El derecho administrativo



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C) Por su origen
Por razón de la Administración que los dicta, los reglamentos se clasifican en estatales, autonómicos, locales, institucionales y corporativos. Estas variedades ponen de relieve que no existe un régimen común y uniforme de regulación de todos los reglamentos. Sólo en el campo de los principios se puede afirmar la uniformidad. Es diverso, por el con­trario, el sistema de aprobación y publicación y la autoridad de unos y otros, que varia en función del ámbito de competencias del Ente y de la posición jerárquica del órgano que los aprueba.
Los reglamentos estatales de mayor jerarquía son, obviamente, los del Gobierno, al que el articulo 97 de la Constitución atribuye expli­citamente el ejercicio de la potestad reglamentaria y se aprueban y publi­can bajo la forma de Real Decreto. Subordinados a éstos y a las Ordenes acordadas por las Comisiones Delegadas del Gobierno, están los regla­mentos de los Ministros, en forma de Ordenes ministeriales «en las mate­rias propias de su departamento», y los de las Autoridades inferiores, en cuyo caso revestirán la forma de Resolución, Instrucción o Circular de la respectiva autoridad que los dicte (art. 25 de la Ley del Gobierno).
Los reglamentos de las Comunidades Autónomas, con ánaloga pro­blemática que los estatales, se denominan de la misma forma que aquellos: Decretos, los del Consejo de Gobierno o Gobierno de la Comunidad Autónoma; Ordenes, los de los Consejeros, etc. En algún caso, como el de Asturias, la potestad reglamentaria se asigna también al legislativo autonómico (arts. 23.2 y 33.1 de la Ley Orgánica 7/1981, de 30 de diciem­bre).
En cuanto a los reglamentos de los Entes locales, la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 distingue el Reglamento orgánico de cada Entidad, por el que el Ente se autoorganiza (con subordinación a las normas estatales, pero con superioridad jerárquica respecto de la corres­pondiente ley autonómica de régimen local, que actúa supletoriamente), de las Ordenanzas locales, que son normas de eficacia externa de la competencia del Pleno de la Entidad, y los Bandos, que el Alcalde puede dictar en las materias de su competencia [arts. 20.1 y 2; 21.1.e); 22.2.d) y 49].
Por último, y con subordinación a los reglamentos de los Entes terri­toriales de los que son instrumento, puede hablarse de reglamentos de
los Entes institucionales (Organismos autónomos estatales, autonómicos y locales) y asimismo de reglamentos de los Entes corporativos [apar­tados i), j), 1), ñ) del art. 5 de la Ley 2/1974, de 13 de febrero, de Colegios profesionales].
3. LÍMITES Y PROCEDIMIENTO DE ELABORACIÓN

DE LOS REGLAMENTOS


La primera condición o límite para la validez de un reglamento es que el órgano que lo dicta tenga competencia para ello, cuestión ya aludida al tratar de las relaciones entre ley y reglamento. A este l~mite se refiere la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Pro­cedimiento Administrativo Común al prescribir que «las disposiciones administrativas no podrán vulnerar la Constitución o las Leyes ni regular aquellas materias que la Constitución o los Estatutos de Autonomfa reco­nacen de la competencia de las Cortes Generales o de las Asambleas Legis­lativas de las Comunidades Autónomas» (art. 51.1).
Un segundo límite, que se confunde en cierto modo con el anterior, se refiere al principio de jerarquía normativa, en función del cual los reglamentos se ordenan según la posición en la organización adminis­trativa del órgano que los dicta sin que en ningún caso el reglamento dictado por el órgano inferior pueda contradecir al dictado por el superior. Como establece la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común ·ninguna disposición administrativa podrá vulnerar los preceptos de otra de rango superior,>, lo que reitera al decir que ·las disposiciones administrativas se ajustarán al orden de jerarquía que establezcan las leyes» (art. 51.1 y 2).
