L. S. Vygotski obras escogidas IV psicología infantil



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La histeria se considera desde antiguo como una enfermedad estrechamente relacionada con las peculiaridades de la edad de transición. E. Kretschmer (1928) dice que muchos síntomas del llamado temperamento histérico no son más que restos estancados de la psique correspondientes al primer período de la maduración sexual o bien los desfavorables cambios que se producen en el carácter del adolescente a causa de posteriores condiciones adversas de su vida. Kretschmer enumera seguidamente una serie de síntomas entre los cuales mencionaremos el contraste significativo entre la frialdad y una excesiva intensidad del sentimiento amoroso, el contraste entre la fidelidad y el egoísmo infantil y, en particular, la mezcla de lo divertido y trágico en el modo de vida.

Por ello, dice Kretschmer, si los investigadores de antes determinaban a los histéricos como niños grandes, nosotros preferimos hablar de “adolescentes adultos”. Ese término corresponde con exactitud al período de retención, de parada, en el desarrollo biológico: el período de la temprana madurez sexual. La psique inmadura es muy propensa a las descargas impulsivas afectivas y, en particular a los mecanismos hipobúlicos. Cabe decir, en general, que el período de la maduración sexual es el período predilecto de las reacciones histéricas.

Toda persona puede caer en la histeria, dice Goje, y Kretschmer, para explicar esa idea, añade: porque es portadora de viejas formas instintivas más o menos encubiertas por nuevas capas culturales caracterológicas. ¿Qué significan esas palabras? Podemos comprender tan sólo a la luz de las dos leyes relacionadas tanto con el desarrollo como con la disociación de las formas superiores de conducta. Recordemos que una de esas leyes se refiere a la conservación de funciones inferiores en la historia del desarrollo como instancias subordinadas dentro de las nuevas formaciones superiores y complejas.

Así, pues, los mecanismos que dirigen nuestro comportamiento en la temprana etapa del desarrollo y, sobre todo, en el período inicial de la maduración sexual, no desaparecen del todo en el adulto; se incluyen como mecanismos ejecutores accesorios en el conjunto de una función sintética más compleja. Dentro de ella se rigen por otras leyes distintas de las que dirigen su vida independiente. Pero cuando la función superior se desintegra por alguna razón, las instancias supeditadas, que se conservan dentro de ella, se emancipan y vuelven a actuar de acuerdo con las leyes de su vida primitiva. Debido a ello, se produce en la enfermedad el retorno al pasado. La desintegración de la función superior viene a significar, en sentido convencional, claro está, la regresión a un estadio de desarrollo sobrepasado genéticamente.

E. Kretschmer dice que no se trata de un paralelismo casual, sino de una importante y fundamental ley neurobiológica que en el terreno de la esfera motriz inferior es conocida de antiguo, pero no aplicada todavía a la psiquiatría que estudia la neurosis. Cuando en la psique de la esfera motriz-expresiva la instancia superior se hace incapaz de dirigir, la instancia inferior, siguiente a ella, comienza a funcionar independientemente, de acuerdo con sus propias leyes primitivas. Esta es la segunda ley mencionada por nosotros.

¿Qué instancia subordinada empieza a funcionar independientemente en caso de histeria, haciéndonos volver, por tanto, al inicio de la maduración sexual? Ese mecanismo es calificado de hipobulia por Kretschmer. Para él la voluntad y el estado afectivo son idénticos en la vida psíquica primitiva. Cada afecto es, al mismo tiempo, una tendencia, y cada tendencia adquiere los rasgos de afecto. Esta organización directa, impulsiva, de la vida volitiva, propia del niño y, sobre todo, del adolescente al comienzo de su maduración sexual, se libera de la superestructura volitiva superior en casos de histeria. Lo más importante es que la hipobulia, cualitativamente, se considera como un tipo de carácter volitivo que, en algunas circunstancias, puede funcionar con independencia y ubicarse entre una disposición, un objetivo y el aparato reflejo, siendo capaz, por otra parte, de unirse bien con la primera, bien con el segundo, considera Kretschmer.

