El derecho administrativo


La reserva a la Jurisdicción penal de la calificación del acto cons­titutivo de



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La reserva a la Jurisdicción penal de la calificación del acto cons­titutivo de delito o viciado por un delito encuentra expl~cito apoyo en el artículo 4 de la Ley de la Jurisdicción Contenciosoadministrativa que excluye del conocimiento de ésta las cuestiones prejudiciales de carácter penal, en el articulo 1 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que reserva a la competencia exclusiva de los Tribunales penales el enjuiciamiento de los hechos constitutivos de delito, en el art~culo 118.4 de la Ley de Régimen Juridico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común que exige sentencia judicial firme para la con­currencia de los motivos de revisión de los actos administrativos que menciona, y por último, en el artículo 10 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 que, como excepción a la regla general de que cada orden jurisdiccional podrá conocer «a los solos efectos prejudiciales de asuntos que no le estén atribuidos privat¿vamente», se refiere a «la cuestión prejudic¿al penal de la que no pueda presc¿nd¿rse para la deb¿da decisión o que cond¿c¿one d¿rectamente el conten¿do de ésta que deterrn¿nará la sus­pens¿ón del proced¿m¿ento m¿entras aquélla no sea resuelta por los órganos penales a quienes corresponda, salvo las excepciones que la Ley establezca».
No obstante, de lege ferenda se postula reconocer la competencia de _os Tribunales Contenciosoadministrativos para una calificación p~u. dicial objetiva del presunto delito como a¿ción t~pica y antijur~dica a
los solos efectos de anulación~del acto, pero sin prejuzgar la condena penal, ni suponer imputación a persona alguna, ni cond~icionar la actu~ ción de los Tribunales penales a los que en definitiva correspondería conlpletar en su caso, esa; calificación objetiva, con los elementos de la in~put_bilidad y culpabilidad para lá imposición de las penas. Sólo si se admite esa competencia projudicial en la Jurisdicción Contencio­soadministrativa podrán real5mçnte anularse aquellos actos que, siendo constitutivos de delito, no se pueda l~egar a una sentencia de condena, bien por falta de los elementos subjetivos del delito, culpabilidad o impu­tabilidad, bien porque se ha extinguido la acción penal como en los casos de muerte del reo, amnistia 0 prescripción del delito 0 de la pena.
E) Actos dictados con falta total y absoluta de procedimiento.

El alcance invalidutorio de los vicios de forma
Frente al principio de esencialidad de las formas—regla capital de todo proceso, sobre todo del penal, porque los vicios de forma afectan al derecho de defensa de las partes, principio que una arraigada tradición jurisprudencial ha considerado con toda lógica como materia de orden público—la Ley de Régimen Juridico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común reduce al mínimo los efectos invalidatorios de los vicios de procedimiento, de manera que o bien este defecto es muy grave, en cuyo caso estamos en presencia de la nulidad absoluta o de pleno derecho, o no lo es tanto y entonces no invalida el acto, constituyendo simplemente una irregularidad no invalidante. Con esta interpretación, los dos supuestos de vicios de forma contemplados en el artículo 63.2 como supuestos de anulabilidad (~lo serían realmente de nulidad de pleno derecho.
El defecto de forma, en efecto, se puede referir en primer lugar al procedimiento de producción del acto, siendo nulo de pleno derecho si, como dice la Ley, `En la falta total y absoluta de procedimiento deben encuadrarse también los casos de cambio del procedimiento legalmente establecido .por otro distinto, que equivale a la «falta del procedimiento establecido para ello» y que la doctrina francesa tipifica como supuestos de desviación de procedimiento (desviation de procedure). Así, puede estimarse el vicio de nulidad en la adjudicación directa de una plaza de funcionario vacante cuando corresponde sacarla a concurso o a oposición (Sentencia de 10 de febrero de 1968), o la selección de un contratista por concierto directo
cuando lo procedente era seguir el procedimiento de subasta (Sentencia de 5 de enero de 1968), o cuando un procedimiento tramitado para la aprobación de un plan parcial de urbanismo termina con la modi­ficación de un Plan General so pretexto de que los trámites de uno y otro son coincidentes (Sentencia de 18 de diciembre de 1986).
En los actos de gravamen sancionadores y arbitrales la simple falta de vista y audiencia del interesado (nomo dannan inaudita parte) provoca asimismo la nulidad, como ha advertido una tradicional, reiterada y sabia jurisprudencia que ha calificado dicho trámite de ·(sentencias, entre otras muchas, de 9 de diciembre de 1979 y 20 de abril de 1983), derecho de audiencia y defensa que ha merecido una destacada invocación en el artículo 105.3 de la Constitución que lo garantiza «cuando proceda>>, y procede, evidentemente, en todos los supuestos antes mencionados. En este sentido, la Ley Orgánica del Poder Judicial impone también la nulidad de pleno derecho de los actos judiciales cuando se dicten con infracción de los ·derechos de audiencia, asistencia y defensa, siempre que efectivamente se haya producido indefensión» (art. 238.3).
La nulidad de pleno derecho debe comprender asimismo los más graves defectos en la forma de manifestación del acto administrativo, en la externacione delprovvedimento, que, como los actos judiciales, requie­re unas determinadas formas y requisitos, algunas esenciales como la constancia escrita y la firma del titular de la competencia que dicta la resolución o del inferior que recibe la orden. Sin esa constancia escrita y la firma del autor del acto, éste no vale nada, como tampoco vale una sentencia no escrita o sin la firma del juez. A este vicio de forma —calificándolo indebidamente de anulabilidad—se refiere precisamente el artículo 63.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común cuando alude a los actos administrativos en los que faltan «los requisitos ind~spensables para alcanzarelfin». Sin embargo, cuando este mismo vicio de forma se produce en el proceso, el acto se califica de nulo de pleno derecho (arts. 240 y 248 de la Ley Orgánica del Poder Judicial).
F) Actos dictados con infracción de las reglas esenciales para la formación de la voluntad de los órganos colegiados
La inclusión de este supuesto dentro de la nulidad de pleno derecho se justifica por la gran importancia que en la organización administrativa tienen los órganos colegiados. Todos ellos se rigen por sus reglas espe­
cíficas y a falta de ellas por la normativa básica establecida en los~ar­t~culos 22 a 28 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Publicas y del Procedimiento Administrativo Coman, reglas de las que hay que partir para determinar cuáles son las que pueden ser consideradas esenciales y cuya falta determina la nulidad.
Para la jurisprudencia son esenciales la co~nvo~c~a~t~o~a (Sentencia de 25 de enero de 1961), siendo nulo el acuerdo tomado sobre una cuestión no_incluida en el orden del día (Sentencias de 14 de febrero de 1969 y de 3 de marzo de 1978). También lo es~a composición del órgano, especialmente en los casos en que dicha composición es heterogénea, como los Jurados de Expropiación cuyos miembros ostentan la repre­sentación de diversos sectores de intereses (Sentencias de 28 de octubre de 1961 y de 15 de diciembre de 1965); el quórum de asistencia y votación que es lo que determina también la existencia juridica misma y la voluntad del órgano y que debe concurrir no sólo en la iniciación de ésta, sino durante todo el curso de la sesión (Sentencia de 18 de febrero de 1983). En la aplicación jurisprudencial de este precepto hay también evidentes exageraciones, como la de la Sentencia de la Sala de 15 de febrero de 1971, que calificó de vicio insubsanable en la formación de la voluntad municipal la falta de una autorización previa de la Diputación para que un Ayuntamiento cediese determinados terrenos a una Universidad.
G) Actos expresos o presuntos contrarios al ordenamiento por los que se adquieren facultades o derechos
~sin los requisitos esenciales

