Viaje al fin de



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Volvíamos a empezar a propósito de cualquier cosa, de las medias para varices, de la corriente farádica óptima, del tratamiento de las celulitis en la región del codo... Yo había llegado a farfullar exactamente de acuerdo con sus indicaciones y sus inclinaciones, a propósito de cualquier cosa, como un técnico de verdad. Me acompañaba, me precedía en ese paseo infinitamente meningítico, Bary­ton; me saturó la conversación para la eternidad. Parapi­ne se reía con ganas para sus adentros, al oírnos desfilar entre nuestras porfías, que duraban lo que los tallarines, al tiempo que espurreaba el mantel con perdigones del burdeos del patrón.

Pero, ¡paz para el recuerdo del Sr. Baryton, el muy ca­brón! Acabé, de todos modos, haciéndolo desaparecer. ¡Me hizo falta mucho genio!

Entre las clientas cuya custodia me habían confiado en especial, las más pejigueras me daban una lata que para qué. Sus duchas por aquí... Sus sondas por allá... Sus vi­cios, sevicias, y sus grandes agujeros, que había que tener siempre limpios... Una de las jóvenes pacientes era la cau­sa de bastantes de las reprimendas que me echaba el pa­trón. Destruía el jardín arrancando las flores, era su ma­nía, y a mí no me gustaban las reprimendas del patrón...

«La novia», como la llamábamos, una argentina, de físico no estaba nada mal, pero, en lo moral, sólo tenía una idea, la de casarse con su padre. Conque las flores iban todas, una tras otra, a parar, cosidas, al gran velo blanco que llevaba día y noche, a todas partes. Un caso del que su familia, religiosa fanática, se avergonzaba horrible­mente. Ocultaban su hija al mundo y con ella su idea. Se­gún Baryton, sucumbía a las inconsecuencias de una edu­cación demasiado rígida, demasiado severa, de una mo­ral absoluta, que, por así decir, le había estallado en la cabeza.

A la hora del crepúsculo, hacíamos regresar a todos, después de mucho llamarlos, y, además, pasábamos por las habitaciones sobre todo para impedirles, a los excita­dos, tocarse demasiado frenéticamente antes de dormirse. El sábado por la noche era muy importante moderarlos y prestar mucha atención, porque el domingo, cuando venían los parientes, les causaba muy mala impresión en­contrarlos pálidos, a los pacientes, de tanto masturbarse.

Todo aquello me recordaba el caso de Bébert y el jara­be. En Vigny administraba grandes cantidades de aquel jarabe. Había conservado la fórmula. Había acabado cre­yendo en él.

La portera del manicomio tenía un pequeño comercio de caramelos, con su marido, auténtico cachas, al que re­curríamos de vez en cuando, para los casos duros.

Así pasaban las cosas y los meses, bastante agradables, en resumen, y no habría habido demasiados motivos para quejarse, si a Baryton no se le hubiera ocurrido de pron­to otra dichosa idea nueva.

Desde hacía mucho, seguramente, se preguntaba si no podría tal vez utilizarme más y mejor aún por el mismo precio. Conque había acabado encontrando el modo.

Un día, tras el almuerzo, sacó su idea. Primero hizo que nos sirvieran una fuente llena de mi postre favorito, fresas con nata. Aquello me pareció de lo más sospechoso. En efecto, apenas había acabado de jalarme su última fresa, cuando me abordó imperioso.

«Ferdinand -me dijo-, me pregunto si le parecería a usted bien dar unas lecciones de inglés a mi hijita Ai­mée... ¿Qué me dice usted?... Sé que tiene usted un acen­to excelente... Y en el inglés, verdad, ¡el acento es esen­cial!... Y, además, sin intención de halagarlo, es usted, Ferdinand, la complacencia en persona.»

«Pues, claro que sí, señor Baryton», le respondí, des­prevenido.

Y quedamos, en el acto, en que daría a Aimée, la ma­ñana siguiente, su primera lección de inglés. Y siguieron otras, así sucesivamente, durante semanas...

A partir de aquellas lecciones de inglés fue cuando en­tramos todos en un período absolutamente turbio, equí­voco, durante el cual los acontecimientos se sucedieron a un ritmo que ya no era, ni mucho menos, el de la vida corriente.

