Viaje al fin de



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La mía estaba precisamente perfilándomela bien, con facturas que no lograba pagar, poco elevadas, sin embar­go, el alquiler imposible, el abrigo demasiado fino para la temporada y el frutero que se reía por la comisura de los labios al verme contar el dinero, vacilar ante el queso, en­rojecer en el momento en que las uvas empezaban a cos­tar caras. Y también por los enfermos, que nunca estaban contentos. Tampoco el golpe de la muerte de Bébert me había beneficiado, en el barrio. Sin embargo, la tía no es­taba resentida conmigo. No se podía decir que se hubiera portado mal, la tía, en aquella circunstancia, no. Más bien por el lado de los Henrouille, en su hotelito, empecé a cosechar de repente la tira de problemas y a concebir te­mores.

Un día, la vieja Henrouille, sin más ni más, salió de su cuarto, dejó a su hijo, a su nuera, y se decidió a venir ella sola a visitarme. No era mala idea. Y después volvió a menudo para preguntarme si de verdad creía yo que esta­ba loca. Era como una distracción para aquella vieja, ve­nir a propósito a preguntarme eso. Me esperaba en el cuarto que me servía de sala de espera. Tres sillas y un ve­lador.

Y cuando volví a casa aquella noche, me la encontré en la sala de espera consolando a la tía de Bébert, contándo­le todo lo que había perdido ella, la vieja Henrouille, en punto a parientes por el camino, antes de llegar a su edad, sobrinas por docenas, tíos por aquí, por allá, un padre muy lejos, allí, a mitad del siglo pasado, y más tías y, ade­más, sus propias hijas, desaparecidas, ésas, casi por todas partes, que ya no sabía muy bien ni dónde ni cómo, tan desdibujadas, tan vagarosas, sus propias hijas, que casi se veía obligada a imaginarlas ahora y con mucho esfuerzo aún, cuando quería hablar de ellas a los demás. Ya no eran del todo recuerdos siquiera, sus propios hijos. Arrastraba toda una tribu de defunciones antiguas y humildes en torno a sus viejos flancos, sombras mudas desde hacía mucho, penas imperceptibles que, de todos modos, intentaba aún remover un poco, con mucha dificultad, para consuelo, cuando yo llegué, de la tía de Be­bert.

Y después vino a verme Robinson, a su vez. Le presen­té a todos. Amigos.

Fue incluso aquel día, lo recordé más adelante, cuando adquirió la costumbre Robinson de encontrarse en mi sala de espera con la vieja Henrouille. Se hablaban. El día siguiente era el entierro de Bébert. «¿Irá usted? -pregun­taba la tía a todos los que encontraba-. Me alegraría mu­cho que fuera usted...»

«Ya lo creo que iré -respondió la vieja-. Da gusto en esos momentos tener gente, alrededor.» Ya no se la podía retener en su cuchitril. Se había vuelto una pindonga.

«¡Ah, entonces muy bien, si viene usted! -le daba las gracias la tía-. Y usted, señor, ¿vendrá también?», pre­guntó a Robinson.

«A mí los entierros me dan miedo, señora, no me lo tome en cuenta», respondió él para escabullirse.

Y después cada uno de ellos habló aún lo suyo, sólo de sus asuntos, casi con violencia, incluso la muy vieja Hen­rouille, que se metió en la conversación. Demasiado alto hablaban todos, como en el manicomio.

Entonces fui a buscar a la vieja para llevarla al cuarto contiguo, donde pasaba consulta.

No tenía gran cosa que decirle. Era ella más bien la que me preguntaba cosas. Le prometí que no insistiría con lo del certificado. Volvimos a la otra habitación a sentarnos con Robinson y la tía y discutimos todos du­rante una buena hora el infortunado caso de Bébert. Todo el mundo era de la misma opinión, no había duda, en el barrio: que si yo me había esforzado por salvar al pequeño Bébert, que si sólo era una fatalidad, que si me había portado bien, en una palabra, lo que era casi una sorpresa para todo el mundo. La vieja Henrouille, cuan­do le dijeron la edad del niño, siete años, pareció sentirse mejor y como tranquilizada. La muerte de un niño tan pequeño le parecía sólo un auténtico accidente, no una muerte normal y que pudiera hacerla reflexionar, a ella.

