Viaje Al Fin De La Noche



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Iban y venían, formando rosarios irregulares, por entre un vaho escarlata. Algunas de aquellas formas laborio­sas llevaban, además, un puntito negro a la espalda, eran las madres, que acudían a currar como burras, también ellas, cargando sacos de palmitos con el hijo a cuestas, un fardo más. Me pregunto si las hormigas podrán hacer igual.

«¿Verdad que siempre parece domingo aquí?... -prosi­guió en broma el director-. ¡Es alegre! ¡Y lleno de color! Las hembras siempre en cueros. ¿Se ha fijado? Y hem­bras hermosas, ¿eh? Parece extraño, cuando se llega de París, ¿verdad? Y nosotros, ¿qué le parece? ¡Siempre con dril blanco! Ya ve usted, ¡como en los baños de mar! ¿Verdad que estamos guapos así? ¡Como para la pri­mera comunión, vamos! Aquí siempre es fiesta, ¡ya le digo! ¡El día de la Asunción! ¡Y así hasta el Sahara! ¡Ima­gínese!»

Y después dejaba de hablar, suspiraba, refunfuñaba, volvía a repetir dos, tres veces «¡Me cago en la leche!», se enjugaba la frente y reanudaba la conversación.

«Adonde lo envía a usted la Compañía es en plena selva, es húmedo... Queda a diez jornadas de aquí... Primero el mar... Y luego el río. Un río muy rojo, ya verá... Y al otro lado están los españoles... Aquel a quien va usted a substituir en esa factoría es un perfecto cabrón, sépalo... En confianza... Se lo digo... ¡No hay manera de que nos envíe las cuentas, ese sinvergüenza! ¡No hay manera! ¡De nada sirve que le mande avisos y más avisos!... ¡No le dura mucho la honradez al hombre, cuando está solo!... ¡Quia! ¡Ya verá!... ¡Ya lo verá también usted!... Que está enfermo, nos escribe... ¡No lo dudo! ¡Enfermo! ¡Tam­bién yo estoy enfermo! ¿Qué quiere decir eso? ¡Todos estamos enfermos! También usted estará enfermo y den­tro de muy poco, además. ¡Eso no es una razón! ¡Nos la trae floja que esté enfermo!... ¡La Compañía ante todo! Cuando llegue usted allí, ¡haga el inventario lo prime­ro!... Hay víveres para tres meses en esa factoría y mer­cancías al menos para un año... ¡No le faltará de nada!... Sobre todo no salga usted de noche... ¡Desconfíe! Los negros que él le envíe para recogerlo en el mar puede que lo tiren al agua. ¡Ha debido de enseñarles! ¡Son tan pillos como él! ¡No me cabe duda! ¡Ha debido de hablarles de usted!... ¡Eso es corriente aquí! Conque coja su propia quinina, antes de marcharse... ¡Es capaz de haber puesto algo en la de él!»

El director se cansó de darme consejos, se levantó para despedirme. El techo de chapa parecía pesar dos mil to­neladas por lo menos, de tanto calor como acumulaba la chapa. Los dos poníamos mala cara por el calor. Era como para diñarla al instante. Añadió:

«¡Tal vez no valga la pena que nos volvamos a ver an­tes de su marcha, Bardamu! ¡Aquí todo cansa! En fin, ¡quizá vaya, de todos modos, a verlo a los cobertizos an­tes de su partida!... Le escribiremos, cuando esté usted allí... Hay un correo al mes... Sale de aquí, el correo, conque, ¡buena suerte!...»

Y desapareció en su sombra entre el casco y la chaque­ta. Se le veían con toda claridad los tendones del cuello, por detrás, arqueados como dos dedos contra su cabeza. Se volvió otra vez:

«¡Dígale a ese otro punto que vuelva aquí a toda pri­sa!... ¡Que tengo que hablar con él!... ¡Que no se entre­tenga por el camino! ¡El muy canalla! ¡Espero que no casque por el camino!... ¡Sería una lástima! ¡Una verda­dera lástima! ¡Menudo sinvergüenza!»

Un criado negro me precedía con un gran farol para llevarme al lugar donde debía alojarme hasta mi salida para ese interesante Bikomimbo prometido.

Íbamos por avenidas donde todo el mundo parecía ha­ber bajado a pasear tras el crepúsculo. La noche, reso­nante de gongs, nos envolvía, entrecortada por cantos apagados e incoherentes como el hipo, la gran noche ne­gra de los países cálidos con su brutal corazón en tam-tam, que siempre late demasiado aprisa.