Baryton quiso asistir a todas las lecciones que yo daba a su hija. Pese a toda mi solicitud inquieta, a la pobre Ai­mée no se le daba, a decir verdad, nada bien el inglés. En el fondo, no le importaba, a la pobre Aimée, saber lo que todas aquellas palabras nuevas querían decir. Se pregun­taba incluso qué queríamos de ella todos, al insistir, vi­ciosos, así para que retuviera realmente su significado. No lloraba, pero le faltaba muy poco. Habría preferido, Aimée, que la dejaran arreglárselas con el poquito francés que ya sabía, cuyas dificultades y facilidades le bastaban de sobra para ocupar su vida entera.

Pero su padre, por su parte, no lo veía así. «¡Tienes que llegar a ser una joven moderna, Aimée!... -la anima­ba, incansable, para consolarla-. Yo, tu padre, he sufrido mucho por no haber sabido bastante inglés para desen­volverme como Dios manda entre la clientela extranjera... ¡Anda! ¡No llores, querida!... Escucha al Sr. Bardamu, tan paciente, tan amable y, cuando sepas, a tu vez, pro­nunciar los the con la lengua como él te muestra, te rega­laré, te lo prometo, una bonita bicicleta ni-que-la-da...»

Pero no tenía deseos de pronunciar los the ni los enough, Aimée, pero es que ninguno... Era él, el patrón, quien los pronunciaba por ella, los the y los rough, y ha­cía muchos otros progresos, pese a su acento de Burdeos y su manía por la lógica, gran obstáculo para el inglés. Durante un mes, dos meses así. A medida que se desarro­llaba en el padre la pasión por aprender el inglés, Aimée tenía cada vez menos ocasión de forcejear con las vocales. Baryton me acaparaba, ya no me soltaba, me sorbía todo mi inglés. Como nuestras habitaciones eran contiguas, por la mañana podía oírlo, mientras se vestía, transfor­mar ya su vida íntima en inglés. The coffee is black... My shirt is white... The garden is green... How are yon today Bardamu?, gritaba a través del tabique. Muy pronto co­gió gusto a las formas más elípticas de la lengua.

Con aquella perversión iba a llevarnos muy lejos... En cuanto hubo tomado contacto con la literatura importan­te, nos fue imposible parar... Tras ocho meses de progre­sos tan anormales, había llegado casi a reconstituirse en­teramente en el plano anglosajón. Así consiguió al tiempo asquearme del todo, dos veces seguidas.

Poco a poco habíamos ido dejando a la pequeña Ai­mée fuera de las conversaciones y, por tanto, cada vez más tranquila. Volvió, apacible, entre sus nubes, sin pedir explicaciones. No iba a aprender el inglés, ¡y se acabó! ¡Todo para Baryton!

Volvió el invierno. Llegó la Navidad. En las agencias anunciaban billetes de ida y vuelta para Inglaterra a pre­cio reducido... Al pasar por los bulevares con Parapine, cuando lo acompañaba al cine, los había visto yo, esos anuncios... Había entrado incluso en una de las agencias para informarme sobre los precios.

Y después en la mesa, entre otras cosas, dije dos pala­bras a Baryton sobre el asunto. Al principio no pareció interesarle, mi información. La dejó pasar. Yo estaba con­vencido incluso de que la había olvidado del todo, cuan­do una noche fue él mismo quien se puso a hablarme de ello para rogarme que le trajera los prospectos.

Entre sesión y sesión de literatura inglesa, jugábamos muchas veces al billar japonés y al chito en una de las cel­das de aislamiento, bien provista de barrotes sólidos, si­tuada justo encima del chiscón de la portera.

Baryton destacaba en los juegos de destreza. Parapine apostaba a menudo el aperitivo con él y lo perdía todas las veces. Pasábamos en aquella salita de juegos improvi­sada veladas enteras, sobre todo durante el invierno, cuando llovía, para no estropearle los salones al patrón. En ocasiones, si bien raras, colocaban, en aquella misma salita de juego, a un agitado en observación.

Mientras rivalizaban en destreza, Parapine y el patrón, jugando al chito sobre el tapiz o sobre el suelo, yo me di­vertía, si puedo expresarme así, intentando experimentar las mismas sensaciones que un preso en su celda. Era una sensación que me faltaba. Con voluntad puedes llegar a sentir amistad por los tipos raros que pasan por los ba­rrios de los suburbios. Al final de la jornada sientes pie­dad ante la barahúnda que forman los tranvías al traer de París, a los empleados, de vuelta a casa en grupitos dóci­les. Al primer desvío, después de la tienda de comesti­bles, se acabó su derrota. Van a derramarse despacio en la noche. Apenas te da tiempo a contarlos. Pero raras veces me dejaba Baryton soñar a gusto. En plena partida de chito seguía, petulante, con sus insólitas interrogaciones.



