Viaje Al Fin De La Noche



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«Voy», respondió Princhard y tuvo el tiempo justo para pasarme el borrador del discurso que acababa de en­sayar conmigo. Un truco de comediante.

No volví a verlo, a Princhard. Tenía el vicio de los in­telectuales, era fútil. Sabía demasiadas cosas, aquel mu­chacho, y esas cosas lo trastornaban. Necesitaba la tira de trucos para excitarse, para decidirse.

Ha llovido mucho desde la tarde en que se marchó, ahora que lo pienso. No obstante, me acuerdo bien. Aquellas casas del arrabal que lindaban con nuestro par­que se destacaban una vez más, bien claras, como todas las cosas, antes de que caiga la noche. Los árboles crecían en la sombra y subían a reunirse con la noche en el cielo.

Nunca hice nada por tener noticias suyas, por saber si había «desaparecido» de verdad, aquel Princhard, como dijeron una y otra vez. Pero es mejor que desapareciera.


Ya nuestra arisca paz lanzaba sus semillas hasta en la guerra.

Se podía adivinar lo que iba a ser, aquella histérica, con solo verla agitarse ya en la taberna del Olympia. Abajo, en el largo baile del sótano centelleante con cien espejos, pataleaba en el polvo y la gran desesperación al ritmo de música negro-judeo-sajona. Británicos y negros mezcla­dos. Levantinos y rusos te encontrabas por todos lados, fumando, berreando, melancólicos y militares, en sofás carmesíes. Aquellos uniformes, que empezamos a olvidar con esfuerzo, fueron las simientes del hoy, esa cosa que aún crece y que no llegará a convertirse en estiércol hasta más adelante, a la larga.

Bien entrenados en el deseo gracias a las horas pasadas por semana en el Olympia, íbamos en grupo a visitar después a nuestra costurera-guantera-librera, la señora Herote, en el Passage des Beresinas, detrás del Folies-Bergére, hoy desaparecido, donde los perritos, llevados de la cadena por sus amitas, iban a hacer sus necesidades.

Allí íbamos a buscar a tientas nuestra felicidad, que el mundo entero amenazaba, rabioso. Nos daba vergüenza aquel deseo, pero, ¡no podíamos dejar de satisfacerlo! Es más difícil renunciar al amor que a la vida. Pasa uno la vida matando o adorando, en este mundo, y al mismo tiempo. «¡Te odio! ¡Te adoro!» Nos defendemos, nos mantenemos, volvemos a pasar la vida al bípedo del siglo próximo, con frenesí, a toda costa, como si fuera de lo más agradable continuarse, como si fuese a volvernos, a fin de cuentas, eternos. Deseo de abrazarse, pese a todo, igual que de rascarse.

Yo mejoraba mentalmente, pero mi situación militar seguía bastante indecisa. Me permitían salir a la ciudad de vez en cuando. Como digo, nuestra lencera se llamaba señora Herote. Tenía una frente tan estrecha, que al prin­cipio te encontrabas incómodo delante de ella, pero, en cambio, sus labios eran tan sonrientes y carnosos, que después no sabías qué hacer para evitarla. Al abrigo de la volubilidad formidable, de un temperamento inolvidable, albergaba una serie de intenciones simples, rapaces, pia­dosamente comerciales.

Empezó a hacer fortuna en pocos meses, gracias a los aliados y a su vientre, sobre todo. Le habían quitado los ovarios, conviene señalarlo, operada de salpingitis el año anterior. Esa castración liberadora fue su fortuna. Hay blenorragias femeninas que resultan providenciales. Una mujer que pasa el tiempo temiendo los embarazos no es sino una especie de impotente y nunca irá lejos por el camino del éxito.

Los viejos y los jóvenes creen también, y yo lo creía, que en la trastienda de ciertas librerías-lencerías se en­contraba el medio de hacer el amor con facilidad y bara­to. Aún era así, hace unos veinte años, pero desde enton­ces muchas cosas han dejado de hacerse, sobre todo algunas de las más agradables. El puritanismo anglosajón cada mes nos consume más, ya ha reducido casi a nada el cachondeo improvisado de las trastiendas. Todo se vuelve matrimonio y corrección.

