, por los ecos. No había luz, estaba prohibido.

A Jean Voireuse no lo volví a ver nunca. A Robinson volví a encontrármelo muchas veces en adelante. Fueron los gases los que acabaron con Jean Voireuse, en Somme. Fue a acabar al borde del mar, en Bretaña, dos años des­pués, en un sanatorio marino. Al principio me escribió dos veces, luego nada. Nunca había estado junto al mar. «No te puedes imaginar lo bonito que es -me escribía-, tomo algunos baños, es bueno para los pies, pero creo que tengo la voz completamente jodida.» Eso le fastidia­ba porque su ambición, en el fondo, era la de poder vol­ver un día a los coros del teatro.

Los coros están mucho mejor pagados y son más artís­ticos que las simples comparsas.


Los barandas acabaron soltándome y pude salvar el pe­llejo, pero quedé marcado en la cabeza y para siempre. ¡Qué le íbamos a hacer! «¡Vete!... -me dijeron-. ¡Ya no sirves para nada!...»

«¡A África! -me dije-. Cuanto más lejos, ¡mejor!» Era un barco como los demás de la Compañía de los Corsa­rios Reunidos el que me llevó. Iba hacia los trópicos, con su carga de cotonadas, oficiales y funcionarios.

Era tan viejo, aquel barco, que le habían quitado hasta la placa de cobre de la cubierta superior, donde en tiem­pos aparecía escrito el año de nacimiento; databa de tan antiguo su nacimiento, que habría inspirado miedo a los pasajeros y también cachondeo.

Conque me embarcaron en él para que intentara resta­blecerme en las colonias. Quienes bien me querían desea­ban que hiciera fortuna. Por mi parte, yo sólo tenía ganas de irme, pero, como, cuando no eres rico, siempre tienes que parecer útil y como, por otro lado, nunca acababa mis estudios, la cosa no podía continuar así. Tampoco te­nía dinero suficiente para ir a América. «Pues, ¡a Áfri­ca!», dije entonces y me dejé llevar hacia los trópicos, donde, según me aseguraban, bastaba con un poco de templanza y buena conducta para labrarse pronto una si­tuación.

Aquellos pronósticos me dejaban perplejo. No tenía muchas cosas a mi favor, pero, desde luego, tenía buenos modales, de eso no había duda, actitud modesta, deferen­cia fácil y miedo siempre de no llegar a tiempo y, además, el deseo de no pasar por encima de nadie en la vida, en fin, delicadeza...

Cuando has podido escapar de un matadero interna­cional enloquecido, no deja de ser una referencia en cuanto a tacto y discreción. Pero volvamos a aquel via­je. Mientras permanecimos en aguas europeas, la cosa no se anunciaba mal. Los pasajeros enmohecían reparti­dos en la sombra de los entrepuentes, en los WC, en el fumadero, en grupitos suspicaces y gangosos. Todos ellos bien embebidos de amer piçons y chismes, de la ma­ñana a la noche. Eructaban, dormitaban y vociferaban, sucesivamente, y, al parecer, sin añorar nunca nada de Europa.

Nuestro navío se llamaba el Amiral-Bragueton. Debía de mantenerse sobre aquellas aguas tibias sólo gracias a su pintura. Tantas capas acumuladas, como pieles de ce­bolla, habían acabado constituyendo una especie de se­gundo casco en el Amiral-Bragueton. Bogábamos hacia África, la verdadera, la grande, la de selvas insondables, miasmas deletéreas, soledades invioladas, hacia los gran­des tiranos negros repantigados en las confluencias de ríos sin fin. Por un paquete de hojas de afeitar Pilett iba yo a sacarles marfiles así de largos, aves resplande­cientes, esclavas menores de edad. Me lo habían prometi­do. ¡Vida de obispo, vamos! Nada en común con esa África descortezada de las agencias y monumentos, los ferrocarriles y el guirlache. ¡Ah, no! Nosotros íbamos a verla en su jugo, ¡el África auténtica! ¡Nosotros, los pa­sajeros del Amiral-Bragueton, que no dejábamos de darle a la priva!