«How do yo say» "imposible" en english, Ferdinand?...»

En una palabra, nunca se cansaba de hacer progresos. Tendía con toda su estupidez hacia la perfección. Ni siquiera quería oír hablar de aproximaciones ni de conce­siones. Por fortuna, una crisis me libró de él. Veamos lo esencial.

A medida que avanzábamos en la lectura de la Historia de Inglaterra, le vi perder un poco su seguridad y, al final, lo mejor de su optimismo. En el momento en que aborda­mos a los poetas isabelinos, su espíritu y su persona expe­rimentaron grandes cambios inmateriales. Al principio me costó un poco convencerme, pero no me quedó más reme­dio, al final, como a todo el mundo, que aceptarlo tal como se había vuelto, Baryton, lamentable, la verdad. Su atención, antes precisa y severa, flotaba ahora, arrastrada hacia digresiones fabulosas, interminables. Y entonces le tocó el turno a él de permanecer horas enteras, en su pro­pia casa, ahí, ante nosotros, soñador, lejano ya... Aunque me había asqueado por mucho tiempo y con ganas, sentía algo de remordimiento al verlo así, disgregarse, a Baryton. Yo me consideraba un poco responsable de ese derrumba­miento... Su desconcierto espiritual no me era del todo aje­no... Hasta tal punto, que le propuse un día interrumpir por un tiempo nuestros ejercicios de literatura con el pre­texto de que un intermedio nos proporcionaría tiempo y ocasión para renovar nuestros recursos documentales... No se dejó engañar por astucia tan débil y opuso, en el acto, una negativa, benévola, bien es verdad, pero del todo categórica... Estaba decidido a proseguir conmigo sin cesar el descubrimiento de la Inglaterra espiritual... Tal como lo había emprendido... Yo no podía responder nada... Me in­cliné. Temía incluso no disponer de bastantes horas de vida para lograrlo del todo... En una palabra, pese a que yo ya presentía lo peor, hubo que continuar con él, mal que bien, aquella peregrinación académica y desolada.

La verdad es que Baryton había dejado de ser el que era. A nuestro alrededor, personas y cosas perdían, pere­grinas y paulatinas, su importancia ya e incluso los colores con que las habíamos conocido adquirían una suavi­dad soñadora de lo más equívoca...

Ya no daba muestras, Baryton, sino de un interés oca­sional y cada vez más lánguido por los detalles adminis­trativos de su propia casa, obra suya, sin embargo, por la que había sentido durante más de treinta años auténtica pasión. Dejaba toda la responsabilidad de los servicios administrativos en manos de Parapine. El desconcierto cada vez mayor de sus convicciones, que aún intentaba disimular púdicamente en público, estaba llegando a ser evidente para nosotros, irrefutable, físico.

Gustave Mandamour, el agente de policía que conocía­mos en Vigny porque a veces lo utilizábamos en los tra­bajos pesados de la casa y que era sin lugar a dudas el ser menos perspicaz que he tenido oportunidad de conocer entre tantos otros del mismo orden, me preguntó un día, por aquella época, si no habría tenido tal vez muy malas noticias el patrón... Lo tranquilicé lo mejor que pude, pero sin demasiado convencimiento.

Todos esos chismes ya no interesaban a Baryton. Lo único que quería era que no se lo molestara con ningún pretexto... Al comienzo de nuestros estudios, de acuerdo con su deseo, habíamos recorrido demasiado rápido la gran Historia de Inglaterra de Macaulay, obra capital en dieciséis volúmenes. Reanudamos, por orden suya, esa dichosa lectura y ello en condiciones morales de lo más inquietantes. Capítulo tras capítulo.