La señora Herote supo aprovechar las últimas licencias que aún existían para joder de pie y barato. Un tasador de subastas desocupado pasó por su tienda un domingo, entró y allí sigue. Chocho estaba un poco y siguió estándolo y se acabó. La felicidad de la pareja no provocó el menor comentario. A la sombra de los periódicos, que deliraban con las llamadas a los sacrificios últimos y pa­trióticos, la vida, estrictamente medida, rellena de previ­sión, continuaba y mucho más astuta, incluso, que nunca. Tales son la cara y la cruz, como la luz y la sombra, de la misma medalla.

El tasador de la señora Herote colocaba en Holanda fondos para sus amigos, los mejor informados, y para la señora Herote, a su vez, en cuanto se hicieron confiden­tes. Las corbatas, los sujetadores, las camisas que vendía, atraían a clientes y dientas y sobre todo los incitaban a volver a menudo.

Gran número de encuentros extranjeros y nacionales se celebraron a la sombra rosada de aquellos visillos y en­tre la charla incesante de la patrona, toda cuya persona substancial, charlatana y perfumada hasta el desmayo, ha­bría podido poner cachondo al hepático más rancio. En aquellas combinaciones, en lugar de perder la cabeza, la señora Herote sacaba provecho, en dinero en primer lu­gar, porque descontaba el diezmo sobre las ventas en sen­timientos y, además, porque se hacía mucho amor en tor­no a ella. Uniendo y desuniendo a las parejas con un gozo al menos igual, a fuerza de chismes, insinuaciones, trai­ciones.

Imaginaba dichas y dramas sin cesar. Alimentaba la vida de las pasiones. Lo que no hacía sino beneficiar a su comercio.

Proust, espectro a medias él mismo, se perdió con te­nacidad extraordinaria en la futilidad infinita y diluyente de los ritos y las actitudes que se enmarañan en torno a la gente mundana, gente del vacío, fantasmas de deseos, orgiastas indecisos que siempre esperan a su Watteau, bus­cadores sin entusiasmo de Cíteras improbables. Pero la señora Herote, de origen popular y substancial, se mantenía sólidamente unida a la tierra por rudos apetitos, animales y precisos.

Si la gente es tan mala, tal vez sea sólo porque sufre, pero pasa mucho tiempo entre el momento en que han dejado de sufrir y aquel en que se vuelven un poco mejo­res. El gran éxito material y pasional de la señora Herote no había tenido tiempo aún de suavizar su disposición para la conquista.

No era más rencorosa que la mayoría de las pequeñas comerciantes de por allí, pero hacía muchos esfuerzos para demostrarte lo contrario, por lo que se recuerda su caso. Su tienda no era sólo un lugar de citas, era también como una entrada furtiva en un mundo de riqueza y lujo, en el que yo, pese a mis deseos, nunca había penetrado hasta entonces y del que, por lo demás, quedé eliminado de modo rápido y penoso después de una incursión furti­va, la primera y la única.

Los ricos de París viven juntos; sus barrios, en bloque, forman un pedazo del pastel urbano, cuya punta va a to­car el Louvre, mientras que el reborde redondeado se de­tiene en los árboles entre el puente d'Auteuil y la puerta de Ternes. Ya veis. Es el pedazo mejor de la ciudad. Todo el resto no es sino esfuerzo y estiércol.

Cuando se pasa por el barrio de los ricos, al principio no se notan grandes diferencias con los demás, salvo que en él las calles están un poco más limpias y se acabó. Para ir a hacer una excursión hasta el interior mismo de esa gente, de esas cosas, hay que confiar en el azar o en la in­timidad.

Por la tienda de la señora Herote se podía penetrar un poco antes en esa reserva gracias a los argentinos que baja­ban de los barrios privilegiados para proveerse en su tien­da de calzoncillos y camisas y echar caliches también a su hermoso surtido de amigas ambiciosas, teatrales y musica­les, bien hechas, que la señora Herote atraía a propósito.

A una de ellas, yo, que no tenía otra cosa que ofrecer que mi juventud, como se suele decir, empecé a apreciarla más de la cuenta. La pequeña Musyne la llamaban en aquel medio.

En el Passage des Beresinas, todo el mundo se conocía de tienda en tienda, como en un auténtico pueblecito, en­cajonado entre dos calles de París, es decir, que allí la gente se espiaba y se calumniaba humanamente hasta el delirio.

