El derecho administrativo


de 1870, pues técnicamente el indulto equivale a sustituir una sentencia



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de 1870, pues técnicamente el indulto equivale a sustituir una sentencia judicial por otra de diverso contenido. La Constitución, que inexplicable e infundadamente permite al Gobierno conceder indultos particulares con dispensa del principio de igualdad ante la Ley, niega, sin embargo, al legislativo la posibilidad de autorizar la concesión de indultos generales [art 62.i)].
En definitiva, si bien es cierto que la Administración o, si se prefiere, el conjunto de las administraciones públicas son sujetos de Derecho dota­dos de personalidad jurídica como las otras personas fisicas y jurídicas, y en base a esa condición actúan sujetándose a su propio Derecho, esto es, al Derecho administrativo (y, si les conviene, también con arreglo al Derecho privado, como veremos), no por ello es menos cierto que son también poderes públicos dotados de potestades normativas y judi­ciales que les posibilitarán imponer siempre su voluntad a los ciudadanos, aunque bajo la posterior vigilancia de los Tribunales que impone el ar­tículo 106.1 de la Constitución: «los Tribunales controlan la potestad regla­mentaria y la legalidad de la actuación administrativa, as' como el same­timiento de ésta a los fines que la justifican».
Cuando los ciudadanos se relacionan con una Administración Pública deben, pues, tener muy presente, si no quieren caer en la aludida trampa de Caperucita, que tras la apariencia de un sujeto de Derecho,—de una débil abuelita—la Administración Pública esconde las garras nor­motivas, ejecutorias y sancionadoras del más fuerte y arrogante de los poderes públicos.
6. CARACTERES DEL RÉGIMEN DE DERECHO
ADMINISTRATIVO. LA ALTERNATIVA ANGLOSAJONA
La existencia de un Derecho administrativo que, con reglas propias en sus insbtuc~ones fundamentales, viene en cierto modo a reduplicar la regulación de instituciones del Derecho civil (actos y contratos admi­nistrativos, dominio público, responsabilidad), del Derecho laboral (em­pleo 0 función pública) 0 del Derecho mercantil (empresas y organización administrativa), obliga a describir, primero, sus caracteres generales para explicar, después, el criterio definidor respecto al Derecho privado.
Pues bien, como señala BENOIT, mientras en el Derecho privado la idea dominante es que los individuos y sus intereses son tratados con igualdad—a lo que podríamos añadir la libertad y el respeto de la volun­tad como carácter fundamental, si bien muy mermada por el interven­cionismo estatal—, el Derecho administrativo es el derecho de la desi­gualdad dentro de un cuadro de legalidad.
La desigualdad se suele describir haciendo referencia a los poderes que la Administración ostenta en el seno de esas relaciones, como el aludido privilegio de decisión ejecutoria. Estos privilegios se justifican en función de los fines superiores y las pcsadas cargas que se encomiendan a la Administración (mantenimiento del orden, satisfacción de las nece­sidades colectivas, como la educación, la sanidad, el sistema de trans­portes, etcétera).
Como expusimos en otro lugar, esta diferencia con el Derecho privado opera más en el plano externo de la garantía o de las normas garantizadoras que en el de las peculiaridades sustanciales. Manifestación básica del mismo es el llamado poder de autotutela, integrado por el privilegio de decisión ejecutoria de los actos administrativos que permite una protección directa e inmediata de las normas administrativas, y, por el poder sancionador de la Administración, que le permite castigar, por sí misma, los supuestos de incumplimiento del ordenamiento administrativo al margen del sistema penal. De ese sistema garantizador forman parte también las siguientes reglas o principios:
a) La extensión del principio de cumplimiento por equivalencia, que permite a las administraciones públicas sustituir en mayor medida que en el Derecho privado (art. 1.107 del Código civil) las prestaciones espe­cíficas a que están obligadas por el equivalente de la indemnización de daños y perjuicios, como resulta de la generalización de la facultad res­cisoria en los contratos administrativos. La máxima expresión de esta sin­gularidad se encuentra hoy en la facultad del Gobierno de privar, mediante indemnización, los derechos reconocidos a un particular por sentencia fir­me (art. 18 de la Ley Orgánica del Poder Judicial).
b) La grave desproporción de los plazos para el ejercicio de la garanba de los derechos, según que los ejerciten las administraciones públicas o los particulares que con ellas se relacionan. Exponente de esta desigualdad es la brevedad de los plazos de recurso de los particulares frente a los actos de la Administración, que son de un mes para el recurso ordinario y de dos meses para el recurso contenciosoadministrativo; mientras que, por el contrario, la Administración dispone de cuatro años para interponer el recurso de lesividad contra sus propios actos o para anular los actos manifiestamente ilegales (arts. 102 y 103 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). Asimismo, los procedimientos administrativos caducan para los administrados a los tres meses de habérseles reclamado cualquier docu­mento o antecedente que ellos deban aportar, mientras que para la Admi­nistración nunca caduca el procedimiento, aunque tiene la obligación de terminarlo en el plazo de tres meses desde su iniciación (arts. 92 y 42.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común).