Baryton me parecía cada vez más pérfidamente conta­minado por la meditación. Cuando llegamos al pasaje, implacable como ninguno, en que Monmouth el Preten­diente acaba de desembarcar en las orillas imprecisas de Kent... En el momento en que su aventura empieza a gi­rar en el vacío... En que Monmouth el Pretendiente no sabe ya muy bien lo que pretende... Lo que quiere hacer. Lo que ha ido a hacer... En que empieza a decirse que le gustaría marcharse, pero ya no sabe adonde ni cómo... Cuando la derrota se alza ante él... En la palidez de la mañana... Cuando el mar se lleva sus últimos navíos... Cuando Monmouth se pone a pensar por primera vez... Baryton no lograba tampoco, en sus asuntos, ínfimos, adoptar sus propias decisiones... Leía y releía ese pasaje y lo murmuraba una y otra vez, además... Abrumado, vol­vía a cerrar el libro y venía a tumbarse cerca de nosotros.

Durante largo rato, repetía, con los ojos entornados, el texto entero, de memoria, y después, con su acento inglés, el mejor de entre todos los de Burdeos que yo le había dado a elegir, nos recitaba otra vez...

En la aventura de Monmouth, cuando todo el lastimo­so ridículo de nuestra pueril y trágica naturaleza se desa­brocha, por así decir, ante la Eternidad, Baryton era presa del vértigo, a su vez, y, como ya sólo colgaba por un hilo de nuestro destino corriente, se soltó del todo... Desde aquel momento, puedo afirmarlo, dejó de ser de los nuestros... Ya no podía más...

Al final de aquella misma velada, me pidió que fuera a reunirme con él en su gabinete de director... Desde luego, en vista del extremo a que habíamos llegado, yo me espe­raba que me comunicara alguna resolución suprema, mi despido inmediato, por ejemplo... Bueno, pues, ¡no! La decisión que había adoptado, ¡me era, al contrario, del todo favorable! Ahora bien, tan raras veces me ocurría que una suerte favorable me sorprendiese, que no pude por menos de derramar algunas lágrimas... Baryton tuvo a bien considerar pena ese testimonio de mi emoción y entonces le tocó a él consolarme...

«¿Va usted a dudar de mi palabra, Ferdinand, si le ga­rantizo que he necesitado mucho más que valor para deci­dirme a abandonar esta casa...? ¿Yo, de costumbres tan se­dentarias, que usted conoce, yo, ya casi un anciano, en una palabra, con toda una carrera que no ha sido sino una larga verificación, muy tenaz, muy escrupulosa, de tantas maldades lentas o rápidas?... ¿Cómo es posible que haya llegado a abjurar de todo en unos meses?... Y, sin embar­go, aquí me tiene, en cuerpo y alma, en este estado de de­sapego, de nobleza... ¡Ferdinand! Hurrah! ¡Como usted dice en inglés! Mi pasado ya no es nada para mí, ¡eso está claro! ¡Voy a renacer, Ferdinand! ¡Sencillamente! ¡Me marcho! ¡Oh, sus lágrimas, bondadoso amigo, no podrán atenuar el asco definitivo que siento por todo lo que me retuvo aquí durante tantos y tantos años insípidos!... ¡Es demasiado! ¡Basta, Ferdinand! ¡Le digo que me voy! ¡Huyo! ¡Me evado! ¡Se me parte el corazón, desde luego! ¡Lo sé! ¡Sangro! ¡Lo veo! Pues bien, Ferdinand, por nada del mundo, sin embargo... Ferdinand, por nada... ¡me ha­ría usted volver sobre mis pasos! ¿Me oye usted?... Aun cuando hubiera dejado caer un ojo ahí, en algún punto de este cieno, ¡no volvería a recogerlo! Conque, ¡con eso está dicho todo! ¿Duda usted ahora de mi sinceridad?»

Yo ya no dudaba de nada. Era capaz de todo, Baryton, estaba claro. Por lo demás, creo que habría sido fatal para su razón que yo me hubiese puesto a contradecirlo en el estado a que había llegado. Le dejé descansar un momen­to y después intenté, de todos modos, ablandarlo un poco, me atreví a hacer un intento supremo para traerlo de nuevo hasta nosotros... Mediante los efectos de una li­gera transposición... de una argumentación amablemente oblicua...

«¡Abandone, pues, Ferdinand, por favor, la esperanza de verme renunciar a mi decisión! ¡Ya le digo que es irre­vocable! Le agradeceré que no me vuelva a hablar de eso... Por última vez, Ferdinand, ¿quiere usted ser tan amable? A mi edad, las vocaciones, verdad, son muy ra­ras... Es sabido... Pero son irremediables...»

Tales fueron sus propias palabras, casi las últimas que pronunció. Las transmito.