Un tercer límite al ejercicio de la potestad reglamentaria es la ade­cuación a los hechos o, lo que es igual, el respeto por la realidad que trata de regular, lo que se enmarca en el principio de interdicción de la arLitrariedad a que se refiere el articulo 9 de la Constitución. Esa regla se quebranta también cuando el reglamento viola los principios generales del Derecho, que constituyen otro hmite más al ejercicio de la potestad reglamentaria, pues, a diferencia de las leyes que encarnan de forma directa la voluntad popular, los reglamentos constituyen el ejer­cicio de una potestad que está limitada, como todos los poderes dis­crecionales, por ese limite al que después nos referiremos.
Más discutible es si la potestad reglamentaria debe respetar la regla de la irretroactividad que la Constitución impone para toda clase de normas cuando son de carácter sancionador o limitativas de derechos
individuales. En principio, parece lógico atenerse a ese exclusivo l~mite y en consecuencia admitir que si el reglamento as~ lo dispone sus normas tendrán carácter retroactivo de acuerdo con lo establecido en el artí­culo 2.3 del Código Civil, máxime si se trata de normas favorables a los administrados (Sentencias de 18 de mayo y 29 de julio de 1986). En contra se argumenta que el art~culo 83.b) de la Constitución veta la retroactividad de los Decretos legislativos y que la irretroactividad es también la regla general para los actos administrativos (art. 57.3 de la Ley de Régimen Jundico de las Administraciones Públicas y del Pro­cedimiento Administrativo Común).
Un último límite a la potestad reglamentaria es que no cabe ejercitarla de forma directa, de plano, sino que precisa seguir un determinado pro­cedimiento. Es una exigencia constitucional: .la ley—dice el art~culo 105 de la Constitución—regulará la audiencia de los ciudadanos directamente o a través de las organizaciones y asocinciones reconocidas por la ley, en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas que les afecten».
El procedimiento a seguir para la aprobación de los reglamentos esta­tales es el regulado en la Ley del Gobierno de 1997. Sus trámites más importantes son los siguientes:
a) El procedimiento debe iniciarse con la formación de un expe­diente en el cual deben incluirse todos los antecedentes que han dado lugar al texto definitivo, que habrá de someterse a la decisión del órgano titular de la potestad reglamentaria (estudios e informes previos que garanticen la legalidad, acierto y oportunidad de la disposición que se pretende aprobar), así como la tabla de vigencias, es decir, una espe­cificación de las disposiciones anteriores que se van a derogar o que, por el contrario, permanecen en vigor.
b) El proyecto debe someterse a informe de la Secretarla General Técnica del Ministerio correspondiente, exigiéndose además el dictamen del Ministerio para las Administraciones Públicas cuando el proyecto de d~spos~c~on verse sobre aspectos relativos a la organización, personal o procedimiento administrativo (art. 24.3 de la Ley del Gobierno).
c) Elaborado el texto de una disposición que afecte a los derechos e intereses leg~timos de los ciudadanos, se les dará audiencia en un plazo razonable y no inferior a quince d~as hábiles, directamente o a través de las organizaciones o asociaciones reconocidas por la Ley que los agru­pen o representen y cuyos fines guarden relación directa con el objeto de la disposición.
d) Las disposiciones reglamentarias que dañan ser aprobadas por el Gobierno o por sus Comisiones Delegadas se remitirán con ocho d~as
de antelación a los demás Ministros convocados, con el objeto de que formulen las observaciones que estimen pertinentes.
Si en este procedimiento se pone el mayor énfasis sobre el cuidado técnico para la aprobación del proyecto, en el procedimiento para la aprobación de los reglamentos y ordenanzas locales se pone el acento en la participación popular. Asf, una vez aprobado inicialmente el pro­yecto de reglamento u ordenanza por el Pleno de la Corporación, se somete a información pública y audiencia de los interesados por plazo m~nimo de treinta dias, durante los cuales pueden presentarse reclama­ciones y sugerencias; llega después el trámite de aprobación definitiva por el Pleno de la Corporación, resolviendo previamente sobre las recla­maciones y sugerencias presentadas, esto es, incorporándolas o no al texto de la norma. Una y otra aprobación deben obtener el voto favorable de la mayor~a absoluta del número de miembros de la Corporación cuando la norma a aprobar sea el Reglamento orgánico de la Corporación, los planes y ordenanzas urbamsticos y las ordenanzas tributarias (arts. 47.3 y 49 de la Ley Reguladora de Bases de Régimen Local).
