El derecho administrativo


cuestión del valor de las prácticas y precedentes administrativos



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cuestión del valor de las prácticas y precedentes administrativos. La práctica supone una reiteración en la aplicación de un determinado criterio en varios casos anteriores, mientras que el precedente puede ser simplemente la forma en que se resolvió con anterioridad su único asunto, análogo a otro pendiente de resolución. En todo caso, las prácticas y los precedentes se distinguen de la costumbre en que: a) se trata de reglas deducidas del comportamiento de la Admi­nistración sin intervención de los administrados, cuya conducta es aquí irrelevante; b) la práctica o el precedente no tienen por qué estar avalados como la costumbre por un cierto grado de reiteración o antigüedad, bas­tando, como se dijo, un solo comportamiento en el caso del precedente.
Estas notas diferenciales son las que justifican las dudas sobre la asimilación de las prácticas y precedentes con la costumbre, problema nada baladí, por cuanto las prácticas y precedentes tienen una importancia real en la vida administrativa y al precedente se le reconoce un cierto grado de obligatoriedad en el artículo 54.1.c) de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Admi­nistrativo Común, al obligar a la Administración a motivar aquellas reso­luciones ·que se separen del criterio seguido en actuaciones precedentes»
De dicho precepto se deduce que la Administración puede desvin­cularse de su práctica o precedente al resolver un nuevo y análogo asunto con sólo cumplir la carga de la motivación, carga que no es simplemente formal, sino que implica la exposición de razones objetivas que expliquen y justifiquen el cambio de conducta; de lo contrario, la Administración estará vinculada por su anterior comportamiento so pena de incurrir en una discriminación atentatoria a la seguridad jurídica y al principio de igualdad de los administrados, fundamento último de lo que de obli­gatorio y vinculante puede haber en los precedentes y prácticas admi­nistrativas.
7. LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO
Cuando los autores de la anterior redacción del artículo 6 del Código Civil llamaron a los principios generales del Derecho, en defecto de Ley
y costumbre y como último recurso al servicio de la obligación de los jucces de fallar los casos controvertidos, es presumible que no tuvieran una idea muy exacta de su naturaleza y contenido y, desde luego, no sospechaban la importancia que habra de concedérseles en el Derecho administrativo. Para algunos, los principios generales del Derecho se iden­tificarían, sin duda, con los principios del Derecho natural, entendidos según la ideología personal de cada uno; otros quizá entendiesen, como ahora es moda, que los principios generales del Derecho no fueran más
. . . . .
que ios principios informadores del Derecho positivo—es decir, el arco de bóveda del ordenamiento jurídico—o ambas cosas a la vez, como parece querer indicar ahora el artículo 1.4 del Código Civil:
En todo caso, está claro que el Código Civil al establecer los principios generales como fuente del Derecho no fue nada original, ya que la fórmula fue importada de Italia, concretamente del Código Civil de 1865; por el contrario, el Código napoleónico, que inspiró buena parte de nuestra obra codificadora, para nada alude a los principios generales del Derecho.
La verdad es, además, que el signo de la importación perdura en esta materia, pues ni la doctrina ni la jurisprudencia de nuestro pafs han ofrecido una explicación coherente sobre la naturaleza y contenido de los principios generales del Derecho. De aquí que convenga exponer el alcance de esta fuente del Derecho en otros sistemas jurídicos, a fin de valorar desde ellos el significado que pueda dárseles en el Derecho español.
A) Ultra vires y naturaljustire en el Derecho inglés
La fe en unos principios inmutables y eternos que se imponían a las propias normas escritas del Poder legislativo llega en Inglaterra hasta el siglo xvin, en el que tal concepción comienza a resultar incompatible con la moderna teoría de la soberanía parlamentaria. En la actualidad, el dogma de la soberanía del Parlamento y la primacía y poder de la ley escr~ta que aquél aprueba—el positivismo, en suma—no soportan en el Derecho inglés ninguna clase de limitaciones y, en consecuencia, tampoco lo son la justicia natural o el Derecho natural, la ley de Dios, el Derecho común o la razón, como variedades del viejo concepto de ley fundamental y eterna (WADE).
Sin embargo, esas nociones y los principios que en ellas se encierran juegan ahora en el campo de la aplicación del Derecho escrito como
un medio de interpretarlo y suplir sus lagunas. Los Tribunales presumen —y esa presunción no suele ser desmentida por el comportamiento del Parlamento—que los poderes derivados de la ley están limitados por la ley misma 0 por unos principios que obligan a ejercitarlos de manera recta y adecuada. Estos principios correctores del positivismo integran el ultra vires, el cual reviste, a su vez, dos modalidades: una sustancial (substantive ultra vires), que hace referencia a los límites o limitaciones materiales del poder, y otra procedimental o procesal, que comprende las reglas a que ha de ajustarse su ejercicio y que integran la natural justice.
La doctrina de ultra vires material parte de la inexistencia de poderes ilimitados. Todo poder, por el contrario, tiene contornos definidos, bien de forma explícita, bien implícita y justamente a través de principios generales que se concretan en la imposibilidad de ejercer el poder de forma arbitraria o irrazonable y en la prohibición de actuar de mala fe.
La natural justice comprende, por su parte, dos reglas capitales de procedimiento aplicables tanto a los Jucces y Tribunales de Justicia como a los Tribunales estatutarios o administrativos y a los actos administrativos de las autoridades, si su naturaleza lo permite. Estas reglas son que ningún hombre puede decidir su propia causa o ser Juez sobre un asunto en el que tiene interés y que nadie puede ser condenado sin ser oído, o lo que es igual, que toda persona tiene derecho a que se le escuche antes de que sea tomada una decisión que afecte a su libertad 0 intereses. Esta última regla, según gustan de recordar los juristas anglosajones, tuvo su primera aplicación en el Jardín del Edén, pues ciertamente —como observó uno de los Jucces que en 1927 fallaron el caso del Rey versas Universidad de Cambridge—incluso Adán había sido llamado por Dios para acusarle de haber comido el fruto del árbol prohibido y permitirle alegar en su defensa antes de ser expulsado del Paraíso.