«Tal vez, querido señor Baryton -me atreví, de todos modos, a interrumpirlo de nuevo-, estas vacaciones re­pentinas que se dispone usted a tomarse no constituyan, en definitiva, sino un episodio un poco novelesco, una oportuna diversión, un entreacto feliz, en el curso un poco austero, bien es verdad, de su carrera... Tal vez tras haber probado otra vida... más amena, menos trivialmente metódica, que la que llevamos aquí, vuelva usted, sen­cillamente, contento de su viaje, hastiado de imprevis­tos... Entonces, volverá usted a ocupar, del modo más natural, su lugar a la cabeza de esta institución... Orgu­lloso de sus experiencias recientes... Renovado, en una palabra, y seguramente del todo indulgente en adelante para las monotonías cotidianas de nuestra ajetreada ruti­na... ¡Envejecido, por fin! Si me permite usted expresar­me así, señor Baryton...»

«¡Qué halagador, este Ferdinand!... Aún encuentra modo de conmoverme en mi orgullo masculino, sensible, exigente incluso, ahora lo descubro pese a tanto hastío y a las adversidades pasadas... ¡No, Ferdinand! Todo el in­genio que usted despliega no podría ablandar, en un mo­mento, todo el fondo abominablemente hostil y doloroso de nuestra voluntad. Por lo demás, Ferdinand, ¡ya no hay tiempo para vacilar, para volver sobre mis pasos!... ¡Es­toy, lo confieso, lo clamo, Ferdinand, vacío! ¡Agobiado, vencido! ¡Por cuarenta años de pequeneces sagaces!... ¡Ya es más que demasiado!... ¿Lo que quiero intentar?

¿Quiere usted saberlo?... Puedo decírselo, a usted, mi amigo supremo, usted que ha tenido a bien compartir, desinteresado, admirable, los sufrimientos de un viejo derrotado... Quiero, Ferdinand, probar a ir a perder mi alma, igual que va uno a perder su perro sarnoso, su perro hediondo, muy lejos, el compañero que le asquea a uno, antes de morir... Por fin solo... Tranquilo... uno mismo...»

«Pero, querido señor Baryton, ¡esta violenta desespe­ración cuyas inflexibles exigencias me revela usted de pronto nunca la había advertido yo en sus palabras y me deja pasmado! Muy al contrario, sus observaciones coti­dianas me parecen aún hoy perfectamente pertinentes... Todas sus iniciativas siempre alegres y fecundas... Sus in­tervenciones médicas perfectamente juiciosas y metódi­cas... En vano buscaría en sus actos cotidianos una de esas señales de abatimiento, de derrota... La verdad, no observo nada semejante...»

Pero, por primera vez desde que yo lo conocía, no sentía Baryton ningún placer de recibir mis cumplidos. Me disuadía incluso, amable, para que no continuara la conversación en aquel tono lisonjero.

«No, mi querido Ferdinand, se lo aseguro... Estos tes­timonios últimos de su amistad vienen a suavizar, desde luego y de forma inesperada, los últimos momentos de mi presencia aquí; sin embargo, toda su solicitud no po­dría volverme tolerable simplemente el recuerdo de un pasado que me abruma y al que estos lugares apestan... Quiero alejarme a cualquier precio, ¿me oye usted?, y con cualesquiera condiciones...»

«Pero, señor Baryton, ¿qué vamos a hacer en adelante con esta casa? ¿Lo ha pensado usted?»

«Sí, desde luego, lo he pensado, Ferdinand... Usted se hará cargo de la dirección durante el tiempo que dure mi ausencia, ¡y se acabó!... ¿No ha tenido usted siempre relaciones excelentes con nuestra clientela?... Así, pues, su dirección será aceptada fácilmente... Todo irá bien, ya lo verá, Ferdinand... Parapine, por su parte, ya que no pue­de tolerar la conversación, se ocupará de los mecanismos, los aparatos y el laboratorio... ¡Eso es lo suyo!... Así todo queda arreglado como Dios manda... Por lo demás, he dejado de creer en las presencias indispensables... Por ese lado también, ya lo ve, amigo mío, he cambiado mucho...»

En efecto, estaba desconocido.

