El libro de la serenidad



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El grano de mostaza



Una buena mujer, hundida en la desesperación y deshecha en lá­grimas, acudió a Buda sosteniendo en sus brazos el cadáver de su hijito. Entre gemidos dijo:

-Te lo suplico, señor, devuelve la vida a mi hijito.

Con infinita compasión, Buda miró tiernamente a los ojos de la mujer y le dijo:

-Buena mujer, por favor, ve a la localidad más cercana y entra de casa en casa. En aquella en la que no haya habido ninguna muerte, pide un grano de mostaza y tráemelo. En tal caso yo de­volveré la vida a tu hijo.

Apresuradamente, la mujer se dirigió a la localidad más próxi­ma y fue de casa en casa, hasta recorrer todas las del pueblo. Lue­go regresó junto a Buda y, desolada, le confesó:

-Señor, no he podido pedir el grano de mostaza, porque no he hallado casa donde no se hubiera producido alguna muerte.

-¿Lo ves, mujer? -dijo Buda-. Es inevitable. Anda, ve y entierra el cadáver de tu hijito.
Comentario
Nada es tan difícil como aceptar los hechos incontrovertibles, sobre todo cuando son dolorosos. Pero el sufrimiento es inherente a la vida. Hay dos tipos o grandes categorías de sufrimiento: el que produce la vida y el que engendra nuestra mente. La tracción de la existencia provoca sufrimiento inevitable, como la vejez, la enfermedad, la muerte de seres queridos o la propia. Las leyes de la na­turaleza son inexorables y no se pueden cambiar. Ante ellas lo úni­co que se puede hacer es recurrir a la aceptación consciente. La muerte siempre nos está rondando, nunca deja de estar al acecho. Nos puede tomar a una edad o a otra, pero no hay escapatoria po­sible. A menudo los padres mueren antes que los hijos, pero a ve­ces los hijos mueren antes que los padres. La muerte no respeta edad ni condición; es imprevisible, pero cierta. En el mejor de los casos, envejeceremos, pero cuando la muerte nos alcance, será siempre hoy. Ante la muerte todo palidece y la muerte a todos es­panta, sea la propia o la de los seres queridos. Pero debemos ins­trumentalizar la muerte como «un mensajero divino», es decir, como un medio para no abandonamos psíquica y espiritualmente y sembrar la vida no sólo de confusión, sino de claridad y compa­sión.

Una santa de la India perdió a sus hijos y dijo: «El Divino me los dio y luego se los llevó». Venimos y partimos, pero si tenemos un recordatorio constructivo de la muerte y no hipocondríaco, aprovecharemos cada instante para ser más desprendidos y mejo­rar los pensamientos, las palabras y los actos. Todo lo que es cons­tituido tiende a morir; todo lo compuesto está sometido a deca­dencia y descomposición. En el texto budista Anguttara Nikaya se nos invita a pensar: «Yo también he de morir, no me libraré de la muerte; más vale que, mientras pueda, haga el bien de pensamien­to, palabra y obra».

No hay nada más difícil que refrenar el apego a los seres queri­dos. No hay ser más querido que un hijo para una mujer. No hay nada tan arduo como desarrollar la comprensión profunda y trans­formadora de la dinámica de la vida, donde todo está sometido a mudar y a ser impermanente. En algunas escuelas orientales se in­siste mucho en la necesidad de meditar diariamente en la transito­riedad para promover el desapego y el fecundo desasimiento, que no entrañan insensitivismo o impasibilidad, pero que abren el ojo de la comprensión profunda y despiertan sosiego interior.


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