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B) Los principios generales en el Derecho administrativo francés
La evolución del juego de los principios generales del Derecho en Francia es justamente inversa a la seguida en el Derecho inglés: los prin­cipios generales se han impuesto recientemente sobre un fondo real de predominio de la concepción positivista del Derecho.
El imperio prácticamente exclusivo de la ley escrita trae causa, sin duda, del espíritu de la Revolución Francesa con su adhesión a las cons­trucciones racionalistas—incompatibles con el desorden de un sistema consuctudinario—y una concepción política en la que los Jucces no

pueden aspirar más que a la aplicación mecánica del Derecho escrito, cuya creación es monopolio exclusivo del Poder legislativo. El exacerbado racionalismo llevará a la fe absoluta en la codificación y la supremacía de la ley y cerrará el paso como fuentes del Derecho a la Jurisprudencia, el Derecho natural o los principios generales, que ni siquiera cita el Código Civil napoleónico.


¿Cómo entonces ha sido posible en ese contexto la aparición de una fuente del Derecho de tan extraordinaria pujanza como los principios generales en el Derecho administrativo francés? La explicación no es posible deducirla del mandato o la orientación de las reglas constitu­cionales—prácticamente las mismas desde la Revolución y tan aplicables al Derecho privado como al administrativo—, sino de circunstancias pecu­liares y concretas en el nacimiento y evolución del Derecho administrativo.
En efecto, como señala RiVERO, a quien puntualmente se sigue, la primera circunstancia consistió en que la ley o más bien las leyes admi­nistrativas—pues aquí no hay codificación—ofrecían un espectáculo menos majestuoso que el Derecho privado o el Derecho penal, ya codi­ficados a principios del siglo xix, puesto que las bases del régimen admi­nistrativo fueron casi totalmente renovadas por la Revolución y el Impe­rio, y la tradición no aportaba ningún elemento utilizable para el Derecho administrativo. En consecuencia, vocabulario, conceptos correspondientes a las nuevas situaciones, todo estaba por construir; la herencia que facilitó la rápida elaboración del Derecho civil hacía notar aquí su falta. 1,as leyes administrativas van a nacer sin plan preconcebido, a medida que los Gobiernos van juzgándolas necesarias para organizar determinados servicios públicos y, por ello, son esencialmente pragmáticas, limitándose a describir el mecanismo administrativo cuya creación parece necesaria o un procedimiento imprescindible para la acción administrativa.
Desde el principio, las leyes administrativas establecen sus disposi­ciones no a la vista de categorías jurídicas definidas abstractamente en términos generales, sino a la vista de casos concretos. Así, por ejemplo, la ley administrativa ignora, en principio, la responsabilidad del poder público en general, aunque lo admita y reglamente en casos concretos (por ejemplo, la de los Municipios en caso de mot~n), y asimismo ignoró hasta los últimos tiempos el concepto y el régimen jurídico de la función pública, limitándose a conceder ciertas garant~as a este o a aquel cuerpo particular de funcionarios.
Pragmática, concreta, incompleta, dejando fuera de sus supuestos campos amplísimos—sigue diciendo R;VERO—la ley administrativa no pod~a, pues, prestar al juez administrativo los mismos servicios que el Código Civil al juez ordinario. Pero el Consejo de Estado francés no
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se va a atrincherar tras el silencio de la ley para rehusar su fallo y aquí aparecen las diferencias que lo separan del juez ordinario civil o penal: estrechamente asociado a la labor del Ejecutivo al cual, además de juzgar, asesora y aconseja en asuntos administrativos, el Consejo de Estado fran­cés no ha experimentado nunca con respecto a la ley escrita la timidez un poco supersticiosa que ha paralizado durante mucho tiempo las ini­ciativas del juez ordinario; como reflejo natural de su situación junto a las fuentes de poder, apoyado sólidamente por éste, ha ido siempre espontáneamente en vanguardia. De otro lado, las necesidades prácticas de la vida administrativa, para las cuales su posición le hacían espe­cialmente sensible, no permitían dejar sin solución los litigios de la vida cotidiana, creando el Derecho cuando el Derecho faltaba, y sin dejarse detener por escrúpulos doctrinales. As' han ido naciendo a lo largo del siglo xix las reglas fundamentales cuyo conjunto ha terminado consti­tuyendo el Derecho administrativo francés en los intersticios de la ley y por la acción espontánea del juez.