La hipobulia, en este sentido, no es una nueva consecuencia de la histeria, no es típica para la histeria solamente. Según Kretschmer, la histeria que nosotros consideramos como un extraño cuerpo morboso, este demonio y el doble de la voluntad dirigida a un fin, existe también en los animales superiores y en los niños pequeños. Para ellos, esto es la voluntad en general. En este etapa del desarrollo es una forma normal y casi única del querer. El tipo volitivo hipobúlico representa desde el punto de vista ontogenético y filogenético el estadio inferior de la disposición hacia un objetivo. Precisamente por ello lo hemos llamado hipobulia. Los estudios han demostrado que diversos y variados tipos de enfermedades van acompañadas por la emancipación del mecanismo hipobúlico. La enfermedad, según Kretschmer, se lleva algo de lo que constituye una parte normal importante del aparato psicofísico expresivo de los seres superiores vivos, lo aparta de su conexión normal, lo aísla, lo sustituye, obligándole a funcionar con gran intensidad e inútil tiranía.

El hecho de que enfermedades tan diversas como la neurosis bélica o la catatonia endógena tengan las mismas raíces hipobúlicas demuestra tan sólo la existencia de un importante estadio de transición en la historia del desarrollo de los seres superiores que desaparece más tarde o es simplemente sustituido por la disposición hacia un objetivo. La hipobulia recuerda más bien el residuo de un órgano cuya huella perdura, en mayor o menor grado, en la vida psicológica del adulto; no se trata de un atavismo únicamente, de un apéndice muerto. Por el contrario, vemos que también en el adulto sano la hipobulia, al integrarse como parte componente principal de la función dirigida a un fin, constituye aquello que designamos como voluntad. En este caso, sin embargo, no aparece disociada como ocurre en la histeria o la catatonia, no cumple una función independiente, se une a la disposición dirigida a un fin en una función única y firme.

Diríase que el proceso del desarrollo en la edad de transición está dividido en partes y se repite en orden inverso en la historia de las enfermedades histéricas.

Aquello que en la histeria se emancipa como función inferior independiente, a principios de la edad de transición, constituye un estadio normal en el desarrollo de la voluntad. El procesos de su desarrollo ulterior consiste en estructurar y formar la compleja unidad de la cual se disgrega y sobresale esta función inferior en la enfermedad. Kretschmer, refiriéndose a los histéricos, dice que se suele preguntar si tienen poca fuerza de voluntad, pero que a semejante pregunta nada se puede responder. No es que los histéricos tengan poca fuerza de voluntad, lo que no tienen es un propósito firme. La debilidad del objetivo es, justamente, la esencia psíquica del estado que padece un gran número de histéricos crónicos. Tan sólo si separamos entre sí las dos instancias volitivas, podremos resolver ese enigma: la persona, al no saber gobernarse, no utiliza en vano su gran fuerza de voluntad para presentarse como un ser lastimoso carente de voluntad. La debilidad del objetivo, supone Kretschmer, no es lo mismo que una voluntad débil.

Podríamos resumir del siguiente modo el estudio comparativo de las funciones volitivas del histérico y el adolescente: el contenido del desarrollo en la edad de transición es justamente aquello cuya disgregación constituye el contenido de la enfermedad histérica. Si la hipobulia en casos de histeria se emancipa del poder de la voluntad dirigida a un fin y empieza a conducirse de acuerdo con sus leyes primitivas, en la edad de transición se incorpora como parte integrante e inalienable de la voluntad dirigida a un fin, que aparece entonces por primera vez, y constituye la función que permite al hombre gobernarse a sí mismo, gobernar su propia conducta, plantearse determinados objetivos o orientar sus procesos a la consecución de los mismos.

Por tanto, lo nuevo que subyace en el desarrollo de todas las funciones psíquicas en esta edad es la voluntad dirigida a un fin que domina el afecto, el dominio de la propia conducta, de sí mismo, la capacidad de plantear objetivos a la propia conducta y lograrlos. Ahora bien, el saber plantearse los objetivos y dominar la propia conducta exige, como hemos visto, una serie de premisas, la más importante entre ellas es el pensamiento en conceptos. La voluntad dirigida a un fin se forma únicamente a base del pensamiento en conceptos y por ello no debe sorprendernos el hecho de que en la histeria se produzca la perturbación de la actividad intelectual, hecho que pasa habitualmente desapercibido para los investigadores. La debilidad del intelecto o las alteraciones emocionales del pensamiento solían considerarse bien como condiciones que propiciaban el desarrollo de las reacciones histéricas o bien como fenómenos, accesorios que acompañaban a las principales alteraciones emocionales.

Nuestras investigaciones han demostrado que el desarreglo de la actividad intelectual en la histeria tiene una propiedad mucho más compleja: se trata de una perturbación del aparato orientador del pensamiento. La relación entre la actividad del pensamiento y la vida afectiva del individuo normal se invierte. El pensamiento pierde toda independencia y la hipobulia empieza a llevar su propia existencia aislada, ya no participa más en las fórmulas más simples y primitivas.