Pero, tras pasar ante las costas de Portugal, las cosas empezaron a estropearse. Irresistiblemente, cierta ma­ñana, al despertar, nos vimos como dominados por un ambiente de estufa infinitamente tibio, inquietante. El agua en los vasos, el mar, el aire, las sábanas, nuestro sudor, todo, tibio, caliente. En adelante imposible, de no­che, de día, tener ya nada fresco en la mano, bajo el tra­sero, en la garganta, salvo el hielo del bar con el whis­ky. Entonces una vil desesperación se abatió sobre los pasajeros del Amiral-Bragueton, condenados a no ale­jarse más del bar, embrujados, pegados a los ventila­dores, soldados a los cubitos de hielo, intercambiando amenazas después de las cartas y disculpas en cadencias incoherentes.

No hubo que esperar mucho. En aquella estabilidad desesperante de calor, todo el contenido humano del na­vío se coaguló en una borrachera masiva. Nos movíamos remolones entre los puentes, como pulpos en el fondo de una bañera de agua estancada. Desde aquel momento vi­mos desplegarse a flor de piel la angustiosa naturaleza de los blancos, provocada, liberada, bien a la vista por fin, su auténtica naturaleza de verdad, igualito que en la guerra. Estufa tropical para instintos, semejantes a los sapos y víboras que salen por fin a la luz, en el mes de agosto, por los flancos agrietados de las cárceles. En el frío de Europa, bajo las púdicas nieblas del Norte, aparte de las matanzas, tan sólo se sospecha la hormigueante crueldad de nuestros hermanos, pero, en cuanto los excita la fiebre innoble de los trópicos, su corrupción invade la superfi­cie. Entonces nos destapamos como locos y la porquería triunfa y nos recubre por entero. Es la confesión biológi­ca. Desde el momento en que el trabajo y el frío dejan de coartarnos, aflojan un poco sus tenazas, descubrimos en los blancos lo mismo que en la alegre ribera, una vez que el mar se retira: la verdad, charcas pestilentes, cangrejos, carroña y zurullos.

Así, pasado Portugal, todo el mundo, en el navío, se puso a liberar los instintos con rabia, ayudado por el alcohol y también por esa sensación de satisfacción ínti­ma que procura una gratuidad de viaje absoluta, sobre todo a los militares y funcionarios en activo. Sentirse alimentado, alojado y abrevado gratis durante cuatro semanas seguidas, es bastante, por sí solo, ¿no?, al pen­sarlo, para delirar de economía. Por consiguiente, yo, el único que pagaba el viaje, parecí, en cuanto se supo esa particularidad, singularmente descarado, del todo inso­portable.

Si hubiera tenido alguna experiencia de los medios co­loniales, al salir de Marsella, habría ido, compañero in­digno, a pedir de rodillas perdón, indulgencia a aquel ofi­cial de infantería colonial que me encontraba por todas partes, el de graduación más alta, y a humillarme, ade­más, tal vez, para mayor seguridad, a los pies del funcio­nario más antiguo. ¿Quizás entonces me habrían tolera­do entre ellos sin inconveniente aquellos pasajeros fantásticos? Pero mi inconsciente pretensión de respirar, ignorante de mí, en torno a ellos estuvo a punto de costarme la vida.

Nunca se es bastante temeroso. Gracias a cierta habili­dad, sólo perdí el amor propio que me quedaba. Veamos cómo ocurrió. Algo después de pasar las islas Canarias, supe por un camarero que todos estaban de acuerdo en considerarme presumido, insolente incluso... Que me su­ponían chulo de putas y al mismo tiempo pederasta... Un poco cocainómano incluso... Pero eso por añadidura... Después se abrió paso la idea de que debía de huir de Francia ante las consecuencias de fechorías de lo más gra­ves. Sin embargo, eso sólo era el comienzo de mis adver­sidades. Entonces me enteré de la costumbre impuesta en aquella línea: la de no aceptar sino con extrema circuns­pección, acompañada, por cierto, de novatadas, a los pa­sajeros que pagaban, es decir, los que no gozaban ni de la gratuidad militar ni de los convenios burocráticos, pues las colonias francesas, como es sabido, eran propiedad exclusiva de la nobleza de los Anuarios.

Al fin y al cabo, existen muy pocas razones válidas para que un civil desconocido se aventure en esa direc­ción... Espía, sospechoso, encontraron mil razones para mirarme con mala cara, los oficiales a los ojos, las muje­res con sonrisa convenida. Pronto, hasta los propios cria­dos, alentados, intercambiaban a mi espalda comentarios de lo más cáusticos. Al final, nadie dudaba que yo era el mayor y más insoportable granuja a bordo y, por así de­cir, el único. La cosa prometía.