Ahora bien, si el Juez administrativo—el Consejo de Estado—no ha vacilado en hacer firme por su propia autoridad unas nuevas reglas, sólo excepcionalmente reconoce en s' mismo este poder creador del Dere­cho; más frecuentemente se presenta como el servidor de un cuerpo de reglas no escritas que no deben su autoridad a los textos, pero que vinculan tanto como la ley su actividad. A este conjunto de reglas sólo muy recien­temente se ha atrevido el Consejo de Estado a llamarles «principios gene­rales del Derecho» y a reconocerles valor autónomo de fuentes del Dere­cho, distinta de la ley escrita y de la regla jurisprudencial. Y se abrevió a partir de 1942, precisamente porque como recuerda el autor citado «los turbulentos años vividos por Francia entre 1940 y la entrada en vigor de la Constitución de 1946, la sucesión de regímenes inspirados por ideologías muy diferentes, provocaron una gran inestabilidad en el Derecho escrito, y como no hay seguridad jurídica para los particulares fuera de la continuidad del Derecho, el Consejo de Estado, consciente del valor de esta continuidad, ha tenido que ir a buscarla fuera de la ley para mantenerla pese a los cambios pol¿ticos y a sus repercusiones legislativas». Así, «afirmando enérgicamente la estabilidad de los principios, pudo limitar y corregir los efectos de la ines­tabilidad de las leyes. Y era ésta la solución tanto más necesaria cuanto que cientos de estas leyes, dictadas en función de graves circunstancias eco­nómica.s; internacionales 0 por la opresión del ocupante nazi 0 por la pasión política, implicaban graves atentados al respeto a la persona y de las libertades humanas, considerada.s como el fundamento tradicional del Derecho público frances. Apoyándose sobre estos principios, el Consejo de Estado pado mini­mizar el alcance de estas leyes, interpretarlas de la manera más restrictiva posible y salvaguardar us' al máximo las libertades esenciales. El recurso a los principios generale.s nacidos de circunstancias excepcionales ha sobre­vivido u lu cle.supa/icion de éstas».
Concretando el contenido de los principios generales del Derecho administrativo francés, RIVERO IOS clasifica en cuatro grupos:
El primer grupo, el más importante, está constituido por el conjunto de reglas emanadas de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, que constituye el fondo común del liberalismo tradicional: en el orden constitucional, el principio de la separación de poderes que inspira toda la jurisprudencia relativa a la delimitación de competencias admi­nistrativas y judiciales; en el orden administrativo, los principios de liber­tad y de igualdad con sus múltiples aplicaciones: libertad individual, de conciencia, de prensa, de reunión, etc.; igualdad de los usuarios ante los servicios públicos, de los contribuyentes ante los impuestos, de los ciudadanos ante la ley.
El segundo grupo comprende reglas más técnicas que el Consejo de Estado ha encontrado formuladas en el Código Civil o en las leyes de procedimiento respecto de ciertas situaciones particulares y las que deriva para trasponerlas, ampliándolas y adaptándolas, al orden administrativo, porque las juzga consustanciales con el orden jurídico. Así, el principio de la no retroactividad del Derecho, el que liga a la falta cometida la obligación de reparar el daño, el de que nadie puede enriquecerse injus­tamente a expensas de otro, y el principio según el cual nadie puede ser condenado sin haber podido defenderse, que el Consejo de Estado traspaso de la represión penal.
En un tercer grupo se reúnen algunos principios cuyo origen es pura­mente moral y que el juez impone a la Administración: en primer lugar, el gran principio que asigna como objeto de la acción de ésta la sola prosecución del bien común, del interés general, y que entraña la anu­lación de todas las medidas tomadas en vista de un fin personal o par­ticular; también el principio según el cual la Administración no debe mentir y que conduce a la anulación de las decisiones cuyos motivos son reconocidos como inexactos.
Hay, en fin, un último grupo de principios que el Consejo de Estado extrae del análisis de la «naturaleza de las cosas», de la lógica de las instituciones, según la cual tal fin exige tal medio: es propio de la natu­raleza de los servicios públicos funcionar sin interrupción, deduciéndose as' el principio de la continuidad del servicio público; es consustancial a la naturaleza del poder jerárquico atribuir al superior la competencia reglamentaria necesaria para el funcionamiento del servicio que le ha sido confiado; es propio de la naturaleza de la acción gubernamental la facultad, si el interés público lo exige, de liherarse de la letra de la ley cuando ésta paralizaría peligrosamente iniciativas necesarias, de donde se deriva la teor~a de las «circunstancias excepcion¿iles», que reconoce
en tiempo de crisis la legalidad de las decisiones necesarias aun cuando hayan sido tomadas praeter legem o incluso contra legem.
C) Los principios generales en el Derecho administrativo español
La admisión de los principios generales como fuente del Derecho está fuera de duda porque a ellos se refiere el Código Civil en el ar­t~culo 1.4: ·Además, el Derecho administrativo español cuenta con un reco­nocimiento ya clásico de esta fuente en la Exposición de Motivos de la Ley de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa de 1956, donde a propósito de los fundamentos jurídicos que pueden llevar a la estimación o desestimación de las pretensiones deducidas contra el acto adminis­trativo, se afirma que la conformidad o disconformidad de un acto con el Derecho no se refiere sólo al Derecho escrito, sino al Derecho en general, es decir, ·al Ordenamiento jur~dico, por entender que reconducirla simplemente a las leyes equivale a incurrir en un positivismo superado y olvidar que lo jur~dico no se encierra y circunscribe a las disposiciones escri­tas, sino que se extiende a los principios y a la norrnatividad inmanente en la naturaleza de las instituciones».
Pero ¿cuáles son en concreto estos principios?, ¿dónde están?, ¿quién los ha formulado?, ¿son los mismos o distintos de los que hemos visto aceptados en el Derecho anglosajón y en el Derecho administrativo fran­eés? Con carácter general, puede afirmarse que son los mismos. La dife­rencia está en que mientras en Inglaterra y Francia esos principios han sido formulados por la jurisprudencia, en España ha sido el legislador el que les ha dado vida positivizándolos, hasta el punto que, incorporados en su mayor parte al Derecho escrito, puede dudarse que exista alguna posibilidad, para el intérprete, de realizar formulaciones diversas de algún interés.