c) Las garantías preferentes del Estado para el cobro de sus créditos, que se manifiestan en la afectación de los bienes y derechos al pago de
los tributos y en la hipoteca legal tácita, previstas en los artículos 73 y 74 de la Ley General Tributaria.
d) La debilidad del sistema de cumplimiento de las sentencias frente a la Administración, que se expresa en la regla histórica de que a la Admi­nistración corresponde la ejecución de las sentencias de los Tribunales Contenciosoadministrativos, en la regulación de unos supuestos de ine­jecución o suspensión de los fallos, en la ya aludida potestad del Gobierno de expropiar las sentencias para evitar la regla general del cumplimiento de los fallos en sus propios términos, así como en los privilegios de inom­bargabilidad e inejecutoriedad de los bienes de la Administración.
e) La mayor garantía penal para la protección de las normas de Dere­cho público que para sus similares del Derecho privado, que ha llevado a una mayor penalización de las conductas que lesionan un bien jurí­dicamente protegido cuando afectan a la Administración que cuando su titularidad corresponde a un particular. Así ocurre, por ejemplo, con la distinta penalización de la revelación de secretos públicos y privados (arts. 199 y 417 del Código Penal) 0 con la especial gravedad penal de las conductas de los funcionarios, sobre todo, de los militares, frente a la indiferencia penal y la menor represión en el Derecho laboral de las conductas desleales de los trabajadores para con sus empresas respecto del régimen disciplinario administrativo.
f) La regulación de la invalidez de los actos administrativos de forma favorable a la Administración, pues la regla general es la anulabilidad, restringiéndose la nulidad absoluta a los supuestos tasados en el artículo 62 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Asimismo, se admite de forma generosa la convalidación de los vicios que les afectan y se permite la subsistencia y validez de los actos dictados en aplicación de una disposición general anulada.
g) La posibilidad de protección directa de los bienes de dominio público y privado de la Administración a través del interdicto propio y la acción de deslinde.
h) Los frenos y retrasos para el ejercicio de acciones de Derecho privado, civil 0 laboral por los particulares que supone la exigencia de la sustanciación de las llamadas reclamaciones previas a la via judicial civil y laboral (arts. 120 a 126 de la Ley de Régimen Juridico de las Admi­nistraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común), y que contrastan con el carácter potestativo que en la jurisdicción civil tiene la conciliación, tras la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil, operada en 1984.
En todo caso, ese régimen de desigualdad es un régimen de Derecho porque la Administración está sometida al principio de legalidad, con­forme al cual todas las competencias y obligaciones que asume deben estar previamente establecidas en la Constitución, en las leyes o en las
normas de desarrollo. De otro lado, la desigualdad y el principio de legalidad juegan también en beneficio de los particulares, pues cualquier medida de intervención, si por una parte constriñe a aquél o aquellos a quienes va dirigida, por otra, protege o libera a otros ciudadanos. Igual­mente, las competencias y obligaciones que asume la Administración al gestionar los servicios públicos están también al servicio de la colectividad. En definitiva, y desde la perspectiva históricopohtica, el régimen de Dere­cho administrativo, en cuanto ha supuesto por primera vez la sumisión efectiva de la Administración al derecho poniéndola al servicio de la colectividad es, a pcsar de sus exorbitancias y privilegios, un régimen liberador de las opresiones medievales y del Antiguo Régimen.