Mi joven guía caminaba rápido y ágil con los pies des­calzos. Debía de haber europeos por la espesura, se los oía por allí, paseándose, con sus voces de blancos, perfec­tamente reconocibles, agresivas, falsas. Los murciélagos no cesaban de venir a revolotear, de surcar el aire entre los enjambres de insectos que nuestra luz atraía a nuestro paso. Bajo cada hoja de árbol debía de esconderse un gri­llo al menos, a juzgar por el alboroto ensordecedor que hacían todos juntos.

Un grupo de tiradores indígenas, que discutían junto a un ataúd colocado en el suelo y recubierto con una gran bandera tricolor y ondulante, nos hizo detener en el cru­ce de dos caminos, a media altura de una elevación.

Era un muerto del hospital que no sabían dónde ente­rrar. Las órdenes eran imprecisas. Unos querían enterrar­lo en uno de los campos de abajo, los otros insistían en hacerlo en un enclave en lo alto de la cuesta. Había que decidirse. Así el boy y yo tuvimos que dar nuestra opi­nión sobre el asunto.

Por fin, optaron, los porteadores, por el cementerio de abajo, en lugar del de arriba, por la bajada. También en­contramos por el camino a tres jovencitos blancos de la raza de los que frecuentan los domingos los partidos de rugby en Europa, espectadores apasionados, agresivos y paliduchos. Allí pertenecían, empleados como yo, a la Sociedad Porduriére y me indicaron con toda amabilidad el camino de aquella casa inacabada donde se encontraba, de momento, mi cama desmontable y portátil.

Allí nos dirigimos. La construcción estaba del todo va­cía, salvo algunos utensilios de cocina y mi cama, por lla­marla de algún modo. En cuanto me hube tumbado sobre aquel chisme filiforme y tembloroso, veinte mur­ciélagos salieron de los rincones y se lanzaron en idas y venidas zumbantes, como salvas de abanico, por encima de mi aprensivo reposo.

El negrito, mi guía, volvía sobre sus pasos para ofre­cerme sus servicios íntimos y, como yo no estaba anima­do aquella noche, se ofreció, al instante, desilusionado, a presentarme a su hermana. Me habría gustado saber cómo habría podido encontrarla, a su hermana, en seme­jante noche.

El tam-tam de la aldea cercana te hacía saltar la pacien­cia, cortada en pedacitos menudos. Mil mosquitos dili­gentes tomaron sin tardar posesión de mis muslos y, aun así, no me atreví a volver a poner los pies en el suelo por los escorpiones y las serpientes venenosas, cuya abomi­nable caza suponía iniciada. Tenían para escoger, las ser­pientes, en materia de ratas, las oía roer, a las ratas, todo lo imaginable, en la pared, en el suelo, trémulas, en el techo.

Por fin, salió la luna y hubo un poco más de calma en la habitación. En resumen, en las colonias no se esta­ba bien.

De todos modos, llegó la mañana, una caldera. Fui presa, en cuerpo y espíritu, de unas ganas tremendas de volverme a Europa. Sólo me faltaba el dinero para largar­me. Con eso basta. Por otra parte, sólo me quedaba por pasar una semana en Fort-Gono antes de ir a incorporar­me a mi puesto, en Bikomimbo, de tan agradable des­cripción.

El edificio más grande de Fort-Gono, después del pa­lacio del gobernador, era el hospital. Me lo encontraba siempre por el camino; no hacía cien metros en la ciudad sin toparme con uno de sus pabellones, que apestaban desde lejos a ácido fénico. De vez en cuando me aventu­raba hasta los muelles de embarque para ver trabajar a mis anémicos colegas que la Compañía Porduriére se procuraba en Francia por patronatos enteros. Parecían ser presa de una prisa belicosa, al no cesar de descargar y recargar cargueros, unos tras otros. «¡Cuesta tanto la es­tancia de un carguero en el puerto!», repetían, sincera­mente preocupados, como si se tratara de su dinero.

Chinchaban a los descargadores negros con frenesí. Celosos cumplidores de su deber eran, sin lugar a dudas, e igual de cobardes y aviesos. Empleados modélicos, en una palabra, bien elegidos, de una inconsciencia y un en­tusiasmo asombrosos. Un hijo así le habría encantado te­ner a mi madre, devoto de los patronos, uno para ella sola, del que pudiera estar orgullosa delante de todo el mundo, hijo del todo legítimo.