|El origen de esta causa de nulidad está en una jurisprudencia muy


consolidada que negaba validez a los aetos presuntos por silencio admi­

nistrativo positivo cuando daban origen al reeonoeimiento de derechos

sin que se dieran los presupuestos legales para adquirirlos, una juris­

prudeneia referida inicial y sustancialmente a la adquisición de derechos

urbanísticos frente a lo establecido en la ley o en los planes. Ahora

la Ley extiende esa invalidez, y con la sanción máxima de la nulidad

de pleno derecho, a los actos expresos contrarios al ordenamiento cuando

~de ellos se deduce que se adquieren facultades o derechos sin los requ~i­

titos esenciales para su adquisición. No basta, pues, que el aeto sea eon­

trariO al ordenamiento, sino que además se ha de dar la ausencia de

determinadas circunstancias subjetivas en el beneficiado por el aeto, euya

determinación' por tratarse de un concepto jur~dico indeterminado, habrá

que acometer caso por caso. Tal sería, por ejemplo, el nombramiento

eomo funcionario de quien no tiene la titulación adecuada, aunque haya


superado las correspondientes pruebas de selección. Esta causa de nulidad no supone, s~n embargo, una modificación del régimen previsto en leyes espec~ales.
H) Cualesquiera otros que se establezcan expresamente en una disposición legal
Como dijimos, al margen de la enumeración de supuestos de nulidad de pleno derecho que establecía el artículo 47 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, otras normas, con rango de ley o simplemente reglamentarte, alteraron esa enumeración de supuestos de nulidad de pleno derecho.
Así, el artículo 153 de la Ley General Tributaria eliminó de la nulidad de pleno derecho los actos de contenido imposible. Otro supuesto—que la Jurisprudencia rechaza cuando de ello se deriva un enriquccimiento injusto para la Administración—es el del artículo 60 de la Ley General Presupuestaria, que impone la nulidad de pleno derecho para los actos y disposiciones administrativas de rango inferior a Ley que impliquen la adquisición de compromisos de gastos no autorizados en los presu­puestos limitativos o por cuantía superior a su importe. La Ley de Colegios Profesionales contiene también una diversa redacción y enumeración de los actos nulos de pleno derecho, incluyendo entre ellos, aparte de los enumerados en el artículo 47 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, los manifiestamente contrarios a la Ley y los adoptados con notoria incompetencia (art. 8.3). Pero también hay, como se dijo, supues­tos de nulidad tipificados en normas reglamentarias, como ocurre, entre otros supuestos, con los artículos 41 y siguientes del Reglamento de Con­tratos del Estado; pero hay que entender que antes, y ahora con más razón, el principio de reserva de ley impedía y sigue impidiendo la con­figuración de nulidades radicales por esta vía.
No obstante, el problema que plantea ahora el artículo 62.1.g) de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Pro­cedimiento Administrativo Común con esa referencia específica a los supuestos en que se califiquen por ley otros supuestos de nulidad de pleno derecho supone que esta categoría puede ser ampliada no sólo a las leyes estatales sino también por leyes autonómicas, con lo que será el criterio variable de cada legislador el que marque la frontera de ahora en adelante entre la nulidad de pleno derecho y la anulabilidad.
.

I) La nulidad radical de las disposiciones administrativas
El grado de invalidez aplicable a los reglamentos es por régla general, según se dijo, la nulidad de pleno derecho, pues a las causas o supuestos que determinan la nulidad de pleno derecho de los actos se suman los supuestos en que la disposición administrativa infrinja la
Constitución,
las leyes u otras disposiciones de rango superior, las que regulen materias reservadas a la ley y las que establezcan la retroactividad de disposiciones sañcionadoras no favorables o restricti~as~d~e los derechos individuales (art. 62.2). Este especial rigor para los reglamentos se explica, como se dijo, porque aquella invalidez puede dar lugar en la aplicación del reglamento inválido a una infinita serie de actos administrativos, que | serían asimismo inválidos.
~ 4. LA IMPRESCRIPTIBILIDAD DE LA NULIDAD
IDE PLENO DERECHO
|La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento Administrativo Común tan pretendidamente precisa, como

se acaba de ver, en la determinación de los supuestos de nulidad y anu­

labilidad, nada dice explícitamente, sobre los efectos que se conectan

con esas dos categorías de la invalidez. Esta importante cuestión queda

sin resolver de manera frontal y, por consiguiente, remitida a indirectas

precisiones legales y a las construcciones doctrinales y jurisprudenciales.


A través, en efecto, del articulado de aquella Ley es posible espigar | algunas diferencias entre el régimen jurídico del acto nulo de pleno dere­| cha y del simplemente anulable como las siguientes:
| a) El carácter automático de la nulidad (<.son nalos») frente al carác­' ter rogado de la anulabilidad que se desprende del artículo 63: <utilizando los medios de fiscalización que se regulan en el Título V de esta Ley—los actos de la Administración que incurran en cualquier infracción del ordenam¿ento jurfd¿co, ¿ncluso la desv¿ación de poder>,.
b) La posibilidad de convalidación sólo prevista para los actos anu­lables establecida en el artículo 67.1: ·
c) La imposibilidad de alegación de los vicios motivo de la iiivalidez del acto por los causantes de los mismos en los casos de anolabilidad, pero no en los de nulidad plena prevista en el artículo 115.2: ·los v¿c¿os
y defectos 4ue hagan anulable el acto no podrán ser alegados por los cau santas de los mismos».
d) La mayor facilidad para suspensión de la ejecutividad de los actos nulos de pleno derecho cuando son impugnados y al margen de que ocasionen o no perjuicios de imposible o difícil reparación (art. 111)
El maximalismo diferencial entre la nulidad de pleno derecho y la anulabilidad a que podrían conducir estos preceptos, equiparando los efectos del acto administrativo nulo a los del acto privado igualmente viciado de nulidad radical, contrasta, sin embargo, con la realidad de las cosas y la «parsimonia» de la jurisprudencia que unas veces se enfrenta a hechos consumados irreversibles que no tienen ya más reparación lógica y razonable que las que proporcionan medidas indemnizatorias a los per­judicados (ejemplo: la nulidad de pleno derecho de la expropiación de unos terrenos efectuada sin seguir el procedimiento expropiatorio, pero sobre los que se ha construido una autopista, no puede llevar en ningún caso a negar el efecto expropiatorio y a condenar a la Administración a la devolución de los bienes) o que, en otras ocasiones, antepone el análisis de las causas de inadmisibilidad del proceso al de las causas de nulidad, resultando que si el recurso es inadmisible por haberse inter­puesto fuera de plazo, el acto se convierte en firme, y de nada vale la regla sobre su impugnabilidad en cualquier tiempo o sobre la impo­sibilidad de su subsanación, reglas que en teoría le diferencian del acto simplemente anulable (Sentencias de 26 de octubre de 1978, 31 de marzo de 1980, 30 de noviembre y 26 de diciembre de 1984).
Por ello, hay que contemplar la diferencia del régimen jurídico de la nulidad de pleno derecho y la anulabilidad como algo relativo y confiar que, al menos, la diferencia se respete en lo que toca al reconocimiento del carácter imprescriptible de la acción de nulidad, que es lo que se desprende del artículo 102 fren¿e al 103 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común que, al regular la revisión de los actos inválidos, permite que la acción de nulidad se actne, de oficio o a instancia de parte, en cualqu¿er tiempo, mientras el plazo para la revisión de oficio de los actos anulables se fija en cuatro años.
La posibilidad de esta acción como derecho del interesado a que la Administración tramite el expediente de declaración de nulidad y contra cuya negativa podría recurrirse en sede jurisdiccional, tiene ya en su favor—y frente a la tesis de que el particular no tiene más posibilidad que la del ejercicio de una simple denuncia—un cierto apoyo juris­prudencial (Sentencias de 14 de mayo y 5 de noviembre de 1965, 27 de octubre de 1970, 22 de noviembre de 1972, 31 de enero de 1975,
26 de octubre de 1978 y 26 de diciembre de 1984). En cualquier caso, el Tribunal Supremo ha establecido un límite a la extemporaneidad de la acción en este tipo de nulidades: la acción de nulidad es improcedente cuando, planteada en vía administrativa, no se recurre en tiempo y forma contra su desestimación ante los Tribunales (Sentencia de 13 de mayo de 1983). Esta jurisprudencia y la regulación legal de la revisión de los actos en vía administrativa que consagra la acción de nulidad deben llevar lógicamente a un retroceso de la doctrina de los actos consentidos, per­mitiendo su impuguación por la acción de nulidad, aunque hayan trans­currido los plazos de interposición de los recursos administrativos o judiciales.
Este divorcio entre la teor~a y la práctica de los efectos de la nulidad

radical es consecuencia lógica de la confluencia en el acto administrativo

de una doble naturaleza, de un hermafroditismo estructural consistente

en ser, de una parte un acto de un sujeto de Derecho, una Admininistración

Pública, sustancialmente análogo a los actos privados y, de otra, en ostentar

el estatus de los actos judiciales, más concretamente de las sentencias

y como éstas dotado de la presunción de validez y de la fuerza ejecutoria.