Pero ¿qué ocurre en otros pa~ses, como los anglosajones y concre­tamente Inglaterra, de los que se afirma que no tienen un régimen de Derecho administrativo y que, efectivamente, carecen, entre otras, de instituciones tales como la Jurisdicción administrativa y de reglas espe­ciales para los actos, contratos y la responsabilidad de la Administración? En principio, la falta de un régimen de Derecho administrativo y la tesis de que esa carencia es notable virtud y superioridad del Derecho anglo­sajón se afirmó en un polémico libro de DiCEY, Introducción al Estudio del Derecho de la Constitución, publicado en 1885. El sistema anglosajón se caracterizar~a, pues, por la inexistencia de reglas especiales diversas de las que rigen las relaciones entre particulares, por la ausencia de unos Tribunales distintos de los jucces ordinarios encargados de conocer y enjuiciar los actos administrativos, por la imposibilidad de que la Admi­nistración plantee conflictos a los jucces y, finalmente, por la no exigencia como requisito de procedibilidad en los juicios penales y de responsa­bilidad civil de una autorización previa para que los jucces pudieran proceder judicialmente contra los funcionarios (ya derogada desde 1870 en el Derecho francés). Poniéndolo en positivo, el sistema inglés de impe­rio de la Ley (rule of low) se caracterizaría, en definitiva, por las siguientes notas: 1.° La absoluta supromac~a del Derecho común, como opuesto a toda existencia de poderes arbitrarios, de prerrogativas e, incluso, de facultades discrecionales de las autoridades administrativas dependientes del Gobierno; 2.° La igual sumisión de todas las clases—incluidos los funcionarios—al Derecho común del pa~s administrado por los Tribunales ordinarios (GARRIDO).
La caracterización que DICEY hace del régimen administrativo francés, y lo mismo puede decirse de sus imitaciones, como es el caso de España en el siglo x~x, es realmente cierta, y dicho sistema se deriva, como advierte con toda lucidez, de un diverso entendimiento del principio de división y separación de poderes en Francia y en Inglaterra. En efecto, mientras
que el Derecho francés o el español interpretaron esa separación como prohibición a los Tribunales comunes de inmiscuirse en actos y actividades de la Administración y sus funcionarios, es decir, como independencia de la Administración, en Inglaterra se entendió justamente al revés: como sometimiento a los jueces comunes de toda la actividad administrativa de los funcionarios.
Mas siendo ciertos estos datos, el planteamiento de DICEY envolv~a, no obstante, una gran hipocres~a en la valoración negativa de las reglas del régimen administrativo francés sobre contratos, actos, responsabilidad de la Administración, etc. Y es que, en realidad, era mejor la existencia de reglas especiales y diversas del Derecho civil sobre estas materias y de una Jurisdicción propia, también especial, pero que hizo históri­camente posible la sumisión de los poderes públicos al Derecho, que la vigencia en el Reino Unido, cuando escribe DICEY, de dos reglas que hacían a la Corona, en la que se personifica el Estado, jundicamente irresponsable. En efecto, el dogma de la irresponsabilidad de la Corona
<can do not wrong» («la Corona no puede errar»)—impedía todo control sobre las relaciones contractuales, entre ellas las de empleo de los funcionarios, y hac~a también inviables las acciones por daños causados por la Administración. Otro obstáculo que alejaba el sistema inglés de todo parecido con el Estado de Derecho era la imposibilidad de demandar a la Corona ante unos Tribunales que se consideraban propios de ésta. En definitiva, si no hab~a posibilidad de demandar al Estado por su identificación con la Corona, la afirmación de DICEY sobre la sumisión de la Administración a las mismas reglas que las empresas y particulares era sustancialmente incierta y sólo acertaba en su apre­ciación de que los funcionarios podían ser perseguidos civil y penalmente a t~tulo particular por los daños que ocasionaran sin necesidad de auto­rización previa de la Administración.
En la actualidad, sin embargo, la situación ha cambiado radicalmente. Por una parte, la Crown Proceedings Act de 1947 ha aceptado, si bien con especialidades respecto del Derecho común, la responsabilidad y las acciones consiguientes contra la Corona derivadas de sus incumpli­mientos contractuales y por daños de naturaleza extracontractual, aunque los funcionarios siguen sin poder reclamar contra aquélla. Por otra, si bien sigue siendo cierto que los mismos Tribunales que conocen de los litigios entre particulares conocen también de las acciones contra los funcionarios, el creciente intervencionismo estatal ha llevado a la creación de Tribunales especiales en ciertas materias administrativas, como las de Seguridad Social.
A través, pues, de esta evolución, se percibe un cierto acercamiento entre el sistema anglosajón y los de los países que, como el nuestro, arrancaron inicialmente del sistema del régimen administrativo francés, pero, posteriormente, han abandonado algunos de sus perfiles, como el de la Jurisdicción propia no servida por los jueces ordinarios y los impe­dimentos para enjuiciar a los funcionarios ante los Tribunales comunes. En todo caso, el modelo de régimen administrativo francés sigue pasando por ser el de mayor perfección, conforme acredita su influencia en la organización, función pública, régimen de actos y contratos y control judicial de las Comunidades Europeas. Por esa razón, y por habernos influido también decisivamente, las instituciones francesas de Derecho administrativo merecen un puesto de honor y una constante referencia en cualquier obra sobre Derecho administrativo español. Así se hará en ésta.
7. EL DESPLAZAMIENTO DEL DERECHO