Habían acudido al África tropical, aquellos pobres abortos, a ofrecerles su carne, a los patronos, su sangre, sus vidas, su juventud, mártires por veintidós francos al día (menos las deducciones), contentos, pese a todo con­tentos, hasta el último glóbulo rojo acechado por el diezmillonésimo mosquito.

La colonia los hace hincharse o adelgazar, a los empleadillos, pero los conserva; sólo existen dos caminos para cascar bajo el sol, el de la gordura o el de la delgadez. No hay otro. Se podría elegir, si no fuera porque de­pende de la naturaleza de cada cual, palmarla grueso o re­ducido a piel y huesos.

El director, allí arriba, en el acantilado rojo, que se agi­taba, diabólico, con su negra, bajo el techo de chapa de diez mil kilos de sol, no iba a escapar tampoco al plazo fijado. Era del tipo flaco. Tan sólo se debatía. Parecía do­minar el clima. ¡Pura apariencia! En realidad, se desmo­ronaba aún más que los otros.

Según decían, tenía un plan de estafa magnífico para hacer fortuna en dos años... Pero no iba a tener tiempo de realizar su plan, aun cuando se dedicara a defraudar a la Compañía noche y día. Veintidós directores habían in­tentado ya antes que él hacer fortuna, todos con su plan, como en la ruleta. Todo aquello lo sabían los accionistas, que lo espiaban desde allí, desde más arriba aún, desde la Rué Moncey de París, al director, y los hacía sonreír. Todo aquello era infantil. Lo sabían de sobra, los accio­nistas, también ellos, más bandidos que nadie, que estaba sifilítico su director y muy castigado por los trópicos y que tragaba quinina y bismuto como para reventarse los tímpanos y arsénico como para quedarse sin una encía.

En la contabilidad general de la Compañía, los días del director estaban contados, como los meses de un cerdo.

Mis colegas no intercambiaban la menor idea entre sí. Sólo fórmulas, fijas, fritas y refritas como cuscurros de pensamientos. «¡No hay que apurarse! -decían-. ¡Les va­mos a dar para el pelo!...» «¡El delegado general es un cornudo!...» «¡Con la piel de los negros hay que hacer petacas!», etc.

Por la noche, nos encontrábamos para el aperitivo, tras haber acabado las últimas faenas, con un agente auxiliar de la Administración, el Sr. Tandernot, así se llamaba, originario de La Rochelle. Si se juntaba con los comer­ciantes, Tandernot, era para que le pagaran el aperitivo.

No quedaba más remedio. Decadencia. No tenía un cén­timo. Su puesto era el más bajo posible de la jerarquía co­lonial. Su función consistía en dirigir la construcción de carreteras en plena selva. Los indígenas trabajaban en ellas bajo el látigo de sus milicianos, evidentemente. Pero como ningún blanco pasaba nunca por las carreteras nue­vas que hacía Tandernot y, por otra parte, los negros pre­ferían sus senderos de la selva para que los descubrieran lo menos posible, por miedo a los impuestos, y como, en el fondo, no llevaban a ninguna parte, las carreteras de la Administración, obra de Tandernot, pues... desaparecían muy rápido bajo la vegetación, en realidad de un mes para otro, para ser exactos.

«¡El año pasado perdí 122 kilómetros! -nos recordaba de buena gana aquel pionero fantástico a propósito de sus carreteras-. ¡Aunque no lo crean!...»

Sólo le conocí, durante mi estancia, una fanfarronada, humilde vanidad, a Tandernot, la de ser, él, el único euro­peo que podía pescar catarros en Bragamance con 44 gra­dos a la sombra... Aquella originalidad lo consolaba de muchas cosas... «¡Ya me he vuelto a constipar como un gilipollas! -anunciaba con bastante orgullo a la hora del aperitivo-. ¡Esto sólo me ocurre a mí!» Entonces los miembros de nuestra enclenque cuadrilla exclamaban: «¡Jolines! ¡Qué tío, este Tandernot!» Era mejor que nada, semejante satisfacción. Cualquier cosa, en materia de va­nidad, es mejor que nada.

Una de las otras distracciones del grupo de los modes­tos asalariados de la Compañía Porduriére consistía en organizar concursos de fiebre. No era difícil, pero nos pasábamos días desafiándonos, lo que servía para matar el tiempo. Al llegar el atardecer y con él la fiebre, casi siempre cotidiana, nos medíamos. «¡Toma ya! ¡Treinta y nueve!...» «Pero, bueno, ¿y qué? ¡Si yo llego a cuarenta como si nada!»

