El libro de la serenidad



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El guerrero



Era un oficial que llevaba años en las montañas combatiendo contra los insurrectos. Muchas veces había estado a punto de mo­rir yeso le había llevado a plantearse interrogantes metafísicos y a preocuparse por la otra vida, hasta tal punto que había empe­zado a obsesionarse por si después de la muerte había infierno o paraíso. Se enteró de que había un sabio en una cueva y decidió ir a visitarlo.

-¿Qué deseas de mí? ¿Puedo ayudarte en algo? -preguntó el maestro cuando le vio ante sí.

-Señor, en estos últimos meses, tal vez porque veo el rostro de la muerte de cerca, a menudo me he preguntado, con angustia, si hay infierno y paraíso.

-¿Y quién me hace esa pregunta? -interrogó acremente el ere­mita.

-Un guerrero, un oficial que defiende las fronteras.

-¿Tú, un guerrero? -preguntó despectivamente el eremita-. ¿Con la pinta que tienes? ¿Con esa falta de compostura y esa ex­presión de bobo?

El oficial se quedó estupefacto. No podía asimilar lo que estaba pasando

-Y encima seguro que eres tan cobarde como lo idiota que pa­reces -agregó el sabio.

Enfurecido, el oficial desenvainó en el acto su espada. El eremi­ta gritó:

-En este instante se abren las puertas del infierno.

El oficial comprendió; un haz de luz alumbró su entendimiento. Arrepentido y avergonzado, envainó la espada. Entonces el ere­mita dijo:

-Ahora se abren las puertas del paraíso.

El oficial cambió de profesión. Dejó de matar y disfrutó de una larga, apacible y serena existencia.
Comentario
Hay una ley eterna: el odio nunca podrá acabar con el odio; el odio engendra más odio. Hay otra ley eterna: la desgracia seguirá a los que destruyen como la sombra al cuerpo. No logrará hacer la paz dentro de sí mismo el que daña gratuitamente; hiere a cual­quier criatura; ejerce malevolencia o crueldad; explota a los otros o los denigra; trafica con armas, sustancias tóxicas o personas; mata por diversión; roba sin necesidad y maltrata a los demás, es co­rrupto e innoble, y aprovecha las desgracias ajenas para sí mismo. El virtuoso ya tiene mucho conquistado en la senda hacia el sosie­go interior. No necesita someter a nadie ni jactarse de sus triunfos, ni apuntalar su ego humillando a los otros. Como dice el Tao- Te­Ching, «la virtud máxima no hace ostentación, ni tiene intereses personales que servir». Y en el Dhammapada encontramos: «Co­nociendo lo equivocado como equivocado y lo acertado como acertado: esos seres, adoptando la visión correcta, alcanzan un es­tado de felicidad».

El ser humano debe aprender a trabajar sobre su mente y sobre su corazón. Mente lúcida, corazón tierno. La claridad mental, cuan­do es tal, conduce al desarrollo de la compasión, es decir, la identi­ficación con el sufrimiento de las otras criaturas y el ejercicio noble de tratar de aliviar dicho sufrimiento. La vida se convierte en una ejercitación, donde los senderos de la mente y los del corazón coin­ciden y se complementan. La emoción sin mente puede conducir a la sensiblería o la pusilanimidad; la mente sin emoción puede arras­trar al insensitivismo y la frialdad. Mente y corazón son las dos alas de un ave que remonta el vuelo hacia el sosiego y la sabiduría.




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