Lo que ocurre es, pues, muy simple: en tanto que acto de un sujeto de

Derecho los efectos de la invalidez del acto administrativo pueden con­

templarse desde un plano sustancial como los de la invalidez de los actos

privados; pero desde la perspectiva del acto administrativo como acto de

un poder público dotado de facultades judiciales—perspectiva que es la

que opera en el proceso contenciosoadministrativo, proceso revisor de

actos con valor de sentencias—esa visión sustancialista queda apagada,

~3 aplastada por la mecánica procesal. Esta circunstancia provoca que en

F' 1os casos en que no es viable el proceso por falta de alguno de sus pre­

supuestos formales (legitimación, plazo de recurso) de nada sirva que la

cuestión de fondo estuviera fundamentada en la nulidad o anulabilidad

del acto administrativo: el Tribunal en uno y otro caso no considerará

siquiera la cuestión y declarará improcedente el recurso. Lo mismo que

ocurre en el proceso contenciosoadministrativo ocurre en la impugnación

de sentencias. Cualquier acción civil se malogra igualmente que en los
~icasos de simple anulabilidad, aunque esté fundada en una nulidad radical,
;' si frente a una sentencia desestimatoria de esa pretensión en primera
~iiinstancia el particular accionante formula recurso de apelación fuera de

cilos perentorios plazos establecidos en la Ley de Enjuieiamiento Civil o


'J lo hace incurriendo en cualesquiera causas de inadmisibilidad del recurso

. ~ de apelación. En definitiva, pues, el acto administrativo que opera a la

vez como acto primario de un sujeto de derecho y al propio tiempo como

acto judicial, tiende por lo primero a aceptar las duras consecuencias de

la nulidad radical, fundamentalmente, la imprescriptibilidad de la acción

de nulidad que no tendría plazo para su ejereieio directo o para la opo­



nibilidad como excepción en cualquier proceso; pero al tiempo, en cuanto
resolución de efectos judiciales, el acto administrativo es enjuiciado en los recursos administrativos y contenciosoadministrativos como una sen­tencia en grado de apelación y, en consecuencia, los Tribunales de este orden tienden a no considerar siquiera si la impugnación se funda en una causa de nulidad o anulabilidad cuando faltan algunos de los pre­supuestos o requisitos del proceso de segunda instancia y, en particular, si el recurso—o apelación—se interpone fuera de los brevísimos plazos de un mes y dos meses que se prescriben, respectivamente, para los recursos ordinario o contenciosoadministrativo. El acto administrativo, cuando es firme y consentido por el transcurso de los plazos de impugnación o por cualquier otra circunstancia procesal, y aunque sea nulo de pleno derecho, aparece revestido de las caracter~sticas de la santidad de la cosa juzgada propias de las sentencias ya inapelables.
5. ANULABILIDÁD E IRREGULARIDAD
NO INVALIDANTE
Como se ha dicho, la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (art. 63), en evidente contraste con el Código Civil (art. 6.3), ha convertido la anulabilidad en la regla general de la invalidez, al disponer que «son anulables, uti­lizando los medios de fscalización que se regulan en el T'talo V de esta Ley, los actos de la Administración que incurran en cualquier infracción del ordenamiento jur~dico, incluso la desviación de poder». Los vicios que originan la anulabilidad del acto administrativo son, como también se dijo, convalidables por la subsanación de los defectos de que adolecen y por el transcurso del tiempo establecido para la interposición de los recursos administrativos o por el de cuatro años frente a los poderes de la Administración para la revisión de oficio [art. 103.1.b)].
Pero no todas las infracciones del ordenamiento jurídico originan vicios que dan lugar a la anulabilidad. De éstos hay que exceptuar los supuestos de irregularidad no invalidente que comprende en primer l~ar las actuaciones admin¿strativas realizadas fuera del tiem~Q~ establecido, que sólo implicarán la anulación del acto cuando así lo impusiera la naturaleza del término o plazo, y la responsabilidad del funcionario causante de la demora (art. 63.3). El Tribunal Supremo ha ceñido todavía más este supuesto, exigiendo que la naturaleza del plazo venga impuesta impe­rativamente por la norma (Sentencia de 12 de julio de 1972) y, además, la notoriedad o la prueba formal de la influencia del tiempo en la actua­ción de que se trate (Sentencia de 10 de mayo de 1979).
En cuanto a los defectos de forma, sólo invalidan el acto administrativo cuando carecen de los requisitos indispensables para alcanzar su fin o
producen la indefensión, de los interesados (art. 63.2), supuestos de tal gravedad que, pese a su calificación legal como vicios causantes de la anulabilidad, c~nstituyen2 en realidad, vicios que originan la inexistencia o la nulidad de pleno derecho. Fuera de estos supuestos, una jurispru­dencia muy restrictiva apoyada en la presunción de validez de los actos administrativos mantiene la tesis de que la forma tiene un valor estric­tarnente instrumental que sólo adquiere relieve cuando realmente incide en la decisión de fondo (Sentencia de 26 de abril de 1985) y, además, cuando realmente se haya producido indefensión (Sentencia de 15 de noviembre de 1984), la cual se considera verdadera «frontera» de la inva­lidez (Sentencias de 18 de febrero de 1977, 19 y 23 de abril de 1985).
Ahora bien, hay que reconocer que la calificación de la indefensión gomo vicio que aboca a la anulabilidad y no a la nulidad absoluta, tiene en su favor una corriente jurisprudencial mayoritaria que admite la con­validación del vicio por el hecho de la oportunidad de defensa a posteriori que comporta la interposición de los pertinentes recursos administrativos y judiciales contra el acto viciado de indefensión. Sin embargo, esta doc­trina está en abierta contradicción con la de otros pronunciamientos que afirman la insubsanabilidad de la indefensión en v~a de recurso o que reducen esa posibilidad al supuesto en que la oposición del interesado se apoya «única y exclusivamente en consideraciones de Derecho» (Sen­ncia de 26 de enero de 1979).
Estas contradicciones deben decantarse por la eonfiguraeión de los vieios de forma graves como vicios de orden público que originan la nulidad radical 0 de pleno derecho como hac~a la vieja jurisprudencia de lo eon­tenciosoadministrativo que, al igual que en los procesos penales y civiles de apelación, analizaba tales vieios en un pronunciamiento preferente. La importancia de las fonnas, de la garantía, en suma, en relación al acto administrativo Imitador de derechos, sancionador o arbitral, debe ser exactamente igual que la de las formas previas a los aetos judiciales. Por ello, resulta peligrosa la tesis de que los vieios de forma deben ana­lizarse desde una perspectiva funcional, reduciendo su inicial traseendeneia, lo que lleva incluso a estimar subsanables los trámites de audiencia y defen­sa por la posterior interposición de recursos administrativos e incluso el conte~hciosoadministrativo que ofrece «a lo largo de su tramitación opor­tunidad de eliminar la sombra de indefensión» (FERNÁNDEZ RODRIGUEZ). Esta tesis lleva lógicamente a admitir que por razones de eeonom~a procesal los Tribunales Contenciosoadministrativos marginen los vieios de forma cuando la decisión de fondo se estime eorreeta, razonamiento que podría eon el mismo fundamento predicarse respecto de los Tribunales penales 0 civiles al resolver en apelación las infraeeiones procesales perpetradas por los Tribunales inferiores, ya que al fin y a la postre la Jurisdieeión
Contenciosoadministrativa no es más que una segunda instancia, una ins­tancia revisora de lo juzgado y decidido previamente por la Administración Por el contrario, hay que insistir en que la prohibición constitucional de toda clase de indefensión se refiere a todos los poderes públicos y, por ello, debe regir también en los procedimientos y actos administrativos por mandato de los art~culos 24 y 106 de la Constitución.
6. EL PRINCIPIO DE RESTRICCIÓN DE LA INVALIDEZ:
CONVALIDACIÓN, INCOMUNICACIÓN, CONVERSIÓN
La Ley de Régimen Jur~dico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, congruentemente con la aplica­ción restrictiva de la invalidez y la preferencia de la anulabilidad, que es regla general sobre la nulidad de pleno derecho, impone, asimismo, una serie de normas para reducir al m~nimo las consecuencias fatales de la patología de los actos administrativos.
En primer lugar admite la convalidación de los actos anulables sub­sanando los vicios de que adolezcan. En todo caso, los efectos de la convalidación se producen sólo desde la fecha del acto cQpv~lidutorio a menos que se den los supuestos que justifican con carácter general el otorgamiento de eficacia retroactiva (art. 67). De la convalidación se excluyen la omisión de informes o propuestas preceptivas, pues si estáñ previstas para ilustrar la decisión final ningún sentido tiene que se pro­duzcan a posteriori. Además, el Tribunal Supremo ha rechazado la con­val~dac~on en matena sancionadora respecto de la omisión del trá~itc de formulación del pliego de cargos (Sentencia de 3 de marzo de 1979).
En cuanto a la forma, la convalidación de la ¿ncompetencia~~deberá efectuarse por ratificación del órganó superior, admitiendo el Tribunal Supromo la que tiene lugar al desestimar éste el recurso de alzada interpuesto contra el acto del órgano inferior incompetente (Sen­tencias de 17 de marzo y 9 de junio de 1981). En la convalidación por la falta de autorizaciones administrativas la jurisprudencia exige no sólo que ésta se produzca a posteriori, sino que el otorgamiento por el órgano competente se haga ajustadamente a la legalidad vigente.
En un concepto amplio de convalidación hay que incluir los supuestos de reiteración sin vic¿os del acto nulo o anulado, es decir, aquellos supuestos en que la autoridad administrativa procede a dictar un nuevo acto sin incurrir en los vicios de nulidad de pleno derecho o simple anulabilidad que afectaban al acto anterior. Este es un acto nuevo, evidentemente, a los efectos del cómputo de los plazos establecidos para los recursos administrativos y judiciales.
En cuanto a la incomunicación de la nulidad, este principio sanatorio evita los contagios entre las partes sanas y las viciadas de un acto o de un procedimiento en aplicación de la regla utile per inutile non vitiatur y se admite tanto de actuación a actuación dentro de un mismo pro­cedimiento («la invalidez de un acto no implicará la de los sucesivos en el procedimiento que sean independientes del primero») como de elemento ~ clell~ento dentro de un mismo acto administrativo («la nulidad o anu­labilidad en parte del acto administrativo no implicará la de las partes del mismo independiente de aquella salvo que la parte viciada sea de tal impor­tancia que sin ella el acto no hubiera sido dictado»). Consecuencia de ambas reglas es el deber del órgano que declare la nulidad de «con­servaciÓn de aquellos actos y trámites cayo contenido se hubiera mantenido en el mismo de no haberse realizado la infracción origen de la nulidad>' (arts. 64 y 66).
En cuanto a la conversión, técnica mediante la cual un acto inválido ~e~de producir otros efectos validos distintos de los previstos por su autor (por ejemplo: el nombramiento nulo de un funcionario en propicdad pudiera producir los efectos de un nombramiento como funcionario inte­rino), se reconoce en el art~culo 65 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común al establecer que ·les que, sin embargo, contengan los elementos constitutivos de otro dist¿nto nroducirán los efecto.s de es~e»
Pero la conversión se presta a evidentes fraudes, razón por la cual la Ley de Procedimiento Administrativo alemana de 1976 la admite con mucha suspicacia. Exige que el acto converso esté dirigido al mismo fin y cumpla los requisitos de forma y fondo establecidos para su pro­ducción, excluyendo la conversión cuando el acto administrativo en que debería convertirse el acto administrativo viciado fuese contra el propósito evidente de la autoridad que lo dictó, cuando sus efectos jurídicos sean más desfavorables para el interesado que los del acto administrativo vicia­do, si los vicios son muy graves, o si implica ejercer una potestad reglada ~en forma discrecional (art. 47).
~7. LA ANULACIÓN DE LOS ACTOS INVÁLIDOS
~,