Robinson se puso a contarnos una vez más que los áci­dos le quemaban el estómago y los pulmones, lo asfixia­ban y le hacían escupir muy negro. Pero la vieja Henrouille, por su parte, no escupía, no trabajaba en los ácidos, conque lo que Robinson contaba sobre ese tema no podía interesarle. Había venido sólo para saber bien a qué atenerse respecto a mí. Me miraba por el rabillo del ojo, mientras yo hablaba, con sus pequeñas pupilas ágiles y azuladas y Robinson no perdía ripio de toda aquella in­quietud latente entre nosotros. Estaba obscura mi sala de espera, la alta casa de la otra acera palidecía enteramente antes de ceder ante la noche. Después, sólo se oyeron nuestras voces y todo lo que siempre parecen ir a decir, las voces, y nunca dicen.

Cuando me quedé solo con él, intenté hacerle com­prender que no quería volver a verlo en absoluto, a Ro­binson, pero, aun así, volvió hacia fines de mes y después casi todas las tardes. Es cierto que no se encontraba nada bien del pecho.

«El Sr. Robinson ha vuelto a preguntar por usted... -me recordaba mi portera, que se interesaba por él-. No saldrá de ésta, ¿verdad?... -añadía-. Seguía tosiendo, cuando ha venido...» Sabía muy bien que me irritaba que me hablara de eso.

Es cierto que tosía. «No hay manera -predecía él mis­mo-, no voy a levantar cabeza nunca...»

«¡Espera al verano próximo! ¡Un poco de paciencia! Ya verás... Se irá solo...»

En fin, lo que se dice en esos casos. Yo no podía curar­lo, mientras trabajara con los ácidos... Aun así, intentaba reanimarlo.

«¿Que me voy a curar solo? -respondía-. ¡Me tienes contento!... Como si fuera fácil respirar como yo respi­ro... A ti me gustaría verte con algo así en el pecho... Te desinflas con una cosa como la que yo tengo en el pe­cho... Conque ya lo sabes...»

«Estás deprimido, estás pasando por un mal momento, pero cuando te encuentres mejor... Aunque sólo sea un poco, verás...»

«¿Un poco mejor? ¡Al hoyo voy a ir un poco mejor! ¡Mejor me habría ido, sobre todo, quedándome en la guerra! ¡Eso desde luego! A ti sí que te va bien, desde que has vuelto... ¡No puedes quejarte!»

Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a to­das sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de su pre­sente trabajándose en lo más hondo de su interior con mierda. Justos y cobardes son, en lo más hondo. Es su naturaleza.

Yo ya no le respondía nada. Conque se cabreaba con­migo.

«¡Ya ves que tú también eres de la misma opinión!»

Para estar tranquilo, iba a buscarle un jarabe contra la tos. Es que sus vecinos se quejaban de que no paraba de toser y no podían dormir. Mientras le llenaba la botella, se preguntaba aún dónde había podido pescarla, aquella tos invencible. Me pedía también que le pusiera inyeccio­nes: con sales de oro.

«Si la palmo con las inyecciones, pues mira, ¡no habré perdido nada!»

Pero yo me negaba, por supuesto, a emprender una te­rapéutica heroica cualquiera. Quería, ante todo, que se fuese.

Yo había perdido los ánimos sólo de verlo andar por la casa. Esfuerzos indecibles me costaba ya no abandonar­me a mi propia miseria, no ceder al deseo de cerrar la puerta una vez por todas y veinte veces al día me repetía:

«¿Para qué?» Conque escuchar encima sus jeremiadas era demasiado, la verdad.

«¡No tienes valor, Robinson! -acababa diciéndole-. Deberías casarte, tal vez recuperarías el gusto por la vida...»

Si hubiera tomado esposa, me habría dejado en paz un poco. Al oír eso, se iba muy ofendido. No le gustaban mis consejos, sobre todo ésos. Ni siquiera me respondía sobre esa cuestión del matrimonio. Era, también es ver­dad, un consejo muy tonto, el que yo le daba.

Un domingo, en que yo no estaba de servicio, salimos juntos. En la esquina del Boulevard Magnanime, fuimos a la terraza a tomar un casis y un refresco. No hablába­mos demasiado, ya no teníamos gran cosa que decirnos. En primer lugar, ¿de qué sirven las palabras, cuando ya sabes a qué atenerte? Para reñir y se acabó. No pasan muchos autobuses los domingos. Desde la terraza es casi un placer ver el bulevar tan limpio, tan descansado tam­bién, delante. Oíamos el gramófono de la tasca detrás.

«¿Oyes? -va y me dice Robinson-. Toca canciones de América, ese gramófono; las reconozco, esas canciones, son las mismas que oíamos en Detroit, en casa de Molly...»