ADMINISTRATIVO POR EL DERECHO PRIVADO


La existencia de un régimen de Derecho administrativo, es decir, de unas normas especT'ficamente destinadas a regir la organización y las relaciones de las administraciones públicas con los administrados y de un orden jurisdiccional propio, la Jurisdicción Contenciosoadministra­tiva, no es obstáculo, como se dijo, para que en determinado tipo de relaciones, las administraciones públicas se sujeten al Derecho privado y se sometan los litigios que originen esas relaciones privadas a los Tri­bunales de la Jurisdicción civil. También los comerciantes, como se dijo, utilizan, además del derecho propio, el mercantil, el Derecho civil, y los trabajadores, sujetos al Derecho laboral, viven otras relaciones jurí­dicas en el Derecho público y privado. La existencia, pues, de un Derecho estamental—como es también el Derecho administrativo—no empece, en principio, a la utilización por los miembros de un estamento (de orga­nizaciones públicas, de trabajadores, de comerciantes) de otros derechos e instituciones alternativos. El problema está, pues, en determinar cuándo el derecho propio o estamental, en este caso la ecuación Ente públi­coDerecho público, es inexcusable, y cuándo puede encontrar una alter­nativa de régimen jurídico privado.
En principio, desde el siglo pasado, en el que justamente está naciendo en Francia y en España el moderno Derecho administrativo, la sujección de las administraciones públicas al Derecho privado y a la Jurisdicción civil se ve como una excepción al fuero que comporta la existencia en
favor de aquellas de una Jurisdicción especial, la Jurisdicción adminis­trativa.
Dichas excepciones tuvieron una doble justificación: de una parte está la consideración de los jueces ordinarios como guardianes de las libertades y derechos fundamentales, y entre ellos de la propiedad (cuya protección es avanzadilla de la protección de otras libertades, como la inviolabilidad de domicilio), por lo que las cuestiones o litigios sobre la propiedad se les atribuyeron con exclusión de la Jurisdicción admi­nistrativa y su Derecho; de otra parte, si el Derecho y la Jurisdicción administrativa se justifica en la asunción de funciones y servicios públicos y la construcción de obras públicas, se entiende, que la simple gestión del patrimonio privado de los entes públicos puede originar relaciones sujetas al juez civil.
Ya en este siglo, la aplicación de Derecho privado se entiende además como una posibilidad para la realización (cediendo a tendencias socia­lizadoras, y cuando ya se ha superado el dogma liberal de la incapacidad industrial del Estado) de actividades industriales y comerciales. Con este objetivo tanto el Estatuto Municipal de Calvo Sotelo de 1924 como la Ley de creación del TNT de 1939 habilitaron a los Entes locales y al Estado para crear empresas en forma de sociedad anónima de un solo socio. Así surgieron las empresas municipales y las empresas nacionales regu­ladas en el Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales y en la Ley de Entidades Estatales Autónomas.
En la actualidad, aparte de mantenerse esos dos supuestos, la apli­cación del Derecho privado se lleva mucho más lejos: como método 0 sistema generalizado para la gestión de funciones 0 servicios públicos o la contratación de obras públicas, justificando esa utilización en la mayor eficacia del Derecho privado respecto el Derecho público. Asi, las administraciones públicas, en el campo de la organización y de la contratación han obtenido de la ley (T OFAGE, Ley General Presupuestaria, las equivalentes de las Comunidades Autónomas y de numerosas leyes estatales y autonómicas de intervención u organización administrativa) la facultad de optar, prácticamente a su voluntad, por el Derecho privado y huir de su propio Derecho, el Derecho administrativo, considerado poco dúctil y eficaz, por sus excesivas suspicacias y controles, para las cada vez más numerosas actividades públicas. Esta es la explicación de la reciente utilización de la sociedad mercantil (sociedades estatales, auto­nómicas o municipales) o de las Entidades públicas que sujetan su acti­vidad al Derecho privado para la gestión de funciones, servicios u obras públicas. La consecuencia primordial que se deriva de la utilización de estas formas de personificación es la inaplicación de la legislación sobre