POR LA ADMINISTRACION. DEL PROCESO



{DE LESIVIDAD A LA ANULACIÓN DIRECTA
Examinados los aspectos sustanciales de la invalidez de los actos admi­nistrativos cumple ahora considerar los aspectos adjetivos y formales, es decir, los cam~n~_edimientos a través de los cu~s~ puede declarar esa nulidad.
A esa declaración de invalidez se puede llegar por iniciativa de los interesados canalizada por los correspondientes recursos administrativos o judiciales ante la Jurisdicción Contenciosoadministrativa, lo que estu­diaremos en otro capítulo. Pero al margen de estas vías de recurso, el principio de legalidad obliga a la Administración a reaccionar frente a cualquiera de sus actos o actuaciones que contradigan al ordenamiento acomodándolos a aquél.
Este deber de ajuste permanente a la legalidad no crea problemas jur~dicos graves, cuando se pretende sobre actos que inciden en el ámbito doméstico de la Administración<, en su estructura, organización o fun­cionamiento sin afectar a los derechos de los administrados. Tampoco cuando el acto es perjudicial o gravoso para un particular, como puede serlo la imposición de una sanción indebida o la negativa injustificada al re,Gonocimiento de un derecho, etc. En estos casos, la Administración puede y debe—a diferencia del juez que no puede anular 0 revocar sus propias sentencias infundadas o inválidas (art. 240 de la Ley Orgánica del Poder Judicial)—volver sobre sus actuaciones con independencia de que el vicio que origina la invalidez sea la nulidád o la simple anu­labilidad. El único impedimento pudiera ser que el acto hubiera sido confirmado por sentencia firme (art. 158 de la Ley General Tributaria: «no serán en ningun caso revisados los actos administrativos confirmados por sentencia judicial firme»).
En los actos limitativos o de gravamen o negadores de derechos no hay en principio impedimento alguno para declarar su invalidez, sino el deber positivo de llevarlo a cabo. Pero el panorama cambia radical­mente cuando se trata de la revisión o anulación de los actos admi­nistrativos inválidos que han creado y reconocido derechos en favor de terceros que se encuentran además en posesión y disfrute de los mismos. Reconocer que la Administración tiene en este caso la potestad de decla­rar la nulidad de tales actos supone reconocerle también la fuerza de extinguir aquellos derechos por sí misma y de alterar aquellas situaciones
~posesorias, si el particular interesado se resiste a cumplir las consecuencias de dicho acto anulatorio. Implica, en definitiva, atribuir a la Adminis­tración una potestad cuasijudicial, una manifestación extrema del pri­vilegio de decisión ejecutoria, privilegio que fue rechazado por el libe­ralismo judicialista del siglo pasado, obligando a la Administración a acudir al juez para anular los actos declarativos de derechos a través de lo que se llamó el proceso de lesividad. Este proceso suponía, en definitiva, que la Administración ten~a la carga de recurrir ante la Juris­dicción Contenciosoadministrativa manteniéndose la validez del acto has­ta que una sentencia judicial declarasc su nulidad. Se trata del mismo
principio que se aplica a las sentencias definitivas (art. 340 de la I,ey Orgánica del Poder Judicial). En definitiva, si el acto administrativo como las sentenCias tienen el «privilegio» de imponerse a los particulares, tam­bién sufrir~a en principio la limitación de autorrevocarse. De aquí la necesidad de recurrir a una instancia ajena, la instancia judicial y a través de un proceso que se ha llamado «proceso de lesividad».
En los orígenes del sistema contenciosoadministrativo este camino del proceso de lesividad era el único disponible para la Administración; después' la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 reconoció a la propia Administración autora del acto un poder directo de anulación, pero exigiendo para ello la garant~a de un dictamenfavarabie del Consejo de Estado, con lo que disminuyó la funcionalidad del proceso de lesividad que también se mantuvo abierto a la iniciativa de la Administración. Por fin, en una tercera fase, en la que estamos, la Ley de~Régimen Juridico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Admi­riistrativo Común amplió las posibilidades anulatorias directas de la Admi­nistración al suprimir el carácter vinculante del dictamen del Consejo de Estado para la anulación de los actos anulables, que pierde, además, el monopolio de esta función en favor de los organismos consultivos ~análogos de las Comunidades Autónomas; ante estas facilidades, el pro
ceso de lesividad, aunque sigue también abierto, reduce su utilidad, queda marginado.
A) El monopolio del proceso de lesividad i para la anolación de los actos declarativos l de derechos y su posterior desvirtuación
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! El proceso de lesividad, como única vía de anulación de los actos i~dministrativos declarativos de derechos, llegó hasta la Ley de la Juris­dicción Contenciosoadministrativa de 1956: ·
~tración autora de algún acto—dice ahora el art. 56—pretendiere demandar ante la Jurisdicción Contenciosoadministrativa su analación, deberá pre­viamente declararlo lesivo a los intereses públicos de carácter económico o de otra naturaleza en el plazo de cuatro años, a contar de la fecha en que hubiere sido dictado».
El origen de esta técnica está en el diseño establecido para el proceso contenciosoadministrativo, en 1845, que, al regular el modo de proceder del Consejo Real (Ley de 6 de julio y Reales Decretos de 22 de septiembre de 1845 y 30 de diciembre de 1846) y los Consejos Provinciales (Ley de 2 de abril y Real Decreto de 1 de octubre de 1845), contemplaba la posi­bilidad de que el recurso contencioso se iniciara también por memoria
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de la Administración. La condición de accionante habr~a lógicamente de asumirla ésta, igual que ocurre en los procesos civiles, cuando un particular se resistiera a la ejecución de un acuerdo de la Administración que pre­tendiera desconocer su derecho y situación posesoria, como cuando aquélla pretendiera anular un acto declarativo de derecho, resistencia o negativa que forzana a la Administración a accionar ante la Jurisdicción admi­nistrativa. Asimismo, la Administración pod~a en las diversas instancias de la v~a gubernativa, previa a la contenciosa, al igual que los particulares, recurrir por un sistema de autorrecursos, a cargo de los Interventores de Hacienda, sus propios actos cuando los considerara lesivos al Tesoro.
