Viaje al fin de



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Nunca volví a verlo, al marido. Nunca. Me sentía muy decepcionado por todo lo que había sucedido aquel do­mingo y, además, muy fatigado.

En la calle, apenas había hecho cien metros, cuando me vi a Robinson, que venía hacia mí, cargado con toda clase de tablas, pequeñas y grandes. A pesar de la obscu­ridad, lo reconocí. Muy molesto por haberme encontra­do, se escabullía, pero lo detuve.

«Conque, ¿no has ido a acostarte?», le dije.

«¡Un momento!... -me respondió-. ¡Vuelvo de las obras!»

«¿Qué vas a hacer con toda esa madera? ¿Obras tam­bién?... ¿Un ataúd?... ¿Las has robado al menos?...»

«No, una conejera...»

«¿Crías conejos ahora?»

«No, es para los Henrouille...»

«¿Los Henrouille? ¿Tienen conejos?»

«Sí, tres, que van a poner en el patio, ya sabes, donde vive la vieja...»

«Pues, ¡vaya unas horas de hacer conejeras!...»

«Es una idea de su mujer...»

«Pues, ¡menuda idea!... ¿Qué quiere hacer con los co­nejos? ¿Venderlos? ¿Sombreros de copa?...»

«Mira, eso se lo preguntas, cuando la veas; a mí con que me dé los cien francos...»

Aquella idea me parecía muy rara, la verdad, así, de noche. Insistí.

Entonces cambió de conversación.

«Pero, ¿cómo es que has ido a su casa? -volví a pre­guntarle-. Tú no los conocías, a los Henrouille.»

«Me llevó la vieja a su casa, el día que la conocí en tu consulta... Es una charlatana, esa vieja, cuando se pone... No te puedes hacer idea... No hay quien la haga callar... Conque se hizo como amiga mía y después ellos tam­bién... Hay gente que me aprecia, ¡para que veas!...»

«Nunca me habías contado nada de eso a mí... Pero, ya que vas a su casa, debes de saber si la van a mandar inter­nar, a la vieja.»

«No, por lo que me han dicho, no han podido...»

Aquella conversación no le hacía ninguna gracia, lo notaba, yo, no sabía cómo librarse de mí. Pero cuanto más se escabullía más me empeñaba yo en enterarme...

«La verdad es que la vida es dura, ¿no te parece? Hay que recurrir a unas cosas, ¿eh?», repetía con vaguedad. Pero yo volvía al tema. Estaba decidido a no dejarle escu­rrir el bulto...

«Dicen que tienen más dinero de lo que parece, los Henrouille. ¿Qué piensas tú, ahora que vas a su casa?»

«Sí, es muy posible que tengan, pero, de todos modos, ¡les encantaría deshacerse de la vieja!»

El disimulo no había sido nunca su fuerte.

«Es que como la vida, verdad, está cada día más cara, les gustaría deshacerse de ella. Me dijeron que tú no que­rías certificar que estaba loca... ¿Es verdad?»

Y, sin esperar a mi respuesta, me preguntó con mucho interés hacia dónde me dirigía.

«¿Y tú? ¿Vuelves de una visita?»

Le conté un poco mi aventura con el marido que aca­baba de perder por el camino. Eso le hizo reír con ganas; sólo, que al mismo tiempo le hizo toser.

Se encogía tanto, en la obscuridad, para toser, que casi no lo veía yo, aun tan cerca; las manos, sólo, le veía un poco, que se juntaban despacio como una gran flor pálida delante de la boca y temblando en la obscuridad. No ce­saba nunca. «¡Son las corrientes de aire!», dijo, por fin, al acabar de toser, cuando llegábamos ante su casa.

«Eso sí, ¡menudo si hay corrientes de aire en mi casa! ¡Y pulgas también! ¿Tienes tú también pulgas en tu casa?...»

Tenía, en efecto. «Pues, claro -le respondí-. Las cojo en casa de los enfermos.»

«¿No te parece que huele a meado en las casas de los enfermos?», me preguntó entonces.

«Sí y a sudor también...»

«De todos modos -dijo despacio, tras haberlo pensa­do-, me habría gustado mucho, a mí, ser enfermero.»

«¿Por qué?»

«Porque, digan lo que digan, los hombres, verdad, cuando están sanos, dan miedo... Sobre todo desde la guerra... Yo sé en qué piensan... No siempre se dan cuenta de ello... Pero yo sé ahora en qué piensan... Cuando están de pie, piensan en matarte... Mientras que, digan lo que digan, cuando están en­fermos no dan tanto miedo... Ya te digo, puedes esperarte cualquier cosa, cuando están de pie. ¿No es verdad?»