contratos administrativos, en especial de los procedimientos de selección de contratistas, as' como del régimen de función pública para su personal, todo lo cual ya no se controla por la Jurisdicción administrativa, sino por la civil, amén de la inaplicación de los controles internos de inter­vención previa propios del común de las Entidades públicas.
Pues bien, sobre esta huida del Derecho administrativo, que más pare­ce una desbandada, como se verá en el Tomo II de esta obra al estudiar el reciente crecimiento de las Sociedades y de las Entidades públicas sujetos al Derecho privado, as' como la laboralización del empleo público, debe advertirse que es dudosamente constitucional y que, muy frecuen­temente, constituye un fraude al Derecho comunitario y que, en fin, no es más eficaz, aunque s', de seguro, un terreno más abonado para la corrupción.
Efectivamente, la exención de toda o parte de la actividad de las Entidades públicas de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa y de su Derecho propio, el Derecho administrativo, topa, sin duda, con pre­visiones constitucionales expresas sobre ambos extremos, previsiones que permiten sostener que nos hallamos ante una verdadera ·que le hace inmune a su derogación por el legislador ordinario (DEL SAZ).
Mas precisamente la cuestión constitucional podr~a formularse de la siguiente manera: cuando el artículo 103 de la Constitución después de sentar los principios a que ha de ajustarse la Administración (objetividad, eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación) termina diciendo que ha de actuar ..con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho», ¿se está refiriendo justamente a su Derecho propio, el Derecho administrativo, o, por el contrario, a cualquier derecho, al Dere­cho privado? Además, y correlativamente a la aplicación de uno u otro derecho, ¿qué Jurisdicción es la que ha de garantizar ese sometimiento a la Ley y al Derecho?
Contestando a este interrogante, adviértase, en primer lugar, que el art~culo 153.c) de la Constitución menciona expresamente a la Jurisdicción Contenciosoadministrativa—y no el penal, civil o laboral—, a la que remite el control de la administración de las Comunidades Autónomas y sus normas reglamentarias. Se trata de una referencia precisa a este orden jurisdiccional que, al ser el único mencionado por su nombre y apellido, resulta constitucionalizado en nuestra Carta Magna. Por ello, hay que entender que cuando el articulo 106, de forma más general, establece que .los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la lega­lidad de la actunción administrativa, as¿ como el sometimiento de ésta a los fines que los justifican», se está refiriendo precisamente a la norma
administrativa y a los Tribunales Contenciosoadministrativos y no al Derecho privado y al orden jurisdiccional civil o laboral (DEL SAZ).
Además, si la Jurisdicción Contenciosoadministrativa por definición no aplica o garantiza otro Derecho que el Derecho administrativo, la imposibilidad de escapar del régimen de éste derivaría, en primer lugar, de esa correlación constitucionalmente establecida entre administraciones públicas y sometimiento a la justicia administrativa.
Esta conclusión queda reforzada por la imposición constitucional a la actividad administrativa de una serie de principios connaturales al régi­men jur~dicoadministrativo, y que sólo ese régimen, y los procedimientos que comporta, entre los que hay que incluir los de selección de con­tratistas, del personal, según el mérito y la capacidad, es capaz de garan­tizar. As' ocurre con los principios de legalidad (entendida como vin­culación positiva, de habilitación de la actuación administrativa, mientras en el Derecho privado actúa como límite negativo; es hcito todo lo que no está prohibido); de prohibición de la arbitrariedad (común a la actua­ción de todos los poderes públicos según el art. 9.3), de objetividad, mérito y capacidad (art. 23), imparcialidad (art. 103), igualdad (arts. 14 y 23), y la actuación a través de procedimientos (art. 105.3). Todos estos principios rigen, de forma inexcusable, la actividad de la Administración de cualquier tipo que sea, incluso la actividad instrumental 0 logistica en la que se sitúa la contractual y el régimen del personal, y su cum­plimiento se garantiza por los Tribunales Contenciosoadministrativos a quienes se atribuye por el art~culo 106 el control de la legalidad de la actuación administrativa; pero de toda ella, y su sometimiento a los fines que la justifican, es decir, a los intereses generales. Es así, pues, como el Derecho administrativo y su Jurisdicción propia, la Contencio­soadministrativa, se convierten en únicos e imprescindibles garantes de los derechos e intereses legítimos de los particulares y de los intereses generales.