Desde estas premisas, como advirtió GARCIA DE ENTERRIA, el sistema de autoimpugnación tanto en vía administrativa como contenciosa aparece plenamente regulado para los negocios de la Hacienda por el Real Decreto de 21 de mayo de 1853, donde se establece que causarán estado las reso­luciones que adopte el Ministro de Hacienda, y sean revocables por la v~a contenciosa, y que podrán recurrir contra ellas tanto el Gobierno como los particulares, si creyesen perjudicados sus derechos, recurso que deber~a intentarse en el plazo de seis meses a contar desde la notificación para los interesados, y para el Estado, desde el día en que la Administración activa entienda que una providencia anterior causó algún perjuicio y ordene que se provoque su revocación por v~a contenciosa (arts. 1 y 3). En la Ley Camacho, de Bases de 31 de diciembre de 1881, aprobando las corres­pondientes al procedimiento en las reclamaciones económicoadministra­tivas, se establece el plazo máximo de diez años, a contar desde la orden ministerial que declara lesiva la providencia de primera instancia, para que el Estado someta a revisión judicial. La Ley jurisdiccional de San­tamaria de Paredes de 13 de septiemhre de 1888 extendió el proceso de lesividad a todas las administraciones públicas: ..el plazJo para que la Adm¿­n¿stración en cualquiera de sus grados utilice el recurso contenciosoadmi­nistrativo será también de tres meses contados desde el día siguiente al en que, por quien proceda, se declare lesiva para los intereses de aquélla la resolución impugnada; pero s¿ hub¿eren transcurrido cuatro años desde que tal resolución se dictó, se tendrá por prescr¿ta la acción administrativa».
Sin embargo, el monopolio judicial en la anulación de los actos admi­nistrativos fue muy criticado, por cuanto suponía para algunos (NiETO, BOCANEGRA) desconocer una potestad anulatoria directa de la Adminis­tración, descalificándose su premisa fundamental: (GARcíA DE ENTERRfA). No obstante, esas críticas no son aquí compartidas, porque la irrevocabilidad que supone el sistema del proceso de lesividad no es tal, sino revocabilidad a través del juez, vía siempre más respetuosa con el derecho a la garantía judicial efectiva que consagra el art~culo 24 de la Constitución. Como ha reconocido el Tribunal Supromo en alguna ocasión, aquella garantía «obliga a la Adm¿nistración a seguir la vfa de
la lesividad cuando qu¿ere ¿r en contra de sus prop¿os actos, de tal forma que m¿entras no ut¿l¿ce dicha vfa ha de atenerse a lo ya actuado, tal y como debe suceder en un Estado de Derecho» (Sentencia de 23 de abril de 1985).
Respecto a las garantías, se exigió, para declarar la nulidad de los actos nalos de plena derecho, lo que podía hacerse en cualquier momento, de oficio o a instancia del interesado, el dictamen favorable del Consejo de Estado. Para los actos anulables declarativos de derechos que ¿nfr¿ngieren man¿fiestamente la ley se limitó el plazo para esta declaración a cuatro años desde que fueron adoptados, siempre que el Consejo de Estado informe positivamente sobre esa circunstancia de la infracción manifiesta.
Fuera de esos casos, la Administración debía soportar la carga de acudir al proceso de lesividad. Aclaremos también que el Consejo de Estado había precisado que por Ley había que entenderse no cualquier norma o precepto, sino una norma con ese rango formal superior (Dic­támenes de 24 de abril y 10 de julio de 1969, Sentencia del Tribunal Supremo de 8 de abril de 1965), lo que excluye del supuesto las infrac­ciones reglamentarias (salvo lo previsto por el art. 187 de la Ley del Suelo respecto de la revisión de las licencias u órdenes de ejecución cuyo contenido constituyan manifiestamente algunas de las infracciones urbanísticas graves).
Por lo que se ve, toda la garantía del administrado favorecido por un acto declarativo de derechos frente al poder anulatorio de la Admi­nistración residía en el informe vinculante del Consejo de Estado, y así se reconocía mayoritariamente por la doctrina. Este sistema funcionó, sin duda, de forma correcta y la doctrina no le opuso reparos y, sin duda, resultó una regulación más ordenada y segura que la ofrecida por el Derecho comparado, estructurado sobre decisiones jurisprudenciales no tan precisas.
En el Derecho francés se reconoce que la Administración puede revo­car sus actos para rectificar errores 0 para adaptarlos a nuevas situaciones, pero las soluciones concretas vienen matizadas por la jurisprudencia según los diversos supuestos y en función de las exigencias del interés general y de los intereses particulares o derechos que protege el acto que se pre­tende revocar (W ALiNE). Así, el mantenimiento de un acto ilegal comporta el mayor inconveniente para el interés general y, en consecuencia, si no se lesionan derechos adquiridos, la anulación (revocat¿on o retralt) es obli­gada en cualquier momento, y al margen de cualquier petición de los interesados (26 de febrero de 1954, Zwillinger). Por cl contrario, si el acto es ilegal a los efectos de recurso por exceso de poder, pero reconoce derechos adquiridos, su anulación por la Administración sólo es posible
(4ue inicia el arret Cachet de 3 de noviembre de 1922) dentro del plazo de dos meses previsto para la interposición del recurso de anulación, o bien durante el tiempo de duración de la instancia contenciosa. Con esta limitación o modulación temporal se trata de no reconocer a la Admi­nistración un poder igual o superior al juez. Una vez pasado este tiempo, la anulación del acto ya no es posible.
El Derecho italiano reconoce a la Administración un poder propio para la anolación, revocación o corrección de los actos administrativos, poder que se denomina, según que el acto esté afectado de vicios de ilegitimidad o de inoportunidad, anulación de oficio o revocación (an­nallamento di uff¿cio o revoca). Las dos potestades tienen carácter dis­crecional, aún siendo mayor en la revocación, lo que significa que, no obstante, la evidencia de su ilegalidad, y excepción hecha de los supuestos en que la potestad anulatoria se ha atribuido a un órgano de control, la Administración puede abstenerse de anular el acto cuando por razones de equidad, o de conveniencia, especialmente por no turbar las complejas relaciones que en torno al acto pueden haberse formado. Además, la potes­tad anulatoria es general y autónoma sin limitación de tiempo cuando se ejercita por el órgano administrativo sobre sus actos. No as' cuando por leyes especiales corresponde a una Administración investida de poderes de control, como ocurre con la facultad anulatoria del Gobierno sobre los actos de los órganos del propio Estado o de cualquier persona jur~ dicopública (art. 6 del T. U de 3 de marzo de 1934: .), as' como otros supuestos que atribuyen idéntido poder al Prefecto sobre ciertos actos de policía administrativa (Ley de 24 de julio de 1977, número 616) o de las comisiones regionales de control dentro de veinte d~as de su recep­ción de los acuerdos ilegítimos de los entes y consorcios locales (Ley 62, de 10 de febrero de 1953).
B) La facultad anulatoria directa y la marginación del proceso de lesividad en la anulación de los actos declarativos de derecho. La regulación vigente
La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimientó Administrativo Común de 1992 mantiene en líneas gene­rales la regulación anterior para la revisión de los actos nalos, que podrán ser anulados «en cualqu¿er momento, de oficio o a sol¿c¿tud de los ¿nte­resados, y prev¿o d¿ctamen favorable del Consejo de Estado u órgano con­sultivo de la Comun¿dad Autónoma, si lo hubiere», con previsión de indem­nizaciones de daños y perjuicios a los interesados, obviamente si la Admi­
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nistración ha sido causante de los vicioS origen de la nulidad (art. 102.1