La jurisprudencia reca~da con motivo de la infracción de los trámites para la aprobación de los reglamentos no es muy estricta. En general, para los reglamentos estatales y autonómicos sólo se ha considerado como vicio determinante de la nulidad la omisión del informe de la Secretar~a General Técnica u otro órgano equivalente, y, en alguna ocasión, la omi­sión de la audiencia de las entidades representativas de intereses cuando no esté debidamente justificada su omisión (Sentencias de 14 de febrero y 24 de mayo de 1984). Como dice la Sentencia de 19 de diciembre de 1986 este trámite de audiencia de los entes representativos de los afectados por la disposición debe cumplirse cuando la disposición exceda del ámbito puramente doméstico de la organización administrativay vaya a afectar de forma ser¿a e importante a los ¿ntereses de los admin¿strados, interpretación que ser~a conforme con el art~culo 105 de la CGnstitución. En la aprobación de los reglamentos locales, y por ser absolutamente reglados todos sus trámites, la omisión de cualquiera de ellos, y en todo caso el de información pública, provoca la nulidad de la norma.
EFICACIA DE LOS REGLAMENTOS.

LA INDEROGABILIDAD SINGULAR


Supuesta la validez de un reglamento por haberse observado los hmites sustanciales y seguido correctamente el procedimiento de elaboración, su eficacia se condiciona a la publicación, dato fundamental para deter­minar asimismo el momento de su entrada en vigor: «para que produzcan
efectos jurfd¿cos de caráctergeneral los decretos y demás disposiciones admi­nistrativas, habrán de publicarse en el "Diario Oficial del Estado"y entrarán en vigor conforme a lo dispuesto en el arifculo I del Código Civil>> (art. 132 de la Ley de Procedimiento Administrativo y art. 52.1 de la Ley de Régi­men Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Admi­nistrativo Común). El Código Civil precisa por su parte que la entrada en vigor tendrá lugar a los veinte d~as de la publicación, salvo que expre­samente la norma determine otro plazo, que puede ser inferior o superior al consignado (art. 2.1).
El d¿es a quo para el cómputo es aquel en que termine la inserción de la norma en el Boletín Ofic¿al del Estado y, en el caso de los reglamentos de las Comunidades Autónomas, el día de la publicación en el corres­Dondiente Boletfn o D¿ar¿o de la Comunidad.
La publicación de las ordenanzas locales tiene lugar en el Boletín Ofic¿al de la Prov¿nc¿a y no entran en vigor hasta que se haya publicado completamente su texto y haya transcurrido el plazo de quince días desde que el mismo sea recibido por la Administración del Estado y de la Comunidad Autónoma respectiva, al efecto de que éstas puedan impug­narlo si lo estiman contrario al ordenamiento jurídico (art. 70.2 de la Ley de Bases de Régimen Local de 1985).
El reglamento es eficaz—produce efectos—a partir de la publicación. La eficacia, en principio, es de duración ilimitada y se impone a los administrados, los funcionarios y los Jucces, a salvo la excepción de ile­galidad, en los términos que después se verá.
En cuanto a la forma de garantizar la oLediencia a los mandatos reglamentarios, las técnicas son las mismas que aseguran el cumplimiento de las leyes, es decir, los medios administrativos y penales. El reglamento goza como los actos administrativos de la presunción de validez y del privilegio de ejecutoriedad, si bien ésta ha de actuarse, en su caso, a través de un acto administrativo previo (arts. 93 a 101 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común).