En el aspecto material, antes de la guerra, de lo que discutían, entre comerciantes, era de una vida de estre­chez y ahorro desesperados. Entre otras pruebas de mi­seria, era pesadumbre crónica de aquellos tenderos verse forzados, en su penumbra, a recurrir al gas, llegadas las cuatro de la tarde, por los escaparates. Pero, en cambio, se creaba así, al margen, un ambiente propicio para las proposiciones delicadas.

Aun así, muchas tiendas estaban decayendo por culpa de la guerra, mientras que la de la señora Herote, a fuer­za de jóvenes argentinos, oficiales con peculio y consejos del amigo tasador, adquiría un auge que todo el mundo, en los alrededores, comentaba, como es de imaginar, en términos abominables.

Conviene señalar, por ejemplo, que en aquella misma época, el célebre pastelero del número 112 perdió de pronto sus bellas clientas a consecuencia de la moviliza­ción. Las habituales degustadoras de guante largo, obli­gadas por la requisa masiva de caballos a acudir a pie, no volvieron más. No iban a volver nunca más. En cuanto a Sambanet, el encuadernador de música, no pudo resistir, de repente, el deseo que siempre había sentido de sodomizar a un soldado. Semejante audacia, inoportuna, de una noche le causó un daño irreparable ante ciertos pa­triotas, que, ni cortos ni perezosos, lo acusaron de espio­naje. Tuvo que cerrar la tienda.

En cambio, la señorita Hermanee, en el número 26, cuya especialidad era hasta entonces el artículo de cau­cho, confesable o no, se habría forrado, gracias a las cir­cunstancias, si no hubiera encontrado precisamente todas las dificultades del mundo para abastecerse de «preserva­tivos», que recibía de Alemania.

En resumen, sólo la señora Herote, en el umbral de la nueva época de la lencería fina y democrática, entró sin problemas en la prosperidad.

Entre tiendas, se escribían muchas cartas anónimas y, además, sabrosas. A su vez, la señora Herote prefería, para distraerse, enviarlas a personajes importantes; hasta en eso manifestaba la profunda ambición que constituía el fondo mismo de su temperamento. Al Presidente del Consejo, por ejemplo, le enviaba, sólo para asegurarle que era un cornudo, y al mariscal Pétain, en inglés, con ayuda del diccionario, para hacerlo rabiar. ¿La carta anó­nima? ¡Ducha sobre plumas! La señora Herote recibía todos los días un paquetito con cartas de ésas, para ella, cartas sin firmar y que no olían bien, os lo aseguro. La dejaban pensativa, atónita, diez minutos más o menos, pero en seguida recuperaba su equilibrio, como fuera, con lo que fuese, pero siempre, y, además, con solidez, pues en su vida interior no había sitio alguno para la duda y menos aún para la verdad.

Entre sus dientas y protegidas, muchas jóvenes artistas le llegaban con más deudas que vestidos. A todas daba consejo la señora Herote y ellas lo aprovechaban, entre otras Musyne, que a mí me parecía la más mona de todas. Un auténtico angelito musical, un encanto de violinista, un encanto muy avispado, por cierto, según me demos­tró. Implacable en su deseo de llegar en la tierra, y no en el cielo, quedaba muy airosa, en el momento en que la conocí, en un numerito de lo más mono, muy parisino y olvidado, en el Varietés.

Aparecía con su violín a modo de prólogo improvisado, versificado, melodioso. Un género adorable y com­plicado.

Con el sentimiento que le profesaba, el tiempo se me volvió frenético y lo pasaba corriendo del hospital a la salida de su teatro. Por lo demás, casi nunca era yo el único que la esperaba. Militares del ejército de tierra se la disputaban a brazo partido, aviadores también y con ma­yor facilidad aún, pero la palma seductora se la llevaban sin duda los argentinos. El comercio de carne congelada de éstos alcanzaba, gracias a la pululación de nuevos con­tingentes, las proporciones de una fuerza de la naturale­za. La pequeña Musyne aprovechó aquella época mer­cantil. Hizo bien, los argentinos ya no existen.