Y3)
Sin embargo, para los actos anulables, es decir, para los actos con un grado inferior de nulidad al de la nulidad radical o de pleno derecho, se admite su anulación y el consiguiente desconocimiento de los derechos, también de oficio o a solicitud del interesado, dentro del plazo de cuatro años desde que fueron dictados, siempre que infrinjan gravemente normas de rango legal o reglamentario, pero se disminuye la garantía, pues no es necesario que el dictamen del Consejo de Estado u órgano consultivo de la Comunidad Autónoma sea favorable a la anulación, por lo que, incluso en contra de su opinión, el acto puede ser anulado (art. 103).


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L;sta regulación es susceptible de una crítica demasiado fácil: no tiene sentido, en primer lugar, que a vicios más ostensibles del acto admi­nistrativo, justamente los que dan origen a la nulidad de pleno derecho, se arbitren mayores garant~as, exigiéndose el dictamen favorable del Con­sejo de Estado, mientras que para la anulación de actos con vicios meno­res, como son los actos anulables, se baje la guardia de las garantías y, aunque el Consejo de Estado dictamine en contra de la anulación, pueda la Administración anular el acto. Tampoco se entiende la rebaja que supone la menor exigencia del rango de la norma infringida por el acto anulable, pues mientras la regulación anterior exigía que la infrac­ción que hacía el acto anulable fuera de un precepto con rango de ley, ahora baste con la infracción de una norma reglamentaria; y, en fin, tampoco se comprende que no se prevea para la anulación de los actos anulables, como se hace para los actos nulos de pleno derecho, la indem­nización de daños y perjuicios por los derechos que son sacrificados con la declaración de invalidez de acto administrativo.
Con las facilidades, pues, que la Ley da para la anulación de los actos anulables no es lógico imaginar que la Administración opte por calificar el acto de nulo de pleno derecho o que, menos ann, se le ocurra recurrir a la innecesaria carga de afrontar un proceso judicial, el proceso de lesividad, para conseguir la anulación de un acto Jeclarativo de dere­chos. Lógicament~ la Administración tratará siempre de calificar la inva~ lidez del acto dentro de su grado menor, la anulabilidad.
Al margen de esta regulación, debe notarse que la Ley General,Tri­butaria estableció un rcgimen de anulación con m,enores garantías para los contribuyentes, régimen que hay que estimar 'vigente al amparo de lo establecido en la disposición adicional quinta de la Ley de Régimen Jur~dico de las Administraciones Públicas y del Procedimien¿o Adminis­trativo Común. As~, de una parte, la analación de oficio de los actos nalos de pleno derecho no requiere que el dictamen del Consejo de Estado sea
D) L~mites y efectos de la declaración de nulidad
El que un acto sea inválido, de pleno derecho o anulable, no quiere decir que deba ser necesariamente invalidado, pues es posible que esa adecuación del acto al ordenamiento engendre una situación todavía más injusta que la originada por la ilegalidad que se trata de remediar. Por ello la conveniencia de moderar la facultad invalidatoria con unos con­dicionamientos sustanciales a fin de evitar crear una situación más grave que la que se trata de remediar. Como previene ZANOBINI la anulación no puede dar lugar a ·
La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común—tomando el precepto de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 (art. 112)—establece, por ello, unos l~mites generales a las faqultades de anulación y revocación, que «no podrán ser ejercitadas cuando por prescripción de acciones, el tiempo transcurrido u otras circunstancias, su ejercicio resultare contrario a la equ'­dad, al derecho de los particulares o a las leyes» (art. 106).
~ Cuando la anulación sigue adelante hay que considerar los posibles efectos invalidatorios sobre los derechos reconocidos o las prestaciones efectuadas, cuestiones no resueltas en nuestra Ley, aunque s~ por la Ley de Procedimiento alemana. Si el acto anulado reconoc~a derechos al eje­cicio de actividades o al percibo de prestaciones únicas o periódicas, la indemnización por el desconocimiento de la autorización para el futuro o la devolución de las prestaciones recibidas debe depender, como dice el de la Ley alemana, de que el titular de esos derechos haya confiado de buena fe en la validez del acto y que su confianza sea digna de pro­tección, excluyéndose cuando él mismo ha provocado el acto adminis­trativo mediante engaño, amenaza o cohecho, informaciones falsas o incompletas o conoc~a la ilegalidad de aquél (art. 48). Esta solución es predicable también en nuestro derecho en analog~a con lo dispuesto en el Código Civil sobre las consecuencias de la anulación de los contratos en que la buena fe y la falta de culpa es criterio decisivo para decidir sobre la devolución de las prestaciones recibidas (arts. 1300 a 1314). También es la que rige en la anulación de licencias urbamsticas por los art~culos 37 y 38 del Reglamento de disciplina urbamstica, aprobado por Real Decreto 2187/1978 (<.La procedencia de la indemnización por causa de analación de licencias en v~a administrativa o contenciosoad­ministrativa se determinará conforme a las reglas sobre la responsabilidad
~10 1~7A~minictr~f~im~I7»~i»~ ~,7~ i~,.1.,,.,~ ~;~:
8. LA REVOCACIÓN DE LOS ACTOS ADMINISTRATIVOS
A diferencia de la anulación o invalidación que implica la retirada del acto por motivos de legalidad, la revocación equivale a su eliminación o derogación por motivos de oportunidad o de conveniencia adminis­trativa El acto es perfectamente legal, pero ya no se acomoda a los intereses públicos y la Administración decide dejarlo sin efecto.
La revocación se fundamenta en el principio de que la acción de la Administración Pública debe presentar siempre el máximo de cohe­rencia con los intereses públicos y no sólo cuando el acto nace, sino a lo largo de toda su vida. Como dice .ZANOBINl, la revocación es pro­cedente y el acto puede ser sustituido por otro más idoneo ·cuando se demuestre que el actoya dictado es inadecuado al fin para el que fue dictado, sea porque fueron mul estimadas las circunstancias y las necesidades gene­rales en el momento en que fue dictado, sea porque en momento posterior talas circunstancias y necesidades sufrieron una módif ¿ación que hace que el acto resulte contrar~o a los intereses públicos»