«¡Ya lo creo que es verdad!», no me quedó más reme­dio que decir.

«¿Y tú? ¿No fue por eso también por lo que te hiciste médico?», me preguntó, además.

Después de pensarlo, me di cuenta de que tal vez tu­viera razón Robinson. Pero en seguida le dieron nuevos ataques de tos.

«Tienes los pies mojados, vas a coger una pleuresía, andando por ahí de noche... Anda, vete a casa -le aconse­jé-. Ve a acostarte...»

De tanto toser, se ponía nervioso.

«La vieja Henrouille, ¡a ésa sí que le van a dar para el pelo!», fue y me dijo, tosiendo y riendo, al oído.

«¿Cómo así?»

«¡Ya verás!...», fue y me dijo.

«¿Qué están tramando?»

«No te puedo decir nada más... Ya verás...»

«Venga, cuéntame, Robinson, no seas desgraciado, ya sabes que yo no repito nada a nadie...»

Ahora, de repente, sentía deseos de contármelo todo, tal vez para demostrarme al mismo tiempo que no había que considerarlo tan resignado y rajado como parecía.

«¡Anda! -lo insté en voz muy baja-. Sabes de sobra que yo no hablo nunca...»

Era la excusa que necesitaba para confesarse.

«Eso no se puede negar, sabes callarte», reconoció. Y entonces fue y se puso en serio a cantar de plano...

Estábamos solos, a aquella hora, en el Boulevard Contumance.

«¿Recuerdas -comenzó-, la historia de los vendedores de zanahorias?»

Al principio, yo no recordaba aquella historia.

«¡Que sí, hombre! -insistió-. ¡Si me la contaste tú mismo!...»

«¡Ah, sí!...» Y de repente la recordé con claridad.

«¿El ferroviario de la Rué des Brumaires?... ¿El que recibió un petardo en los testículos, al ir a robar los co­nejos?...»

«Sí, en la frutería del Quai d'Argenteuil...»

«¡Es cierto!... Ahora caigo -dije-. ¿Y qué?» Porque aún no veía yo qué tenía que ver aquella historia con el caso de la vieja Henrouille.

No tardó en concretar.

«¿Es que no comprendes?»

«No», dije... Pero después no quise comprender más.

«Pues, ¡anda que no tardas tú ni nada!...»

«Es que me parece que vas por mal camino, pero que muy malo... -No pude por menos de observar-. ¿No iréis a asesinar a la vieja Henrouille ahora para complacer a la nuera?»

«Mira, yo me limito a hacer la conejera que me han pe­dido... Del petardo serán ellos quienes se ocupen... si quieren...»

«¿Cuánto te han dado por eso?»

«Cien francos por la madera más doscientos cincuenta francos por el trabajo y luego mil francos más por el asunto simplemente... Y como comprenderás... Esto es sólo el comienzo... Es una historia que, bien contada, ¡es como una renta!... Eh, chaval, ¿te das cuenta?...»

Me daba cuenta, en efecto, y no me sorprendía dema­siado. Me entristecía y se acabó, un poco más. Todo lo que se dice para disuadir a la gente en esos casos es insig­nificante siempre. ¿Acaso la vida es considerada con ellos? ¿De quién o de qué van a tener piedad, entonces? ¿Para qué? ¿De los demás? ¿Se ha visto alguna vez a al­guien bajar al infierno a substituir a otro? Nunca. Se ve enviar a otros a él. Y se acabó.

La vocación de asesino que de repente se había apode­rado de Robinson me parecía, en resumidas cuentas, como una especie de progreso más bien frente a lo que había observado hasta entonces en la otra gente, siempre dividida entre el odio y el cariño, siempre aburrida por la imprecisión de sus tendencias. Desde luego, por haber seguido en la noche a Robinson hasta donde habíamos llegado, yo había aprendido cosas, la verdad.

Pero había un peligro: la Ley. «Es peligrosa -observé-la Ley. Si te cogen, con tu salud, vas dado... No saldrás de la cárcel... ¡No resistirás!...»

«Mala suerte, entonces -me respondió-. Estoy dema­siado harto de la vida normal, de todo el mundo... Eres viejo, esperas aún tu ocasión de divertirte y cuando lle­ga... después de mucha paciencia, si llega... estás muerto y enterrado desde hace mucho... Son para los inocentes, los oficios honrados, como se suele decir... Además, tú lo sa­bes tan bien como yo...»