Por lo demás, aquellos resultados eran del todo exac­tos y regulares. A la luz de los fotóforos, nos comparába­mos los termómetros. El vencedor triunfaba temblando. «¡Transpiro tanto, que ya no puedo mear!», observaba fielmente el más demacrado de nosotros, un colega flaco, de Ariége, campeón de la febrilidad, que había ido allí, según me confió, para escapar del seminario, donde «no tenía bastante libertad». Pero el tiempo pasaba y ni unos ni otros de aquellos compañeros podían decirme a qué clase de original pertenecía exactamente el individuo al que yo iba a substituir en Bikomimbo.

«¡Es un tipo curioso!», me advertían y se acabó.

«Al llegar a la colonia -me aconsejaba el chaval de Ariége, el de la fiebre alta- ¡tienes que hacerte valer! ¡O todo o nada! ¡Serás para el director un tío cojonudo o una mierda de tío! Y, fíjate bien en lo que te digo: ¡te juz­gan en seguida!»

En lo que a mí respectaba, tenía mucho miedo de que me clasificaran entre los «mierda de tío» o peor aún.

Aquellos jóvenes negreros, mis amigos, me llevaron a visitar a otro colega de la Compañía Porduriére, que vale la pena recordar de modo especial en este relato. Regen­taba un establecimiento en el centro del barrio de los eu­ropeos y, enmohecido de fatiga, puro carcamal, churreto­so, temía a cualquier clase de luz por sus ojos, que dos años de cocción ininterrumpida bajo las chapas ondula­das habían dejado atrozmente secos. Necesitaba, según decía, una buena media hora por la mañana para abrirlos y otra media hora hasta poder ver un poquito con ellos. Todo rayo luminoso lo hería. Un topo enorme era y muy sarnoso.

Asfixiarse y sufrir habían llegado a ser para él como una segunda naturaleza y robar también. Habría queda­do bien desamparado, si hubiera recuperado de repente la salud y la honradez. Su odio hacia el delegado general me parece aún hoy, a tanta distancia, una de las pasiones más vivas que he tenido oportunidad de observar nunca en un hombre. Al acordarse de él, era presa de una rabia asombrosa, pese a sus dolores, y a la menor ocasión se ponía de lo más furioso, sin dejar de rascarse, por cierto, de arriba abajo.

No cesaba de rascarse por todo el cuerpo, giratoria­mente, por así decir, desde la extremidad de la columna vertebral al nacimiento del cuello. Se surcaba la epider­mis e incluso la dermis con rayas de uñas sangrantes, sin por ello dejar de despachar a los clientes, numerosos, ne­gros casi siempre, más o menos desnudos.

Con la mano libre, hurgaba entonces, solícito, en dife­rentes escondrijos y a derecha e izquierda en la tenebrosa tienda. Sacaba sin equivocarse nunca, con habilidad y presteza asombrosas, la cantidad exacta que necesitaba el parroquiano de tabaco en hojas hediondas, cerillas húme­das, latas de sardinas y grandes cucharadas de melaza, de cerveza superalcohólica en botellas trucadas, que dejaba caer bruscamente, si volvía a ser presa del frenesí de ras­carse, por ejemplo, en las profundidades del pantalón. Entonces hundía el brazo entero, que no tardaba en salir por la bragueta, siempre entreabierta por precaución.

Aquella enfermedad que le roía la piel la designaba con un nombre local, «corocoro». «¡Esta cabronada de "corocoro"!... Cuando pienso que ese cerdo del director no ha pescado aún el "corocoro" -decía enfurecido-. ¡Me duele aún más el vientre!... ¡Está inmunizado contra el "corocoro"!... Está demasiado podrido. No es un hom­bre, ese chulo, ¡es una infección!... ¡Una puta mierda!...»

Al instante toda la asamblea estallaba en carcajadas y los negros clientes también, por emulación. Nos espanta­ba un poco, aquel compañero. Aun así, tenía un amigo; era un pobre tipo asmático y canoso que conducía un ca­mión para la Compañía Porduriére. Siempre nos traía hielo, robado, evidentemente, por aquí, por allá, en los barcos del muelle.

Bebimos a su salud en la barra en medio de los clientes negros, que babeaban de envidia. Los clientes eran indí­genas bastante despiertos como para acercarse a noso­tros, los blancos; en una palabra, una selección. Los otros negros, menos avispados, preferían permanecer a distan­cia. El instinto. Pero los más espabilados, los más conta­minados, se convertían en dependientes de tiendas. En éstas se los reconocía porque ponían de vuelta y media a los otros negros. El colega del «corocoro» compraba caucho en bruto, que le traían de la selva, en sacos, en bolas húmedas.