«Pero, ¿no teme usted, señor Baryton, que su marcha se comente del modo más malicioso entre nuestra com­petencia de los alrededores?... ¿De Passy, por ejemplo? ¿De Montretout?... ¿De Gargan-Livry? Todos los que nos rodean... Que nos espían... Esos colegas de una perfi­dia incansable... ¿Qué sentido atribuirán a su noble y vo­luntario exilio?... ¿Cómo lo llamarán? ¿Escapada? ¿Qué sé yo qué más? ¿Extravagancia? ¿Derrota? ¿Fracaso? ¿Quién sabe?...»

Esa eventualidad le había hecho sin duda reflexionar larga y penosamente. Aún lo turbaba, ahí, ante mí, empa­lidecía al pensarlo...

Aimée, su hija, nuestra inocente Aimée, iba a sufrir, con todo aquello, una suerte bastante brutal. La dejaba al cuidado de una de sus tías, una desconocida, a decir ver­dad, en provincias. Así, liquidadas todas las cosas ínti­mas, ya sólo nos quedaba, a Parapine y a mí, hacer todo lo posible para administrar todos sus intereses y sus bie­nes. ¡Bogue, pues, la barca sin capitán!

Después de aquellas confidencias, podía permitirme, me pareció, preguntarle al patrón por qué lado pensaba lanzarse hacia las regiones de su aventura...

«¡Por Inglaterra, Ferdinand!», me respondía, sin va­cilar.

Todo lo que nos sucedía, en tan poco tiempo, me parecía, desde luego, muy difícil de asimilar, pero, de todos modos, tuvimos que adaptarnos rápidos a la nueva suerte.

El día siguiente, lo ayudamos, Parapine y yo, a hacerse un equipaje. El pasaporte con todas sus páginas y sus visados le extrañaba un poco. Nunca había tenido pa­saporte. Ya que estaba, le habría gustado obtener otros, de recambio. Tuvimos que convencerlo de que era impo­sible.

Una última vez titubeó respecto a la cuestión de si llevar cuellos duros o blandos y cuántos de cada clase. Con aquel problema, mal resuelto, estuvimos hasta la hora del tren. Saltamos los tres al último tranvía para Pa­rís. Baryton llevaba sólo una maleta ligera, pues tenía in­tención de permanecer, por dondequiera que fuese y en todas las circunstancias, móvil y ligero.

En el andén la noble altura de los estribos de los trenes internacionales le impresionó. Vacilaba a la hora de subir aquellos escalones majestuosos. Se recogía ante el vagón como en el umbral de un monumento. Lo ayudamos un poco. Como había cogido billete de segunda, nos hizo al respecto una observación comparativa, práctica y son­riente. «La primera no es mejor», dijo.

Le tendimos las manos. Fue el momento. Sonó el piti­do de la salida, con un arranque tremendo, como una ca­tástrofe de chatarra, en el instante bien preciso. Fue una brutalidad abominable para nuestra despedida. «¡Adiós, hijos!», le dio apenas tiempo de decirnos y su mano se separó, hurtada a las nuestras...

Se movía allá, entre el humo, su mano, alargada entre el ruido, ya en la noche, a través de los raíles, cada vez más lejos, blanca...
Por una parte, no lo echamos de menos, pero, de todos modos, su marcha creaba un vacío tremendo en la casa.

Para empezar, su forma de marcharse nos había puesto tristes a nuestro pesar, por decirlo así. No había sido na­tural, su forma de marcharse. Nos preguntábamos qué podría ocurrimos, a nosotros, tras un golpe semejante.

Pero no tuvimos tiempo de preguntárnoslo demasiado ni tampoco de aburrirnos siquiera. Pocos días después de que lo acompañáramos hasta la estación, a Baryton, mira por dónde, me anunciaron una visita para mí, en el des­pacho, para mí en especial. El padre Protiste.

¡Menudo si le di noticias, yo, entonces! ¡Y buenas! Y, sobre todo, ¡del modo como nos había plantado a to­dos para irse de juerga a los septentriones, Baryton!... No salía de su asombro, Protiste, al enterarse de ello, y des­pués, cuando por fin hubo comprendido, lo único que discernía ya en aquel cambio era el provecho que yo po­día sacar de semejante situación. «¡Esta confianza de su director me parece la más halagadora de las promociones, mi querido doctor!», me repetía, machacón.

De nada servía que yo intentara calmarlo; una vez lan­zado a la locuacidad, no se apeaba de su fórmula ni cesa­ba de predecirme el más magnífico de los porvenires, una espléndida carrera médica, como él decía. Yo ya no podía interrumpirlo.


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