Durante los dos años que había pasado allí, no se había enterado apenas de la vida de los americanos; ahora, que le había gustado, de todos modos, su música, con la que intentan evadirse, también ellos, de su terrible rutina y del pesar aplastante de hacer todos los días la misma cosa y gracias a la cual se contonean con la vida, que no tiene sentido, un poco, mientras suena. Osos, aquí, allá.

No se acababa su bebida, de tanto pensar en todo aquello. Un poco de polvo se elevaba por todos lados. En torno a los plátanos, corretean los niños, embadurnados y ventrudos, atraídos, también ellos, por el disco. Nadie se resiste, en el fondo, a la música. No tiene uno nada que hacer con su corazón, lo entrega con gusto. Hay que oír en el fondo de todas las músicas la tonada sin notas, compuesta para nosotros, la melodía de la Muerte.

Algunas tiendas abren también el domingo por cabezonería: la vendedora de zapatillas sale y pasea, parlo­teando, de un escaparate vecino a otro, sus kilos de vari­ces en las piernas.

En el quiosco, los periódicos de la mañana cuelgan de­formados y un poco amarillos ya, formidable alcachofa de noticias ya casi rancia. Un perro se mea, rápido, enci­ma; la vendedora dormita.

Un autobús vacío corre hacia su cochera. Las ideas también acaban teniendo su domingo, te sientes mas afortunado aún que de costumbre. Estás ahí, vacío. Dan ganas de charlar. Estás contento. No tienes nada de que hablar, porque en el fondo no te sucede nada, eres dema­siado pobre. ¿Habrás asqueado a la existencia? Sería normal.

«¿No se te ocurre algo, a ti, que pudiera yo hacer, para dejar mi oficio, que me está matando?»

Salía de su reflexión.

«Me gustaría dejarlo, ¿comprendes? Estoy harto de matarme a currelar como un mulo... Quiero ir a pasear­me, yo también... ¿No conocerás a alguien que necesite a un chófer, por casualidad?... Conoces la tira de gente, tú.»

Eran ideas de domingo, ideas de caballero, las que se le ocurrían. Yo no me atrevía a disuadirlo, a insinuarle que con una cara de asesino boqueras como la suya nadie le confiaría nunca su automóvil, que siempre conservaría su pinta extraña, con o sin librea.

«La verdad es que no me das muchos ánimos. Enton­ces, según tú, ¿no voy a librarme nunca?... O sea, ¿que no vale la pena siquiera que lo intente?... En América no corría demasiado, me decías... En África, el calor me ma­taba... Aquí, no soy bastante inteligente... El caso es que en todas partes algo me sobra o me falta... Pero todo eso, ya lo veo, ¡son cuentos! ¡Ah, si tuviera pasta!... Todo el mundo me consideraría muy simpático aquí... allá... Y en todas partes... En América incluso... ¿Acaso no es verdad lo que digo? ¿Y tú?... Lo que nos haría falta es ser pro­pietarios de una casita de pisos con seis inquilinos que pagaran puntuales...»

«Eso sí que es verdad», respondí.

No salía de su asombro por haber llegado a esa impor­tante conclusión él solo. Conque me echó una mirada rara, como si de repente descubriera en mí un aspecto in­sólito de desgraciado.

«La verdad es que tú, cuando lo pienso, eres capitán general. Vendes tus trolas a los que están cascando y todo lo demás te la trae floja... Nadie te controla, nada... Lle­gas y te marchas cuando quieres; en una palabra, tienes libertad... Pareces amable, pero, ¡menudo cabrón estás hecho tú, en el fondo!...»

«¡Eres injusto, Robinson!»

«Oye, búscame algo, ¡anda!»

Estaba decidido a dejar para otros su trabajo con los ácidos...

Nos marchamos por las callejuelas laterales. Al atar­decer, aún se podría pensar que es un pueblo Rancy. Las puertas de los huertos están entornadas. El gran pa­tio está vacío. La casita del perro, también. Una tarde, como ésta, hace ya mucho, los campesinos se marcharon de su casa, expulsados por la ciudad, que salía de París. Ya sólo quedan uno o dos comercios de aquellos tiem­pos, invendibles y enmohecidos e invadidos ya por las glicinas fláccidas, que cuelgan por las paredes, carmesíes de tanto anuncio pegado. La rastra colgada entre dos ca­nalones ya no puede herrumbrarse más. Es un pasado que ya nadie toca. Se va sólito. Los inquilinos de ahora están demasiado cansados por la tarde como para ponerse a arreglar nada delante de sus casas, cuando regresan. Se limitan a ir con sus mujeres a apretujarse en las tascas que quedan y beber. El techo muestra las marcas del humo de los quinqués colgantes de entonces. Todo el ba­rrio temblequea sin quejarse con el continuo runrún de la nueva fábrica. Las tejas musgosas caen rodando sobre los salientes adoquines, como sólo existen ya en Versalles y en las prisiones venerables.