Yo no comprendía. Era cornudo con todo y todo el mundo, con las mujeres, el dinero y las ideas. Cornudo, pero no contento. Aún hoy, me la encuentro, a Musyne, por azar, cada dos años o casi, igual que a la mayoría de las personas a las que ha conocido uno muy bien. Es el lapso necesario, dos años, para darse cuenta, de un solo vistazo, infalible entonces, como el instinto, de las fealdades con que un rostro, aun delicioso en su época, se ha cargado.

Te quedas como vacilando un instante ante él y des­pués acabas aceptándolo, tal como se ha transformado, el rostro, con esa inarmonía en aumento, innoble, de toda la cara. No queda más remedio que asentir, a esa cuidadosa y lenta caricatura esculpida por dos años. Aceptar el tiempo, cuadro de nosotros. Entonces podemos decir que nos hemos reconocido del todo (como un billete ex­tranjero, que a primera vista no nos atrevemos a aceptar), que no nos hemos equivocado de camino, que hemos se­guido la ruta correcta, sin concertarnos, la ruta indefectible durante dos años más, la ruta de la podre­dumbre. Y se acabó.

Musyne, cuando me encontraba así, por casualidad, parecía, de tanto como la asustaba mi cabezón, querer huirme a toda costa, evitarme, apartarse, cualquier cosa. Sentía en mí el hedor de todo un pasado, pero a mí, que sé su edad, desde hace demasiados años, ya puede hacer lo que quiera, que no puede evitarme en modo alguno. Se queda ahí, violenta ante mi existencia, como ante un monstruo. Ella, tan delicada, se cree obligada a hacerme preguntas meningíticas, imbéciles, como las que haría una criada sorprendida con las manos en la masa. Las mujeres tienen naturaleza de criadas. Pero tal vez sólo imagine ella esa repulsión, más que sentirla; ése es el consuelo que me queda. Tal vez yo sólo le sugiera que soy inmundo. Tal vez sea yo un artista en ese género. Al fin y al cabo, ¿por qué no habría de haber tanto arte posible en la fealdad como en la belleza? Es un género que cultivar, nada más.

Por mucho tiempo creí que era tonta, la pequeña Musyne, pero sólo era una opinión de vanidoso rechaza­do. Es que, antes de la guerra, todos éramos mucho más ignorantes y fatuos que hoy. No sabíamos casi nada de las cosas del mundo en general, en fin, unos inconscien­tes... Los tipejos de mi estilo confundían con mayor faci­lidad que hoy la gimnasia con la magnesia. Por estar ena­morado de Musyne, tan mona ella, pensaba que eso me iba a dotar de toda clase de facultades y, ante todo y so­bre todo, del valor que me faltaba, ¡todo ello porque era tan bonita y tenía tan buen oído para la música! El amor es como el alcohol, cuanto más impotente y borracho es­tás, más fuerte y listo te crees y seguro de tus derechos.

La señora Herote, prima de muchos héroes muertos, ya sólo salía de su Passage con riguroso luto; además, ra­ras veces iba a la ciudad, pues su tasador amigo se mos­traba muy celoso. Nos reuníamos en el comedor de la trastienda, que, con la llegada de la prosperidad, adquirió visos de saloncito. Íbamos allí a conversar, a distraernos, amistosa, decorosamente, bajo el gas. La pequeña Musy­ne, al piano, nos extasiaba con los clásicos, sólo los clásicos, por las conveniencias de aquellos tiempos dolorosos. Allí pasábamos tardes enteras, codo con codo, con el ta­sador en medio, acunando juntos nuestros secretos, te­mores y esperanzas.

La sirvienta de la señora Herote, recién contratada, es­taba muy interesada en saber cuándo se decidirían los unos a casarse con los otros. En su pueblo no se concebía el amor libre. Todos aquellos argentinos, aquellos oficia­les, aquellos clientes buscones le causaban una inquietud casi animal.

Musyne se veía cada vez más acaparada por los clientes sudamericanos. Así acabé conociendo a fondo todas las cocinas y sirvientas de aquellos señores, a fuerza de ir a esperar a mi amada en el office. Por cierto, que los ayudas de cámara de aquellos señores me tomaban por el chulo. Y después todo el mundo acabó tomándome por un chulo, incluida la propia Musyne, al mismo tiempo, me parece, que todos los asiduos de la tienda de la señora Herote. ¡Qué le iba yo a hacer! Por lo demás, tarde o temprano te tiene que ocurrir, que te clasifiquen.