«Puede ser... Pero los otros, los golpes duros, todo el mundo los probaría, si no hubiera riesgos... Y la policía tiene mala leche, ya lo sabes... Hay sus pros y sus con­tras...» Examinábamos la situación.

«No te digo que no, pero, como comprenderás, traba­jando como yo trabajo, en las condiciones en que estoy, sin dormir, tosiendo, en currelos que no aguantaría una mula... Ahora nada peor me puede ocurrir... En mi opi­nión... Nada...»

No me atrevía a decirle que, a fin de cuentas, tenía ra­zón, por los reproches que podría haberme hecho más adelante, si el nuevo plan llegaba a fracasar.

Para animarme, me enumeró algunos buenos motivos para no preocuparme de la vieja, porque, para empezar, no le quedaban, al fin y al cabo, muchos años de vida, en cualquier caso, por ser ya muy mayor. En resumidas cuentas, iba a preparar su marcha y se acabó.

De todos modos, era un asunto muy feo, pero que muy feo. Habían convenido todos los detalles, entre él y los hijos: como la vieja había vuelto a adoptar la costumbre de salir de su casa, una noche la enviarían a llevar la comida a los conejos... El petardo estaría preparado... Le estallaría en plena cara en cuanto tocase la puerta... Exac­tamente así había sido en la frutería... Ya tenía fama de loca en el barrio, el accidente no sorprendería a nadie... Dirían que se le había avisado para que no se acercara nunca a la conejera... Que había desobedecido... Y a su edad, seguro que no saldría con vida de un petardazo como el que le iban a preparar... así, en plena jeta.

Buena la había hecho yo, la verdad, contando aquella historia a Robinson.


Y volvió la música con la verbena, la que acompaña al re­cuerdo más lejano, desde la infancia, la que no cesa nun­ca, aquí y allá, en los rincones de la ciudad, en los lugarejos del campo, en todos los sitios donde los pobres van a sentarse el fin de semana, para saber qué ha sido de ellos. ¡El Paraíso!, les dicen. Y después se toca música para ellos, ora aquí ora allá, de una estación del año a otra, que con su sonido ramplón fusila todas las melodías que bai­laban el año anterior los ricos. Es la música de organillo que sale del tiovivo, de los automóviles que no lo son, en realidad, de las montañas en absoluto rusas y del tablado del luchador que no tiene bíceps ni viene de Marsella, de la mujer que no tiene barba, del mago que es cornudo, del órgano que no es de oro, detrás del tiro al blanco cu­yos huevos están vacíos. Es la fiesta para engañar a la gente el fin de semana.

¡Y a beber la cerveza sin espuma! Pero al camarero, por su parte, le apesta el aliento, la verdad, bajo los falsos bosquecillos. Y el cambio que devuelve contiene mone­das extrañas, tan extrañas, que, semanas y semanas más tarde, aún no has acabado de examinarlas y te cuesta mu­cho trabajo deshacerte de ellas, al dar limosna. La verbe­na, vamos. Hay que divertirse como se pueda, entre el hambre y la cárcel, y tomar las cosas como vengan. Si es­tás sentado, no tienes motivo para quejarte. Algo es algo. «Le Tir des Nations», el mismo, volví a verlo, el que Lola había descubierto, tantos años antes, en las avenidas del parque de Saint-Cloud. Se vuelve a ver de todo en las verbenas; eructos de alegría, las verbenas. Desde entonces debían de haber vuelto a pasearse las muchedumbres en la gran avenida de Saint-Cloud... Los paseantes. La gue­rra había terminado. Por cierto, ¿sería el mismo propieta­rio? ¿Habría vuelto de la guerra ése? Todo me interesaba. Reconocí los blancos, pero ahora disparaban, además, contra aeroplanos. Novedad. El progreso. La moda. La boda seguía allí, los soldados también y la Alcaldía con su bandera. Todo, en una palabra. Con muchas más cosas a las que disparar incluso que antes.