Obviamente, cuando la Administración escapa del Derecho admi­nistrativo, disfrazándose de Sociedad Anónima o de Entidad pública suje­ta al Derecho privado, no deja de ser Administración y debería, en con­secuencia, estar sujeta a los mismos principios constitucionales. Sin embar­go, el Derecho privado no sirve para garantizar que, efectivamente, dichos principios (igualdad, mérito y capacidad, objetividad, neutralidad, pro­hibición de arbitrariedad) se cumplen, y no sólo porque son irrelevantes en el Derecho privado, sino también porque al faltar en éste la exigencia de un procedimiento previo, justificador y legitimador de los actos jun­dicos, como se impone para las administraciones públicas por el artícu­lo 105.3, se impide que los Tribunales ordinarios puedan controlar que
la actuación de la Administración con arreglo al Derecho privado se ajuste a aquellos principios (DEL SAZ).
De otro lado, hay que desmitificar la creencia en la mayor eficacia de la Administración cuando actúa sujeta al Derecho privado y que se confunde de ordinario con la mayor eficacia del sector privado sobre el público. Pero la presunta mayor eficacia de la empresa privada, rigién­dose por el Derecho privado, sobre las administraciones públicas, rigién­dose por el Derecho público, lo es porque los resultados de la gestión de aquélla repercuten céntimo a céntimo en el patrimonio del empresario. Pero la Administración cuando actúa en régimen de Derecho privado, no está condicionada por el riesgo empresarial, porque también en estos casos dispara con «pólvora del Rey», que es dinero de los ciudadanos, de los Presupuestos públicos, una financiación ilimitada que generan los ~mpuestos, protectores impenitentes de los riesgos de la quiebra empre­sarial. Es por ello injustificable que existan organizaciones públicas, que ni están controladas por las inexorables leyes del mercado, ni por los procesos de impugnación de acuerdos sociales ante el juez civil (dado que no existe en ella más que un solo socio: la Administración Pública estatal, autonómica o local), ni por los cautelosos procedimientos del Derecho público y la Justicia administrativa. Por ello, en el fondo, la huida al Derecho privado de las administraciones públicas es la huida de todo Derecho y de toda jurisdicción, en suma, de todo control.
De otro lado, la tendencia privatizadora, en cuanto busca la con­tratación discrecional, comporta un frande a las Directivas comunitarias (Directiva 71/305/CE de 26 de julio de 1971, sobre coordinación de los procedimientos de adjudicación de los contratos públicos de obras, y la Directiva 77/62/CE de 21 de diciembre de 1976, de coordinación de los procedimientos de adjudicación de contratos públicos de suministro, posteriormente modificadas y completadas por otras), directivas que imponen a los Estados miembros, y con la finalidad de impedir trato discriminatorio entre nacionales y extranjeros y asegurar la libre com­petencia, la obligación de acomodar su derecho a los procedimientos públicos de selección de contratistas que en aquellas se diseñan. Por ello, el legislador español, estatal y autonómico, mientras con una mano acomoda su legislación al Derecho comunitario, con la otra, desfigura y enmascara con fórmulas privadas a sus administraciones públicas, para eludir las obligaciones que se derivan de esa misma normativa.
En todo caso, la tendencia privatizadora pone de manifiesto el error de haberse centrado el Derecho administrativo más sobre los temas de la garantía externa de los particulares contra la Administración, que sobre los temas de la organización eficaz de los entes y servicios públicos (NTE­
TO). Aquel planteamiento resaltaba de forma prácticamente exclusiva los aspectos de una Administración como poder que habia que controlar a través de los actos administrativos ante la Jurisdicción Contenciosoad­ministrativa, en una obsesiva preocupación por la legalidad que no garan­tizaba la eficacia y oportunidad, mérito o acierto de la actividad admi­nistrativa, objetos que, no obstante, es posible alcanzar acomodándose a los tiempos, pero sin salir de los principios del Derecho públicos, las , reglas y los procedimientos administrativos.
,La preocupación por la eficiencia, ha llevado no sólo a una huida
hacia el Derecho privado—escape, en definitiva, del control del Derecho
,administrativo y de la Jurisdicción administrativa—, sino también a una