Estando allí, sin cansarnos nunca de escucharlo, una familia de recogedores de caucho, tímida, se quedó para­da en el umbral. El padre delante de los demás, arrugado, con un pequeño taparrabos naranja y el largo machete en la mano.

No se atrevía a entrar, el salvaje. Sin embargo, uno de los dependientes indígenas lo invitaba: «¡Ven, moreno! ¡Ven a ver aquí! ¡Nosotros no comer salvajes!» Aquellas palabras acabaron decidiéndolos. Penetraron en aquel horno, en cuyo fondo echaba pestes nuestro hombre del «corocoro».

Al parecer, aquel negro nunca había visto una tienda, ni blancos tal vez. Una de sus mujeres lo seguía, con los ojos bajos, llevando a la cabeza, en equilibrio, el enorme cesto lleno de caucho en bruto.

Los dependientes se apoderaron, imperiosos, del cesto para pesar su contenido en la báscula. El salvaje com­prendía tan poco lo de la báscula como lo demás. La mu­jer seguía sin atreverse a alzar la vista. Los otros negros de la familia los esperaban fuera, con ojos como platos. Los hicieron entrar también, a todos, incluidos los niños, para que no se perdiesen nada del espectáculo.

Era la primera vez que acudían todos así, juntos, desde el bosque hasta la ciudad de los blancos. Debían de haber pasado mucho tiempo, unos y otros, para recoger todo aquel caucho. Conque, por fuerza, el resultado a todos interesaba. Tarda en rezumar, el caucho, en los cubiletes colgados del tronco de los árboles. Muchas veces un vasito no acaba de llenarse en dos meses.

Pesado el cesto, nuestro rascador se llevó al padre, ató­nito, tras su mostrador y con un lápiz le hizo su cuenta y después le puso en la palma de la mano unas monedas y se la cerró. Y luego: «¡Vete! -le dijo, como si nada-. ¡Ahí tienes tu cuenta!...»

Todos los amigos blancos se tronchaban de risa, ante lo bien que había dirigido su business. El negro seguía plantado y corrido ante el mostrador con su calzón na­ranja en torno al sexo.

«¿Tú no saber dinero? ¿Salvaje, entonces? -le gritó para despertarlo uno de nuestros dependientes, listillo habituado y bien adiestrado seguramente para aquellas transacciones perentorias-. Tú no hablar "fransé", ¿eh? Tú gorila aún, ¿eh?... Tú, ¿hablar qué? ¿Eh? ¿Kous-Kous? ¿Mabillia? ¿Tú tonto el culo? ¡Bushman! ¡Tonto lo' cojone'!»

Pero seguía delante de nosotros, el salvaje, con las mo­nedas dentro de la mano cerrada. Se habría largado co­rriendo, si se hubiera atrevido, pero no se atrevía.

«Tú, ¿comprar qué ahora con la pasta? -intervino oportuno, el "rascador"-. La verdad es que hacía mucho que no veía a uno tan gilipollas -tuvo a bien observar-. ¡Debe de venir de lejos éste! ¿Qué quieres? ¡Dame esa pasta!»

Le volvió a coger el dinero, imperioso, y en lugar de las monedas le arrebujó en la mano un gran pañuelo muy grande que había ido a sacar, raudo, de un escondrijo del mostrador.

El viejo negro no se decidía a marcharse con su pañue­lo. Entonces el «rascador» hizo algo mejor. Evidente­mente, conocía todos los trucos del comercio invasor. Agitando ante los ojos de uno de los negritos el gran pedazo verde de estameña: «¿No te parece bonito? ¿Eh, mocoso? ¿Nunca has visto pañuelos así? ¿Eh, monín? ¡Di, granujilla!» Y se lo anudó en torno al cuello, impe­rioso, para vestirlo.

La familia salvaje contemplaba ahora al pequeño ador­nado con aquella gran pieza de algodón verde... Ya no había nada que hacer, puesto que el pañuelo acababa de entrar en la familia. Sólo cabía aceptarlo, tomarlo y mar­charse.

Conque todos se pusieron a retroceder despacio, cru­zaron la puerta y, en el momento en que el padre se vol­vía, el último, para decir algo, el dependiente más espabi­lado, que llevaba zapatos, lo estimuló, al padre, con un patadón en pleno trasero.