Obtuve de la autoridad militar otra convalecencia de dos meses de duración y se habló incluso de declararme inútil. Musyne y yo decidimos alquilar juntos un piso en Billancourt. Era para darme esquinazo, en realidad, aquel subterfugio, porque aprovechaba que vivíamos lejos para volver cada vez más raras veces a casa. Siempre encontra­ba nuevos pretextos para quedarse en París.

Las noches de Billancourt eran agradables, animadas a veces por aquellas pueriles alarmas de aviones y zepelines, gracias a las cuales los ciudadanos podían sentir esca­lofríos justificativos. Mientras esperaba a mi amante, iba a pasearme, caída la noche, hasta el puente de Grenelle, donde la sombra sube del río hasta el tablero del metro, con su rosario de farolas, tendido en plena obscuridad, con su enorme mole de chatarra también, que se lanza con estruendo en pleno flanco de los grandes inmuebles del Quai de Passy.

Existen ciertos rincones así en las ciudades, de una fealdad tan estúpida, que casi siempre te encuentras solo en ellos.

Musyne acabó volviendo a nuestro hogar, por llamarlo de algún modo, sólo una vez a la semana. Acompañaba cada vez con mayor frecuencia a las cantantes a casa de los argentinos. Habría podido tocar y ganarse la vida en los cines, donde me habría resultado mucho más fácil ir a buscarla, pero los argentinos eran alegres y genero­sos, mientras que los cines eran tristes y pagaban poco. Esas preferencias son la vida misma.

Para colmo de mi desgracia, se creó el «Teatro en el frente». Al instante, Musyne hizo mil amistades militares en el Ministerio y cada vez con mayor frecuencia se mar­chaba a distraer en el frente a nuestros soldaditos y du­rante semanas enteras, además. Allí detallaba, para los ejércitos, la sonata y el adagio delante de la platea del Es­tado Mayor, bien colocada para verle las piernas. Por su parte, los chorchis, amajadados detrás de los jefes, sólo gozaban con los ecos melodiosos. Después Musyne pasa­ba, como es lógico, noches muy complicadas en los hote­les de la zona militar. Un día volvió muy alegre del fren­te, provista de un diploma de heroísmo, firmado por uno de nuestros grandes generales, nada menos. Ese diploma fue el punto de partida para su triunfo definitivo.

En la colonia argentina supo hacerse de pronto ex­traordinariamente popular. La festejaban. Se pirraban por mi Musyne, ¡violinista de guerra tan mona! Tan joven y de pelo rizado y, además, heroica. Aquellos argentinos tenían el estómago agradecido, profesaban hacia nuestros grandes chefs una admiración infinita y, cuando regresó mi Musyne, con su documento auténtico, su hermoso palmito, sus deditos ágiles y gloriosos, se pusieron a cortejarla a cuál más, a rifársela, por así decir. La poesía he­roica se apodera sin resistencia de quienes no van a la guerra y aún más de aquellos a quienes está enriquecien­do de lo lindo. Es normal.

Ah, el heroísmo pícaro es como para caerse de culo, ¡os lo aseguro! Los armadores de Río ofrecían sus nom­bres y sus acciones a la nena que encarnaba para ellos, con tanta gracia y feminidad, el valor francés y guerrero. Musyne había sabido crearse, hay que reconocerlo, un pequeño repertorio muy mono de incidentes de guerra, que, como un sombrero atrevido, le sentaba de maravilla. Muchas veces me asombraba a mí mismo con su tacto y hube de reconocer, al oírla, que, en punto a embustes, yo a su lado era un simulador grosero. Ella tenía el don de situar sus ocurrencias en un pasado lejano y dramático, en el que todo se volvía y se conservaba precioso y pene­trante. En punto a cuentos, nosotros, los combatientes, advertí de pronto, muchas veces conservábamos un ca­rácter groseramente temporal y preciso. En cambio, mi amada se movía en la eternidad. Hay que creer a Claude Lorrain, cuando dice que los primeros planos de un cua­dro siempre son repugnantes y que el arte exige situar el interés de la obra en la lejanía, en lo imperceptible, allí donde se refugia la mentira, ese sueño sorprendido in fraganti y único amor de los hombres. La mujer que sabe tener en cuenta nuestra miserable naturaleza se convierte con facilidad en nuestra amada, nuestra indispensable y suprema esperanza. Esperamos, a su lado, que nos con­serve nuestra falsa razón de ser, pero entretanto puede ganarse la vida de sobra ejerciendo su función mágica. Musyne no dejaba de hacerlo, por instinto.