En otros países, la observancia de los reglamentos se garantiza fun­damentalmente mediante sanciones penales, pues la Administración care­ce normalmente de poderes sancionatorios directos. Nuestro Derecho también prevé sanciones penales ante la desobediencia de determinados reglamentos, pero ni su aplicación es frecuente ni la garantía penal tiene aqui el alcance general con que está prevista en otros Códigos como el francés, que contiene una parte reglamentaria y dispone, además, de un precepto específico con el que se sanciona toda infracción a los regla­
mentos que no esté singularmente tipificado (art. 16.14). Por eso, la insu­ficiencia y tradicional ineficacia del nuevo sistema penal español está compensada con la atribución de un poder sancionador directo a la Admi­nistración—desorbitado en comparación con el de otros países euro­peos—para garantizar el cumplimiento de las normas administrativas.
El reglamento puede ser derogado por la misma autoridad que lo dictó, que también puede, obviamente, proceder a su modificación parcial. Lo que no puede hacer la autoridad que lo dictó, ni siquiera otra superior, es derogar el reglamento para un caso concreto, esto es, establecer excep­ciones privilegiadas en favor de persona determinada. A ello se opone la regla de la inderogabilidad singular de los reglamentos que se recoge en el artículo 52.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (~en el artículo 11 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955 (
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El fundamento de la inderogabilidad singular se ha visto en el principio de legalidad y su correlato de la atribución de potestades a la Admi­nistración. Según esta tesis, la Administración habria recibido de la ley el poder de dictar reglamentos y de derogarlos con carácter general, pero no la facultad de derogarlos para casos concretos. La potestad regla­mentaria resultaría así más limitada que el Poder legislativo, al que nada impide, por su carácter soberano, otorgar dispensas individuales, ya que él mismo no se ha impuesto esta limitación (GARCiA DE ENTERRiA). Frente a esta explicación, parece más claro entender que la prohibición de dis­pensas singulares injustificadas se fundamenta en el principio constitu­cional de igualdad que también vincula hoy al Poder legislativo (art. 14 de la Constitución).
5. CONTROL DE LOS REGLAMENTOS ILEGALES

Y EFECTOS DE SU ANULAClÓN


La vulneración de los límites sustanciales y formales a que está sujeta la aprobación de los reglamentos origina su invalidez y, dada la especial gravedad de la existencia de normas inválidas, que pueden dar lugar en su aplicación a una infinita serie de actos igualmente irregulares, la patología de los reglamentos en sus efectos y técnicas de control se ha considerado con especial rigor. En este sentido es opinión mayoritaria
que la invalidez de los reglamentos lo es siempre en su grado máximo, es decir, de nulidad absoluta o de pleno derecho, aunque en la práctica las diferencias entre la nulidad absoluta y la nulidad relativa o anulabilidad sean difíciles de apreciar, salvo en la no preclusión de los plazos de impugnación. Así se desprende también del artículo 62.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, que además de las otras circunstancias que deter­minan la invalidez radical de los actos administrativos, impone la nulidad de pleno derecho de las disposiciones administrativas que vulneren la Cons­titución, las leyes u otras disposiciones administrativas de rango superior, las que regulen materias reservadas a la Ley, y las que establezcan la retroac­tividad de disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de dere­chos individuales. De otra parte, el ordenamiento jur~dico ha ideado toda suerte de técnicas para controlar y anular en su caso los reglamentos ilegales.
Un primer planteamiento de la ilegalidad de los reglamentos puede hacerse ante la Jurisdicción penal, acusando a su autor o autores, si se trata de órganos colegiados, del delito previsto en el articulo 377 del anterior Código Penal, que incriminaba la conducta del «funcionario público que invadiere las atribuciones legislativas, ya dictando reglamentos o disposiciones generales, excediéndose en sus atribuciones, ya derogando o suspendiendo la ejecución de una ley». La v~a penal, se halla, sin embar­go, en desuso, y, que sepamos, el artículo 377 no fue aplicado. El Código Penal de 1995 tipifica ahora la conducta funcionarial invasora de la potes­tad normativa sin distinguir entre reglamentos y leyes de la siguiente forma: dice el artículo 506—que, careciendo de atribuciones para ello, dictare una disposición general o sus­pendiere su ejecución, será castigado con la pena de prisión de uno a tres años, multa de tres a seis meses y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años». La condena penal del autor o autores del reglamento ilegal implicaria el reconocimiento de que su aprobación ha sido constitutiva de delito por falta de competencia y la consiguiente nulidad de pleno derecho de la norma dictada (art. 62.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común).