Pero la gente se divertía mucho más con los coches de choque, invención reciente, por los accidentes que no ce­saban de suceder en ellos y las espantosas sacudidas que te producen en la cabeza y en las tripas. No cesaban de llegar otros atontados y boceras para chocar salvajemen­te, amontonarse en desorden una y otra vez y destrozarse el bazo dentro de los coches. Y no había manera de ha­cerlos desistir. Nunca pedían clemencia, jamás parecían haber sido tan felices. Algunos es que deliraban. Había que arrancarlos a sus catástrofes. Si les hubieran dado la muerte en premio por un franco, se habrían precipitado sobre los coches igual. Hacia las cuatro debía tocar, a mi­tad de la fiesta, la banda. Para reunir la banda, costaba Dios y ayuda, a causa de las tascas que los acaparaban a todos, por turno, a los músicos. Siempre faltaba uno. Lo esperaban. Iban a buscarlo. Mientras lo esperaban, mien­tras regresaban, volvía a darles sed y otros dos que desa­parecían. Y vuelta a empezar.

Las rosquillas, estropeadas con tanto polvo, se volvían reliquias y daban una sed atroz a los ganadores.

Las familias, por su parte, esperaban a los fuegos artifi­ciales para ir a acostarse. Esperar forma parte también de la fiesta. En la sombra tiritaban mil botellas, que a cada instante vibraban bajo las mesas. Pies que se agitaban para consentir o rebelarse. Ya no se oye la música, de tan conocidas que son las melodías, ni los asmáticos cilindros de los motores tras las barracas donde se mueven las atracciones que se pueden ver por dos francos. El cora­zón, cuando estás un poco bebido de fatiga, te resuena en las sienes. ¡Bim! ¡Bim! Así hace contra la especie de ter­ciopelo ajustado a la cabeza y en el fondo de los oídos. Así es como llegas a estallar un día. ¡Así sea! Un día en que el movimiento de dentro se une al de fuera y en que todas tus ideas se desparraman y van a divertirse por fin con las estrellas.

Había muchos lloros en toda la feria, por los niños pi­soteados, aquí y allá, entre las sillas, sin querer, y también por aquellos a los que enseñaban a dominar los deseos, los inocentes e inmensos goces de montar una y mil veces en el tiovivo. Hay que aprovechar la verbena para formar el carácter. Nunca es demasiado pronto para empezar. No saben aún, esos monines, que todo se paga. Creen que es por simpatía por lo que las personas mayores de­trás de las taquillas iluminadas incitan a los clientes a go­zar de las maravillas que atesoran, dominan y defienden con sonrisas vociferantes. No conocen la ley, los niños. A tortazos se la enseñan los padres, la ley, y los defienden contra los placeres.

La única verbena auténtica es la del comercio, profun­da y secreta, además. Por la noche es cuando goza el co­mercio, cuando todos los inconscientes, los clientes, bo­bos paganos, se han marchado, cuando ha vuelto el silencio sobre la explanada y el último perro ha proyecta­do por fin su última gota de orina contra el billar japo­nés. Entonces pueden iniciarse las cuentas. Es el momen­to en que el comercio hace el recuento de sus fuerzas y sus víctimas con los cuartos.

El último domingo de verbena por la noche, la criada de Martrodin, el tabernero, se hizo una herida bastante profunda en la mano, al cortar salchichón.

Hacia las últimas horas de aquella misma noche todo a nuestro alrededor se volvió bastante claro, como si las cosas se hubieran hartado de rodar de una orilla a otra del destino, indecisas, hubiesen salido todas a un tiempo de la sombra y se hubieran puesto a hablarme. Pero hay que desconfiar de las cosas y de las personas en esos mo­mentos. Crees que van a hablar, las cosas, y resulta que no dicen nada y vuelven a hundirse en la noche, muchas veces sin que hayas podido comprender lo que tenían que contarte. Ésa es, al menos, mi experiencia.

En fin, el caso es que volví a ver a Robinson en el café de Martrodin aquella misma noche, justo cuando iba a curar a la criada del tabernero. Recuerdo con exactitud las circunstancias. A nuestro lado había unos árabes, apretados en las banquetas y somnolientos. No parecía interesarles en absoluto lo que ocurría a su alrededor. Al hablar con Robinson, yo procuraba no volver a la con­versación de la otra noche, cuando lo había sorprendido transportando tablas. La herida de la criada era difícil de coser y en el fondo del local no veía demasiado bien. Con tanta atención, no podía hablar. En cuanto hube acabado, Robinson me llevó a un rincón y me confirmó, él mismo, que estaba decidido, su asunto, y pronto iba a ser. Una confidencia así me molestaba mucho y habría preferido no recibirla.

«Pronto, ¿qué?»

«Ya sabes lo que quiero decir...»

«¿Sigues con eso?...»