,alternativa de Derecho público al régimen administrativo tradicional al


que se injertan unos remedios milagreros, salvíficos, como son la des­

centralización y la participación ciudadana directa en la gestión de los

entes y servicios públicos (como es el caso de los centros educativos uni­

versitarios, medios y primarios) y que evidencien las influencias de los

modelos organizativos anglosajones, y, más concretamente, norteame­

ricanos.
Sin embargo, la verdad es que el injerto de estas nuevas técnicas no ha supuesto ninguna mejora en la eficacia de la Administración, pues la descentralización está llevando a la balcanización o medievalización de la Administración Pública con un aumento considerable de sus costes, como demuestran los crecientes déficits de las Comunidades Autónomas y de los Municipios. En cuanto a las técnicas de participación—tan esca­samente utilizadas, por otra parte, por sus beneficiarios—, aparte de supo­ner una incidencia desvirtuadora del proceso general de representación democrática, implican una mayor complejidad y lentitud en los proce­dimientos de toma de decisiones y la oportunidad de nuevos motivos de infracción y de causas de invalidez de los actos administrativos. Por ejemplo, los Consejos Escolares, previstos en la LODE, son un ejemplo paradigmático de cómo esa huida del control del poder político democrático, en favor de la gestión directa por usuarios y funcionarios puede provocar la peor gestión de la escuela pública (con el mismo fracaso se saldó la reciente experiencia autogestionaria de la escuela francesa).


Los fracasos de estas técnicas que se están evidenciando en países, como Italia, que van por delante de nosotros en estas experimentaciones ¿n vivo, ha llevado a GUARINO a postular el mantenimiento del modelo clásico de Derecho administrativo, un ordenamiento administrativo rígido. Este sería el único camino capaz, además, de conjurar los peligros que engendra una clase política profesionalizada, que demanda más y más cargos, protagonizando una dinámica de crecimiento vertiginoso, sin confín alguno, encaminada a apropiarse de todas las áreas de poder disponible: la multiplicación, primero, de las administraciones públicas a través de la descentralización (las regiones italianas y francesas, las Comunidades

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