Sus argentinos vivían por el barrio de Ternes y, sobre todo, por los alrededores del Bois, en hotelitos particula­res, bien cercados, brillantes, donde por aquellos meses de invierno reinaba un calor tan agradable, que al entrar en ellos, de la calle, los pensamientos se te volvían de re­pente optimistas, sin querer.

Desesperado y tembloroso, me había propuesto, para meter la pata hasta el final, ir lo más a menudo posible, ya lo he dicho, a esperar a mi compañera en el office. Me armaba de paciencia y esperaba, a veces hasta la mañana; tenía sueño, pero los celos me mantenían bien despierto y también el vino blanco, que las criadas me servían en abundancia. A sus señores argentinos yo los veía muy ra­ras veces, oía sus canciones y su estruendoso español y el piano que no cesaba de sonar, pero tocado la mayoría de las veces por manos distintas de las de Musyne. Enton­ces, ¿qué hacía, la muy puta, con las manos, mientras tanto?

Cuando volvíamos a encontrarnos por la mañana, ante la puerta, ella ponía mala cara. Yo era aún natural como un animal en aquella época, no quería perder a mi amada y se acabó, como un perro su hueso.

Perdemos la mayor parte de la juventud a fuerza de torpezas. Era evidente que me iba a abandonar, mi ama­da, del todo y pronto. Yo no había aprendido aún que existen dos humanidades muy diferentes, la de los ricos y la de los pobres. Necesité, como tantos otros, veinte años y la guerra, para aprender a mantenerme dentro de mi categoría, a preguntar el precio de las cosas antes de tocar­las y, sobre todo, antes de encariñarme con ellas.

Así, pues, mientras me calentaba en el office con mis compañeros de la servidumbre, no comprendía que por encima de mi cabeza danzaban los dioses argentinos; po­drían haber sido alemanes, franceses, chinos, eso carecía de importancia, pero dioses ricos, eso era lo que había que entender. Ellos arriba con mi Musyne; yo abajo, sin nada. Musyne pensaba con seriedad en su futuro, conque prefería hacerlo con un dios. Yo también, desde luego, pensaba en mi futuro, pero como en un delirio, porque todo el tiempo sentía, con sordina, el temor a que me mataran en la guerra y también a morir de hambre en la paz. Estaba con sentencia de muerte en suspenso y ena­morado. No era una simple pesadilla. No demasiado le­jos de nosotros, a menos de cien kilómetros, millones de hombres, valientes, bien armados, bien instruidos, me es­peraban para ajustarme las cuentas y franceses también que me esperaban para acabar con mi piel, si me negaba a dejar que los de enfrente la hicieran jirones sangrientos.

Para el pobre existen en este mundo dos grandes formas de palmarla, por la indiferencia absoluta de sus semejantes en tiempo de paz o por la pasión homicida de los mismos llegada la guerra. Si se acuerdan de ti, al instante piensan en tu tortura, los otros, y en nada más. ¡Sólo les interesas chorreando sangre, a esos cabrones! Princhard había tenido más razón que un santo al respecto. Ante la inminencia del matadero, ya no especulas demasiado con las cosas del porvenir, sólo piensas en amar durante los días que te quedan, ya que es el único medio de olvidar el cuerpo un poco, olvidar que pronto te van a desollar de arriba abajo.

Como Musyne me esquivaba, yo me consideraba un idealista, así llamamos a nuestros pobres instintos, en­vueltos en palabras rimbombantes. Mi permiso se estaba acabando. Los periódicos insistían, machacones, en la ne­cesidad de llamar a filas a todos los combatientes posibles y, ante todo, a quienes no tenían padrinos, por supues­to. Oficialmente, no había que pensar sino en ganar la guerra.


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