Mis vecinos de mesa eran cuatro agentes de correos de Gabón, hepáticos, desdentados. Familiares y cordiales al principio de la travesía, después no me dirigieron ni una triste palabra. Es decir, que, por acuerdo tácito, me colo­caron en régimen de vigilancia común. Llegó un momen­to en que no salía de mi camarote sino con infinitas pre­cauciones. La atmósfera de horno nos pesaba sobre la piel como un cuerpo sólido. En cueros y con el cerrojo echado, ya no me movía e intentaba imaginar qué plan podían haber concebido los diabólicos pasajeros para perderme. No conocía a nadie a bordo y, sin embargo, todo el mundo parecía reconocerme. Mis señas particula­res debían de haber quedado grabadas instantáneamente en sus mentes, como las del criminal célebre que se pu­blican en los periódicos.

Desempeñaba, sin quererlo, el papel del indispensable «infame y repugnante canalla», vergüenza del género hu­mano, señalado por todos lados a lo largo de los siglos, del que todo el mundo ha oído hablar, igual que del Dia­blo y de Dios, pero que siempre es tan distinto, tan hui­dizo, en la tierra y en la vida, inaprensible, en resumidas cuentas. Habían sido necesarias, para aislarlo, «al cana­lla», para identificarlo, sujetarlo, las circunstancias excep­cionales que sólo se daban en aquel estrecho barco.

Un auténtico regocijo general y moral se anunciaba a bordo del Amiral-Bragueton. «El inmundo» no iba a es­capar a su suerte. Era yo.

Por sí solo, aquel acontecimiento bien valía el viaje. Recluido entre aquellos enemigos espontáneos, intentaba yo, a duras penas, identificarlos sin que lo advirtieran. Para lograrlo, los espiaba impunemente, sobre todo de mañana, por la ventanilla de mi camarote. Antes del de­sayuno, tomando el fresco, peludos del pubis a las cejas y del recto a la planta de los pies, en pijama, transparentes al sol; tendidos a lo largo de la borda, con el vaso en la mano, venían a eructar allí, mis enemigos, y amenazaban ya con vomitar alrededor, sobre todo el capitán de ojos saltones e inyectados, a quien el hígado atormentaba de lo lindo, desde la aurora. Al despertar, preguntaba sin fal­ta por mí a los otros guasones, si aún no me habían «tira­do por la borda», según decía, «¡como un gargajo!». Para ilustrar lo que quería decir, escupía al mismo tiempo en el mar espumoso. ¡Qué cachondeo!

El Amiral apenas avanzaba, se arrastraba más que na­da, ronroneando, entre uno y otro balanceo. Ya es que no era un viaje, era una enfermedad. Los miembros de aquel concilio matinal, al examinarlos desde mi rincón, me parecían todos profundamente enfermos, palúdicos, alcohólicos, sifilíticos seguramente; su decadencia, visible a diez metros, me consolaba un poco de mis preocupa­ciones personales. Al fin y al cabo, ¡eran unos vencidos, tanto como yo, aquellos matones!... ¡Aún fanfarronea­ban, simplemente! ¡La única diferencia! Los mosquitos se habían encargado ya de chuparlos y destilarles en ple­nas venas esos venenos que no desaparecen nunca... El treponema les estaba ya limando las arterias... El alcohol les roía el hígado... El sol les resquebrajaba los riñones... Las ladillas se les pegaban a los pelos y el eczema a la piel del vientre... ¡La luz cegadora acabaría achicharrándoles la retina!... Dentro de poco, ¿qué les iba a quedar? Un trozo de cerebro... ¿Para qué? ¿Me lo queréis decir?... ¿Allí donde iban? ¿Para suicidarse? Sólo podía servirles para eso, un cerebro, allí donde iban... Digan lo que di­gan, no es divertido envejecer en los países en que no hay distracciones... Te ves obligado a mirarte al espejo, cuyo azogue enmohece, y verte cada vez más decaído, cada vez más feo... No tardas en pudrirte, entre el verdor, sobre todo cuando hace un calor atroz.

Al menos el Norte conserva las carnes; la gente del Norte es pálida de una vez para siempre. Entre un sueco muerto y un joven que ha dormido mal, poca diferencia hay. Pero el colonial está ya cubierto de gusanos un día después de desembarcar. Los esperaban impacientes, esas vermes infinitamente laboriosas, y no los soltarían hasta mucho después de haber cruzado el límite de la vida. Sa­cos de larvas.