Las cosas han ocurrido así porque nuestro Derecho administrativo poco o nada debe en su creación y desarrollo a la labor del Consejo de Estado o de los Tribunales Contenciosoadministrativos, quizá en parte porque la Jurisdicción administrativa, encarnada primero en aquél y des­pués en éstos dentro del sistema judicial común, ha sufrido profundos cambios desde su instauración en 1845 que le han privado de una mínima tradición e impedido una labor doctrinal continuada y coherente.
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Pero, como se decía, lo que no hizo la jurisprudencia lo ha hecho el legislador, animado por una doctrina científica muy pendiente del Dere­
cha comparado. Esa importación masiva de principios generales comienza con la Ley de Expropiación Forzasa de 1954, que incorpora el principio de responsabilidad de las administraciones públicas y con la que se inicia una serie de leyes que, sin llegar a la codificación, tratan de abordar de forma general y abstracta el Derecho administrativo, que había seguido hasta entonces las trazas concretas y pragmáticas del Derecho francés. Viene después la Ley de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa de 1956 y en los dos años siguientes las de Régimen Juridico de la Admi­nistración del Estado y de Procedimiento Administrativo. Por virtud de estas leyes y por otras de rango fundamental, como la Ley Orgánica del Estado de 1967 y ahora la Constitución de 1978, se incorporan a nuestro Derecho todas las reglas que consagran derechos y libertades fundamen­tales o principios generales del Derecho en otros ordenamientos.
Asi, la regla anglosajona del ultra vires, que entiende limitado todo poder y obliga a ejercerlo de forma razonable y de buena fe, puede entenderse recogida en la regla de la adecuación de las potestades admi­nistrativas a los fines públicos por los que han sido atribuidas, cuya inob­servancia se sanciona con la aceptación de la desviación de poder como uno de los vicios que anulan el acto administrativo (arts. 63.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedi­miento Administrativo Común y 83.3 de la Ley de la Jurisdicción Con­tenciosoAdministrativa); por su parte, las dos reglas de la natural just¿ce, relativas al principio de audiencia y a la neutralidad de los titulares de los órganos de decisión, están incorporadas a nuestro Derecho positivo en la regulación general de la audiencia del interesado y las causas de abstención y recusación (arts. 84, 28 y 29 de la Ley de Régimen Jur~dico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común) e incluso por la propia Constitución, que sanciona la interdicción de la arbitrariedad en el ejercicio del poder, prohibe toda situación de indefensión e impone la objetividad como regla de la actuación admi­nistrativa (arts. 9, 24 y 103).
Finalmente, la Constitución tampoco ha dejado de mencionar ninguno de los que, según se ha visto, se entienden por principios generales del Derecho en otros sistemas. Desde la regulación de los derechos fun­damentales y libertades públicas del Titulo I hasta los principios generales más t~picamente administrativos, como el principio de irretroactividad (art. 9), de igualdad, mérito y capacidad para el acceso a las funciones y empleos públicos (arts. 14, 23.2 y 103.3), de responsabilidad patrimonial de las administraciones públicas (art. 106.2) o de regularidad y conti­nuidad del funcionamiento de los servicios públicos (alusión del art. 28.2 al mantenimiento de los servicios esenciales como un hmite al ejercicio del derecho de huelga).
8. LA JURISPRUDENCIA
Frente a la tradición anglosajona de considerar el contenido argu­mental, la ratio decidendi de algunas decisiones judiciales (en Inglaterra, las sentencias dictadas por la Cámara de los Lores y la Corte de Ape­lación) como precedentes vinculantes y, por tanto, como fuente funda­mental del Derecho, en el continente se intentó acabar de ra~z tras la Revolución Francesa con la prepotencia que los Tribunales ostentaron en el Antiguo Régimen, negando a sus sentencias el valor de fuentes del Derecho. Esta prevención contra los jueces que intentaran hacer el papel de legisladores resulta patente en el Código napoleónico, que sale al paso de este riesgo prohibiendo a los Tribunales ·pronunciarse por v~a de disposición general y reglamentaria sobre las causas que les son same­tidas» (art. 5).
Nuestro Código Civil tampoco incluia en su redacción originaria, siguiendo la tradición francesa, a la Jurisprudencia en la enumeración de fuentes del art~culo 6, llamando, como se ha dicho, a la costumbre y a los principios generales del Derecho en defecto de ley. Asimismo, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 preveme también a los jucces contra la tentación de considerarse legisladores, prohibiéndoles ·dictar reglas o disposiciones de carácter general acerca de la interpretación de las leyes» (art. 4). Esa prohibición se expresa hoy en el artículo 12.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985: «tampoco podrán los jueces y Tribunales, órganos de gobiemo de los mismos o el Consejo General del Poder Judicial dictar instrucciones de carácter general o particular, diri­gidas a sus inferiores, sobre la aplicación o interpretación del ordenamiento jur~dico que lleven a cabo en el ejercicio de su función jurisdiccional».
La realidad, sin embargo, tanto en Francia como en España ha dis­currido por caminos diversos de los inicialmente previstos. Así, en la aplicación del Derecho privado y en base a la regulación del recurso de casación ante el Tribunal Supremo que permitía su interposición en caso de quebrantamiento de doctrina legal, es decir, de los criterios rei­terados del propio Tribunal Supromo en anteriores decisiones, la Juris­prudencia se constituyó de hecho y de derecho en una fuente de mayor eficacia que la costumbre y los principios generales. En Francia, a su vez, la posición del Consejo de Estado—auxiliar y asesor del Gobierno y al propio tiempo instancia superior de la Justicia administrativa—ori­ginó, como se ha dicho, que sus decisiones fueran alumbrando un conjunto de normas generales sobre los actos, los contratos, la responsabilidad, los funcionarios, etc., que tienen hoy el valor de reglas jurídicas fun­
damentales dentro del Derecho administrativo, hasta el punto que se considera a este Derecho como eminentemente pretoriano, es decir, de creación y origen judicial.