Robinson me acompañó hasta el parquecillo munici­pal, totalmente rodeado de almacenes, adonde van a olvi­darse sobre los céspedes tiñosos todos los abandonados de los alrededores, entre la bolera para los viejos cho­chos, la Venus raquítica y el montículo de arena para ju­gar a hacer pis. Y nos pusimos a hablar otra vez de esto y lo otro.

«Mira, lo que siento es no poder soportar la bebida. -Su obsesión-. Cuando bebo, me da un dolor de estóma­go, que es que me muero. ¡Peor aún! -Y me demostraba al instante, con una serie de eructos, que ni siquiera había soportado bien la bebida de aquella misma tarde-. ¿Ves? Así.»

Delante de su portal, se despidió de mí. «El Castillo de las Corrientes de Aire», como él decía. Desapareció. Yo creía que no iba a volver a verlo por un tiempo.

Mis negocios parecieron recuperarse un poco y justo aquella misma noche.

Simplemente, de la casa donde estaba la comisaría me llegaron dos llamadas urgentes. El domingo por la noche todos los suspiros, las emociones, las impaciencias se des­madran. El amor propio está de vacaciones y además achispado. Tras una jornada entera de libertad alcohólica, los esclavos, mira por dónde, se estremecen un poco, cuesta trabajo hacerlos comportarse, resoplan, bufan y hacen sonar sus cadenas.

Tan sólo en la casa en la que estaba la comisaría, se desarrollaban dos dramas a la vez. En el primero agonizaba un canceroso, mientras que en el tercero había un aborto y la comadrona no conseguía ventilarlo. Daba, aquella matrona, consejos absurdos a todo el mundo, al tiempo que enjuagaba toallas y más toallas. Y después, entre dos inyecciones, se escapaba para ir a pinchar al canceroso de abajo, a diez francos la ampolla de aceite de alcanfor; baratito, ¿no? Para ella la jornada no tenía desperdicio.

Todas las familias de aquella casa habían pasado el do­mingo en camisón y en mangas de camisa haciendo fren­te a los acontecimientos y bien reforzadas, las familias, por alimentos salpimentados. Apestaba a ajo y a olores aún más sabrosos por los pasillos y la escalera. Los pe­rros se divertían haciendo cabriolas hasta el sexto. La portera quería enterarse de todo. Te la encontrabas por todos lados. Sólo bebía blanco, ésa, porque el tinto pro­longa la regla.

La comadrona, enorme y con bata, ponía en escena los dos dramas, en el primero, en el tercero, saltarina, trans­pirante, arrebatada y vindicativa. Mi llegada la irritó. Ella que tenía a su público bien cogido, la diva.

En vano me las ingenié para tratarla con tino, para ha­cerme notar lo menos posible, considerar todo bien (cuando, en realidad, no había hecho, en su misión, sino abominables torpezas); mi llegada, mis palabras, la ho­rrorizaban. No había nada que hacer. Una comadrona vi­gilada es tan amable como un panadizo. Ya no sabes dón­de ponerla para que te perjudique lo menos posible. Las familias desbordaban por el piso, desde la cocina hasta los primeros peldaños, mezclándose con los otros parien­tes de la casa. ¡Y menudo si había parientes! Gordos y flacos aglomerados en racimos somnolientos bajo las lu­ces de los quinqués colgantes. Pasaba el tiempo y llega­ban más, de provincias, donde la gente se acuesta antes que en París. Esos ya estaban hartos. Todo lo que yo les contaba, a aquellos parientes del drama de abajo como a los del de arriba, se lo tomaban a mal.

La agonía del primer piso duró poco. Tanto mejor y tanto peor. En el preciso momento en que le subía el últi­mo suspiro, su médico de cabecera, el doctor Omanon, subió, mira por dónde, como si tal cosa, para ver si había muerto, su cliente, y me echó una bronca él también, o casi, porque me encontró a su cabecera. Entonces le ex­pliqué, a Omanon, que estaba de servicio municipal del domingo y que mi presencia era muy natural y volví a subir al tercero con mucha dignidad.