En segundo lugar, la ilegalidad de un reglamento puede plantearse ante todas las jurisdicciones (civil, penal, contenciosoadministrativa o laboral) por vía de excepción para pedir su inaplicación al caso concreto que el Tribunal está enjuiciando. La privación de eficacia del reglamento se justifica en este caso en que su aplicación implicaría la desobediencia a una norma de carácter superior: la ley que dicho reglamento ha vul­
nerado. Esta sencilla forma de resolver la cuestión viene impuesta a los Jueces y Tribunales de todo orden por el artículo 6 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, cuyo mandato estaba ya en la vieja Ley de 1870: «los Jueces y Tribunales no aplicarán los reglamentos o cualquier otra dis­posición contrarios a la Constitución, a la Ley o al principio de jerarqu¿a normativa».
También los funcionarios deben inaplicar los reglamentos ilegales por la misma razón de que hay que obedecer a la ley antes que al reglamento. Esta «desobediencia» pone ciertamente en riesgo el principio de jerarquía que les obliga a acatar las órdenes de la Administración en que están insertos, y les expone a sanciones disciplinarias, pues los funcionarios no tienen garantizada su independencia en la misma medida que los iUeces.
En tercer lugar, los reglamentos pueden ser combatidos por las vías específicas del Derecho administrativo, a través de la acción de nulidad, como preveía la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, que auto­rizaba a la Administración a declarar la nulidad tanto de los actos como de los reglamentos inválidos (art. 47, desarrollado por la Orden de 12 de diciembre de 1960). Sin embargo, la Ley del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común de forma incomprensible ciñe la acción de nulidad a los actos admi­nistrativos con exclusión de los reglamentos (art. 102, en relación con el 62.1). Si la jurisprudencia confirmase esta interpretación se habría dado un paso atrás en el sistema de garantías y frente al reglamento ilegal no habr~a otra posibilidad en vía administrativa que su derogación.
Con todo, y en cuarto lugar, la técnica más importante para el control de los reglamentos ilegales es la de su impugnación ante la Jurisdicción Contenciosoadministrativa a través del recurso directo, que es aquel que ataca frontalmente el reglamento solicitando su anulación.
Los efectos de la declaración judicial de invalidez de los reglamentos son, en opinión mayoritaria, los propios de la nulidad de pleno derecho, dadas las graves consecuencias que produce la aplicación del reglamento ilegal. Esta tesis, favorable a los efectos más radicales de la invalidez se fundamenta en la dicción literal del artículo 62.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Admi­nistrativO Común, a cuyo tenor <.también serán nalas de pleno derecho las disposiciones adm¿nistrat¿vas que vulneren la Const¿tuc¿ón, las leyes u otras disposiciones admin¿strativas de rango super¿or, las que regulen mate­r¿as reservadas a la Ley, y las que establezcan la irretroactividad de dis­posic¿ones sanc¿onator¿as no favorables o restr¿ct¿vas de derechos ¿nd¿v¿­duales». Las consecuencias más importantes de esta calificación son la
imprescriptibilidad de la acción para recurrir contra los reglamentos ile­gales y la imposibilidad de su convalidación. Sin embargo, esos preten­didos efectos radicales no se compaginan—aunque se puedan explicar por razones de seguridad jurídica—ni con la inaplicación a los regla­mentos de la acción de nulidad, como dijimos, ni con el mantenimiento de la validez de los actos dictados en aplicación del reglamento ilegal, tal y como establecía el artículo 120 de la Ley de Procedimiento Admi­nistrativo de 1958: <.la estimac¿ón de un recurso interpuesto contra una dispos¿ción general implicará la derogación o reforma de dicha disposición, sin perjuicio de que subsistan los actos frmes dictados en aplicación de la misma». La Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común no recoge este pre­cepto, pero si la Administración no declara de oficio la invalidez de los actos aplicativos del reglamento anulado, podrán los interesados soli­citarla, caso por caso, a través de la acción de nulidad (arts. 102 a 106).