En general, la Jurisprudencia posee en la vida del Derecho una eficacia condicionante de la actividad de los sujetos igual—o incluso mayor— que las normas que aplica. Y esto no ocurre sólo en el mundo forense; no se trata solamente de que en el seno de un litigio sea mejor disponer de una sentencia aplicable al caso que de una norma. El fenómeno es más profundo: lo que ocurre es—como ha dicho SANTAMARTA PASTOR— que la doctrina jurisprudencial se adhiere a las normas como una segunda piel, limitando o ampliando su sentido, en todo caso, concretándolo y modificándolo, de tal forma que las normas no dicen lo que dice su texto, sino lo que los Tribunales dicen que dicen. De forma inevitable, conscientemente o no, la doctrina jurisprudencial termina creando De­recho.
Por otra parte, los Jueces y Tribunales se ven impulsados a seguir los criterios interpretativos sentados por los órganos judiciales superiores por razón de coherencia o para evitar la revocación de sus fallos. De alguna forma la observancia del precedente judicial es, además, una con­ducta jurídicamente exigible en virtud del principio constitucional de igualdad (art. 14 de la Constitución), que proh~be que dos o más supuestos de hecho sustancialmente iguales puedan ser resueltos por otras tantas sentencias de forma injustificadamente dispar (os' Lo ha dicho el Tribunal Constitucional de manera reiterada: Sentencias 8/1981, de 30 de marzo; 49/1982, de 14 de junio; 52/1982, de 22 de julio, y 2/1983, de 24 de enero).
Pues bien, quizá haya sido la gran distancia entre el intento frustrado de negar radicalmente a las decisiones judiciales un lugar en el sistema de fuentes y estos magros resultados sobre el valor y la influencia de la jurisprudencia, tanto en el Derecho privado como en el administrativo, lo que explique que en la reforma del Código civil de 19731974 (Ley de 17 de marzo de 1973 y Decreto de 31 de mayo de 1974) se mencione a la misma para, aun sin reconocerle directamente el valor de fuente del Derecho, decir al menos de ella que «complementará el ordenamiento jurfdico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supre­mo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho» (art. 1.ó).
En todo caso, dicho precepto hay que entenderlo ahora en el contexto de la Constitución de 1978 que ofrece la realidad de una Justicia Cons­titucional por encima del propio Tribunal Supremo. De aqu' que el ar­tículo 5.1 de la Ley Orgánica del Poder Ju~licial de 1985 rccuerde que
·la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jur¿'dico, y vincula a todos los jucces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos; seg¿`n los preceptos y principios constitucionales conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos».
Por último existen además otras dos fuentes de doctrina jurispru­dencial que son fruto de nuestra integración europea: de una parte, la Jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que vincula en función del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Públicas de 4 de noviembre de 1950 (ratificado por España el 26 de septiembre de 1979), en relación con lo dispuesto por el art~culo 10.2 de la Constitución a cuyo tenor «las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanosy los tratadosy acuerdos intemacionales sobre las mismas materias ratificados por España».
De otro lado, son vinculantes también para los Tribunales y auto­ridades españolas las decisiones del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea, en función de los mismos parámetros que en el sistema de fuentes corresponden al Derecho comunitario.
1. CONCEPTO Y CLASES
De la misma manera que la función legislativa se manifiesta y concreta en la elaboración de normas generales y la judicial en las sentencias, la Administración formaliza su función gestora con repercusión directa o indirecta en los intereses, derechos y libertades de los ciudadanos a través de los actos administrativos. Precisamente porque el acto administrativo concreta y mide el alcance de esa incidencia, la teoría de éste se ha construido para delimitar el objeto de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa, facilitando de esta manera el control judicial de la acti" vidad administrativa jundicamente relevante.
Ahora bien, si el acto administrativo sigue siendo, básicamente, una resolución enjuiciable, su concepto no debe comprender más que aquello que constituye objeto de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa, por lo que no sirve de mucho la definición ya clásica de ZANOBINl, muy difundida en la doctrina española, según la cual acto administrativo es «toda man¿festación de voluntad, de deseo, de conocimiento o de juicio realizada por la Administración Pública en el ejercicio de una potestad administrativa». Este amphsimo concepto es únicamente válido como descripción general de la actividad formal de la Administración, pero evidentemente no se corresponde con el objeto de la fiscalización judicial de la actividad administrativa, a cuyo servicio cobra sentido y ha tenido hasta ahora utilidad
la elaboración jurisprudencial y doctrinal de este concepto, en el que se incluyen únicamente las «resoluciones» definitivas (art. 37 de la Ley de la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa). Todos los demás actos y actuaciones que se dan dentro de un procedimiento administrativo (convocatorias de órganos colegiados, petición de informes, emisión de éstos por los órganos consultivos, unión de certificaciones, etc.), lo mismo que las consultas que la Administración emite a requerimiento de los particulares, son imputables desde luego a la Administración, y podrán ser analizados por los Jueces con motivo de la impugnación del acto administrativo propiamente dicho o principal, pero, al no ser directamente relevantes en la modificación de la posición jurídica de los administrados, no tienen acceso directo e independiente ante los Tribunales Contenciosoadministrativos.
El Tribunal Supremo as~ lo entiende, pues, sin perjuicio de aludir en alguna ocasión a aquel concepto doctrinal (Sentencia de 17 de noviembre de 1980), sólo confiere a las resoluciones o manifestaciones de voluntad creadoras de situaciones jur~dicas el carácter de actos administrativos a los efectos de su enjuiciamiento jurisdiccional (Sentencias de 14 de octubre de 1979 y 30 de abril de 1984). Rechaza por ello que sea acto administrativo .(Sentencia de 30 de abril de 1984). Tampoco considera actos administrativos las certificaciones (Sentencia de 22 de noviembre de 1978) ni las propuestas de resolución (Sentencia de 29 de mayo de 1979).