Esa debilidad también es característica del pensamiento del histérico que pierde toda voluntariedad. El histérico deja de dirigir su pensamiento, al igual como no es capaz de dirigir su comportamiento en general.

Está claro que la pérdida de objetivos produce desorientación, que confunde también el contenido del pensamiento y modifica las propias vivencias. Kretschmer tiene razón cuando dice que el histérico se rodea de un muro para defenderse del mundo exterior, un muro formado por reacciones instintivas de huida y defensa. Finge, se exacerba, refuerza sus reflejos; así es como pretende engañar al mundo circundante que le oprime, le asusta; él, a su vez, pretende asustarle, fatigarle, hacerlo accesible. A esta táctica instintiva frente al mundo exterior corresponde la defensa interna de las propias vivencias. Kretschmer supone que la característica fundamental de la psique histérica es más bien la de evitar las vivencias dolorosas que enfrentarse a ellas.

No nos detendremos ahora en un estadio detallado de los complejos cambios de las vivencias que se observan en la histeria y que constituyen, de hecho, el contenido psicológico de la neurosis histérica. Nos limitaremos a decir tan sólo que son dos los indicios característicos de tales cambios. El primero de ellos es la regresión a la infancia que se manifiesta en una exagerada imitación del nivel espiritual del niño pequeño. Ese estado, llamado puerilismo, que a veces se provoca artificialmente en la hipnosis, es afín, sin duda, al retorno a tiempos pasados y ocurre también en la esfera de la vida volitiva. El segundo indicio es la existencia de una relación directa causal entre la función de la disociación de los conceptos y los cambios en las vivencias.

Hemos hablado ya del enorme significado que tiene para nuestra vida interior la función de formación de conceptos, y gracias a ello podemos conocer toda la realidad exterior y todo el sistema de las vivencias internas. Basta con pasar del pensamiento en conceptos al pensamiento en complejos – eso es lo que se observa en la histeria – para descender de inmediato a otro modo de orientación – genéticamente más temprano – en la realidad y en nosotros mismos. Por esta causa el desorden en la percepción y en el entendimiento de la realidad externa, las propias vivencias y la autoconciencia de la personalidad son una consecuencia directa de las anormalidades que sufre la función de formación de conceptos.

¿En qué se manifiestan esas anormalidades? En que la formación de conceptos, función de estructura única y compleja, se disgrega en virtud de una determinada ley y pone de manifiesto formas complejas de actividad intelectual conservadas en ella en calidad de base constante del pensamiento. Con el paso a una función del pensamiento más temprana se modifica el contenido de las vivencias, tanto del mundo circundante como del interno.

Podemos dar por terminado el análisis comparativo de la disgregación de la voluntad y del pensamiento en conceptos en casos de histeria y la estructuración de esas funciones en la edad de transición. Resumiendo lo dicho llegamos a la siguiente conclusión general: en la histeria se observa un proceso de desarrollo inverso de aquellas funciones cuya estructura constituye precisamente la peculiaridad característica de la edad de transición. La desaparición de la hipobulia en calidad de instancia independiente y la aparición de la voluntad orientada a un fin, al igual que la desaparición de los pensamientos en complejos y el surgimiento del pensamiento en conceptos, componen la peculiaridad más característica de la psicología del adolescente. La histeria se basa en los procesos inversos.

Esa comparación nos impone volver a las cuestiones relacionadas con la elaboración cultural de las atracciones, con la aparición del dominio volitivo de la propia vida afectiva en la edad de transición. Weisenberg, al igual que otros biólogos, señaló el hecho, prácticamente demostrado de que la maduración sexual coincide con el fin de la maduración orgánica general26. El investigador propende a considerar que en este hecho se trasluce la tendencia objetivamente racional de la naturaleza de unir en un punto temporal la madurez física con la maduración sexual. Este nexo, cuyo significado biológico hemos analizado ya, posee, además, una importantísima significación psicológica. El instinto sexual del adolescente se culturiza por su tardía maduración, se detiene en el momento justo en que finaliza la maduración de su personalidad ya formada con todo su complejo sistema de funciones, con su aparato de centros y procesos. El adolescente establece una recíproca y compleja conexión con todo ello: provoca, por una parte, su reestructuración sobre una nueva base y, por otra, se manifiesta ya como un ser refractado múltiples veces, reelaborado e incluido en el complejo sistema de esas relaciones.