Toda la pequeña tribu, reagrupada, silenciosa, al otro lado de la Avenue Faidherbe, bajo la magnolia, nos miró acabar nuestro aperitivo. Parecía que estuvieran intentan­do comprender lo que acababa de ocurrirles.

Era el hombre del «corocoro» quien nos invitaba. In­cluso nos puso su fonógrafo. Había de todo en su tienda. Me recordaba los convoyes de la guerra.


Conque al servicio de la Compañía Porduriére del Pe­queño Togo trabajaban, al mismo tiempo que yo, ya lo he dicho, en sus cobertizos y plantaciones, gran número de negros y pobres blancos de mi estilo. Los indígenas, por su parte, no funcionan sino a estacazos, conservan esa dignidad, mientras que los blancos, perfeccionados por la instrucción pública, andan solos.

La estaca acaba cansando a quien la maneja, mientras que la esperanza de llegar a ser poderoso y rico con que están atiborrados los blancos no cuesta nada, absoluta­mente nada. ¡Que no vengan a alabarnos el mérito de Egipto y de los tiranos tártaros! Estos aficionados anti­guos no eran sino unos maletas petulantes en el supremo arte de hacer rendir al animal vertical su mayor esfuerzo en el currelo. No sabían, aquellos primitivos, llamar «Se­ñor» al esclavo, ni hacerle votar de vez en cuando, ni pa­garle el jornal, ni, sobre todo, llevarlo a la guerra, para li­berarlo de sus pasiones. Un cristiano de veinte siglos, algo sabía yo al respecto, no puede contenerse cuando por delante de él acierta a pasar un regimiento. Le inspira demasiadas ideas.

Por eso, en lo que a mí respectaba, decidí andarme con mucho ojito y, además, aprender a callarme escrupulosa­mente, a ocultar mi deseo de largarme, a prosperar, por último, de ser posible y pese a todo, gracias a la Compa­ñía Porduriére. No había ni un minuto que perder.

A lo largo de los cobertizos, al ras de las orillas cena­gosas, pululaban, solapadas y permanentes, bandas de co­codrilos al acecho. Por ser del género metálico, gozaban con aquel calor hasta el delirio; los negros, también, al parecer.

En pleno mediodía, era como para preguntarse si era posible, toda la agitación de aquellas masas menesterosas a lo largo de los muelles, aquel alboroto de negros superexcitados y gaznápiros.

Para ejercitarme en la numeración de los sacos, antes de partir para la selva, tuve que entrenarme con la asfixia progresiva en el cobertizo central de la Compañía con los demás empleados, entre dos grandes básculas, encajona­das en medio de la multitud alcalina de negros harapien­tos, pustulosos y cantarines. Cada cual arrastraba tras sí su nubécula de polvo, que sacudía cadenciosamente. Los golpes sordos de los encargados del transporte se abatían sobre aquellas espaldas magníficas, sin provocar protes­tas ni quejas. Una pasividad de lelos. El dolor soportado con tanta sencillez como el tórrido aire de aquel horno polvoriento.

El director pasaba de vez en cuando, siempre agresivo, para asegurarse de que yo hacía progresos reales en la técnica de la numeración y del peso trucado.

Se abría paso hasta las básculas, por entre la marejada indígena, a estacazos. «Bardamu -me dijo, una mañana que estaba locuaz-, ve usted esos negros que nos rodean, ¿no?... Bueno, pues, cuando yo llegué al Pequeño Togo, pronto hará treinta años, ¡aún vivían sólo de la caza, la pesca y las matanzas entre tribus, los muy cochinos!... En mis comienzos de pequeño comerciante, los vi, como le digo, volver tras la victoria a su aldea, cargados con más de cien cestos de carne humana, chorreando sangre, ¡para darse una zampada!... ¿Me oye, Bardamu?... ¡Cho­rreando sangre! ¡La de sus enemigos! ¡Imagínese el banquete!... ¡Hoy ya no hay más victorias! ¡Estamos aquí nosotros! ¡Ni tribus! ¡Ni alboroto! ¡Ni faroladas! ¡Tan sólo mano de obra y cacahuetes! ¡A currelar! ¡Se acabó la caza! ¡Y los fusiles! ¡Cacahuetes y caucho!... ¡Para pagar el impuesto! ¡El impuesto para que nos traigan más cau­cho y cacahuetes! ¡Así es la vida, Bardamu! ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes y caucho!... Y, además... ¡Hombre! Precisa­mente ahí viene el general Tombat.»


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