No obstante, tratándose de manifestaciones de voluntad no es siempre necesario que el acto sea definitivo, es decir, que ponga fin a un procedimiento o impida su continuación, pues el Tribunal Supremo admite también la impugnación separada e independiente de los actos decisorios que inciden en situaciones jur~dicoprivadas o imponen obligaciones durante la sustanciación del procedimiento (Sentencias de 18 de marzo de 1978, 13 de abril de 1981, 4 de noviembre de 1982, 8 de octubre de 1984 y 15 de enero de 1986). También lo admite para los actos de ejecución, cuando suponen contradicción con la actuación administrativa precedente 0 inciden en derechos ajenos a las cuestiones decididas (Sentencias de 28 de noviembre de 1979 y 29 de octubre de 1984). En todo caso, los actos de trámite son susceptibles de impugnación separada ·si

en ellos se viola supuestamente un derecho fundamental de aquellos caya protecc¿ón inmediata pretendió oFtener la Ley 62/1978 y que, en ocasiones, pueden resultar más perjudicados incluso por un acto de trámite o por una medida provisional que por un acto definitivo» (Sentencias de 27 de junio de 1985 y 19 de noviembre de 1986).
En el Derecho francés las definiciones jurisprudenciales y doctrinales del acto administrativo, nombrado como «decisión cjecutoria», están cla­ramente en la Imea expuesta y ponen de relieve que se trata de actos de voluntad—y no de juicio, de desco o de conocimiento—dotados de presunción de validez y fuerza de obligar; lo que lleva a definirles como aquellas resoluciones de la Administración que tienen valor por la sola voluntad de la autoridad investida de la competencia y que están sometidas al control jurisdiccional del Juez administrativo (BENO1T). Precisamente la expresión «decisión ejecutoria» viene a subrayar que la cualidad fun­damental de los actos administrativos, a diferencia de los actos privados, es estar dotados de presunción de validez y fuerza ejecutoria, lo que les asemeja, como se ha dicho y se verá en ulterior capítulo, a las sentencias judiciales.
La doctrina italiana se refiere a esta concepción estricta de los actos administrativos propiamente tales al distinguir entre provvedimenti ammi­nistrativi y atti amministrativi strumentali. El provvedimento amministrativo es una decisión, disposición o prove~do; es, en definitiva, «una manifes­tación de voluntad mediante la cual la autoridad administrativa dispone en orden a los intereses públicos que tiene a su cuidado, ejercitando la propia potestad e incidiendo correlativamente en las situaciones subjetivas del particular» (GIANNINI).
Por otro lado, en nuestro Derecho se limita el concepto de acto admi­nistrativo a los actos con uno o varios destinatarios, pero excluyendo del mismo a los reglamentos. La doctrina lo justifica señalando que la diferencia entre el acto administrativo y el reglamento no es sólo en razón del número de los destinatarios (destinatarios generales o inde­terminados para el reglamento, determinados para el acto individual), sino también de grado y calidad (el reglamento crea o innova derecho objetivo, el acto lo aplica). Por el contrario, los reglamentos se incluyen en Francia dentro del concepto de acto administrativo unilateral o deci­sión ejecutoria, pues más que el contenido del acto o del reglamento —decisión individual en un caso, norma jurídica en otro—, lo que importa para la doctrina francesa es el régimen jur~dico formal—presunción de validez y ejecutoriedad en ambos casos—y la fiscalización judicial, tam­bién común ante la Jurisdicción Contenciosoadministrativa.
Otra puntualización a las anteriores definiciones es que en todas ellas se da a entender que el destinatario de la manifestación de voluntad
que incorpora un acto administrativo es siempre un particular, lo que, si es históricamente cierto en un sistema centralista, como el que han vivido hasta época reciente los pa~ses latinos, no lo es tanto en nuestros días. En efecto, en aquél era inconcebible una reacción judicial contra los actos de una Administración por otra de inferior nivel, resolviéndose los enfrentamientos entre Administraciones por una v~a cuasijerárquica a través del sistema de conflictos. Pero en la actualidad son tan normales los actos de una Administración que tienen a otra por destinataria, como la aplicación a esos actos del régimen de fiscalización contenciosoad­ministrativo, máxime cuando esa posibilidad se ha estimulado en la recien­te legislación como compensación de la supresión de las tutelas del Estado sobre las Corporaciones locales.
Recogiendo esas observaciones, y sin perjuicio de las matizaciones que se harán en los siguientes ep~grafes, se propone definir el acto admi­nistrativo como aquel dictado por una Administración Pública u otro poder público en el ejercicio de potestades administrativas y mediante el.que impone su voluntad sobre los derechos, libertades o intereses de otros sujetos públicos o privados, bajo el control de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa. Dicha definición no sólo está de acuerdo con las nociones italiana y francesa del provved¿mento o de la décision exécutoire, sino también con el concepto que formula la Ley de Pro­cedimiento Administrativo de la República Federal de Alemania, que define el acto administrativo como «toda d¿sposic¿ón, decisión u otra medi­da autoritaria que adopte la Autoridad para regular un supuesto individual en el marco del Derecho público y que se dirige al exterior provocando efectos jurfdicos inmediatos» (art. 35 de la Ley de 25 de mayo de 1976).