La gran peculiaridad de la maduración sexual humana consiste en que los tres niveles en le desarrollo del comportamiento – el instinto, el adiestramiento y el intelecto – no siguen un orden cronológico, es decir, en el sentido de que antes se forman los instintos, luego todo cuanto se refiere al adiestramiento y tan sólo después, al final de todo, el intelecto. En la vida real, por el contrario, se produce una gran mescolanza genética en el surgimiento de los tres niveles señalados. El desarrollo del intelecto y del adiestramiento comienzan mucho antes de que madure el instinto sexual y éste, en su proceso de maduración ya encuentra preparada la compleja estructura de la personalidad, que modifica las características y el modo de actividad del instinto recién surgido gracias a su incorporación a la nueva estructura como parte de la misma. La inclusión del instinto sexual en el sistema de la personalidad no se parece en nada a la de otros instintos de más temprana maduración como, por ejemplo, el de succión, ya que el todo en el cual se incluye la nueva función que se va formando es fundamentalmente distinto.

Basta con comparar la manifestación del instinto en la psique del idiota y en la del adolescente normal de catorce-quince años para ver la diferencia en su proceso de maduración. En el adolescente, hasta el momento de la maduración del instinto sexual, existe una serie de sutiles y complejas funciones establecidas por el intelecto y los hábitos. En ese medio, el instinto se desarrolla de forma distinta: todo se refleja en la conciencia, todo es controlado por la voluntad, diríase que la maduración sexual en su avance sigue dos trayectorias, una desde arriba y otra desde abajo, como hemos visto ya en un capítulo anterior, E. Spranger27 considera que se trata de dos procesos – hasta tal punto son exteriormente independientes entre sí -. De hecho, sin embargo, es un mismo proceso reflejado en las formas superiores de la conciencia y del comportamiento de la personalidad.

Gracias a que el nuevo sistema de atracciones, que se forma a la par del proceso de maduración sexual, se refracta de manera muy compleja, se refleja en el pensamiento del adolescente y entabla muy estrechos nexos con las acciones orientadas a un fin, dicho sistema adquiere una índole totalmente distinta y se incluye como instancia subordinada en la función que se califica habitualmente como voluntad. El paso decisivo del pensamiento en complejos y de la función de formación de conceptos, ya analizado con detalle por nosotros, es la premisa imprescindible para este proceso.

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Si la historia nos hace comprender con toda claridad el proceso de formación de la voluntad en la edad de transición, la disgregación de la función de formación de conceptos, la disociación de su función que se observa en la histeria, se manifiesta muy claramente, aunque no de forma tan notoria, en otra enfermedad, caracterizada por el deterioro de la función verbal, que se llama afasia. Según Sepp, el estudio de la afasia nos da la clave para entender el funcionamiento intelectual de la corteza cerebral. De todos tipos de afasia, vista desde el ángulo de la psicología de la edad de transición, la llamada afasia amnésica es la que suscita el máximo interés; el enfermo que la padece olvida las palabras relacionadas con una serie de objetos y acciones, tiene dificultades para reproducirlas. El olvido de las palabras puede manifestarse cuantitativamente, sin embargo, la perturbación más importante de la actividad verbal, tal como se observa en la afasia, sigue siendo casi siempre la misma.



La esencia de los cambios en los casos de afasia amnésica pueden expresarse del siguiente modo: la perturbación patológica lleva a la disociación de la compleja unidad que denominamos función de formación de conceptos. Los nexos establecidos en la base de dicha función se disgregan, al parecer, y la palabra desciende a un nivel genético inferior, anterior, sobrepasado por el individuo normal hasta el período de la maduración sexual. El afásico pasa del pensamiento en conceptos al pensamiento en complejos. En ello radica el rasgo característico. Fundamental, de la enfermedad que estamos estudiando, rasgo que por la ley de los contrarios y el curso inverso de los procesos lo aproxima con el desarrollo psíquico del adolescente.

Las investigaciones de la afasia amnésica que fueron hechas últimamente demuestran que todas las diversas alteraciones que se observan en esa dolencia están interiormente conexionadas entre sí y son partes de un cuadro único en el cual subyace la principal perturbación: la disociación del pensamiento en conceptos. Estudios más reciente de A. Gelb y K. Goldstein demuestran que la perturbación no afecta por separado a la esfera verbal o a la de los conceptos, sino que atañe al nexo, todavía problemático, que existe entre el pensamiento y el lenguaje.