La mujer de arriba seguía sangrando por el chichi. Poco le faltaba para ponerse a morir también sin tardan­za. Un minuto para ponerle una inyección y ahí me te­níais otra vez, abajo, junto al tipo de Omanon. Todo ha­bía terminado. Omanon acababa de marcharse. Pero, de todos modos, se había quedado con mis veinte francos, el muy cabrón. Un fracaso. Conque no quise perderme el sitio que había conseguido en la casa del aborto. Así es que subí a escape.

Ante la vulva sangrante, expliqué más cosas aún a la familia. La comadrona, evidentemente, no opinaba como yo. Parecía casi que se ganara su parné contradiciéndome. Pero yo estaba allí, mala suerte, ¡allá películas si le gustaba o no! ¡Se acabaron las fantasías! ¡Me iba a ganar por lo menos cien pavos, si sabía montármelo y persistir! Calma de nuevo y ciencia, ¡qué leche! Resistir los asaltos en forma de comentarios y preguntas llenas de vino blan­co que se cruzan implacables por encima de tu cabeza inocente es un currelo que para qué, nada cómodo. La fa­milia decía lo que pensaba entre suspiros y eructos. La comadrona esperaba, por su parte, que yo metiera la pata bien, que me largase y le dejase los cien francos. Pero, ¡ya podía esperar sentada, la comadrona! Y mi alquiler, ¿qué? ¿Quién lo pagaría? Aquel parto iba de culo desde por la mañana, ya lo creo. Sangraba de lo lindo, ya lo creo también, pero no salía, ¡y había que saber aguantar!

Ahora que el otro canceroso había muerto abajo, su público de agonía subía, furtivo, aquí. Puestos a pasar la noche en blanco, hecho ya el sacrificio, había que apro­vechar para no perderse ninguna de las distracciones de los alrededores. La familia de abajo vino a ver si la cosa iba a terminar allí tan mal como en su casa. Dos muertos en la misma noche, en la misma casa, ¡iba a ser una emo­ción para toda la vida! ¡Ni más ni menos! Se oía, por los cascabeles, a los perros de todo el mundo saltando y haciendo cabriolas por las escaleras. Subían también, ésos. Gente venida de lejos entraba, con lo que ya no se cabía, susurrando. Las jovencitas aprendían de repente «las cosas de la vida», como dicen las madres; ponían, tiernas, cara de enteradas ante la desgracia. El instinto fe­menino de consolar. Un primo, que las espiaba desde por la mañana, estaba muy sorprendido. Ya no las dejaba ni a sol ni a sombra. Era una revelación en su fatiga. Todo el mundo estaba descamisado. Se casaría con una de ellas, el primo, pero le habría gustado verles las piernas tam­bién, ya que estaba, para poder elegir mejor.

Aquella expulsión de feto no avanzaba, el conducto debía de estar seco, no se deslizaba, sólo seguía sangran­do. Iba a ser su sexto hijo. ¿Dónde estaba el marido? Lo mandé llamar.

Había que encontrar al marido para poder enviar a su mujer al hospital. Una parienta me lo había propuesto, que la enviara al hospital. Una madre de familia que quería irse a acostar, qué caramba, por los niños. Pero, cuando se habló del hospital, ya no se ponían de acuerdo. A unos les parecía bien lo del hospital, otros se mostra­ban absolutamente contrarios, por las conveniencias. No querían ni siquiera oír hablar de eso. Incluso se dijeron al respecto palabras duras, entre parientes, que no olvidarían nunca. Pasaron a la familia. La comadrona despre­ciaba a todo el mundo. Pero era al marido a quien yo, por mi parte, quería encontrar para poder consultarlo, para que nos decidiéramos, por fin, en un sentido o en otro. Entonces va y sale de entre un grupo, más indeciso aún que todos los demás, el marido. Y, sin embargo, era él quien tenía que decidir. ¿El hospital? ¿O no? ¿Qué quería? No sabía. Quería mirar. Conque fue y miró. Le destapé el agujero de su mujer, de donde chorreaban coá­gulos y después gluglús y luego toda su mujer entera, que mirara. Su mujer, que gemía como un perro enorme al que hubiera pillado un auto. No sabía, en una palabra, lo que quería. Le pasaron un vaso de blanco para darle fuerzas. Se sentó.