«¡Adivina cuánto me dan ahora!»

Yo no tenía el menor interés en adivinar.

«¡Diez mil!... Sólo por guardar silencio...»

«¡Una bonita suma!»

«Ya me veo libre de apuros, ni más ni menos -añadió-.

¡Son los diez mil francos que siempre me habían falta­do!... ¡Los diez mil francos del comienzo, vamos!... ¿Comprendes?... A decir verdad, yo nunca he tenido un oficio, pero, ¡con diez mil francos!...» Ya debía de haberles hecho chantaje. Quería que me diera cuenta de todo lo que iba a poder hacer, emprender, con aquellos diez mil francos... Me de­jaba tiempo para pensarlo, apoyado él en la pared, en la penumbra. Un mundo nuevo. ¡Diez mil francos!

De todos modos, al volver a pensar en su asunto, yo me preguntaba si no correría algún riesgo yo personal­mente, si no me estaba dejando llevar a una como com­plicidad, al no hacer ver al instante que desaprobaba su plan. Debería haberlo denunciado incluso. La moral de la Humanidad, a mí, me la trae floja, como a todo el mun­do, por cierto. ¿Qué puedo hacer? Pero no hay que olvi­dar las cochinas historias y complicaciones que remueve la Justicia en el momento de un crimen sólo para divertir a los viciosos de los contribuyentes... Entonces ya no sa­bes cómo escapar... Ya lo había visto yo, eso. A la hora de escoger una miseria u otra, yo prefería la que no arma es­cándalo a la que se expone en los periódicos.

En resumidas cuentas, me sentía intrigado y fastidiado a un tiempo. Tras haber llegado hasta allí, me faltaba va­lor para seguir de verdad hasta el fondo del asunto. Aho­ra que había que abrir los ojos en la noche, casi prefería mantenerlos cerrados. Pero Robinson parecía interesado en que los abriera, en que me diese cuenta.

Para cambiar de conversación un poco, sin dejar de ca­minar, saqué a colación el tema de las mujeres. No le gus­taban demasiado a él, las mujeres.

«Mira, de mujeres, yo paso, la verdad -decía-, con sus hermosos traseros, sus muslos gruesos, sus bocas en for­ma de corazón y sus vientres, en los que siempre crece algo, unas veces mocosos y otras enfermedades... ¡Con sus sonrisas no se paga el alquiler! ¿No? Ni siquiera a mí, en mi chabola, me serviría de nada, si tuviese una mujer, enseñar su culo al propietario a principios de mes, ¡no me iba a hacer una rebaja por eso!...»

La independencia era su debilidad, para Robinson. Él mismo lo decía. Pero el patrón, Martrodin, ya estaba can­sado de nuestros «apartes» y nuestras intrigas en los rin­cones.

«¡Robinson, los vasos! ¡Joder! -ordenó-. ¿Es que voy a tener que lavarlos yo?»

Robinson dio un salto.

«Es que -me informó- trabajo unas horas aquí.»

Era la verbena, no había duda. Martrodin encontraba mil dificultades para acabar de contar su caja, eso le irri­taba. Los árabes se fueron, salvo los dos que dormitaban aún contra la puerta.

«¿A qué esperan, ésos?»

«¡A la criada!», me respondió el patrón.

«¿Qué tal, los negocios?», fui y le pregunté entonces, por decir algo.

«Así así... Pero, ¡cuesta lo suyo! Mire, doctor, este lo­cal lo compré por sesenta billetes, al contado, antes de la crisis. Tendría que sacarle al menos doscientos... ¿Se da usted cuenta?... Es cierto que se llena, pero de árabes so­bre todo... Ahora, que esa gente no bebe... Aún no tienen costumbre... Tendrían que venir polacos. Ésos, doctor, ésos sí que beben, la verdad... Donde estaba yo antes, en las Ardenas, menudo si tenía polacos, y que venían de los hornos de esmalte, no le digo más, ¿eh? ¡Venían ardien­do, de los hornos!... ¡Eso es lo que necesitaríamos aquí!... ¡La sed!... Y el sábado tiraban la casa por la ventana... ¡La Virgen! ¡Eso era currelar! ¡La paga entera! ¡Tracatrá!... Éstos, los moros, no es beber lo que les interesa, sino darse por culo... está prohibido beber en su religión, por lo visto, pero darse por culo no...»