Precisamente por ello, la afasia no es una alteración pura de la función del lenguaje ni tampoco del pensamiento: se perturba el vínculo de uno y otro, sus complejas interrelaciones. Cabría decir que se desintegra la sólida e independiente síntesis que se forma en el pensamiento del adolescente cuando pasa a la formación de conceptos. Precisamente por ello el estudio de afasia tiene enorme importancia para el problema general de las relaciones entre el pensamiento y el lenguaje. Gelb y Goldstein han estudiado los fenómenos de la amnesia relacionada con el nombramiento de los colores. Un paciente, por causa de una enfermedad cerebral había olvidado el nombre de los colores conservaba, sin embargo, la facultad de diferenciarlos, mostraba cambios muy curiosos en todo su comportamiento relacionado con los colores.

Diríase que se trataba de un experimento organizado por la propia naturaleza para hacernos conocer los cambios que se producen en el pensamiento y la conducta del enfermo cuando el nombre del color se borra de su mente. Se observa con frecuencia que el enfermo pasa a las denominaciones concretas, objetales, de los colores que son propias de los adultos normales en el campo del olfato y que se observan en los pueblos primitivos en la temprana etapa del desarrollo de su pensamiento. Por ejemplo, el color rojo de una determinada tonalidad es definido por el enfermo como color cereza, el verde como el color de la yerba, el azul como el color violeta, el anaranjado como color naranja, etc. Observamos en este caso, dicen los autores citados, una forma primitiva de designación verbal del color típico para los estadios tempranos en el desarrollo del lenguaje y del pensamiento.

Es particularmente interesante la siguiente circunstancia. El enfermo conseguía elegir muy bien los matices apropiados al objeto dado de una madeja de hilos de colores diversos. Elegía el matiz correspondiente sin equivocarse nunca. Pero, gracias a la ausencia del concepto del color no sabía elegir ele color que corresponde al objeto dado, sólo por el hecho de pertenecer a la misma categoría. En nuestros experimentos habíamos observado que el afásico, pese a su habilidad para elegir los matices más adecuados y exactos de los colores se negaba a elegir el color correspondiente cuando no veía dicho matiz. Sabía seleccionar el matiz correcto o del color rojo, pero no podía elegir un color rojo de distinto matiz y se comportaba de forma más concreta que un individuo normal.

Por ello, la clasificación de los colores, la elección de diversos matices relacionados con el tono fundamental, suponía para él una tarea insoluble. Los experimentos han demostrado que el enfermo carecía, al parecer, del principio de agrupamiento, que su elección se basaba siempre en una vivencia concreta, real, de semejanza o relación. Gelb y Goldstein consideran que ese comportamiento puede calificarse de irracional, visual-concreto, biológicamente primitivo, más cercano a la realidad. Los autores citados opinan que esa situación la diferencia entre la conducta del hombre normal y del afásico es la siguiente: el hombre normal, al seleccionar los colores, fija su atención en un modelo determinado en virtud de la instrucción recibida (es decir, en un solo color fundamental independientemente de su intensidad o pureza). Percibe cada color concreto como el representante del concepto dado – rojo, amarillo, azul -. Los colores se correlacionan entre sí por su pertenencia a una misma categoría, a un mismo concepto de color rojo, pero no sobre la base de su identificación con la vivencia. Gelb y Goldstein califican de categorial ese comportamiento. Lo curioso es que los enfermos no pueden destacar libremente una propiedad determinada del color, lo mismo que no pueden mantener la atención en una sola dirección.

¿Cuál es la causa fundamental de dichas alteraciones? En opinión de los autores citados, la ausencia del lenguaje no puede, por sí misma, considerarse como la causa de que la relación categorial con el objeto se dificulte o imposibilite. Es de suponer, sin embargo, que las palabras pierdan algo de aquello que les pertenece en estado normal, aquello que hace posible su empleo en la relación categorial.

Gelb y Goldstein deducen que las palabras han perdido en los enfermos esa propiedad por la siguiente razón: los enfermos saben que los colores tienen nombres que ellos conocen, pero esos nombres son para ellos sonidos carentes de significado, han dejado de ser signo de conceptos. La relación categorial y el uso de las palabras en su valor significativo expresan un mismo tipo de conducta básica y no deben ser consideradas como la causa o la consecuencia recíprocas. La alteración del tipo fundamental de conducta y su correspondiente descenso a otro más primitivo constituye justamente la perturbación que explica todos los síntomas aislados que se observan en la enfermedad.


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