En cuanto a la clasificación de los actos administrativos, ha merecido doctrinalmente respuestas muy distintas. Así, hay quien la considera mere­cedora de un tratamiento minucioso (GARRTDO FALLA) y quien, más des­deñosamente, entiende que no tiene interés intentar agotar las distintas especies de actos en un cuadro más o menos grandioso, partiendo de las categorías pandectisticas civiles o bien ofreciendo cuadros descriptivos sobre bases psicológicas o materiales más o menos convencionales, como hace la doctrina alemana e italiana (GARCiA DE ENTERRíA). La realidad es que las agotadoras clasificaciones de italianos y alemanes contrastan con la simplificación de la doctrina francesa.
Esta distingue, en efecto, entre los actos regla 0 reglamentos, las decisiones o actos individuales y los actos condición, en clasificación acor­de con una concepción del acto administrativo amplia, por una parte, en cuanto que incluye los reglamentos, y estricta, por otra, porque sólo considera como productoras de actos administrativos las manifestaciones
de voluntad (y no las de juicio, conocimiento, desco, ni en general los actos instrumentales, según se dijo). El concepto de acto regla o regla­mento ya nos es conocido. Decisión o acto individual es aquel en virtud del cual la autoridad competente crea una situación jurídica que afecta a una persona determinada, por ejemplo, la liquidación de un impuesto; y acto condición aquel por el que la autoridad competente coloca a una persona en una situación jur~dica general e impersonal que tiene por efecto hacer posible sobre ella la aplicación de una normativa preexis­tente, como ocurre, por ejemplo, con el acto de nacionalización o de nombramiento de un funcionario. La decisión individual crea un derecho o un deber subjetivo concreto y cuantificable en cada caso; el acto con­dición otorga una cualidad impersonal, siempre la misma.
En nuestra doctrina, GARRiDO, remitiendo los reglamentos, como es normal entre nosotros, a la teor~a de las fuentes, clasifica los actos por la extensión de sus efectos en generales y concretos; por la posibilidad de su fiscalización, en impugnables e inimpugnables; por razón del tipo de facultades ejercitadas, en discrecionales y reglados; por los sujetos que intervienen, en actos simples y complejos, unilaterales y bilaterales, y por razón del contenido del acto y sus efectos, en meros actos admi­nistrativos y actos negocios jurídicos, actos definitivos y actos de trámite.
De la diversidad de criterios de distinción y clases de actos admi­nistrativos se tomarán aqu~, en primer lugar, aquellos que ofrecen una cierta dificultad a efectos de su enjuiciamiento, bien porque está admitido, a pesar de no ser actos formalmente imputables a una Administración Pública, como los «actos de administración» de otros poderes públicos, bien porque ese enjuiciamiento está descartado, no obstante tratarse de actos de la Administración Pública, ya sea por razones políticas, como es el caso de los llamados «actos de gobierno», porque han sido dictados en ejercicio de potestades discrecionales, o por razones procesales (actos de trámite, actos confirmatorios, actos que no causan estado). Asimismo, se ofrecerá un cuadro clasificatorio en razón del contenido de los actos administrativos, partiendo de las dos grandes categor~as de actos amplia­tivos y actos de gravamen, lo que se traduce en un régimen sustantivo diverso, para terminar con las clases de actos administrativos por la forma de su manifestación (actos expresos y actos presuntos o por silencio administrativo).
2.
ACTOS ADMINISTRATIVOS DE OTROS PODERES PUBLICOS. LOS ACTOS DE GOBIERNO JUDICIAL
Actos administrativos que tienen su origen en organizaciones o pode­res públicos que no son formalmente Administración Pública, como se
dijo en el Capítulo I, son los dictados fuera del ejercicio de las funciones típicas y definidoras de estos otros poderes (la legislativa en las Cortes, la judicial en el Tribunal Constitucional, la controladora en el Defensor del Pueblo, etc.). Son, pues, actos marginales en el conjunto de la actividad de esos organismos, nacidos de su inevitable actividad logística o domés­tica allende la Administración propiamente dicha y cuyas leyes orgánicas definen y califican de ordinario como «actos de administración y per­sonal». Esta extensión del concepto de acto administrativo y del control judicial ha de valorarse como un progreso del Estado de Derecho que extiende ah~ra el control jurisdiccional contenciosoadministrativo a todos los ámbitos en que se manifieste materialmente una actividad adminis­trativa (art. 106.1 de la Constitución).
En efecto, la regla tradicional del Derecho parlamentario que consistía en cubrir esta actividad logística y doméstica de las Cámaras con el manto de la soberanía propia de la acción legislativa y declarar exentos de toda fiscalización jurisdiccional los que se llaman actos administrativos de las Asambleas parlamentarias—ya abandonada en el Derecho francés (Or­denanza Orgánica de 17 de noviembre de 1958 y Ley de Finanzas de 23 de febrero de 1963)—hay que entenderla superada en nuestro Derecho por el art~culo 24 de la Constitución, que al consagrar el principio de garantía judicial efectiva e impedir toda suerte de indefensión frente a cualquiera de los poderes públicos, fuerza a aplicar a esta actividad de las Cortes el régimen de fiscalización judicial propio de los actos administrativos (GARRIDO FALLA), pese a algún pronunciamiento judicial producido en la anterior situación constitucional (Auto de la Sala V del Tribunal Supremo de 14 de noviembre de 1969). Así lo reconoce el art~culo 58 de la Ley Orgánica 6/1985 del Poder Judicial, que asigna al Tribunal Supremo la competencia para conocer de los recursos contra actos y disposiciones de los órganos de gobierno del Congreso y del Senado. Y lo mismo puede decirse de los actos en materia de personal y administración de los órganos legislativos de las Comunidades Autó­nomas, cuyo enjuiciamiento corresponde a los Tribunales Superiores de Justicia [art. 74.1.c) de la Ley Orgánica del Poder Judicial].