La revocación encuentra, no obstante, un l~mite en el respeto 'de Ios derechos adquiridos. Por no tropezar con éstos la potestad revocatoria se admite en los términos más amplios, cuando incide sobre actos que afectan únicamente a la organización administrativa o que son perju­diciales o gravosos para los particulares. En estos casos, la revocación no encuentra, en principio, impedimento alguno en el perjuicio a terceros, aunque pudiera ser ilegal si contrariase normas prohibitivas o la revo­cación lesionase los intereses de otras personas o los intereses públicos. Nada, pues, hay que objetar, en principio, a la revocación de los actos de gravamen y sancionadores frente a la cual no es oponible el principio de la vinculación de la Administración a sus propios actos. Por el son­trario, puede y debe revocarlos cuando esa revocación es conveniente a los intereses y fines públicos. Esa es la doctrina que recoge, aunque con una deficiente formulación? Ia Ley de Régimen Jurídico de las Admi­nistraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común al esta­blecer que «las Administraciones Públicas podrán revocar en cualquier momento sus actos no declarativos de derechos y los de gravamen, siemp~re que tal revocación no sea contraria al ordenamiento jur¿dico» (art. 105.1). No es correcta dicha formulación porque sólo impone el 1'mite negativo de que no se contraríe el ordenamiento jurídiso, cuando, en realidad, es preciso que, además, se dé la circunstancia positiva de que la revocación favorezca los intereses públicos y que no perjudique a terceros, a fin de cerrar el paso a arbitrarios o discrecionales perdones de sanciones
administrativas o a la condonación de otros deberes públicos de inex­cusable observancia.
Los problemas más graves de la revocación se presentan, como se advirtió, al igual que en la anulación, cuando la Administración pretende la revocación de los a¿tos declarativos de derechos, como ocurre con las autorizaciones, concesiones, nombramientos, etc. En estos casos, acep­tándose con carácter general la legitimidad de la revocación, se cuestionan las causas y motivos y su precio, es decir, el derecho a indemnización del titular del derecho revocado. A este respecto, la Ley de Procedimiento alemana distingue los supuestos de revocación previstos con anterioridad —en una norma juridica o por reserva de revocación hecha en el prQpio acto—, en cuyo caso no hay derecho a indemnización, de aquellas otras revocaciones justificadas en el interés público o en causas imprevistas —bien sea por surgimiento de hechos posteriores, que hubieren justi­ficado en su momento que la autoridad administrativa no dictara el acto, bien sea por causa de modificación del derecho vigente y el favorecido no hubiera hecho uso todavía de su derecho o percibido las prestaciones, o bien simplemente, para impedir o eliminar graves perjuicios al interés público—, casos en los que la autoridad debe compensar al interesado los perjuicios sufridos como consecuencia de su confianza en la validez del acto administrativo.
En nuestro Derecho, la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 aludió a la revocación de los actos administrativos declarativos de dere­chos a propósito de los límites generales a que se sujeta la potestad anulatoria y la revocatoria: «las facultades de analación y revocación—de­cía ei artículo 112—no podrán ser ejercitadas cuando por prescripción de acciones, el tiempo transcurrido o por otras circunstancias su ejercicio resultase contrario a la equidad o al derecho de los particulares», precepto que ha pasado a la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (art. 106). Pero es evidente que la revocación, incluso contraria a los derechos de los par­ticulares que el propio acto reconoce, es admisible cuando está previsto en el propio acto o en la norma, como en los supuestos de rescate o caducidad de las concesiones, o bien sencillamente por surgimiento de circunstancias imprevistas, una de las cuales puede ser, efectivamente, el cambio de legislación. En este sentido el artículo 16 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales justifica la revocación en los casos en que «se incumplieran las condiciones a que estarieran subordinadas o deberán ser revisadas cuando desaparecieran las c ire~n,~stancias que mati­varon su otorgamiento o sobrevinieran otras que, de haber existido a la sazan, haboun justificado la denegación, y podrán serlo cuai'~clo se adoptaren
nuevos criterios de apreciación». La apreciación de nuevos criterios, que en todo caso deberán estar sólida,mente justificados en el interés público, es la causa común justificadora de la revocación de las concesiones de bienes y servicios públicos que recibe alh el nombre de rescate.
El titular del derecho revocado tendrá o no derecho a indemnización en función de las causas que determipan la revocación y de la naturaleza del derecho afectado. Nada habrá que indemnizar; en principio, por la revocación se incumplieran las condicione$~>
a que el acto admi­nistrativo sujeta el derecho que en él se reconoce (art. 16 del Reglamento de Jas Corporaciones Locales). Da lo mismo entonces, que se trate de una autorización o concesión. Tampoco es indemnizable la revocación cuándo se trata de autorizaciones sanitarias o, en general, las de policía, cuyá precariedad se desprende de su acomodación a determinadas cir­cunstancias de hecho por las que fueron concedidas. Tampoco se indem­nizará la revocación de los nombramientos para determinados puestos de la función pública 0 de altos cargos que por su propia naturaleza son discrecionales.
S~ es, por el contrario, indemnizable la revocación de los actos admi­nistrativos cuando la causa legitimadora de la revocación es la adopción de nuevos criterios de apreciación sobre el interés público a los que responde el acto revocatorio, como ocurre con la revocación o rescate de las concesiones de bienes y servicios públicos o las licencias urba­msticas. A estos supuestos de revocación onerosa la jurisprudencia asimila aquellos otros en que es la Administración misma la que determina for­malmente el cambio de circunstancias (por ejemplo, la modificación de un plan). En estos casos, el açto revocatorio debe decidir, so pena de invalidez, tanto sobre la retirada de1 acto primitivo como sobre la indem­nización misma (Sentencias de 19 de enero de 1969 y 28 de febrero de 197()). Una jurisprudencia todavía más progresiva considera la indem­nización no como una condición de eficacia, sino de validez, por lo que es nulo el acto revocatorio que no la reconoce al titular del derecho (Sentencias de 17 de abril de 1978, 30 de enero de 1979 y 26 de febrero de 1982).
Esta dualidad de régimen indemnizatorio plantea el problema de la validez de aquellas cláusulas de exoneración de responsabilidad para el caso de revocación que se imponen al beneficiario de las licencias, a modo de condiciones, y con el fin de transformar las revocaciones one­rosas en gratuitas. Esas cláusulas, que el beneficiario no está, en principio, en condiciones de discutir, no pueden reputarse leg~timas cuando se trata del ejercicio de potestades regladas, y pretenden únicamente liberar a la Administración de sus responsabilidades ordinarias a través de una
total, pero inadmisible, libertad revocatoria (GARcíA DE ENTERRIA y FER NÁNDEZ RODRIGUEZ).
En cuanto al plazo en que la Administración ha de ejercitar la revo­cación, la mencionada Ley de Procedimiento Administrativo alemana lo fija en un año a partir del cambio de circunstancias fácticas o legales o de la producción del peligro grave para el interés público (art. 49.5) En nuestro Derecho habrá que atender a lo dispuesto en la Ley de Régi­men Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Admi­nistrativo Común que, sin precisar un plazo específico, prohibe, como se ha dicho, que las facultades de revisión sean ejercitadas cuando por prescripción de acciones, por el tiempo transcurrido u otras circunstancias su ejercicio resultare contrario a la equidad o al derecho de los par­ticulares.
9. LA RECTIFICACION DE ERRORES MATERIALES