Aun así, no se le ocurría nada. Era un hombre, aquel, que trabajaba con ganas durante el día. Todo el mundo lo conocía bien en el mercado y en la estación sobre to­do, donde cargaba sacos de los hortelanos, y no peque­ños, grandes y pesados, desde hacía quince años. Era famoso. Llevaba pantalones anchos, vagarosos, y la cha­queta también. No los perdía, pero no parecían impor­tarle demasiado, la chaqueta y los pantalones. Sólo la tie­rra y seguir derecho en pie sobre ella parecía importarle, con los dos pies separados, como si se fuera a poner a temblar, la tierra, de un momento a otro, debajo. Pierre se llamaba.

Esperamos. «¿Qué te parece, Pierre?», le preguntaron por turnos todos. Se rascó y después fue a sentarse, aquel Pierre, a la cabecera de su mujer, como si le costara reco­nocerla, ella que no paraba de traer al mundo dolores, y después lloró, algo así como una lágrima, Pierre, y des­pués se volvió a levantar. Entonces volvieron a hacerle la misma pregunta. Fui preparando un volante para ingreso en el hospital. «¡Vamos, piensa, Pierre!», le pedía todo el mundo. Lo intentaba, desde luego, pero hacía señas de que no le venía. Se levantó y fue a vacilar hacia la cocina llevándose el vaso. ¿Para qué esperarlo? Habría podido durar el resto de la noche, su vacilación de marido, todo el mundo lo comprendía perfectamente. Mejor irse a otra parte.

Cien francos perdidos para mí, ¡y se acabó! Pero, de todos modos, con aquella comadrona habría tenido pro­blemas... Estaba visto. Y, además, ¡que no me iba a meter en maniobras operatorias delante de todo el mundo, con lo cansado que estaba! «¡Mala suerte! -me dije-. ¡Vámo­nos! Otra vez será... ¡Resignación! ¡Dejemos a la puta de la naturaleza en paz!»

Apenas había llegado al descansillo, cuando ya me buscaban todos y el marido perdiendo el culo tras mí.

«¡Eh, doctor! -fue y me gritó-. ¡No se vaya!»

«¿Qué quiere usted que haga?», le respondí.

«¡Espere! ¡Lo acompaño, doctor!... ¡Por favor, señor doctor!...»

«De acuerdo», le dije y entonces le dejé acompañarme hasta abajo. Y fuimos y bajamos. Al pasar por el prime­ro, entré, de todos modos, a decir adiós a la familia del muerto canceroso. El marido entró conmigo en la habita­ción, volvimos a salir. En la calle, caminaba a mi paso. Fuera hacía un frío que pelaba. Encontramos un perrito que se entrenaba a responder a los otros de la zona con largos aullidos. Y menudo si era cabezón y lastimero. Ya sabía ladrar con ganas. Pronto sería un perro de verdad.

«Hombre, pero si es "Yema de huevo" -observó el marido; muy contento de reconocerlo y cambiar de con­versación-. Lo criaron con biberón las hijas del lavandero de la Rué des Gonesses, este jodio, siempre salido... ¿Las conoce usted, a las hijas del lavandero?»

«Sí», respondí.

Sin dejar de caminar, se puso a contarme, entonces, las formas que había de criar a los perros con leche sin que saliera demasiado caro. De todos modos, seguía, detrás de aquellas palabras, buscando una idea en relación con lo de su mujer.

Había una tasca abierta cerca del portal.

«¿Entra usted, doctor? Le invito a un café...»

No iba yo a despreciárselo. «¡Entremos! -dije-. Dos con leche.» Y aproveché para hablarle otra vez de su mu­jer. Eso le ponía muy serio, que le hablara de ella, pero yo seguía sin conseguir que se decidiera. Sobre la barra sobre­salía un ramo de flores. Por el santo del dueño de la tasca, Martrodin. «¡Un regalo de los chavales!», nos anunció en persona. Conque tomamos un vermut con él, para no des­preciárselo. Por encima de la barra se veía aún el texto de la ley sobre la embriaguez y un certificado de estudios en­marcado. De repente, al ver aquello, el marido se empeñó en que Martrodin le recitara los nombres de todas las subprefecturas de Loiret-Cher, porque él se los había aprendi­do y aún se los sabía. Después, se empeñó en que el nom­bre que figuraba en el certificado no era el del dueño de la tasca y entonces se enfadaron y volvió a sentarse a mi lado, el marido. La duda se apoderó de él por entero. Tanto le preocupaba, que ni siquiera me vio marchar...


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