Análogamente, la actividad administrativa del Tribunal Constitucional —al margen de su actividad jurisdiccional, que se desarrolla por cauces procesales especificos—es hoy enjuiciable por la Jurisdicción Conten­ciosoadministrativa. Pues aunque su Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octu­bre, sólo prevé expresamente el recurso contenciosoadministrativo contra las resoluciones individuales en materia de personal, hay que entender que también son enjuiciables las disposiciones generales en esta materia, así como los actos dictados en materia contractual para atender a sus necesidades de organización y funcionamiento (art. 99.3).
Conclusiones similares pueden establecerse para el Defensor del Pue­blo y el Tribunal de Cuentas, cuyos «actos en materia de personal y de administración», como los de los órganos antes dichos, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 ha declarado fiscalizables por los Tribunales Contenciosoadministrativos (art. 58).
Sin embargo, entre todos los poderes públicos el que da el nivel máximo de actividad enjuiciable y, por consiguiente, de actos que pueden ser calificados como administrativos, es el Consejo General del Poder Judicial, sometido al Derecho administrativo y al control de esta Juris­dicción en el conjunto de su actividad como si de una Administración Pública se tratase. En este sentido, su actividad más bpica, relativa al nombramiento de cargos judiciales, situaciones de Jueces y Magistrados e imposición de medidas disciplinarias, se sujetan a los principios y pro­cedimientos de Derecho administrativo y son enjuiciados al modo con­tenciosoadministrativo por el Tribunal Supremo. Por supuesto, también se sujeta a un régimen administrativo e idéntico control la actividad logís­tica o instrumental que el Consejo del Poder Judicial desarrolla en rela­ción a su personal, a sus contratos y bienes (arts. 142 y 143 de la Ley 6/1985, de 1 de julio, Orgánica del Poder Judicial).
3. LOS ACrOS POLÍTlCOS O DE GOBIERNO
De la delimitación de los actos administrativos que se desprende de la definición formulada más arriba hay que plantear ahora la eventual exclusión de determinadas actividades y resoluciones de la Administración que, por razón de sus contenidos, no son plenamente enjuiciables por los Tribunales del orden administrativo. Entre ellas sobresalen los lla­mados actos del Gobierno que, no obstante emanar de un órgano de la Administración del Estado, como es el Consejo de Ministros, no se consideran en determinados casos, conocidos a nuestros efectos como «actos de gobierno», susceptibles de control judicial.
El concepto de «acto de gobierno» o «acto político» nace en el Dere­cho francés durante la etapa de la Restauración Borbónica, como un mecanismo defensivo del Consejo de Estado que tenía que hacerse per­donar sus orígenes napoleónicos y luchar por su pervivencia. Ese concepto grato a los nuevos gobernantes le permite excluir del recurso por exceso de poder los actos de la Administración, y funciamentalmente del Gobier­no, que aparecieran inspirados en un «móvil político», calificándolos como actos judicialmente inatacables. Sin embargo, a partir de 1875 el Consejo de Estado reducirá al máximo este concepto, ciñéndolo a los actos dic­tados en ejercicio de la función gubcrnamental como distinta de la función
administrativa. Propios de aquélla se consideran ya únicamente las fun­ciones de relación del Gobierno con el Parlamento y otros poderes públi­cos, los actos relativos a las relaciones internacionales y las medidas refe­rentes a la conducción de la guerra; por consiguiente, los actos que se dictan sobre estas materias no se consideran actos administrativos a efec­tos de su fiscalización jurisdiccional, pero s~ todas las demás disposiciones y resoluciones del Gobierno.
En nuestros primeros textos sobre la Justicia administrativa (Ley de Organización y Atribuciones del Consejo Real de 6 de julio de 1845 y Reglamento de 30 de diciembre de 1846, sobre el modo de proceder en los negocios contenciosos de la Administración que se ventilan en el Consejo Real) no ha lugar al concepto de acto de gobierno, porque m siqu~era ex~ste un recurso por exceso de poder, circunscribiéndose el de plena jurisdicción a los recursos originados por el cumplimiento, inteligencia, rescisión y efectos de los remates y contratos celebrados por los distintos ramos de la Administración. Todos los demás recursos, es decir, los originados por las demandas contenciosas a que daban lugar las resoluciones de los Ministros, sólo podían ser enjuiciados cuando el propio Ministro, previa audiencia del Consejo de Ministros, as~ lo aceptase: .(art. 52 del Real Decreto de 30 de diciembre de 1846). En ese contexto de irrecurribilidad de la mayona de las resoluciones de la Administración central del Estado ningún sentido tema, por consiguiente, el concepto de acto de gobierno.
El concepto aparece precisamente cuando la materia contenciosa se amplía y define por la técnica de la cláusula general con determinadas excepciones, que es lo que tiene lugar con la Ley de la Jurisdicción Con­tenciosoAdministrativa de Santamaría de Paredes de 1888. Justamente entonces se configuran los actos políticos o de gobierno como una clase o suerte de actos que, por entenderse referidos a materias ·se excluyen del control juris­diccional. Se incluyen, entonces, como tales «las cuestiones que, por la naturaleza de los actos de que nazcan 0 de la materia sobre la que versen, pertenezcan al orden pol~tico o de gobiemo, y las disposiciones de carácter general relativas a la salad e higiene públicas, al orden público y a la defensa del tewitorio, sin perjuicio del derecho a las indemnizaciones a que puedan dar lugar tales disposiciones» (art. 4 del Reglamento, aprobado por Real Decreto de 29 de diciembre de 1890).

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