Y ARITMÉTICOS


El acto administrativo, como cualquier otro acto jurídico, puede con­tener un error. El érror, como el dolo, consiste en un falso conocimiento de la realidad, si bien en el supuesto doloso ese falso conocimiento es provocado por un tercero. Pero las consecuencias sobre el acto—al mar­gen de la responsabilidad penal o civil que puede comportar para el causante del dolo—son las mismas: la anulación del acto. Y es así porque el error de hecho supone una apreciación defectuosa del supuesto fáctico sobre la que se ejercita la correspondiente potestad administrativa. El mismo efecto anulatorio debe predicarse del error de derecho (como cuando se aplica, por ejemplo, una norma derogada), en cuanto supone la indebid~a aplicaçión del ordenamiento jurídico, siendo irrelevante a los efectos de la invalidez que esa infracción se produzca por error o intencionadamente por la autoridad o funcionario que es su autor. Con­secuentemente, son acertadas las regulaciones legales que hablan gené­ricamente de ambas clases de error e imponen la misma consecuencia anulatoria, como el artículo 172 de la anterior Ley del Suelo («cuando se comprobare que la licencia u orden de ejecución hubiera sido otorgada erróneamente, la Corporación o autoridad competente podrá anularla»), o el artículo 16 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955 (
estado primitivo cuando resultaren otorgadas erróneamente»).
En todo caso, ambos, errores, de hecho y de derecho, son vicios que originan la anulabilidad prevista en el art~culo 63 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administracione`, Públicas y del Procedimiento Admi­
nistrativo Común. Por ello, la Administración debe seguir para la anu­ación de los actos viciados de error propiamente dicho, los procedi­mientos establecidos para la anulación en los términos antes analizados.
Pero al margen del error de hecho o de derecho, hay otro supuesto más modesto que incide o se ocasiona en el momento de producirse la declaración o formalización del acto, el llamado error material y arit­mético, que es al que únicamente se refiere el artículo 105 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedi­miento Administrativo Común—aunque yerra al identificarlo indebi­damente con el error de hécho—para legitimar una inmediata recti­ficación de oficio por la Administración al margen de cualquier pro­cedimiento: «las Administraciones Públicas podrán rectificar en cualquier momento, de oficio o a instancia de los interesados, los errores materiales, de hecho, o aritméticos existentes en sus actos» (el art. 156 de la Ley General Tributaria establece una regulación análoga, pero con una limitación tem­poral de cinco años). A este tipo de error se refiere con mucha más propiedad la Ley de Procedimiento Administrativo alemana facultando a la autoridad para corregir en cualquier momento «los errores de escritura, de operaciones aritméticas y demás errares notorios similares del acto admi­nistrativo».
El error material y el error aritmético para que la Administración pueda eliminarlos expeditivamente han de caracterizarse, según el Tri­banal SupremO2 por ser ostensibles, manifiestos e indiscutibles; es decir, que se evidencien por sí solos, sin necesidad de mayores razonamientos manifestándos, <.prima facie» por su sola contemplación, teniendo en cuen­ta exclusivamente los datos del expediente administrativo. Por ello son susceptibles de rectificación sin que padezca la subsistencia jurídica del acto que los contiene. Si no es así, si el pretendido error se presta a dudas o es preciso recurrir a datos ajenos al expediente, no es posible la rectificación mecánica e inmediata sin procedimiento anulatorio (Sen­tencias de 24 de marzo de 1977 y 30 de mayo de 1985).
A propósito de los errores materiales, se plantea la cuestión de las rectificaciones de la publicidad de las disposiciones y actos administra­tivos, que frecuentemente aparecen insertos en el Boletfn Of cial del Esta­do o diarios oficiales bajo la denominación de «corrección de errores» de las disposiciones o actos anteriores. Estas correcciones sólo son lícitas cuando el errar se ha producido en la imprenta durante el proceso de impresión del acto o disposición en el boletín o periódico oficial, cons­~uyendo un notable abuso la utilización de la «corrección de errores» para alterar substancialmente disposiciones y actos anteriores no afec­tados de tales errores materiales o aritméticos. Esta práctica, que siguen

1. SIGNIFICADO Y ORIGEN DEL PROCEDIMIENTO



ADMINISTRATIVO
Del procedimiento administrativo, como recuerda GIANNINl, se ha comenzado a hablar a finales del siglo xtx para indicar las secuencias de los actos de la auto~idad administrativa relacionados entre s~ y ten­dentes a un único fi~. El término procedimiento quer~a, pues, significar una serie cronológica de actos o actuaciones dirigidos a un resultado La jurisprudencia contribuyó decisivamente a la construcción del concepto negando la posibilidad de una impugnación separada de estas actuaciones (pruebas, informes, propuestas, etc.), por considerar que se trataba de actuaciones o actos instrumentales soporte de las resoluciones finales, las únicas impugnables. Se llegaba as' a precisar que la resolución final con sus actos preparatorios constituía todo un complejo de carácter unitario.
Hoy es un hecho claro que la actividad administrativa se desenvuelve mediante procedimientos diversos, hasta el punto que la actuación a través de un procedimiento es un principio del Derecho administrativo con­temporáneo que el art~culo 105.3 de la Constitución ha recogido exph­citamente: La consecuencia de esta generalización de la técnica pro­cedimental es que el acto administrativo solitario, es decir, sin proce­dimiento, puede considerarse una excepción (GIANNiNI). Por ello, el pro­cedimiento administrativo constituye hoy la forma propia de la función administrativa, de la misma manera que el proceso lo es de la función Judicial y el procedimiento parlamentario de la función legislativa.
La Exposición de Motivos de la primera ley conocida de Procedi­miento Administrativo, nuestra Ley de 19 de octubre de 1889, ya expre­saba la necesidad de que la función administrativa se canalizara a través de un procedimiento, de la misma forma que el Poder Judicial y el Poder Legislativo dispon~an de los suyos: «tiene el Poder Legislativo—se dice— un procedimiento señalado en la Constitución y en los reglamentos de las Cámaras; lo tiene el Poder Judicial en las Leyes de Enjuiciamiento civil y criminal, pero el Poder Ejecutivo bien puede decirse que carece de él, pues no merece tal nombre el heterogéneo, incompleto y vicioso, que si por excepción establecen las leyes y reglamentos con relación a determinados I ramos de la Administración, es por lo general, frato de precedentes y obra de la rutina, sin fjeza, sin garant~a y sin sanción. Los mules que semejante estado de cosas originan son bien notorios. Pendiente la tramitación de
los expedientes del libre arbitrio de los funcionarios, aquellos marchan con vertiginosa rapidez o se estancan, y su terminación se facilita o se dificulta, t según cuadre a las miras de los patronos con que cuentan los interesados».
El procedimiento administrativo—equiparable en términos sustan­ciales con el proceso judicial, pues se trata en ambos casos de un conjunto de actividades y actuaciones previas a la emisión de una resolución o acto t~pico de las correspondientes funciones—pod~amos definirlo, como lo hace la Ley de Procedimiento de la República Federal de Alemania de 1976, como aquella ·actividad administrativa con efiaocia externa, que se dirige al examen, preparación y emisión de un acto administrativo o a la conclusión de un convenio jurrdico público, incluyendo la emisión del acto administrativo o la conclusión del convenio» (art. 9).
En cuanto a las diferencias entre proceso judicial y procedimiento administrativo, señala GIANNIN! que el proceso posee el máximo de com­plejidad formal, lo que es debido a la particular dignidad del órgano ante el cual se desarrolla en el que el juez está en posición de terzietá e independencia respecto de las partes; por el contrario, en el proce­dimiento administrativo hay menor solemnidad en las secuencias de los actos y menor rigor preclusivo, desarrollándose ante una autoridad que es, a la vez, juez y parte. La diferencia para este autor es, sin embargo, cuantitativa, dependiendo de las mayores o menores garant~as que se acumulen al procedimiento administrativo, bastando que la decisión se atribuya a un órgano a~dministrativo relativamente independiente de la Administración (com~ ocurre en el procedimiento contencioso italiano) para que desaparezca la distinción puramente legaUstica.
La Exposición de Motivos de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 expresa la misma idea de la menor complejidad y rigidez del procedimiento administrativo frente al proceso judicial, subrayando que en la regulación del primero se

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