Y, en fin, en quinto lugar, queda todavía la posibilidad de reaccionar contra un reglamento inválido a través del recurso indirecto, que permite al interesado atacar un acto administrativo de aplicación del reglamento ilegal, fundando dicha impugnación, precisamente, en la ilegalidad del reglamento en que se apoya el acto recurrido. La viabilidad del recurso indirecto exige, por tanto, que se produzca un acto de aplicación del reglamento ilegal o bien provocarlo mediante la oportuna petición. Esta vía impuguativa puede utilizarla cualquier administrado, individual o colectivo, que sea titular de un derecho o de un interés. A diferencia del recurso directo, el indirecto no está sujeto a plazo, en el sentido de que cualquiera que sea el tiempo que el reglamento ha estado vigente, siempre podrá ser atacado en los plazos ordinarios, a partir de la noti­ficación de cualquier acto de aplicación. El recurso indirecto se interpone ante el órgano que ha dictado el acto. No obstante, «los recursos contra un acto que se funden únicamente en la ilegalidad de alguna disposición administrativa de carácter general podrán interponerse directamente ante el órgano que dictó dicha d¿sposición» (art. 107.3 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Admi­nistrativo Común). Pero los efectos del recurso indirecto, según tiene establecido una reiterada jurisprudencia, no son tan completos y con­tundentes como los del recurso directo: sólo queda anulado el acto, pero no el reglamento ilegal, por lo cual éste puede seguir produciendo efectos contrarios a la legalidad. Este criterio de la Jurisdicción Contenciosoad­ministrativa contradice el del Tribunal Constitucional, pues la estimación de la cuestión de inconstitucionalidad—supuesto análogo al recurso indi­recto—no sólo produce efecto anulatorio del acto concreto impugnado, sino también de la ley en que se funde.
La Ley de la Jurisdicción contenciosoadministrativa de 1998 ha intro­ducido la llamada cuestión de ilegalidad, como una suerte de proceso especial para cuando un juez o tribunal hubiese dictado sentencia esti­matoria por considerar ilegal el contenido de la disposición general apli­cada, y no fuere competente para anularla en un recurso directo (art. 27).
Se trata, fundamentalmente, de un control, suscitado de oficio, de la legalidad del reglamento que aprovecha la circunstancia de una sen­tencia estimatoria de un recurso indirecto contra un acto de aplicación, un control que se remite al órgano judicial competente para el recurso directo. Desde otra perspectiva: es la transformación de oficio de un recurso indirecto en un recurso directo ante el órgano jurisdiccional legal­mente competente para su enjuiciamiento. No es, sin embargo, un proceso garantiste de los derechos e intereses de las partes intervinientes en el proceso suscitado por el recurso indirecto, ya que la eventual y posterior sentencia que, en contra de la primera, confirmara la validez del regla­mento, no afecta para nada a la primera pues no se modifica la situación jurídica creada por ella (art. 126).
Esta novedad, que busca una correspondencia exquisita entre anu­lación definitiva y erga omnes del reglamento y competencia del órgano jurisdiccional, puede engendrar más disfunciones que garantías, pues arro­ja sobre el juez de instancia la carga de fundamentar ante el superior la invalidez del reglamento ya aplicado, con el riesgo de ser desautorizado en la cuestión de ilegalidad, por haber estimado indebidamente un recurso indirecto, lo que le expone a eventuales acciones de responsabilidad. Esto sin contar con que la cuestión de ilegalidad arroja sobre el sistema contenciosoadministrativo una nueva fuente de litigiosidad, cuando ya está bloqueado por el exceso de asuntos.