Los despreciaba, Martrodin, a los moros. «¡Unos ca­brones, vamos! ¡Hasta parece que se lo hacen a mi cria­da!... Son unos degenerados, ¿eh? ¡Vaya unas ideas! ¿Eh, doctor? ¿Qué le parece?»

El patrón, Martrodin, se apretaba con sus cortos dedos las bolsitas serosas que tenía bajo los ojos. «¿Qué tal los riñones? -le pregunté, al verle hacer eso. Yo lo trataba de los riñones-. Al menos, ya no tomará usted sal.»

«¡Albúmina otra vez, doctor! Antes de ayer encargué el análisis al farmacéutico... Oh, me importa tres cojones di­ñarla -añadió- de albúmina o de otra cosa, pero lo que me fastidia es trabajar como trabajo... ¡para sacar tan poco!...»

La criada había acabado de lavar los platos, pero la venda le había quedado tan sucia con los restos de comi­da, que hube de volver a hacérsela. Me ofreció un billete de cinco francos. Yo no quería aceptarlos, sus cinco fran­cos, pero se empeñó en dármelos. Sévérine, se llamaba.

«¿Te has cortado el pelo, Sévérine?», comenté.

«¡Qué remedio! ¡Está de moda! -dijo-. Y, además, que el pelo largo con la cocina de aquí coge todos los olo­res...»

«¡Tu culo huele mucho peor! -la interrumpió Martro­din, que no podía hacer sus cuentas con nuestra chácha­ra-. Y eso no impide a tus clientes...»

«Sí, pero no es igual -replicó la Sévérine, muy ofendi­da-. Una cosa es el olor del pelo y otra el del culo... Y us­ted, patrón, ¿quiere que le diga a qué huele usted?... ¿No en una parte del cuerpo, sino en todo él?»

Estaba muy irritada, Sévérine. Martrodin no quiso oír el resto. Volvió a sus cochinas cuentas refunfuñando.

Sévérine no conseguía quitarse las zapatillas, con los pies hinchados por el servicio, para ponerse los zapatos. Conque se las dejó puestas para marcharse.

«¡Pues dormiré con ellas!», comentó incluso en voz alta al final.

«¡Venga, vete a apagar la luz al fondo! -le ordenó Martrodin-. ¡Cómo se ve que no me la pagas tú, la electrici­dad!»

«Con ellas dormiré», gimió Sévérine otra vez, al levan­tarse.

Martrodin no acababa nunca con sus sumas. Se había quitado el delantal y después el chaleco para mejor con­tar. Las pasaba canutas. Del fondo invisible del local nos llegaba un tintineo de platos, la tarea de Robinson y del otro lavaplatos. Martrodin trazaba grandes cifras infanti­les con un lápiz azul que aplastaba entre sus gruesos de­dos de asesino. La criada sobaba delante de nosotros, desgalichada en la silla. De vez en cuando, recuperaba un poco la conciencia en el sueño.

«¡Ay, mis pies! ¡Ay, mis pies!», decía entonces y des­pués volvía a caer en la somnolencia.

Pero Martrodin se puso a despertarla con un buen be­rrido:

«¡Eh, Sévérine! ¡Llévate afuera a tus moros, venga! ¡Ya estoy harto!... ¡Daros el piro todos, hostias! Que ya es hora.»

Ellos, los árabes, no parecían tener la menor prisa, a pesar de la hora. Sévérine se despertó, por fin. «¡Es ver­dad que tengo que irme! -convino-. ¡Gracias, patrón!» Se llevó consigo a los dos moros. Se habían juntado para pagarle.

«Me los ventilo a los dos esta noche -me explicó, al marcharse-. Porque el domingo que viene no voy a po­der, voy a Achares a ver a mi niño. Es que el sábado que viene es el día que libra la nodriza.»

Los árabes se levantaron para seguirla. No parecían nada sinvergüenzas. De todos modos, Sévérine los mira­ba un poco de soslayo, por el cansancio. «Yo no soy de la opinión del patrón, ¡yo prefiero a los moros! No son brutales como los polacos, los moros, pero son viciosos...

De eso no hay duda, son unos viciosos... En fin, que ha­gan todo lo que quieran, ¡no creo que eso me quite el sueño! ¡Venga! -les llamó-. ¡Vamos, chicos!»

Y se marcharon los tres, ella unos pasos delante. Los vimos cruzar la plaza apagada, salpicada con los restos de la verbena; el último farol iluminó el grupo brevemente y después se hundieron en la noche. Oímos un poco aún sus voces y después ya nada. Ya no había nada.


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