Nos faltaban aún ocho días de mar antes de hacer esca­la en Bragamance, primera tierra prometida. Yo tenía la sensación de encontrarme dentro de una caja de explosi­vos. Ya apenas comía para no acudir a su mesa ni atrave­sar los entrepuentes en pleno día. Ya no decía ni palabra. Nunca me veían de paseo. Era difícil estar tan poco como yo en el barco, aun viviendo en él.

Mi camarero, padre de familia él, tuvo a bien confiar­me que los brillantes oficiales de la colonial habían ju­rado, con el vaso en la mano, abofetearme a la primera ocasión y después tirarme por la borda. Cuando le pre­guntaba por qué, no sabía y me preguntaba, a su vez, qué había hecho yo para llegar a ese extremo. Nos quedába­mos con la duda. Aquello podía durar mucho tiempo. No gustaba mi jeta y se acabó.

Nunca más se me ocurriría viajar con gente tan difícil de contentar. Estaban tan desocupados, además, encerrados durante treinta días consigo mismos, que les bastaba muy poco para apasionarse. Por lo demás, no hay que olvidar que en la vida corriente cien individuos por lo menos a lo largo de una sola jornada muy ordinaria desean quitarte tu pobre vida: por ejemplo, todos aquellos a quienes moles­tas, apretujados en la cola del metro detrás de ti, todos aquellos también que pasan delante de tu piso y que no tienen dónde vivir, todos los que esperan a que acabes de hacer pipí para hacerlo ellos, tus hijos, por último, y tantos otros. Es incesante. Te acabas acostumbrando. En el barco el apiñamiento se nota más, conque es más molesto.

En esa olla que cuece a fuego lento, el churre de esos seres escaldados se concentra, los presentimientos de la soledad colonial que los va a sepultar pronto, a ellos y su destino, los hace gemir, ya como agonizantes. Se cho­can, muerden, laceran, babean. Mi importancia a bordo aumentaba prodigiosamente de un día para otro. Mis raras llegadas a la mesa, por furtivas y silenciosas que procurara hacerlas, cobraban carácter de auténticos acon­tecimientos. En cuanto entraba en el comedor, los ciento veinte pasajeros se sobresaltaban, cuchicheaban...

Los oficiales de la colonial, bien cargados de aperitivo tras aperitivo en torno a la mesa del comandante, los re­caudadores de impuestos, las institutrices congoleñas so­bre todo, de las que el Amiral-Bragueton llevaba un buen surtido, habían acabado, entre suposiciones malévolas y deducciones difamatorias, atribuyéndome una importan­cia infernal.

Al embarcar en Marsella, yo no era sino un soñador insignificante, pero ahora, a consecuencia de aquella con­centración irritada de alcohólicos y vaginas impacientes, me encontraba irreconocible, dotado de un prestigio in­quietante.

El comandante del navío, gran bribón astuto y verru­goso, que con gusto me estrechaba la mano al comienzo de la travesía cada vez que nos encontrábamos, ahora no parecía ya reconocerme siquiera, igual que se evita a un hombre buscado por un feo asunto, culpable ya... ¿De qué? Cuando el odio de los hombres no entraña riesgo alguno, su estupidez se deja convencer rápido, los moti­vos vienen solos.

Por lo que me parecía discernir en la malevolencia compacta en que me debatía, una de las señoritas institu­trices animaba al elemento femenino de la conjuración. Volvía al Congo, a diñarla, al menos así lo esperaba yo, la muy puta. Apenas se separaba de los oficiales coloniales de torso torneado en la tela resplandeciente y adornados, además, con el juramento que habían pronunciado de machacarme como una infecta babosa, ni más ni menos, mucho antes de la próxima escala. Se preguntaban por turno si yo sería tan repugnante aplastado como entero. En resumen, se divertían. Aquella señorita atizaba su ins­piración, reclamaba la borrasca contra mí en el puente del Amiral-Bragueton, no quería conocer descanso hasta que por fin me hubieran recogido jadeante, enmendado para siempre de mi impertinencia imaginaria, castigado por haber osado existir, golpeado con rabia, en una palabra, sangrando, magullado, implorando piedad bajo la bota y el puño de uno de aquellos cachas, cuya acción muscular y furia espléndida ardía en deseos de admirar. Escena de alta carnicería en la que sus fiados ovarios presentían un despertar. Valía tanto como ser violada por un gorila. El tiempo pasaba y es peligroso retrasar demasiado las co­rridas. Yo era el toro. El barco entero lo exigía, estreme­ciéndose hasta las bodegas.


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