El planteamiento de la cuestión de ilegalidad habrá de ceñirse exclu­sivamente a aquel 0 aquellos preceptos reglamentarios cuya declaración de ilegalidad haya servido de base para la estimación de la demanda, y la sentencia que resuelva la cuestión de ilegalidad, como ya advertimos, no atectará a la situación jur~dica concreta derivada de la sentencia dictada por el Juez o Tribunal que planteó aquélla (art. 126).
6. LA COSTUMBRE Y LOS PRECEDENTES

O PRÁCTICAS ADMINISTRATIVAS


'~Un Derecho fundamentalmente positivista, integrado en su mayor
parte por normas escritas de origen burocrático y producto de una acti­

vidad reflexiva, como es en esencia el Derecho administrativo, no podía


por menos que ofrecer resistencia a la admisión de la costumbre como fuente jurídica caracterizada por dos elementos de origen social o popular: un uso o comportamiento reiterado y uniforme y la convicción de su obligatoriedad jurídica.
Sostener, como en su tiempo hiciera MAYER, la inadmisibilidad de la costumbre como fuente del Derecho administrativo en términos radi­cales (y en base al argumento de que en defecto de la ley opera direc­tamente el poder discrecional de la Administración, siendo inadmisible que la Administración creara Derecho a través de la costumbre) o des­conocerla, como hace la mayoría de la doctrina francesa, no tiene sentido, al menos para el Derecho español, en que la regulación general del artículo 1.° del Código Civil reconoce a la costumbre como fuente del Derecho. Cosa distinta es, sin embargo, que a la costumbre se le reconozca un valor limitado de fuente del Derecho administrativo.
La admisión, en efecto, de la costumbre secunda». legem, incluyendo en este término todas las normas escritas (por consiguiente, también las reglamentarias) y el rechazo de la costumbre contra legem, es algo que está fuera de duda a la vista del artículo 1.3 del Código Civil, que cita a la costumbre después de la ley y antes de los principios generales del Derecho: ·la costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre que no sea contraria a la moral o al orden público y que resulte probada Los usos jur~dicos que no sean meramente interpretativos de una declaración de voluntad tendrán la consideración de costumbre»
Su aceptación como fuente del Derecho administrativo está avalada, además, por la circunstancia de que la propia legislación administrativa invoca la costumbre—si bien en hipótesis muy limitadas, marginales y escasamente significativas—para regular determinadas materias como son, entre otras: el régimen municipal de Concejo abierto, cuyo órgano fundamental, la llamada Asamblea vecinal, se regirá en su funcionamiento por los (art. 29 de la Ley de Bases de Régimen Local); el régimen de las Entidades conocidas con las deno­minaciones de Mancomunidades o Comunidades de Tierra o de Villa y Tierra, o de Ciudad y Tierra, Asocios, Reales Señoríos, Universidades, Comunidades de pastos, leñas, aguas y otras análogas, las cuales ·(art. 37 del Texto Refundido de 18 de abril de 1986); el régimen de aprove­chamiento y disfrute de los bienes comunales, que se ajustará a ·.las ordenanzas locales o normas consuetudinarias tradicionalmente observadas» (art. 95 del Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales de 1986); el régimen de determinados tipos de caza o los criterios para determinar la propiedad de las piezas, que se remiten a los USOS y costumbres locales
(arts. 23.4 de la Ley de Caza y 24.6 de su Reglamento), y, por último, la remisión de la legislación de aguas a normas consuetudinarias en lo referente a la organización y funcionamiento de los Jurados y Tribunales de riego, como el famoso Tribunal de las Aguas de Valencia (arts. 76.6 y 77 de la Ley de Aguas).
De otro lado, en la proLlemática consuetudinaria del Derecho admi­nistrativo incide directamente la

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